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La primera Señora de El Torno murió del parto de su tercer hijo, el niño con el que siempre había soñado su esposo. Don Miguel se encontraba en Los Santos de Maimona junto a don Gómes, en plenas negociaciones para conseguir la demolición del castillo de la ciudad, que suponía una amenaza para la hegemonía del Conde de Feria en la zona.

Cuando el Señor de El Torno llegó a su lecho de muerte, su esposa se incorporó casi sin fuerzas y le dirigió una sonrisa.

—Siempre llegáis tarde. Por fin os he dado un niño.

Las manos de don Miguel sujetaron la cabeza de su esposa. Retiró el paño que le refrescaba la frente y la besó.

—Gracias, es precioso. Fuerte como su padre y tierno como su madre. Ahora descansad, me han dicho que ha sido muy largo, deberíais haberme avisado antes.

La Señora de El Torno cerró los párpados, la palidez de su rostro acentuaba las ojeras que la marcaban desde que era niña. Sus manos amoratadas presagiaban el final. De su boca tan sólo salía un hilo de voz.

—No quería estropearos la victoria como la última vez. ¿Recordáis?

—Claro que me acuerdo, nuestros hijos siempre vienen con un castillo debajo del brazo. Todavía quedan muchos por conquistar, tendréis que recuperaros pronto.

Los ojos de la parturienta se abrieron para mirarlo por última vez. Cogió la mano de su marido y se la acercó a los labios.

—No podré daros más hijos. Pero desearía que los que os he dado se críen felices. Prometedme que vuestra próxima esposa será una buena madre para ellos.

Don Miguel no tuvo tiempo de pronunciar su promesa. La mano de su esposa cayó en el lecho dejando la suya en el aire.

Hasta diez años después, no encontraría a la mujer que habría cuidado de los niños como si fueran suyos, si no hubiera sido porque éstos jamás la aceptaron como la segunda Señora de El Torno.

Arabella no parecía hija de un moro, sus ojos castaños cobraban un tinte verdoso cuando les daba la luz. Desde que la conoció en Coín, no había rostro más dulce que el suyo para don Miguel. Aquella muchacha rubia, que protegía su cara detrás de un cántaro, le cautivó desde el mismo momento en que reparó en ella.

Las tropas de don Gómes Suárez de Figueroa acababan de entrar en la ciudad apoyando a los reyes Isabel y Fernando. El sitio al que la sometieron finalizaba con la incursión de los ballesteros disparando a diestro y siniestro. Don Miguel se fijó en una joven que intentaba resguardarse de las flechas detrás del cántaro que llevaba su sirvienta. Las cubrió con su escudo y las condujo hasta un arco de la muralla. No volvió a verla hasta que el Rey ordenó demoler los restos de la fortaleza, pero su cuerpo menudo aparecía en sus sueños cada vez que cerraba los ojos.

Volvieron a Zafra convertidos en marido y mujer. La noticia de que se había casado con la sobrina de un visir llegó a la ciudad antes que ellos. Desde que entraron por el Arco de la Puerta de Sevilla, don Miguel hubo de soportar el rechazo de los vecinos hacia su esposa. Los murmullos se escuchaban tras las ventanas. Las puertas se cerraban a su paso. Los comercios echaban la cancela a pesar de que era día de labor. Y las calles se quedaron completamente vacías.

Las miradas se clavaron en sus espaldas y les acompañaron hasta la puerta del palacio del Pilar Redondo. En su propia casa, el recibimiento no fue muy diferente, sus hijos se encerraron en sus habitaciones y se negaron a conocerla hasta que don Miguel les amenazó con desheredarles.

El Señor de El Torno confiaba en que la sensatez se impusiera a la cerrazón de los que temen contaminarse con las ideas de otros, de los que piensan que el aire que rodea a los diferentes puede contagiarles. No creía en la pureza de sangre, el linaje no es más que ignorancia disfrazada de orgullo, de miedo a perder los privilegios obtenidos en la cuna, aunque la mayoría ni siquiera los merezca. La estirpe debería ganarse con esfuerzo, como él ganó su título en las batallas.

Don Miguel se enamoró de su esposa sin preguntarle su origen, tampoco a él le consultaron cuando su rey necesitó de sus servicios y él le defendió con las armas. Nadie debería preguntar a otro el nombre de su padre o el de su madre para abrirle sus puertas. Amaba tanto a su pueblo como él quisiera que amaran a su mujer. Pero ni siquiera las criadas del palacio la trataron como a la nueva Señora de El Torno. Arabella intentaba calmar su ánimo justificando la actitud de los que la despreciaban.

—No se lo tengas en cuenta. Ya estoy acostumbrada. Algún día entenderán.

Sin embargo, para casi todos los que la rodearon el resto de su vida, nunca sería nada más que «la Mora».

La princesa india
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