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La noticia de que Flor de Lluvia había muerto de parto se extendió rápidamente por la ciudad. Los ancianos de la familia se acercaron a la casa del cacique, las mujeres dieron gracias solemnes a la partera por el nacimiento de la niña y los hombres saludaron a la recién nacida con largos discursos. Después, esperaron las señales del cacique para acompañarlo en su duelo.
Chimalpopoca tomó a la niña de manos de la partera y, sin mirarla, se la entregó a su esposa, retiró al bebé muerto de los brazos de su madre y ordenó a todos que salieran de la sala. Se reclinó sobre la estera y lloró sobre el rostro de la concubina. Nunca la había visto tan pálida, parecía sonreír. Aquellos ojos, que tantas veces le miraron con pasión en la oscuridad de la alcoba, no volverían a cruzarse con los suyos. Si pudiera dar marcha atrás, regresaría al momento en que provocó la hinchazón de su vientre y abandonaría la habitación.
No hay mayor culpable que aquel que se apropia de un error que no le corresponde. Ni culpa más dolorosa que la que no puede expiarse, a pesar del arrepentimiento. El cacique lloraba acariciando el cuerpo que no habría fecundado si hubiera sabido que los hijos provocarían su muerte. Recorrió con los dedos aquel vientre que había sido plano, todavía deformado como si faltaran varias lunas para completar su ciclo.
—¡Perdóname! ¡Yo te he matado! ¡Te he matado!
Inclinó la cabeza sobre ella y gritó buscando consuelo en la fuerza de sus alaridos.
—¡No te vayas! ¡No te vayas así!
Chimalpopoca lloró hasta que sus lágrimas se transformaron en cansancio. Se tendió en el suelo y se quedó dormido. Al atardecer, despertó del sueño que le robó las últimas horas del cuerpo caliente de su concubina. Besó sus ojos y su boca, y la cargó sobre su espalda para llevarla a enterrar. Mientras atravesaba el jardín, no dejaba de susurrarle.
—Te buscaré entre las mujeres valientes. Serás mi diosa del paraíso occidental. Buscaré tus ojos negros en la noche.
Como todas las mujeres que morían de parto, Flor de Lluvia se convirtió en una diosa. En lugar de incinerarla, como habrían hecho si la muerte hubiera sido natural, la enterrarían en el templo junto a otras mujeres divinizadas por la misma causa, las mujeres valientes, aquellas que reemplazan al mediodía a los compañeros del águila para escoltar al Sol hasta el ocaso. Las ancianas y las parteras acompañaron al cortejo con grandes voces, al igual que los mancebos que, portando escudos y espadas, intentaban arrebatarles el cadáver.
A la puesta del Sol, Flor de Lluvia reposaba bajo el patio del templo. Durante cuatro días y cuatro noches, el cacique y sus amigos velaron el cuerpo para evitar que los mancebos le cortaran el pelo y el dedo corazón de la mano izquierda. Reliquias que les ayudarían a ser más fuertes y valientes, y cegarían los ojos de sus enemigos.
Mientras Chimalpopoca velaba el cadáver de su concubina, su esposa, Miahuaxiuitl, Espiga Turquesa, organizó los ritos funerarios del bebé muerto. Ordenó que dispusieran la pira mortuoria en el jardín de la casa, indicó a las esclavas que debían amortajar al niño con las mejores ropas que habían tejido para él, en cuclillas, envuelto en varias telas sujetas por sogas. Una vez estuvo todo dispuesto, ella misma colocó hermosas plumas de guacamaya sobre el cuerpo y una máscara de mosaico sobre la cara. En ningún momento dejó que apartaran a la niña de sus brazos.
Los ancianos cuidaron de la hoguera mientras entonaban himnos funerarios para que los teules protegieran al bebé, recogieron después las cenizas y las introdujeron en una jarra en la que depositaron el símbolo de la vida, un trozo de jade. Espiga Turquesa les indicó el lugar en que debían enterrarlo, a la izquierda de su hijito muerto. Los dos niños se harían compañía en el mundo oscuro de Mictlan, hasta llegar al noveno infierno, el último círculo donde encontrarían su reposo.