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Faltaban dos días más para la fuga. Olvido remetió las sábanas debajo del colchón y tropezó con la llave. La cogió y se la enseñó a su señora señalando su faltriquera con un gesto de interrogación. Diamantina asintió.
—Sí, sí, guárdala, ya no la necesitaremos.
Don Manuel no había dormido, permaneció al lado de la cama de la señora hasta que Valvanera regresó y se marchó con la princesa. Se retiró a descansar cuando la nodriza y ella llegaron al cuarto, pero antes sacó su llave del jubón y se la entregó a Diamantina.
—Hoy pensaba llevarte a la Gavilla Verde para que te diera el Sol. Pero tendrás que seguir aquí por un tiempo. Ya has oído a doña Aurora, no hagas locuras. Te quiero sana para cuando nazca nuestro hijo.
La señora apretó la llave contra su pecho.
—¿No vas a cerrar?
—No.
—¿Podrá quedarse mi aya aquí?
—Sí, podrá quedarse tu aya.
—¿Y Olvido?
—También Olvido.
Don Manuel se inclinó sobre ella y le puso los labios sobre la frente.
—No parece que tengas calentura. Me voy a dormir un rato. Doña Aurora y Valvanera volverán a mediodía. Le diré a Fermín que me llame cuando hayan llegado. Duerme tú también un poco, pajarito.
Cerraron la puerta cuando se quedaron a solas. La nodriza arqueó las cejas y se encogió de hombros, su cara reflejaba una mezcla de alegría y de incredulidad.
—¡No me lo puedo creer! ¡Lo hemos conseguido!
La señora se incorporó con cara de tristeza.
—¡Dios mío! ¡Me siento tan mal! ¿Cómo he podido engañarle así? Hacía tiempo que no le veía sufrir de esta forma. ¡La Virgen me perdone!
Olvido la miró a los ojos. No tenía ganas de empañar los cristales, pero le hubiera gustado que leyera en su mirada. El remordimiento es un infierno que sólo tendría que arder para los que buscan el daño de los otros. Pero su pecado no era la maldad, sino la necesidad de huir de ella. El que se defiende no tiene motivos para el arrepentimiento, el derecho divino le asiste cuando levanta sus armas contra el agresor.
El ama de cría se sentó al lado de la señora y la abrazó.
—No te atormentes con eso. Tu marido es cazador, ellos saben cuándo tienen que darle aire a la pieza para que se confíe. Pero siempre acaban cayendo sobre ella. Ya te lo ha demostrado otras veces.
—Pero a lo mejor no estaría mal darle otra oportunidad.
—Ni bien tampoco, Diamantina, la aprovecharía para volver a las andadas. ¿Hasta cuándo aguantaría con la puerta abierta? ¿Qué precio tendrías que pagar? ¿Cuántos golpes hasta que echara la llave otra vez?
La señora lloraba en el regazo de su aya. Se durmió agarrada a la llave que le acababan de entregar, hasta que doña Aurora y Valvanera entraron en la habitación seguidas de don Manuel. La princesa fingió sorprenderse con la mejoría de la enferma, había recobrado el color. Valvanera llevaba un balde lleno de agua caliente, sacó un paño de los cestos que había dejado al lado de la cama la noche anterior y se dirigió a don Manuel señalando el barreño.
—Es muy importante que se lave todos los días. Las heridas sólo quieren agua, sal, y muchos mimos.
No hizo falta que nadie le dijera que debía salir del dormitorio, don Manuel se quedó mirando a Valvanera y sonrió.
—Ya sé, ya sé, tengo que irme, pero antes, déjame que me despida de mi mujer. No volveré a verla hasta dentro de una semana por lo menos. Salgo de viaje ahora mismo.
Cuando no la transformaba la ira, su voz era hermosa. Grave y acompasada, como Olvido recordaba la de su padre. Sus labios rozaron los de la señora Diamantina, le susurraron algo al oído que sólo ella pudo escuchar, y volvieron a su boca. Después se marchó.
La esclava le siguió con la mirada. No era la primera vez que parecía diferente, pero sí la única en que ella deseó no haber presenciado su transformación. No le extrañaba que la señora Diamantina volviera una y otra vez a sus brazos, las caras de algunos ángeles no serían tan bellas.
El ruido del barreño contra el suelo la sacó de su abstracción. Valvanera lo colocó a los pies de la cama.
—¡Señora! ¡Tenéis que bañaros! Seguro que anoche nos dejamos la mitad de la sangre.
Valvanera contempló la mancha de las baldosas y se volvió hacia la nodriza.
—¿De dónde habéis sacado tanta sangre?
La princesa se sumó a la observación de su criada. No había pensado en tanto realismo cuando les dio las instrucciones sobre lo que debían hacer. El aya se encogió de hombros y arqueó las cejas.
—Añadimos algunos detalles para que el señor no dudase en llamaros a vosotras y no al médico de la casa.
Diamantina se metió de pie en el barreño.
—¡Si las hubierais visto cuando les abrí la puerta! Me costó acertar en la cerradura del susto que tenía. ¡Madre de Dios! ¡No sabía qué pensar cuando vi la jarra llena de sangre! ¿De dónde la sacasteis?
La nodriza miró a Olvido y le guiñó un ojo.
—La cocinera siempre le pide a Olvido que le mate las gallinas para el caldo. Hoy pensaba hacer uno. Ya la tiene desplumada y desollada.
Al ver las piernas manchadas de sangre, Valvanera, Diamantina y doña Aurora hicieron el mismo gesto de asco a la vez. La princesa estalló en una carcajada y contagió al resto de las mujeres, que se miraban unas a otras sin la menor preocupación de que alguien pudiera hacerlas callar. Olvido se escuchó a sí misma compartiendo con ellas el sonido de sus risas.
Las cuatro observaban las piernas de Diamantina y se reían. Se miraban y volvían a reírse. Diamantina salpicó a doña Aurora, doña Aurora a Valvanera, Valvanera a la nodriza, y la nodriza cerró el círculo salpicándola a ella. Gritaban y reían sin decir una sola palabra. Y se entendían.