Capítulo III
1
La princesa subió a cubierta y se arrepintió al instante. La única persona del barco a la que podría llegar a aborrecer la abordó como si la estuviera esperando. Le habría gustado pasar sin detenerse, pero prefirió ver la cara del hombre que se convirtió en su enemigo sin haber cruzado con ella una sola palabra. Quizás escuchándole comprendiera la razón.
Hasta que su criada no le habló de él, no había reparado en aquel comerciante de paños que no miraba a los ojos cuando hablaba, y que escondía su odio detrás de unos labios que simulaban sonreír. La mayor parte de la travesía transcurrió sin que se diera cuenta de su existencia. Por las mañanas se quedaba en el camarote hasta que los marineros terminaban la limpieza del barco. Por las tardes, disfrutaba de los atardeceres con el resto del pasaje, se entretenía bordando y charlando con su criada, y jugaba a las cartas con doña Gracia y con doña Soledad, dos hermanas que parecían sentirse a bordo como si hubieran pasado toda la vida navegando. Llegaron a Cuba huyendo de la prole que aumentaba en su casa cada nueve meses, buscando un marido que las mirase como si fueran únicas, irrepetibles, como si no existiera más mujer en el mundo que cada una de ellas.
Doña Gracia volvía a su tierra casada con un letrado, un joven escribano que se paseaba por la nave vestido con hermosas camisas. Doña Soledad perdió a su esposo, pero volvía con un niño capaz de arrancar las carcajadas de las dos hermanas siempre que se lo proponía. En el barco se enamoró del contramaestre, un viejo zorro que supo ganarse los favores de doña Soledad adelantándose a las intenciones de uno de los pilotos de la nave. Viajaban acompañadas de dos criadas, Laura y Juana, dos jovencitas de ojos azules que se debatían entre el deseo y el temor a las miradas de los marineros.
A la princesa le enternecía la inquietud de las jóvenes mientras los ojos de la tripulación seguían sus pasos por cubierta. Se veía a sí misma hacía más de cuatro años, cuando la seleccionaron como regalo a los dioses que venían del mar. Y volvió a ver su propio deseo y su propio temor, su deseo y su inquietud de ser entregada a los teules. Recordó el hervidero de comentarios de las jóvenes en edad de contraer matrimonio. Emparentar con los dioses sería un honor para cualquiera. Los guerreros preparaban la ceremonia de bienvenida, y las madres no podían ocultar su preocupación y su esperanza de que sus hijas se encontraran entre las ocho seleccionadas. En todas las casas se escucharon las instrucciones que las muchachas debían recibir antes de su boda.
—No uses afeites ni te pintes la cara de color amarillo, es cosa de mujeres carnales y desvergonzadas. Para que tu marido no te aborrezca, atavíate, lávate y lava tus ropas.
Los guerreros no sabían si creer o no lo que llegaba a sus oídos.
—Vienen del mar. Son tan altos como los techos. Todo su cuerpo está cubierto de hierro, solamente aparecen sus caras con largas barbas. Son blancos como de cal. Algunos tienen el cabello amarillo, y también el bigote y la barba.
Por toda la región circulaba el rumor de que más de treinta ciudades de la provincia componían la Coalición junto a las tropas de los teules. Algunos emisarios del emperador también lo habían abandonado. Sabían del terror de Moctezuma a los dioses que vinieron del mar, de su creencia en que con ellos se acabaría la Quinta Época, la del Sol de Movimiento, de la misma manera que desaparecieron los cuatro soles anteriores, con un cataclismo.
Después de su baño diario, Chimalpopoca, el padre de la princesa, convocó en su casa al consejo de ancianos y a los sacerdotes del templo. Les ofreció comida y bebida, como era su deber, y se dirigió a ellos con gran ceremonial.
—Señores, debemos tomar una decisión. Los nuevos teules se acercan a nuestra ciudad. Todos sabemos cómo se ha formado la Coalición, los teules nos ofrecerán ayuda contra Moctezuma, pero no conocen las negativas. Los que no aceptan su amistad se convierten en sus enemigos.
Los notables comenzaron a hablar, atropellándose los unos a los otros.
—Dicen que algunos son mitad hombre, mitad venado, y que sus perros son enormes y tienen ojos que derraman fuego.
—Y que tienen manchas de colores.
—Sus arcos y lanzas son de hierro.
—Y también sus escudos.
—Dicen que tienen un brazo largo de hierro que escupe fuego, y el sonido penetra hasta el cerebro.
—No capturan a sus enemigos, los matan y los dejan abandonados en el campo.
El más anciano de los hechiceros se levantó de su taburete.
—Los antiguos sabios nos dejaron sus palabras verdaderas. Dijeron que la Serpiente Emplumada volvería del mar para salvar a su pueblo. Quetzalcoatl ha vuelto de la tierra de color rojo, donde se marchó después de plantar a los hombres sobre la Tierra.
Cuando las posibilidades de elección se reducen a una única salida, no es tiempo de vacilaciones. El consejo de ancianos decidió que se unirían a la Coalición. Juntarían todos sus poderes contra Moctezuma, y volverían a establecerse el canto y la música en las ciudades. Los nuevos dioses traerían tiempos mejores.
Cada uno de los presentes ofreció a una de sus hijas para sellar la alianza y entregarla a los dioses. Tras unos momentos de silencio, el hechicero volvió a levantarse y miró a los presentes hablando muy despacio.
—Vuestras princesas tienen los ojos abiertos a las artes. Conocen los salmos que honran al Dios encerrado en las nubes. Todas sabrán honrar a los teules aquí en la Tierra, en la región del momento fugaz. Que el destino decida.
Introdujeron en una cesta una piedra distinta cada uno. El hechicero extrajo ocho de ellas mientras recitaba sus salmos.