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Desde la cima humeante del Popocatepetl, don Lorenzo divisó la capital de los aztecas con admiración e incredulidad. Los hombres de la expedición, que constituían la avanzadilla de la comitiva, contemplaban fascinados las torres y los adoratorios que parecían emerger del agua.

Los vapores del cráter dificultaban la respiración de Juan de los Santos, que se tapaba la nariz y la boca con las manos mientras hablaba.

—Así debe de oler el infierno.

El criado se frotó los ojos varias veces señalando la laguna.

—¿No será esto que vemos un sueño?

Don Lorenzo recordó las advertencias de los caciques de Tlaxcala, cuando se despedían de ellos a las puertas de la capital. Quizá pudieran entrar en Tenochtitlan, pero jamás saldrían vivos de allí.

—También puede ser una pesadilla.

En el centro de la ciudad, de una redondez casi perfecta, se levantaban grandes pirámides de piedra. Las casas, construidas de calicanto, se alineaban alrededor de multitud de canales que resplandecían con los rayos del Sol. A lo largo del camino empedrado que conducía al lago central, se levantaban conductos de agua trazados en línea recta. Los hombres se maravillaban de la calzada sin salir de su asombro.

—¡Nunca vi una tan derecha y a nivel!

—Mirad aquellas casas que salen del agua y de tierra firme, las hay a millares.

—¡Es increíble! Se parece a las cosas de encantamientos que se cuentan en los libros de caballería.

Don Lorenzo apenas percibía el olor del azufre, la flecha que rozó su sien le produjo una infección que afectó a sus fosas nasales. Sin embargo, recordaba el olor a carne quemada con el que despertó cuando su mozo de espuela le recogió del patio de Cholula. Nunca debieron llegar hasta allí. Nunca debieron participar en una empresa en la que los símbolos importan más que su significado. Las creencias no deberían imponerse a sangre y fuego. Las cruces no son nada por sí solas, la muerte no las carga de su credo aunque los vivos lo crean y lo alimenten. No debieron quemar los libros sagrados en Cempoal, ni forzar el derrocamiento de sus ídolos, como tampoco debieron bautizar a las jóvenes tan sólo para poder amancebarse con ellas. Regalos ensuciados por las manos que no debieron recibir.

Contempló por última vez Tenochtitlan desde la cima del Popocatepetl y descendió la falda del volcán con la certeza de que nunca más volverían a ver la ciudad en aquel esplendor. Los sueños se desvanecen cuando se intentan apresar.

Al llegar a la capital de los aztecas, observó a la multitud. No había lugar donde no se divisaran túnicas blancas, y faldas y blusas de colores. Hombres, mujeres y niños se agolpaban en las gradas de los adoratorios, en las terrazas, en las aceras y puentes, y en centenares de canoas que abarrotaban los canales.

El capitán De la Barreda cabalgaba detrás de los arcabuceros, que desfilaban a paso ordinario con los arcabuces colgados al hombro. El cansancio acumulado durante nueve meses de viaje y de batallas se reflejaba en su marcha.

La cordillera que separaba Cholula de la capital del imperio la cruzaron en ocho días agotadores, en los que ni siquiera pudieron visitar a las indias que les habían asignado. Algunos estaban heridos, la mayoría había perdido tanto peso que se le marcaban las mandíbulas y las cuencas de los ojos, muchos de ellos tenían la piel quemada por el Sol o salpicada de picaduras de mosquitos. Y en todos se reflejaba la mirada perdida del miedo. Las fuerzas de la Coalición se reducían a una mota de polvo en aquella ciudad donde cientos de miles de indios se resistirían a someterse.

El capitán recorrió con la vista las casas alineadas en los islotes cercanos, las puertas abiertas dejaban ver sus grandes patios entoldados, los zaguanes se hallaban repletos de gente que levantaba la cabeza para verlos pasar.

La princesa india
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