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—¿Seguro que ninguna persona desconocida ha entrado en el palacio? Siempre tenéis las puertas abiertas.

—No hemos visto a nadie. Pero las moras de Sevilla no se han movido en toda la mañana de la plazuela. Empezaron a gritar que María y Miguel se habían caído al pilón, creímos que se estaban ahogando. Nos agarró la angustia. Salimos todos corriendo sin pensar en otra cosa.

Valvanera lloraba con su hija en brazos. La sujetaba como si corriera el peligro de que se la robaran también. Su esposo seguía preguntando, intentando averiguar quién pudo entrar en el palacete y subir hasta la habitación de la princesa.

—¿En algún momento perdisteis de vista a las moras?

—No, cada una sacó a un niño del agua. Se quedaron en la plazuela hasta que cerramos el zaguán.

—Entonces está claro que ellas no han sido. Sus maridos estaban en la muralla, tampoco han podido ser. Intenta recordar, ¿había alguien más en la plaza? ¿Alguien que no debería estar allí?

Pero Valvanera no recordaba, se aferraba a su niña y la mecía moviendo su cuerpo adelante y atrás. Tan sólo recordaba las palabras de la princesa. Las casualidades no existen. No era casualidad que el comerciante de paños apareciera en la feria. Tampoco la desaparición de la diosa de los besos y del anillo con la cabeza de águila. Como no fue casual que coincidieran en el galeón con el comerciante. Ni que hubiera una araña en el navío. Ni que muriera el carpintero. No, las casualidades no existen. El destino les esperaba en el nuevo mundo con sus garras de punta, dispuesto a lanzar sobre ellas otro zarpazo.

La princesa tenía razón, el comerciante urdió su estrategia, y no empezó a aplicarla precisamente cuando llegó a la ciudad. Los planes del hombre de negro comenzaron a diseñarse el mismo día en que las vio en la cubierta del buque. Quizás incluso mucho antes, quizá las siguiera desde Cuba, quizá la araña que picó al marinero embarcara en su equipaje. Aquél no era el tipo de animal que podía subir con sus propias patas a un barco.

En cualquier otro momento, Valvanera habría alimentado sus fuerzas con las adversidades. Sin embargo, ahora tenía un bebé. Ahora tan sólo quería amamantar a su hija y que los demás pensaran por ella. Abandonó sus pensamientos y volvió a las preguntas de su esposo.

—¿Quedó alguien en la parte de atrás del palacete? A lo mejor entró alguien por la puerta falsa.

—No lo sé, yo estaba en el pilón con los demás. Todos estábamos allí.

—¿Todos?

—No lo sé, Juan, no lo sé. Fue cosa de un momento. Salimos y entramos en la casa en menos de un suspiro.

Aparte de los criados que trajeron de Sevilla, en la casa vivían otras seis personas de servicio que el capitán contrató cuando se trasladaron al palacete. Un mozo de soldada para cuidar de los caballos, dos criadas para la limpieza de la casa, una lavandera, un despensero y una cocinera. El marido y los hijos de Catalina trabajaban en el campo, casi todas las noches se quedaban en los chozos que don Lorenzo mandó construir en el olivar. Cuando dormían en el palacete, lo hacían en el doblado. El resto de la servidumbre ocupaba dos alcobas situadas en la planta baja, detrás de las cocinas. En una dormían los dos hombres y en la otra las mujeres. Catalina ocupaba la habitación de los niños. Contigua a las de Valvanera y la princesa.

Juan de los Santos acompañó al capitán a inspeccionar las habitaciones. Las criadas lloraban exculpándose de la desaparición del joyero, los hombres ayudaban a desmontar los catres y a revisar los baúles donde guardaban sus cosas. Las almohadas, los colchones con sus hinchamientos de lana, los embozos, las mantas, los cobertores, todo se movió de su sitio.

La caja de piedra no aparecía.

Valvanera y doña Aurora esperaban en el patio intentando distraer a los niños, que, empapados aún, lloraban igualmente, sin saber muy bien por qué lo hacían los demás. La pequeña Inés dormía con la boca acoplada al pecho de su madre, era la única persona del palacete que se mantenía en calma. Valvanera la miraba con los ojos húmedos, y le recitaba en silencio los versos que cantó para ella el día que se la acercó por primera vez al pezón, hacía justamente un mes.

—Mi pluma preciosa, mi plumaje rico. Serás la llama que prenda el fuego del hogar.

Los hombres buscaron el cofre por cada rincón de la casa. Durante toda la tarde, se escucharon los lamentos del servicio. Todos negaban haber formado parte del robo. Abandonaron la búsqueda cuando las mujeres comenzaron a encender los candiles. La princesa subió a su habitación tirando de sus pies. Su cuerpo parecía pesado, encogido. Se apoyaba en la barandilla como si soportara un lastre que le impedía remontar cada uno de los peldaños de la escalera. Valvanera la siguió y la ayudó a desabrocharse el traje y las enaguas.

—Quédate tranquila, mi niña, tu diosa volverá a ti.

Doña Aurora se refugió en ella como tantas veces había hecho a lo largo de su vida, descargó su llanto envuelta en su túnica de algodón y se lamentó de no haber guardado sus reliquias en un lugar secreto. Debería haberlas protegido mejor. Valvanera la dejó desahogarse. Después, la condujo hasta la cama, templó las sábanas con el calentador y la tapó con los cobertores.

—Duérmete, mi niña. No dejes que te atormenten tus pensamientos. El que se las ha llevado habría dado con ellas aunque estuvieran en el noveno abismo.

La princesa india
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