Capítulo XI
1
El comerciante de paños se movía por el barco como un cuervo esperando a su presa. En cierta ocasión, se acercó al piloto y sujetó el timón con una mano mientras apoyaba la otra en su hombro. Al capitán San Pedro le cambió la expresión de la cara, se acercó al timonel y bramó como si alguien le estuviera ofendiendo o robando.
—¿Acaso he dado permiso alguna vez para que nadie más que los pilotos controlen mi barco?
El comerciante retiró las manos e intentó disculparse, pero don Ramiro le ignoró y volvió a dirigirse al piloto.
—¡Cuando acabe vuestro turno, quiero veros en mi camarote!
Don Lorenzo observó al comerciante mientras bajaba del puente, movía los labios y señalaba al suelo con el dedo índice. El capitán San Pedro le seguía con la mirada.
—¡Si lo vuelvo a ver cerca de mi tripulación, no respondo de mis nervios! Parece una mosca revoloteando alrededor de un moribundo.
Don Lorenzo asintió con un movimiento de cabeza, el gesto de su cara no podía disimular el desprecio.
—Es un hombre siniestro. Me resulta extraño que lo hayas admitido en tu barco. ¿Lo conocías?
—Hace mucho tiempo que va y viene a las Indias con sus paños. Es preferible mantenerlo en alta mar que buscando problemas a la gente de tierra. No quisiera tenerlo por enemigo.
—¿Es peligroso?
—Peligroso es poco, muchacho. Ni su propia familia se libró de sus maldades. Denunció a su mujer por delitos de fe y la envió a la horca.
El desprecio de don Lorenzo se transformó en preocupación. San Pedro no difundía rumores, a menos que estuviera seguro de que eran ciertos.
—¿Delitos de fe? ¿Qué pasó?
—Su mujer era hija de judíos conversos. No quiso firmarle el permiso para embarcarse a las Indias, y la Casa de Contratación no se lo permitió. Entonces la denunció al Santo Oficio. Dijo que los sábados vestía ropas limpias y no lavaba ni barría la casa; que cocinaba el pescado y la carne en cacerolas diferentes; y que los lunes y los jueves ayunaba. Mostró su carta de hidalguía a los cuatro vientos cuando se quedó viudo, hasta que consiguió embarcarse en la primera nave que encontró, la mía. Desde entonces busca a los herejes como si fueran piezas de una colección. Tiene una lista de todos a los que ha denunciado, con las penas que impusieron a cada uno.
Don Lorenzo se llevó las manos al estómago y se lanzó hacia la borda, vomitó su miedo ácido y amargo pensando en los salmos que su esposa recitaba con su hijo, y se volvió hacia el capitán.
—¿Crees que irá a por nosotros?
Confiaba en el amigo de su padre como se confía en los que nunca anteponen la compasión a la verdad o a la justicia. Temía su contestación, pero prefería enfrentarse a las palabras que no quería escuchar, antes que vivir en la incertidumbre.
Don Ramiro se acercó hasta él y le rodeó el hombro con un brazo.
—¡Muchacho! ¡Ojalá no vuelvas a cruzarte en su camino! Yo que tú no pasaría jamás por Granada, sería capaz de seguirte la pista. No descansaría hasta conseguir que la Inquisición condenara a doña Aurora y a Valvanera.
—¿Sabes algo que yo no sepa?
—Lo único que sé es que no ha dejado de observaros desde que subisteis al barco. No sería la primera vez que fijara sus garras en los que vuelven casados con indias. El año pasado persiguió a una pareja hasta Logroño, la pobre mujer es la última de su lista. Se celebró un Auto de Fe en la plaza pública. Después de darle garrote, quemaron su cuerpo y dispersaron las cenizas para impedir su resurrección en el Juicio Final. Este mal nacido presenció toda la ceremonia, desde que la llevaron en procesión vestida con el sambenito, hasta que la última mota de polvo voló por los aires con su memoria.
Don Lorenzo se prometió a sí mismo que protegería a su esposa de la incomprensión. Pero confiaba en que no tendría que exponerla a los peligros de los que hablaba don Ramiro. Estaba seguro de que en Zafra no podría suceder semejante barbaridad. Su padre le dijo muchas veces que sus paisanos temían al mestizaje, como todos los que temen perder su identidad y luchan por conservarla. Pero su miedo nunca se transformó en odio. Los propios Condes de Feria protegieron a los judíos cuando el resto del reino les perseguía.
Conseguiría un hogar seguro para los suyos, aunque tuviera que recorrer con ellos todas las casas de la ciudad hasta ganarse a sus vecinos. Doña Aurora disfrutaría otra vez de una vida cotidiana, de una familia. Volverían a vivir en una ciudad donde los días se sucedieran uno tras otro, sin que la mayor preocupación fuera la supervivencia.
La arrancaron de Cempoal como se arranca la rama de una mata. Pero las raíces continuaban allí, añorando la cicatriz de la herida, creciendo hacia dentro y hacia fuera. Él conseguiría que la rama volviera a brotar en la tierra donde crecen la uva y la aceituna. Si. Lo conseguiría.