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Doña Aurora abrazaba al pequeño Miguel intentando calmar el llanto con el que parecía unirse al de la ciudad donde podría haber sido feliz. Sin embargo, el destino volvía a maldecir sus vidas marcadas por la muerte desde sus nacimientos. En la estera de al lado, Valvanera consolaba a la pequeña María, que escondía la cabeza en su regazo aterrorizada por los ruidos de la refriega. Quizá Moctezuma tenía razón, quizá Quetzalcoatl había enviado a sus guerreros del águila para detener el Quinto Sol. Quizás el cataclismo que les esperaba viniera de la mano de los españoles. Quizás había llegado el momento en el que debía completarse el círculo para que la espiral de la evolución siguiera su marcha, de la misma manera que los habitantes antiguos habían completado el suyo, desarrollándose hacia formas cada vez más perfectas.
Los gritos de los guerreros que rodeaban el palacio asustaban al pequeño tanto como los fogonazos de los arcabuces y de los cañones. El niño se tapaba los oídos en cada explosión buscando refugio en los brazos de la princesa, que lo acunaba cantándole las historias de sus antepasados con las que acostumbraba a dormirle desde que nació. Todavía no tenía edad para memorizarlas, pero poco a poco conseguiría que compartiera con ella los recuerdos que sus mayores le habían transmitido a través de los códices de tinta negra y roja.
Los sollozos del pequeño se confundían con los cantos que su madre había aprendido en el calmecac. Las fuerzas primordiales que presidieron los cuatro soles anteriores, el agua, la tierra, el fuego y el viento, habían dejado paso a la Época del Sol en Movimiento. Los primeros hombres fueron hechos de cenizas, el agua terminó con ellos convirtiéndolos en peces. La segunda clase de hombres eran los gigantes, cuando se caían lo hacían para siempre, por eso se saludaban deseándose unos a otros permanecer de pie.
—No se caiga usted.
El pequeño Miguel transformó su llanto en gemidos intermitentes mientras doña Aurora continuaba cantándole. Los hombres del Tercer Sol quedaron convertidos en guajolotes, las aves más sabrosas que jamás hayan existido. El cataclismo de la Cuarta Época transformó a los seres humanos en hombres-mono que se fueron a vivir a los montes. Su signo era 4-viento, como el signo que unió al pequeño Miguel con su nueva madre.
El niño la miraba fijamente intentando que sus párpados no se cerraran. La Quinta Época se llama Sol en Movimiento. En ella habrá movimientos de tierra y hambre, y perecerá el mundo. Para la creación de los seres humanos se aprovecharon los despojos de los hombres de épocas anteriores. Así se lo encargaron al príncipe Quetzalcoatl, la Serpiente Emplumada, símbolo de sabiduría, que bajó a la casa de los sueños para buscar los huesos de los antepasados de los hombres.
El sueño venció al pequeño Miguel antes de que su madre terminara de recitar sus estrofas. Y el dador de la vida bajó a los infiernos para hablar con el dios supremo del Mictlan.
—Vengo en busca de los huesos preciosos que tú guardas.
—¿Y qué harás con ellos, Quetzalcoatl?
La princesa acostó al niño en la estera y se tendió junto a él. Si los mexicas conseguían entrar en el palacio, probablemente los sacrificarían a todos. Don Lorenzo nunca sabría que sus propios compañeros de viaje habían provocado la muerte de su hijo. Quizá fuera la diosa de las aguas la que había permitido que el capitán no tomara parte en el asalto al Templo Mayor. Doña Aurora acarició su amuleto de los besos y se lo acercó a la mejilla. Don Lorenzo no había participado en la muerte de los notables, pero su viaje a Veracruz terminaría sin duda en otra matanza.
Desde que llegaron a Tenochtitlan la miraba de una forma extraña, a veces le recordaba a la mirada de don Gonzalo de Maimona, cuando llegaba a la choza después de las comidas y forzaba sus besos; otras veces, era la mirada de Serpiente de Obsidiana que abrazaba su cuerpo en el azul marino de la noche. La princesa se acercó a la cara su diosa de ónice. Su madre la habría protegido del amor y del miedo. Don Lorenzo había intentado acercarse más a ella en los últimos siete meses. Su voz era dulce cuando utilizaba el nahuatl, pero se transformaba cuando hablaba en su propia lengua, cualquier palabra sonaba a sus oídos como las que le oyó pronunciar en Cholula. «¡Mátalos! ¡Mátalos!»