Capítulo 18

Al llegar a la casa, de nuevo cargaron con Naso hasta dejarlo en la habitación que solían ocupar los sobrinos de Isabel y que estaba empapelada con posters del Real Madrid de fútbol y baloncesto.

—¿Esto qué es? ¿Una cámara de tortura? —preguntó Naso horrorizado, al ver que el edredón y las sábanas también eran del Real Madrid—. Yo aquí no duermo ni loco. ¡Que soy del Atleti a morir, coño!

—Es lo que hay  —dijo Isabel, encogiéndose de hombros—. Es la habitación de mis sobrinos.

—¿No tienes otras sábanas?

—Las de 90 cm son todas así.

—Méteme en otra habitación… —exigió medio grogui.

—La otra libre es donde se ha instalado Lucas…

—Cámbiame la habitación, tío. Que tú tienes cara de madridista —le pidió Naso a Lucas.

—A mí es que me gusta más la habitación donde estoy, y la cama es de matrimonio, que me viene genial por lo que pueda pasar… —replicó Lucas, y a Isabel la respuesta le puso de los nervios.

Y por si aún no se había percatado, le faltó tiempo para dejar las cosas claras:

—Pues como no se meta Chicho contigo, no sé para qué quieres tanta cama…

—Eso digo yo, tío. Si para hacerte pajas te da lo mismo que la cama sea de 90 cm o de 1, 50 cm —le sugirió Naso, con los ojos cerrados del colocón que llevaba.

—Al que le da lo mismo con el ciego que llevas es a ti. Yo no pienso cambiarme de habitación, la vi primero. Lo siento —dijo Lucas, rotundo.

Naso estaba tan mareado que no tenía fuerzas ni para rebatir, así que decidió sentarse en la cama con cuidado, no fuera a ser que se le pegara algo, hacer de tripas corazón y luego decir:

—Creo que podré resistir una noche entre tanto horror…

—Ahora te traigo Aquarius y una manzanilla —le ofreció Isabel, mientras se quitaba la bufanda de lana que llevaba.

—Y agua micelar, por favor —pidió Naso.

—¿Para desmaquillarte? —quiso saber Isabel.

—Para suicidarme. ¿Para qué va a ser? ¿No pretenderás que duerma con todo lo que llevo puesto?

—No usamos.

 —¿No me jodas que no tienes ni la del Mercadona?

—No. Tenemos un gel de limpieza que…

—¿Cómo puedes desmaquillarte con eso? —replicó espantado—. Los geles son tensoactivos y resecan muchísimo la piel.

—Mi abuela tiene una leche limpiadora muy buena…

—Uff. ¡La leche deja residuos grasos! —exclamó Naso, muy agobiado.

Isabel para tranquilizarle cometió el error de sugerir:

—¿Y qué tal el agua y el jabón?

Pero Naso saltó como si le hubieran mentado a lo más sagrado:

—¡El agua no se lleva la suciedad oleosoluble y el jabón me altera el pH! ¡Que estamos en el siglo XXI, por favor! ¿Cómo se puede vivir sin agua micelar?

—¿Pero tú no críticas el consumismo absurdo en Cacarea? —le preguntó Lucas, asombrado por la adicción del genio al agua micelar.

—Critico el consumo de chorradas, no de cosas básicas como el agua micelar. En fin… Dejadme solo, que ya veré lo que hago cuando pare de darme vueltas esta mazmorra en la que vais a encerrarme.

Naso se sentó en la cama, se sacó las botas y se tumbó a esperar a que Isabel le trajera los líquidos, un trapo húmedo para la frente y un pijama que llevaba estampada la cara de Batman.

Cuando Isabel le trajo todo, él se limitó a echarle un vistazo y decir:

—¿Lo del pijama de Batman es para terminar de cachondearte de mí? Todo el mundo sabe que tengo fobia a Batman.

—No sabía… —se disculpó Isabel.

—Cuando era pequeño, entró en mi habitación un murciélago y desde entonces estoy traumatizado.

—Te lo he traído porque es el que he visto más corto de manga y pernera… —se justificó Isabel, lo que fue muchísimo peor.

Naso arqueó una ceja, y aún estando fatal de lo suyo, todavía tuvo fuerzas para gruñir:

—¿Insinúas que soy bracicorto y paticorto?

—No, no, estás muy proporcionado —mintió—. Pero mi hermano es más alto que tú y los otros pijamas te van a quedar fatal.

—Te equivocas, primero porque a mí todo me queda bien y segundo porque se llevan las mangas muy largas.

Isabel se mordió los labios de la ansiedad de no dar una a derechas y propuso:

—Espera un momento y te traigo otro.

—Paso, que eres capaz de traerme algo con gaviotas. Prefiero dormir en bolas. Cierra la puerta y no molestes más, guapa, que eres muy pesadita. Adiós, muy buenas —dijo batiendo la mano al aire para que se marchara.

Isabel salió de la habitación un poco agobiada por si Naso al final decidía no hacerle la canción, después de haber metido tanto la pata. Pero cuando llegó al salón se puso además de una mala uva tremenda al ver que Lucas estaba sentado en el sofá, mirándola con una sonrisa de oreja a oreja y con el abrigo puesto.

—¿Ya has acostado al genio? —le preguntó Lucas.

—¿Qué haces aquí? ¿Por qué no te acuestas? Son las cuatro y media de la mañana…

—Mañana no tengo que madrugar…

—Yo solo tengo ganas de quitarme todo y meterme en la cama… —dijo Isabel despojándose el abrigo negro que llevaba puesto.

—¡No te quites el abrigo! —le pidió Lucas, batiendo las manos.

Isabel se quedó aferrada a las solapas de su abrigo, resopló y muerta de cansancio, le habló:

—Después del momento señorita Pepis que acabo de tener con Naso y de removerle un trauma infantil con el pijama que he escogido para él, solo quiero dormir y con un poco de suerte olvidar.

—¿Quién es la señorita Pepis?

—¿No conoces el maletín de la señorita Pepis? —preguntó Isabel extrañada y Lucas negó con la cabeza—. Un maletín de maquillaje y belleza de juguete, de los 70 y 80 que ahora se ha vuelto a vender.

—Intento estudiar todo lo vuestro, pero hay cosas que se me escapan…

—Ya, claro, a Mequetrefe no llegan estas cosas.

—Déjame que te lo enseñe, es que no voy a poder dormir hasta que no sepas mi verdad. Necesito que sepas de dónde vengo… —susurró Lucas, poniéndose de pie y acercándose a ella.

Isabel le vio tan interesado en mostrarle su pueblo que le pidió:

—Venga, anda, ponlo en Google Maps y nos vamos a dormir.

—Es que tiene que ser en mi Google Maps, porque con vuestra tecnología es imposible alcanzarlo.

—Mira, tío, no estoy para vaciles, me caigo de sueño… Buenas noches.  —Isabel se dio la vuelta con la intención de marcharse para su habitación, pero Lucas la cogió de la mano y la detuvo.

—Será un momento, por favor. Tú necesitas ver para creer y por mucho que te cuente, sé que hasta que no veas vas a seguir sin confiar en mí.

Isabel sintió tal estremecimiento al sentir la mano de Lucas, que se soltó de pura extrañeza, porque no entendía cómo podía estar provocándole eso un tío del que pasaba totalmente y luego replicó casi gruñendo:

—¿Qué es lo que tengo que ver? ¿El campanario de tu pueblo?

—Te puedo mostrar lo que quieras… —respondió con tal cara de pena que era imposible resistirse.

Isabel resopló y farfulló, haciendo acopio de las últimas gotas de paciencia que le quedaban:

—Joder, qué habré hecho yo para merecer esto. Venga, saca las fotos…

—Es que tenemos que salir, por eso te he pedido que no te quites el abrigo.

—¿Salir adónde? —preguntó Isabel, mientras se arrepentía de tener tanta empatía.

—Al lugar donde caí accidentalmente, aquí en tu finca… ¿Te atreves o no? —la retó.

—¿Qué si me atrevo a salir a estas horas a ver las fotos de tu pueblo que guardas en el cascajo de coche que debes tener? No, claro que no me atrevo.

—No es ningún cascajo. Al contrario, me vine en lo último de lo último, si ha fallado no ha sido por una cuestión técnica, ha sido por tu luz que es más fuerte que todo —dijo con los ojos brillantes de emoción.

—Te juro que en mi vida he conocido a un tío más brasas que tú —replicó Isabel y para su pasmo sintiendo que ese tío estaba diciendo la verdad.

—Enfréntate de una vez a la verdad. ¿O te da miedo que sea cierto?

Llegados a ese punto a Isabel le daba igual si ese tío tenía fuera una carreta o una nave espacial, lo que le estaba dando pánico era que de alguna forma le estaba sintiendo, podía percibir sus emociones y concluir con certeza que estaba siendo absolutamente sincero con ella.

Pero entonces ¿qué hacía? ¿Se dejaba llevar por el corazón que le gritaba que confiara en él o por la cabeza que le estaba alertando de que no era más que un cara de hormigón charlatán?

—No tengo miedo a nada —contestó Isabel, sintiendo que, a pesar de la insensatez que era salir a esas horas de la noche, tenía que hacerlo, que junto a ese tío nada malo podía pasarle y que debía hacer caso a su corazón.

—Haz caso al corazón —susurró Lucas, tendiéndole la mano.

Isabel alucinada se quedó con la vista clavada en la mano bonita, grande y fuerte, que ese chico le tendía y comentó:

 —Es imposible que puedas leer mi mente.

—Puedo sentirte, como tú a mí…

Isabel volvió a sentir ese maldito estremecimiento y luego dijo enojada, porque era imposible que estuviera sucediendo eso, aunque lo percibiera con total intensidad:

—Mentira, si pudieras sentir lo hasta la coronilla que estoy de ti, me habrías dejado marcharme a dormir hace mucho tiempo.

—Pero como también siento que estamos conectados, necesito que conozcas mi verdad, para que tu mente se convenza de que no soy ningún gorrón que ha venido a sablearte.

—¿Ah no? ¿Y a qué has venido entonces? —preguntó pestañeando muy deprisa.

Lucas respondió sin vacilar, mirándola intensamente:

—A hacerte feliz.

Isabel se quedó perpleja, sintiendo que ese tío estaba diciendo la verdad, pero era todo tan absurdo que lo mejor era desmontar a ese farsante cuanto antes. Por eso, cogió la bufanda que tenía sobre el sofá y le pidió:

—Vamos, que estoy loca por conocer Mequetrefe.

—¡Bien! —celebró Lucas, levantando los puños, como si hubiera ganado algo. No en vano, había ganado la posibilidad de que esa chica empezase a mirarle con otros ojos—. ¡Vas a flipar, ya lo verás! —exclamó tendiéndole la mano.

—Veo todo lo que quieras, pero no hace falta que vayamos agarraditos. Gracias —dijo despreciando la mano que Lucas le tendía y dirigiéndose a toda prisa hasta la puerta de la calle.

—Gracias a ti —replicó Lucas, feliz como no recordaba.

Cuando Isabel abrió la puerta, un golpe de viento frío le hizo reconsiderar la escapadita, pero como si de nuevo le hubiese leído el pensamiento, Lucas la empujó un poco para que saliera…

—¡No hace falta que empujes! —protestó Isabel.

—No estés remisa, que te va a encantar… Tenemos que ir detrás de la arboleda.

Isabel le miró ofuscada, abrió un viejo aparador y sacó unas zapatillas deportivas porque no tenía ya lo pies como para plantarse en la arboleda en louboutines. Se quitó los zapatos, se calzó las playeras y se echó a andar a toda prisa hasta el lugar que le había indicado Lucas, con los brazos cruzados y sin dirigirle la palabra, pero sin dejar de percibirle estúpidamente feliz.

Sin embargo, ella a medida que se acercaba a la arboleda se sentía cada vez más idiota, y no podía parar de pensar que cómo se había dejado manipular de esa forma por un tío que no había hecho otra cosa más que tocarle las narices.

Y nuevamente, como si Lucas pudiera leerle el pensamiento, susurró:

—Vas a alucinar. Ya verás…

Isabel gruñó y no dijo nada hasta que después de atravesar la arboleda, Lucas la cogió del brazo para que se detuviera, sacó como una especie de mando a distancia del bolsillo, apuntó al aire y de repente, una estructura metálica enorme, en forma de platillo, surgió de la nada…