Enviado: En las profundidades
Enviado: En las profundidades
El viento barre sin descanso la llanura de roca. Susurra sobre el empedrado de color gris pálido que se extiende hasta el horizonte. Canturrea al cruzar las columnas. Arrastra polvo y hoja traídos desde lejos y revuelve la larga cabellera negra de un cadáver que ha estado yaciendo imperturbable desde generaciones, completamente seco. Juguetón, el aire lanza una hoja al interior de la boca del cadáver, que grita en silencio; enseguida vuelve a tirar de ella.
Se diría que las columnas son el único vestigio de una antigua ciudad. Pero no es así. Están demasiado separadas entre sí y su disposición es también demasiado aleatoria. Ninguna está caída o resquebrajada, aunque los años y años de polvo arrastrado por el viento sí han acabado medio enterrando algunas.
Otras, en cambio, parecen casi nuevas. Con menos de un siglo encima.
Al amanecer, y también a la puesta del sol, fragmentos de esas columnas captan la luz, brillando doradas. Durante unos pocos minutos cada día, en su superficie relucen con fuerza áureas figuras.
Ser recordado es, en cierto modo, ser inmortal.
A la noche, los vientos cesan y el silencio se adueña del lugar en que la piedra reluce.