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La cima no era la más adecuada. La distancia era excesiva. Pero Sauce Swan no tenía dudas sobre lo que estaba viendo.

—Les están dando una buena tunda.

Dos ejércitos se enfrentaban a las puertas de Dejagore, en el centro de una llanura circular algo elevada. Swan contemplaba la escena junto a otros tres compañeros.

Hoja gruñó en señal de acuerdo. Fibroso Mather, el más antiguo amigo de Swan, no abrió la boca. Estaba ocupado intentando apartar la maleza de su vista.

El bando del que eran partidarios en aquel enfrentamiento estaba siendo vencido.

Swan y Mather eran rubios y de tez blanca, aunque tostada. Procedían de Rosas, una ciudad a diez mil kilómetros al norte de aquel campo de batalla. Hoja era un gigante de piel negra de incierta procedencia, un tipo temerario y de pocas palabras. Swan y Mather lo habían rescatado de las fauces de unos cocodrilos unos años antes. Desde entonces había permanecido junto a ellos; ahora formaban un equipo.

Swan maldecía constantemente, en voz baja, al ver cómo la situación de la batalla empeoraba cada vez más.

El cuarto integrante del grupo no cabía definirse del todo como tal. Aquel equipo no lo habría admitido en sus filas de haberse ofrecido. Respondía al nombre de Humo. Oficialmente, era el jefe de bomberos de Taglios, la ciudad-estado cuyo ejército estaba siendo vencido en aquellos momentos. En realidad era el mago de la corte de Taglios. Un hombre menudo, de piel color avellana, cuya sola existencia hacía enfadar a Swan.

—Humo, ese ejército de ahí abajo es el tuyo —masculló Sauce—. Si es vencido, tú también lo serás. Apuesto a que los Maestros de las Sombras estarían encantados de echarte el lazo. —En aquel momento, en el campo de batalla resonaban los aullidos y silbidos de las magias que intercambiaban los contendientes—. Quizá te reducirían a pulpa. A menos, claro está, que ya hayas pactado algún trato.

—Calma, Sauce —dijo Mather—. Está haciendo algo.

Swan fijó la vista en el aquel mequetrefe color canela.

—Eso ya lo veo, ¿y qué?

Humo mantenía los ojos cerrados. Musitaba y murmuraba. A veces su voz crujía y carraspeaba como tiras de beicon sobre una sartén demasiado caliente.

—Seguro que nada que vaya a servir de ayuda a la Compañía Negra. Deja ya de balbucir, vieja rapaz. Tenemos problemas. Están zurrando a nuestro bando. ¿No crees que deberíamos intentar hacer algo para dar la vuelta a la batalla? ¿O prefieres que sea yo quien te dé la vuelta contra el suelo?

El anciano abrió los ojos. Contempló la escena en la llanura. Su expresión no era nada agradable. Swan dudaba que los ojos de aquel petimetre le permitieran ver con detalle lo que estaba sucediendo. Pero con Humo no podía darse nada por sentado. Con él, todo era apariencia y pretensión.

—No seas tarado, Swan. Carezco de asistencia, y soy demasiado débil y viejo. Ahí abajo hay Maestros de las Sombras. Podrían aplastarme como a una cucaracha.

Inquieto, Swan refunfuñó. Ahí abajo estaban muriendo amigos suyos.

Humo espetó:

—Lo único que podría hacer… Lo único que todos podríamos hacer ahora, sería atraer su atención. ¿De verdad quieres hacer caer sobre ti a los Maestros de las Sombras?

—Claro. Eso es cosa de la Compañía Negra, ¿no? Ya se sabe, asumieron los riesgos del enfrentamiento, sabían lo que podía costarles. ¡Como llevarse por delante a cuatro mil taglianos!

Humo apretó los labios hasta que parecieron una pequeña pasa.

Sobre la llanura, una marea humana se arrojaba sobre el montículo en el que se había posicionado el estandarte de la Compañía Negra, para ofrecer la última resistencia. La marea ascendió cerro arriba.

—Las cosas no van como te gustaría que fueran, ¿no es así? —La voz de Swan sonaba ahora amenazante; había abandonado el tono inicial criticón. Humo era un animal político, mucho peor que un cocodrilo. Es posible que estos se coman a sus crías, pero al menos sus traiciones eran predecibles.

Aunque irritado, Humo contestó con un tono de voz casi tierno.

—Han conseguido más de lo que nunca hubiéramos imaginado.

La llanura estaba repleta de cadáveres y cuerpos moribundos, tanto de hombres como de bestias. Elefantes de guerra enloquecidos corrían encabritados por la explanada, sin respetar afiliación alguna. Solo una legión tagliana había conseguido mantenerse en pie. Se había abierto paso hasta la puerta de la ciudad, y cubría la huida a otros compañeros taglianos. Más allá de la ciudad, se alzaban las llamas de un campamento militar. Aquel era todo el éxito que había podido alcanzar la Compañía frente a los aparentes vencedores del envite.

Humo se pronunció:

—Perdieron una batalla, pero salvaron Taglios. Dieron muerte a uno de los Maestros de las Sombras. Han hecho imposible que el resto de las tropas pueda atacar Taglios; deberán emplearlas para reconquistar Dejagore.

Swan resopló.

—Vaya, perdona si no me pongo a bailar de alegría. Tenía apego por esa gente. No me gusta el modo en que los jodiste.

Humo no pudo contenerse por más tiempo.

—Swan, no luchaban por Taglios. Su única intención era abrir un frente por las tierras de las sombras, hacia Khatovar. Y eso habría sido peor que cualquier conquista de los Maestros de las Sombras.

Swan fue consciente del giro en la conversación.

—Claro, y como no quisieron besarte los pies, aun cuando estaban dispuestos a salvarte el pellejo de los Maestros de las Sombras, ahora te viene muy bien que hayan caído así. Qué lastima. Me hubiera encantado ver cómo te las hubieras tenido que arreglar para cumplir la última parte de tu trato, en caso de que la Compañía hubiera salido vencedora.

—Basta ya, Swan —dijo Mather.

Swan lo ignoró.

—Puedes llamarme cínico, Humo. Pero apuesto cualquier cosa a que tú y la radisha habíais previsto joderlo todo desde el principio. ¿A que sí? Para ello había que dejarlos reducidos a pulpa por todas las tierras de las sombras. Pero qué diablos, ¿por qué no? Lástima que tardara demasiado en deducirlo.

—Aún no ha acabado, Swan —dijo Hoja—. Ten paciencia. A Humo le llegará su momento.

Todos miraron boquiabiertos a Hoja. Eran tan pocas las veces que abría la boca que, cuando lo hacía, significaba algo. ¿Sabría algo que ellos desconocían?

—¿Me he perdido algo? —preguntó Swan.

—¡Maldita sea, quieres calmarte de una vez! —espetó Fibroso.

—¿Y dime, por qué debería hacerlo? Todo el maldito mundo está lleno de asquerosos maquinadores como Humo. Nos han estado jodiendo a todos desde que los dioses tienen memoria. Mira a este cagado. Su única preocupación es mantener la cabeza agachada, lejos de la mirada de los Maestros de las Sombras. Está claro que no tiene pelotas. Y esa Dama… Imagino que habrás oído hablar de su pasado. Ella sí que tuvo pelotas para hacerles frente. Párate a pensar en ello un segundo, y entenderás que se expuso mucho más de lo que este mequetrefe pudo llegar a hacer nunca.

—Cálmate, Swan.

—Al diablo la calma. Estoy harto. Alguien tiene que mandar a los mierdas como este a chupar piedras.

Hoja masculló en señal de aprobación. Claro que a Hoja le disgustaba cualquiera que estuviera al mando.

Swan, que en realidad no estaba tan enfadado como aparentaba, vio que Hoja estaba en posición para tumbar de un golpe al mago si este se pasaba.

Humo sonrió.

—Swan, hubo un tiempo en que todos los mierdas como nosotros éramos llorones como tú.

Mather se interpuso entonces entre ambos.

—¡Ya basta! En vez de discutir, pongámonos en marcha antes de que nos alcance este desastre. —Los supervivientes de la batalla se arremolinaban en las estribaciones de la colina—. Podemos reunir a las guarniciones de las ciudades al norte, y engrosarlas con todos aquellos que podamos recoger en Ghoja.

Swan asintió agriamente.

—De acuerdo. Quizá otros en la Compañía hagan lo mismo —dijo fulminando con la mirada a Humo.

El anciano se encogió de hombros.

—Los que escapen podrán intentar adiestrar a un verdadero ejército. Aún tienen tiempo suficiente.

—Claro. Y si el prahbrindrah Drah y la radisha se ponen de una vez por todas manos a la obra, quizá puedan cerrar filas como auténticos aliados. Incluso puede que esta vez les acompañe un mago con algo de pelo en el culo. Uno que no quiera pasarse toda la vida escondido entre la maleza.

Mather inició el descenso colina abajo.

—Vamos, Hoja. A ver si se cansan de discutir.

Después de unos instantes, Humo concedió:

—Venga, Hoja, vamos. Si tiene razón.

Swan se sacudió su larga mata de pelo rubio, mirando a Hoja. Este ladeó la cabeza en dirección a los caballos que había colina abajo.

—Está bien. —Swan dedicó una última mirada a la ciudad y la llanura que habían visto el fin de la Compañía Negra—. Pero lo que está bien, está bien, y lo que está mal, está mal.

—Y lo que es realista, es realista, y lo que es necesario, acaba siendo inevitable. En marcha.

Swan empezó a caminar. Tenía que recordar aquel comentario. Estaba decidido a tener la última palabra en aquel asunto.

—Idioteces, Humo. Eso son idioteces. Hoy he visto cómo eres en realidad. Y no me gusta. No confío en ti. A partir de ahora te vigilaré como si fuera tu sombra.

Y por fin subieron a las monturas y se encaminaron hacia el norte.