21

Sombra Larga observaba el último retazo de sol desaparecer en el horizonte. Ladró una orden. Un hombre negruzco, menudo y arrugado murmuró una respuesta:

—Sí, mi señor. —Enseguida se escabulló fuera de la estancia de cristal. Sombra Larga seguía estando inmóvil, contemplando la puesta de sol.

—Demos la bienvenida a la hora de nuestro enemigo. —Era verano. A Sombra Larga le gustaban los veranos. Las noches eran más cortas.

Ahora estaba menos preocupado, menos temeroso. Las noches que habían seguido a la debacle en Borrascosa habían visto una crisis de confianza ya superada. No se sentía aún caballo ganador, pero sí había recobrado la seguridad en sí mismo. Todo lo que tocaba se estaba convirtiendo en oro, brotando hasta la perfección. Aullador iba ya camino de los pantanos, del todo inadvertido. El asedio de Borrascosa continuaba enervando a los ejércitos de Conjura Sombras. Este seguía impotente. Y ella parecía haberse desvanecido, contenta con haberse cobrado venganza de Dorotea Senjak. La propia Senjak desplegaba sus propias piezas, inconsciente de formar parte también de su trama. Pronto, muy pronto, encontraría trabas en su camino. Ya solo le quedaba un movimiento por hacer. Y había llegado la hora.

Cada veintitantos metros, a lo largo de la muralla de Atalaya, había una columna culminada de cristal. El interior de cada una de las estructuras cilíndricas contenía un gran espejo curvado, y allí prendían hogueras. Eran llamas que brillaban con fuerza. Los espejos arrojaban toda la luminosidad hacia el viejo sendero que descendía de la llanura de brillante piedra. Ninguna sombra sería capaz de moverse sin ser vista.

Sentía recuperar la confianza. Por fin podría dejar que fueran otros quienes vigilaran la noche. Tenía otras cosas de las que ocuparse. Informes que recibir, órdenes que mandar, comunicados que dirigir. Volvió la espalda al mundo fuera de la torre, se acercó a una esfera de cristal sobre un pedestal, en el centro de la cámara.

El artefacto tenía más de un metro de diámetro. Una serie de canales lo atravesaban cual agujeros de gusano, hasta alcanzar un hueco en su corazón. Resplandores de luz recorrían su superficie. Serpientes luminosas reptaban por los canales de su interior. Sombra Larga apoyó sus manos marchitas sobre la esfera. La luz de la superficie pareció absorberlas. Sus manos se hundieron lentamente en el globo, como si estuvieran avanzando derritiendo hielo. Agarró las serpientes de luz, dándoles forma.

Allá donde la esfera reposaba sobre el pedestal se abrió una pequeña compuerta, destapando uno de los canales. A través de ella rezumó oscuridad. Lo hacía a regañadientes, con esfuerzo, luchando por cada milímetro. Odiaba la luz tanto como el Maestro de las Sombras odiaba la oscuridad. Esta rellenó el corazón de la esfera.

Sombra Larga se dirigió a la oscuridad. La luz en la esfera se estremeció, arrastrándose por sus manos. La esfera vibró, y de ella brotó un sonido más callado que un murmullo. Sombra Larga agudizó el oído. Y entonces apartó a la sombra para conjurar otra nueva.

A la cuarta de las sombras se dirigió así:

—Lleva este mensaje a Taglios: «que emerja el agente».

Mientras la sombra se escabullía de vuelta, escapando de la luz, el Maestro de la Sombras sintió que había dejado de estar solo. Asustado, volvió la vista hacia el sendero que recorría la llanura.

Nada parecía moverse. Las trampas de sombra seguían intactas. ¿Qué sería?

Algo tenebroso, oscuro y lustroso, destelló junto a la columna más cercana.

—¿Cómo? —No era ninguna sombra. Era, ¡un cuervo! Multitud de cuervos. ¿Qué estarían haciendo allí unos cuervos?

Era de noche. Y los cuervos no vuelan de noche.

No podía ser otra cosa.

Hacía semanas que Atalaya había estado siendo sobrevolada por cuervos, aunque en raras ocasiones se habían comportado como tales.

—¡Le pertenecían a ella! —Maldijo, dando un fuerte pisotón en el suelo, infantilmente enojado. Lo había estado observando todo. ¡Ahora lo sabía todo!

El miedo le abandonó pero mantuvo la furia. Nunca había sabido controlarse demasiado. Apartó las manos rápidamente de la esfera, olvidando que no debía hacerse en ella ningún movimiento brusco. Los cuervos parecieron carcajearse de su acción.

Diablos. Se agolpaban contra las paredes de la torre, graznando como si se burlaran de él.

Consiguió liberar una mano de la esfera. Entre sus dedos saltaron gotas de sangre. ¡Pondría fin a esas cotorras negras! ¡Esos demonios no volverían a espiarlo!

Lanzó un relámpago. Una docena de cuervos estallaron. La torre fue salpicada de plumas y sangre. Los supervivientes graznaron con estruendo.

Por fin la razón se abrió paso entre la rabia. Algo no iba bien. Querían que los atacara.

¿Sería por diversión?

¡Era la esfera!

Allá donde había liberado la mano, había un hueco. El agujero se ensanchó hasta alcanzar el corazón del artefacto. De su interior ya brotaba oscuridad.

Dio un alarido.

Controló su miedo, retirando la otra mano con delicadeza. Cerró con cuidado el hueco, pero no antes que la sombra escapara.

Esta se arrojó por el umbral de la estancia, fuera de la cámara, hacia las entrañas de Atalaya, huyendo de la luz.

¡Había una sombra suelta en la fortaleza!

En algún sitio escuchó un grito. La sombra se había lanzado a cazar.

Sombra Larga se obligó a calmarse por completo. Era una única sombra, pequeña, controlable.

Fuera, los cuervos parecían celebrarlo.

Logró ahogar la rabia. No volverían a provocarlo.

—Vuestra hora está cerca —prometió—. Volad con vuestra perra. Informadla de vuestro fracaso. Estoy vivo. ¡Aún estoy vivo!