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Este Hoja se nos ha convertido en todo un general. Siempre te supiste capacitado, ¿no es cierto? —dijo Swan, incapaz de reprimirse.

Hoja asintió.

Quizá fuera así. En realidad podría ya hacer las veces de comandante… a menos que simplemente le hubiera sonreído la suerte del principiante.

Swan rió entre dientes.

—La pelota está ahora en el tejado del viejo Conjura Sombras. Apuesto a que estará echando espuma por la boca.

—Lo veo muy probable —dije—. Pero podría tomar medidas. Quiero apostada una guardia férrea. La noche aún pertenece a los Maestros de las Sombras.

—Vamos, ¿y qué van a hacer? —inquirió Swan.

—No lo sé. Y espero que no tengamos que averiguarlo por las malas.

—Tranquilízate, Swan —dijo Hoja—. Aún no hemos ganado la guerra.

Aunque por la forma en que se había celebrado la victoria, era fácil creer que sí.

—Cuéntame más cosas sobre esos otros Creaviudas y Tomavidas —le pedí a Hoja.

—Debes de saber tanto como yo. Cuando Conjura Sombras atacó, tuvo a su alcance hacerse con la ciudad. Pero estos dos aparecieron desde el otro lado de las colinas. Tomavidas lo obligó a luchar para salvar su vida. Mientras, Creaviudas cabalgó como un loco liquidando a sus hombres. Ni siquiera pudieron tocarlo. Una vez que nuestros hombres expulsaran lejos de la ciudad a los atacantes, desaparecieron. Mogaba intentó lanzar una incursión, pero no le prestaron apoyo. Y sufrió numerosas bajas.

Vi a un cuervo apostado sobre un arbusto próximo. Intenté disimular.

—Entiendo. No hay nada que podamos hacer al respecto. Olvidémonos de ellos y tracemos los planes de mañana.

—Dama, ¿lo creéis sensato? —preguntó Narayan—. La noche pertenece a los Maestros de las Sombras —dijo como haciendo evidente que había sombras entre nosotros escuchando, y también murciélagos sobrevolándonos.

—Podemos hacer uso de ciertas herramientas. —Podía ocuparme de los murciélagos y de los cuervos, aunque no deshacerme de las sombras. Cualquier cosa que no fuera confundirlas estaba más allá de mis limitados poderes—. Aunque, puede que ni siquiera importe. Sabe que estamos aquí. Sabe que iremos a por él. No tiene otra cosa que hacer que sentarse a esperar. O echar a correr, según le plazca.

No tenía esperanzas de que Conjura Sombras se decantara por la segunda opción. Aún se imponía en cuanto a fuerza, si no en número, sí ciertamente en poderío. La proeza que habíamos logrado era lo máximo a lo que podíamos aspirar. No enviaría a mis hombres a una vorágine de hechicería.

Aquella victoria incrementaría la confianza en la tropa, pero podría suponernos un problema si se sobrevaloraba. Esa, en parte, había sido una de las razones de la derrota de Matasanos. Tuvo suerte en unas cuantas ocasiones y se acostumbró a contar siempre con ella. Y llega un momento en que la suerte se agota.

—Tienes razón, Narayan. No tiene sentido forzar nuestra situación. Ya lo discutiremos mañana. Haz correr la voz. Nos pondremos en marcha bien temprano. Ahora deben descansar. Puede que mañana tengamos que repetir la hazaña de hoy. —Había que recordar a los hombres que aún habría más batallas que luchar.

Todos marcharon, dejándonos solos a Martinete, a Hoja y a mí.

—Buen trabajo, Hoja —dije mirándolo—. Muy buen trabajo.

Asintió. Era consciente.

—¿Qué tal se lo están tomando tus amigos? —Swan y Mather habían salido con su grupo de guardias de la radisha.

—No andan cortos de miras —dijo encogiéndose de hombros.

—¿A qué te refieres?

—Taglios seguirá donde está después de la marcha de la Compañía Negra. Y ellos han echado raíces en ella.

—Es comprensible. ¿Supondrán algún problema?

Hoja rió entre dientes.

—Ni siquiera quieren poner en aprietos a Conjura Sombras. Si pudieran hacerlo, echarían a correr a una posada perdida para quitarse de en medio.

—¿Entonces no se toman en serio su juramento con la radisha?

—Tan en serio como vos vuestro contrato.

—En ese caso, me corresponde a mí asegurar que no haya tensiones.

—Mejor no dar ideas a las sombras —dijo con un gruñido.

—Cierto. Dejémoslo para mañana.

Se puso en pie y se fue.

—Martinete, vamos a cabalgar un rato.

Martinete se quejó. Puede que, dentro de unos cien años, llegara a asemejarse a un buen jinete.

Ambos seguíamos enfundados en nuestras armaduras, con la incomodidad que eso suponía. Di unos retoques a los atavíos y cabalgamos entre nuestros hombres. Debía mantener sus mentes fijas en mí. Me detuve para agradecer la labor de aquellos que habían destacado especialmente. Cuando hube acabado el espectáculo regresé a mi posición dentro del campamento, indistinguible de cualquier otra, y me entregué a los sueños nocturnos.

* * *

De nuevo me levanté con nauseas. Martinete hizo todo lo posible por ocultarlo a los hombres. Vi a Narayan cuchichear con Sindhu al respecto. Por el momento no me preocupaba. Sindhu se marchó a toda prisa, presumiblemente para informar a Hoja. Narayan regresó.

—Quizá deberíais visitar a un médico.

—¿Tienes alguno a mano?

Lució una sonrisa que era una sombra de la acostumbrada.

—No. No disponemos de ninguno.

Y eso significaba también que muchos de los heridos morirían innecesariamente, en muchas ocasiones víctimas de sus propios remedios caseros. Matasanos acostumbraba a promover la disciplina médica entre sus hombres casi en cuanto estos aprendían a tenerse en pie. Y había hecho bien.

Había tenido tratos con muchos soldados y ejércitos distintos. Y no tenía dudas de que la enfermedad y las infecciones eran peores enemigos que las armas del adversario. Antes de la muerte de Matasanos, la fortaleza y determinación en materia de salud de la tropa había sido uno de los puntos fuertes de la Compañía.

Ese dolor… Maldita sea. No había conseguido superarlo aún. Nunca antes había llorado la pérdida de alguien.

Ya había luz suficiente como para ahuyentar a los murciélagos y las sombras.

—Narayan, ¿ha comido ya la tropa? —Maldita nausea—. Pongámoslos en marcha.

—¿En qué dirección?

—Llama a Hoja. Os lo explicaré.

Trajo a Hoja. Les expliqué. Marché junto a la caballería, dejando que Hoja se ocupara del resto de los hombres. Me encaminé quince kilómetros al este, luego volví hacia las colinas. Los cuervos no dejaron de perseguirme, pero no eran ellos los que me preocupaban. No eran informadores de los Maestros de las Sombras.

Cuando hube avanzado otros quince kilómetros sobre las colinas, di el alto. Ahora podía ver parte de la llanura.

—Desmontad y descansad. No hagáis ruido. Almorzad comida fría. Martinete, ven conmigo. —Avancé junto a él—. Con cuidado, puede que haya vigías.

Pero no nos topamos con ninguna, y pudimos contemplar todo el panorama que teníamos ante nosotros.

Había habido cambios. La primera vez que habíamos pisado esos cerros habían sido verdes y habían estado poblados por granjas y huertos. Ahora estaban salpicados de franjas color marrón. Sobre todo hacia el sur. Los canales no trasportaban ya tanta agua como antaño.

—Martinete, tráeme a esos dos pañoletas negras, Abda y ese otro como se llame.

Fue. Mientras tanto, analicé nuestras posibilidades.

Los campamentos y artefactos para el asedio de Conjura Sombras rodeaban la ciudad. Cerca de la puerta norte, los sitiadores habían levantado una rampa de tierra que llegaba a la altura del muro, lo que tampoco significaba un gran logro. Dejagore había sido construida en lo alto de una colina, protegida por murallas que no alcanzaban los quince metros de altura. La rampa había quedado bastante maltrecha. Había hombres removiendo tierra para rehacerla.

Presumiblemente aquella habría sido la punta de lanza para el fallido ataque nocturno, aunque aún no se había podido determinar con exactitud.

Los sitiadores no parecían estar en muy buena forma. Y por el estado de sus campamentos se diría que no andaban con la moral muy alta. ¿Podría suponer aquello una ventaja? ¿Tendrían las tropas noticia del percance del día anterior? En caso de ser así, de que les rondara el temor de que una fuerza mayor pudiera aplastarlos como un martillo contra el yunque de la ciudad, quizá estuvieran listos para ser aplastados.

Fui incapaz de ubicar a Conjura Sombras. Puede que estuviera refugiado en los restos del campamento base, al sur de la ciudad. Este tenía su propia zanja y muralla. De nos ser así, era lo bastante cuidadoso como para no dejarse ver. Puede que Mogaba acostumbrara espolearlo.

Martinete regresó acompañado de Abda y aquel otro tipo.

—Quiero encontrar un modo de bajar sin ser vistos —dije—. Separaos, e intentad encontrar uno. Atentos a los vigías. Si somos capaces de llegar abajo, esta misma noche podremos darles una sorpresa que no olvidarán.

Asintieron y se escabulleron rápidamente. Martinete lo hizo con su acostumbrada mirada de inquietud. Seguía sin creer que pudiera arreglármelas sola.

Claro que a veces yo misma me lo cuestionaba.

Dejé que avanzaran, y entonces me encaminé hacia el oeste. Tenía reservada una sorpresa para los Maestros de las Sombras. Eso si mi tullido talento estaba a la altura.

Tardé más de lo esperado en prepararla, pero finalmente conseguí dejarla en funcionamiento. Iba a ser una trampa para murciélagos; algo así como una llama que atrae a las polillas para acabar con ellas. Desde que había dejado Taglios, la idea me había estado rondando la cabeza, aunque en diferentes versiones. También podría funcionar con cuervos, con algunos retoques.

Y eso me dejaba solo a las sombras.

No nos habíamos topado con ellas, pero había viejos rumores que decían que, lejos de las tierras de las sombras, en los días de las conquistas, esas sombras podían actuar como espías y asesinos. Habían sido demasiadas las veces en que habían muerto capitanes y reyes en momentos demasiado oportunos, sin ninguna explicación aparente. Puede que la muerte de dos de los Maestros de las Sombras hubiera bastado para dejarlos sin esa baza. Puede que un asesinato exigiera un esfuerzo combinado. Esperaba que fuera así, aunque no contaba con ello.

Dejé la trampa funcionando y me escabullí de vuelta al lugar en que me había deshecho de Martinete. Los demás ya estaban esperándome. Martinete me miró con el ceño fruncido. Le permití hacerlo. Le había cogido cariño, como a un hermano. Hacía mucho tiempo que nadie se había preocupado de mí como él lo hacía. Me hacía sentir bien.

Después de Martinete, Abda informó:

—Hemos encontrado dos rutas de bajada. Ninguna de las dos es perfecta. La mejor podría ser empleada por los jinetes. Limpiamos los pasos de vigías. Envié a unos cuantos hombres ahí abajo, por si hay algún cambio de guardia.

Eso podría suponer un problema.

Hoja se presentó entonces, perseguido por Narayan y Sindhu.

—Habéis ido a buen ritmo —le dije.

Resopló y contempló la ciudad. Expuse mis planes.

—No espero conseguir demasiado. La idea es hostigar a Conjura Sombras, desmoralizar a sus hombres y dejar que los nuestros se hagan a la idea de que tienen enfrente a un buen ejército, ahí abajo.

Hoja miró el sol, ya al oeste, y volvió a resoplar.

Swan y Mather se nos unieron.

—Poned en marcha a los primeros hombres —dije—. Abda, explícales las rutas. Tú, Mather, hazte cargo de la infantería. Sindhu, te encargarás de los jinetes. Swan, Hoja, Narayan, Martinete, acompañadme. Tenemos que hablar.

Mather y Sindhu pusieron la operación en marcha. Nos alejamos de ellos. Le pregunté a Swan:

—Swan, tu gente fue la que vino con noticias del enfrentamiento, ahí abajo. Dime todo lo que sepas.

Así lo hizo. Fui haciéndole preguntas conforme se explicaba. Pero no conseguí ni la mitad de la información que buscaba. Al menos no la que había esperado.

—Hay un tercer grupo que está metiendo baza en el juego —dijo Swan.

—Exacto. —Los cuervos estaban cerca. No podía mencionar nombres—. Entonces, ¿esos atacantes sin duda se hicieron pasar por Tomavidas y Creaviudas?

—Definitivamente.

—Eso significa que esos hombres de ahí abajo se dejarán llevar por el pánico si los vuelven a ver. Martinete, ve a por las armaduras.

Mientras hablábamos, Narayan rondaba incansable, pero sin aportar nada y sin dejar de estudiar la ciudad.

—Se han puesto en movimiento —alertó.

—¿Nos habrán visto?

—No creo. No actúan como esperando enfrentarse a dificultades.

Eché un vistazo. Después de un rato me atreví a adivinar:

—Les han llegado las noticias. Están agitados. Sus oficiales intentan mantenerlos ocupados.

—¿De veras vas a atacar? —preguntó Swan.

—Me limitaré a hostigarlos. Lo justo para que Mogaba sepa que tiene amigos aquí fuera.

Mientras el día avanzaba, fui transmitiendo órdenes a los hombres: que comieran frío y no dejaran de moverse. Martinete apareció con nuestras armaduras y los caballos.

—Nos quedan dos horas de luz. Deberíamos hacer algo mientras aún puedan vernos.

—Dama —anunció Narayan— un grupo de unos cuatrocientos o quinientos de ellos se encamina hacia el sur.

Lo comprobé. Era difícil aseverarlo desde la distancia, pero por su aspecto parecían más un batallón de trabajo que hombres armados marchando. Qué curioso. Al norte de la ciudad se estaba constituyendo un grupo parecido.

—Ayer mismo empezaron a recibir noticias —dijo Sindhu, que se había presentado de repente—. Están muy nerviosos.

Arqueé una ceja.

—Me aproximé lo suficiente como para captar algunas conversaciones. Están moviéndose. Pero no sé con qué intenciones.

Mi buen Sindhu.

—¿Por casualidad no escucharías dónde podríamos encontrar a Conjura Sombras?

No.

Hice marchar a todos con sus correspondientes instrucciones. Martinete y yo nos colocamos las armaduras. Este no pronunció ni una sola palabra en todo el rato. Acostumbraba a mantener una pequeña charla, descuidada pero reconfortante.

—Te veo demasiado callado.

—Estoy pensando. En todo lo que ha pasado apenas en un par de meses. Me pregunto…

—¿Qué?

—Si las cosas están tan mal como para que realmente pueda emerger el Año de los Cráneos.

—Vamos, Martinete. —No era ningún cerebro, más bien podía decirse que su mente era bastante inexorable. Debía de estar sufriendo una crisis de fe a causa de los acontecimientos de la arboleda. Aunque estaba claro que el verdadero origen de aquel sentimiento debía remontarse más atrás en el tiempo. Volvía a estar preocupado. Kina perdía a su presa.

Maldita sea, yo misma había dejado a Matasanos atravesar mis defensas y volverme una sentimental. Ya no podía hacer como antiguamente, ese viejo usar y tirar.

Puede que ese sentimentalismo siempre hubiera estado ahí. Puede que fuera como una especie de ostra. Matasanos siempre me lo había dicho. Antes casi de que llegáramos a conocernos, había escrito acerca de mí cosas que sugerían que ya entonces pensaba que yo albergaba algo especial en mi interior.

Y esa gente de ahí abajo había acabado con él. Destruyeron sus sueños y retorcieron los míos. Me importaba un comino el Año de los Cráneos o Kina. Lo que buscaba era una compensación.

—Déjalo, Martinete. —Me acerqué a él, le puse una mano sobre el pecho y lo miré a los ojos—. No te preocupes. No debes concomerte. Créeme cuando te digo que voy a darlo todo para que esto funcione.

Maldito fuera, aquel hombre confiaba en mí. La mirada de un enorme perro fiel asomó en sus ojos.