29
Ninguno de los potenciales campamentos era perfecto. Uno de ellos ya había sido fortificado anteriormente, hacía mucho tiempo. Durante siglos, la gente había ido despojándolo de piedras para otros usos. Elegí ese emplazamiento.
—Nadie recuerda su nombre —le dije a Martinete mientras cabalgábamos de vuelta a la ciudad—. Da que pensar.
—¿Mmm? ¿En qué?
—En la naturaleza fugaz de las cosas. Toda la historia de Taglios podría haber cambiado dependiendo de lo sucedido en este lugar, y nadie recuerda ni siquiera su nombre.
Me miró intrigado, esforzándose por entender lo que le decía. De veras quería hacerlo, pero carecía de la capacidad suficiente. Para él el pasado era la semana anterior, y el futuro, mañana. No había realidad más allá del día de su nacimiento.
Pero no era ningún necio. Parecía grande, torpe y tonto, pero su inteligencia rondaba la media. Simplemente no había aprendido a utilizarla.
—No importa. No te preocupes. Son cambios de humor. —Eso sí que lo entendía. Entraba dentro de sus cálculos. Su esposa y su madre habían tenido «cambios de humor».
Claro que tampoco tenía demasiado tiempo para pensar en aquel momento. Estaba demasiado concentrado en no caerse del caballo.
Volvimos a los barracones. De nuevo nos encontramos con una multitud en busca de sus seres queridos. Narayan se estaba ocupando de ellos con bastante eficacia. Todos me estudiaron con curiosidad. Aunque, no de la forma en que lo habrían hecho con Matasanos. Aquel que había sido saludado en todas partes como el Libertador. Yo no era más que una loca que quería jugar a hacerse el hombre.
Pero sabría crecer entre ellos. No era más que generar una leyenda.
Narayan me recibió.
—Recibimos a un mensajero de palacio. El príncipe quiere cenar con vos esta noche. En un lugar conocido como la floresta.
—¿De veras? —Aquel era el sitio en el que lo había conocido, conducida por Matasanos. La floresta era un lugar de recreo frecuentado por personajes ricos e influyentes—. ¿Fue una orden o una petición?
—Una invitación. Algo del estilo de «si haríais el honor de bla… bla».
—¿Aceptaste?
—No. No tenía forma de conocer vuestras intenciones.
—Entiendo. Envía un mensajero. Iré. ¿A qué hora te dijo?
—No lo especificó.
Aquello ralentizaría mis planes, pero era posible que un encuentro así sirviera para evitar posteriores enemistades e incordios. Como mínimo, me permitiría conocer las molestias que podía esperar de la administración.
—Voy a hacer un boceto del campamento que planeo edificar. Enviaremos una compañía y a quinientos reclutas más para que vayan empezando. Elige a todos los que consideres que debemos mantener lejos de la ciudad. Así conservaremos los problemas lejos de esta. Por lo demás, ¿qué tal va todo?
—Bastante bien, Dama.
—¿Hay señales de nuevos voluntarios?
—Vinieron algunos.
—¿Y de esa unidad de inteligencia? ¿Has empezado ya con ella?
—Hay mucha gente deseando traernos información. Sobre todo acerca de forasteros. Pero nada realmente interesante.
—Sigue con ello. Ahora voy a ocuparme de esos planos. Después redactaré una lista de peticiones para el prahbrindrah. Luego me arreglaré algo. —Tenía que tener por algún lado mis atuendos imperiales, los que había vestido la última vez que había estado allí, y también mi carruaje, el que había traído del norte para luego abandonarlo al marchar a Ghoja.
—Martinete, antes de encaminarme al sur hice que algunos hombres me labraran una armadura especial. Necesito encontrarlos.
Empecé a trazar bosquejos y a hacer cálculos.
* * *
El carruaje no resultaba tan majestuoso sin sus cuatro corceles de antaño, pero conseguiría que la gente se quedara igualmente boquiabierta. Mis habilidades bastarían para hacer que los caballos escupieran fuego por los cascos y para añadir también algo de glamour a la carrocería. El cráneo escupe fuego de la Compañía refulgía en ambas puertas. Las ruedas ribeteadas de acero y los cascos retumbaban con estruendo.
Estaba complacida.
Llegué a la floresta una hora antes del anochecer, entré y eché un vistazo. Estaba justo como la recordaba. Además, la flor y nata de la sociedad tagliana había venido a husmear. Martinete y un tipo de pañoleta roja (llamado Abda y de ascendentes vehdna) hacían las veces de mis guardaespaldas. No conocía a Abda, pero lo había traído porque Narayan me había hablado bien de él.
Se habían arreglado para la ocasión. Lo cierto era que Martinete podía acicalarse decentemente si le apuntabas a los riñones con un puñal. Bañado, peinado y con la barba recortada, después de cambiarse de ropa, resultaba bastante apuesto. Abda, en cambio, no fue a mejor. Era un rufián menudo y de mirada perdida, incapaz de aparentar lo contrario.
Deseaba haber podido acompañarme también de un guardaespaldas gunni, más que nada como declaración de intenciones. Pero cuando tienes prisa, no puedes estar en todo.
El prahbrindrah se puso en pie conforme me acerqué a él.
—Pudisteis encontrarme. Empezaba a preocuparme. No fui explícito sobre el lugar exacto del encuentro —dijo tras sonreírme.
—Me pareció lo más lógico pensar que estaríais en el mismo lugar en que nos encontramos la vez anterior.
Miró a Martinete y a Abda. Él sí había venido solo. ¿Sería una muestra de la confianza que tenía en la veneración de su pueblo? Puede que se equivocase.
—Poneos cómoda —me invitó—. He intentado que la comanda se ajuste a vuestros posibles gustos. —Volvió a mirar a Martinete y a Abda, perplejo. No sabía qué hacer con ellos.
—En mi última visita a este lugar —empecé a decir— alguien intentó asesinar a Matasanos. Haz como si no estuvieran. Confío en su discreción. —En realidad no tenía ni idea de si debía confiar en Abda. Pero tampoco hubiera sido muy sensato hacerlo evidente.
Los camareros empezaron a agasajarnos con refrigerios y aperitivos. Desde la floresta era imposible creer que Taglios fuera una nación bajo la amenaza de la desaparición.
—Estáis espléndida esta noche.
—Pues no me siento así. Estoy agotada.
—Deberíais relajaros. Tomaros las cosas con más calma.
—¿Es que los Maestros de las Sombras han decidido irse de vacaciones?
Cogió algo que recordaba a un langostino. ¿De dónde habrían sacado langostinos en esta zona del mundo? Bueno, en realidad el mar tampoco estaba tan lejos.
Y eso me hizo pensar en algo. Ya lo consideraría más tarde.
El príncipe tragó su bocado y se limpió los labios con la servilleta.
—Parecéis decidida a complicarme la vida.
—¿Y eso?
—Avanzáis rugiente como un vendaval, sin dejar a nadie tiempo para pensar. Sois como una avalancha. A vuestro paso, la gente solo puede concentrarse en mantener el equilibrio.
Sonreí.
—Si diera tiempo a los demás a hacer otra cosa que correr a mi paso, tropezaría al instante. Ninguno parecéis comprender la magnitud de la amenaza de nuestro enemigo. Es como si hubierais invertido vuestras prioridades. Todos parecen querer correr sin perder de vista a los demás. Entretanto, los Maestros de las Sombras planean exterminaros a todos.
Mordisqueó un bocado y aparentó cavilar.
—Tenéis razón. Pero no podemos culparlos por ser humanos. Nadie aquí es capaz de pensar en términos de enemigos eternos. O, al menos, de enemigos verdaderamente letales.
—Y los Maestros de las Sombras también cuentan con eso.
—No hay duda de ello.
Nos sirvieron un nuevo plato, más sustancioso. Un ave de alguna clase. Estaba sorprendida. El príncipe había tenido educación gunni, y se supone que estos son vegetarianos estrictos.
Al estudiar los alrededores vi dos cosas que no me gustaron. Primero, que había decenas de cuervos apostados en los árboles. Y segundo, que ese sacerdote al que había humillado hacía poco, Tal, nos observaba acompañado de varios de sus compinches.
El prahbrindrah dijo:
—Es por vos que estoy sometido a una gran presión. Y en parte procedente de mi círculo más próximo. Todo esto me hace estar en una situación delicada.
¿Dónde estaría su hermana? ¿Serían ella y Humo quienes lo manejaban? Era factible. Me encogí de hombros y seguí comiendo.
—Me ayudaría conocer vuestros planes —dijo el príncipe.
Se los expuse.
—Pero suponed por un momento que hay gente que no aprueba o considera que sois el campeón más apropiado…
—No es algo importante. Se trata de un contrato. Debe cumplirse. Y no hago distinciones entre enemigos del país o extranjeros.
Entendió a qué me refería.
A lo largo del siguiente plato no pronunció palabra alguna. Finalmente espetó:
—¿Matasteis a Jahamaraj Jah?
—Sí.
—¡Por los dioses! ¿Y por qué?
—Su sola existencia era una ofensa para mí.
El príncipe tragó aire.
—Desertó en Dejagore. Y eso nos costó la batalla. Esa fue razón más que suficiente. Pero, además, planeaba matar a vuestra hermana para luego culparme a mí de su asesinato. Tenía una esposa. Si las mujeres shadar son lo bastante necias como para matarse por sus maridos, podéis decirle que vaya encendiendo la pira. Cualquier esposa de un sacerdote con un marido como Jah haría bien en empezar a recoger leña. Le va a hacer falta.
—Empezaréis una guerra civil —dijo estremeciéndose.
—No si todo el mundo se centra en sus quehaceres y se preocupa de sus propios asuntos.
—Pero no lo entendéis. Los sacerdotes no tienen límites para lo que consideran sus asuntos.
—¿De cuántos hombres estamos hablando? ¿Unos pocos miles? ¿Habéis visto alguna vez a un jardinero podar? Da un tijeretazo a una ramita aquí, a una rama allá, y la planta crece más fuerte. Y yo pienso podar cuanto sea necesario.
—Pero… estáis sola. No podréis hacer frente a…
—Puedo. Y podré. Pienso cumplir el contrato. Y vos también deberéis hacer lo propio.
—¿Cómo?
—Me han llegado rumores de que vos y vuestra hermana no negociasteis de buena fe. Amigo mío, no sería nada inteligente por vuestra parte. Nadie engaña a la Compañía. —No respondió—. No se me dan demasiado bien los jueguecitos. No soy una persona sutil. Mis soluciones son directas y definitivas.
—Las soluciones directas y definitivas engendran respuestas semejantes. Matas a Jah, y los demás jahs se hacen a la idea de que su única alternativa es matarte a ti primero.
—Eso solo si pasan por alto la opción de ocuparse de sus propios asuntos. ¿Además, en qué me estoy arriesgando? No tengo nada que perder. Ese siempre será mi destino, así que mejor que me vaya haciendo a él. ¿Por qué colaborar en mi propia destrucción?
—Pero no podéis dedicaros a matar a todos los que no estén de acuerdo con vos.
—Y no lo haré. Solo a aquellos que no estén de acuerdo pero que intenten imponerme sus ideas. Aquí y ahora, en Taglios, no hay causa legítima para buscar conflicto.
El príncipe pareció sorprenderse.
—No os entiendo.
—Taglios debe prevalecer ante los Maestros de las Sombras. La Compañía fue contratada para esa misión. ¿Dónde está el problema? Estamos haciendo lo que acordamos, vosotros pagaréis como acordasteis y luego nos marcharemos. Eso debería dejar a todo el mundo contento.
El príncipe me miraba como si se preguntara cómo podía ser tan ingenua.
—Estoy empezando a pensar que no tenemos una base común sobre la que comunicarnos. Quizá esta cena haya sido una equivocación.
—No. Ha sido productiva. Y lo seguirá siendo si me escucháis. No me voy a andar con rodeos. Os estoy exponiendo justo cómo van a sucederse los acontecimientos. Sin mí, los Maestros de las Sombras os comerán vivos. ¿De veras crees que les importará qué culto pueda estar por encima de qué otro en la despilfarradora concesión de la construcción de ese muro? Sé bien cómo piensa esa gente. Si alcanzan Taglios, masacrarán a todo aquel que pueda suponerles un problema en un futuro. Debes ser consciente de que es así. Ya viste lo que hicieron por todas partes.
—Es imposible discutir con vos.
—Eso es porque sabéis que tengo razón. Tengo una lista con necesidades inmediatas. Debo levantar un campamento y preparar sin más demora un campo de entrenamiento.
Era consciente de que eso podría ser fuente de conflictos, pues los recursos tendrían que proceder de los destinados a la construcción de esa absurda muralla. Pero la ciudad era demasiado grande para ser rodeada de manera eficaz; aquel proyecto era injustificable. No era más que una herramienta para transferir la riqueza del estado a unos pocos individuos.
—Los hombres y recursos destinados al muro pueden ser empleados con mayor provecho —dije.
Lo entendió al instante. Yo estaba buscando problemas. Gruñó.
—¿Por qué no nos limitamos a disfrutar de nuestra comida? —le dije.
Y así lo intentamos, pero el encuentro no acabó de cuajar como una velada festiva.
Algunos platos después, con la conversación variando entre sus años mozos y los míos, decidí retomar la ofensiva.
—Ah, hay una cosa más que necesito. Los libros que Humo ocultó. —Los ojos se le pusieron como platos—. ¿Qué es eso que tanto teméis del pasado? —le pregunté.
Con un esbozo de sonrisa, dijo:
—Creo que ya lo sabéis. Humo no tiene dudas al respecto. Cree que es por eso por lo que habéis venido hasta aquí.
—Dadme una prueba.
—El Año de los Cráneos —dijo.
No estaba del todo sorprendida, pero fingí perplejidad.
—¿El Año de los Cráneos? ¿Qué es eso?
Miró a Martinete y a Abda. Vi nacer en él la duda. Recordé haber jugueteado con mi pañoleta mientras había estado hablando con su hermana. Aquella duda se disiparía pronto.
—Si no sabéis nada al respecto, deberíais indagar. Aunque no soy yo el más indicado para informaros. Preguntad a vuestros amigos.
—No puedo considerar tener ninguno si no está el prahbrindrah Drah entre ellos.
—Pues es una lástima.
—¿Y vos, tenéis?
De nuevo lo desconcerté. Forzó una sonrisa.
—Quizá no. Quizá deba intentar hacer algunos. —Entonces la sonrisa cambió.
—Todos necesitamos tener unos pocos. Pero a veces nuestros adversarios no nos dejan encontrarlos. Debería regresar ya. Mi número dos no tiene demasiada experiencia, y tiene el lastre añadido de su ubicación en vuestro sistema de castas.
Me pareció ver en él una sombra de desilusión. Quizá habría esperado de la reunión algo más que una discusión sobre príncipes y señores de la guerra.
—Gracias por la cena, prahbrindrah Drah. Volveremos a vernos, pronto. Martinete. Abda. —Ambos se aproximaron. Martinete tendió su mano. Los dos se habían mantenido a mi espalda, casi invisibles. Me alegró comprobar que estaban alerta. Martinete lo hubiera estado igualmente, aunque solo fuera por estar en aquel sitio. Un hombre de su posición no tenía posibilidad de visitar la floresta en condiciones normales—. Os deseo una feliz noche, príncipe. Y espero poder entregaros las cabezas de los enemigos de Taglios antes de que acabe el año.
Viéndonos marchar, su mirada se antojaba lastimera y anhelante a un tiempo. Sabía bien lo que él estaba sintiendo. Yo había tenido sentimientos semejantes siendo emperatriz en el norte. Claro que había sabido ocultarlos mejor.