XIX
El toro y el gato
Aquella noche no pude dormir. Pepa me dijo, en el breve instante que logré detenerla al entrar en la casa del coronel, que Remedios estaba llorando y don Mateo de malísimo humor, y que ella había oído en su boca frases que daban a entender que la reprendía ásperamente, previniéndole, además, que acatara su voluntad sin lágrimas ni objeciones.
¡Si me habría engañado Miguel, fingiendo despreciar a Remedios! No; tal suposición era absurda, considerado el carácter y las ideas del joven. Sin embargo, yo no podía tranquilizarme, puesto que todo lo adverso para mí me parecía posible y aun probable.
Salí a la calle apenas levantado el sol, y ya los habitantes de la ciudad iban y venían por plazas y aceras, al olorcillo de las noticias que corrían, impulsadas por trasnochadores y madrugadores; pues el correo de la capital había llegado a media noche cargado de periódicos, cartas y paquetes de correspondencia oficial. De la gente que había en las calles, el que no andaba a caza de noticias, corría y se sofocaba con el único fin de darlas. Estaban en los periódicos con letras de molde, bien visibles y puestas allí para enterar a todo el mundo; pero, sin embargo, se referían a media voz y encargando el secreto. ¡Oh!, y había razón para ello, fuera de que las nuevas sin secreto no tienen sabor; y la razón consistía en la gravedad de las tales noticias. Un Estado de mucha consideración había arrojado el guante al Gobierno, desconociendo su autoridad por ilegítima y atentatoria a los derechos del pueblo, y sostenía su dicho con tres mil soldados. En otro, el gobernador disolvía el Congreso que le era hostil y declaraba el estado de sitio, apoyado en un cuerpo del ejército nacional que se rebelaba contra el Gobierno de la República. En otro más, la guardia nacional ponía en fuga al gobernador, y su jefe tomaba por asalto el palacio de los poderes. En otro y muchos… Los periódicos declaraban que el gobierno de la nación era impotente para sofocar aquel general movimiento.
El Diario Oficial y algún otro papel que se recibía en el Estado no decían una palabra de todo esto, y vagamente daban la noticia de un desorden ocurrido en tal parte y una gavilla organizada en alguna otra.
Más temprano que solía me presenté en mi oficina, ansioso de oír una palabra, de sorprender un gesto, de ver las caras y adivinar en su expresión la verdad de todo aquello, y quedé entretanto atónito al ver que ya estaban en su puesto Vaqueril, Torvado y Miguel, hablando a media voz, con agitación y viveza. El gobernador, pálido y ojeroso, demostraba no haber pegado los ojos en toda la noche, y apretándose las manos, murmuraba palabras de lamentación y abatimiento; el secretario miraba a Miguel por encima de los anteojos, con semblante tranquilo y satisfecho, haciendo, al hablar, graves y reposados ademanes; y el diputado, con calor y entusiasmo, hablaba sin cesar, moviéndose y gesticulando nerviosamente, como quien se deja dominar por vivo contento.
—La revolución pierde —pensé.
Y, fingiendo trabajar en mi mesa, agucé el oído para recoger algunas frases.
—Es muy grave —murmuraba Vaqueril— de todos modos es muy grave, gravísimo.
—El golpe se da a la vez y con extraordinaria uniformidad —dijo Torvado— la cosa es hecha.
—¡Ya lo creo que es hecha! —exclamó Miguel—. Secundarán el movimiento los otros; en este instante ya lo hicieron sin duda…
Las voces se confundieron y bajaron el tono, de suerte que yo sólo podía oír la de Vaqueril, que decía balbuciente:
—De todos modos es gravísimo. Nos comprometen… nos ponen en mil dificultades…
—La revolución gana —pensé yo, asombrado de oír a Miguel, que decía:
—Es preciso hacer algo, tomar parte en esto. Sí, señor; pero pronto.
Oí alguna vez el nombre de Pérez Gavilán; pero de fijo daban grandísima importancia a lo que se refería al jefe de la oposición, pues tan suavemente hablaron que nada pude escuchar, aunque puse atentísimo oído.
Alguna frase que Miguel me dijo después, tal orden comunicada al jefe político, y tal acuerdo al redactor para escribir un artículo que ocupó una plana del periódico sin decir absolutamente nada, me dieron la certidumbre de que, en efecto, la revolución triunfaría.
Yo no sabía sino que tal victoria lo era para Vaqueril, para Miguel y para don Mateo, y no había menester alcances más avanzados, puesto que mi política no veía más fin que la conquista de la calle del Insurgente. Cada vez con mayor desasosiego y menos cordura, salí de mi oficina recorrí calles, platiqué en corrillos, y por aquí y por allá, en tonos altos y bajos, a grandes y chicos oí dar las mismas nuevas que me traían medio loco y sin tino: la revolución triunfará; Miguel se casa.
Arrastrado por la fatalidad que no me daba punto de reposo, sin saber por qué ni para qué, aunque pienso que por cierto instinto que suele conducirnos a malos pasos, me entré en casa de Vaqueril al caer la tarde; y no bien me divisó la gobernadora, cuando me arrojó encima una lluvia de frases y palabrillas sueltas, preñadas de mala intención y de rabia. Y luego que resonó mi voz acudió al reclamo Candelarita, que hizo el dúo a su madre con incomparable puntualidad, al compás del sacudimiento histérico que agitaba desde su hombro izquierdo hasta la cadera del mismo lado.
En vano protesté, negué, afirmé y dije cuanto sin orden ni concierto me vino a la boca. No, señor, yo era un títere a quien se quitaba la novia como una mota de la solapa; Miguel se casaría con la Cabezudita, se reiría de mí, y todo el mundo le haría coro con la mejor voluntad.
Loco de rabia y jurando ya sin embozo que no lo consentiría, gané la puerta sin despedirme, a tiempo que doña Eulalia decía con colérico acento:
—¡Qué mal sientan a veces los pantalones!
Imposible que después de esta escena y de tanto oír la misma noticia del matrimonio, repetido con las propias palabras, recordara yo las que Miguel me había dicho, refiriéndose a Remedios, algunos días atrás. No tuve ya la más ligera duda de que el matrimonio se concertaba contra la voluntad de la joven y de que, a su pesar, llegaría a realizarse si antes no lo impedían los acontecimientos políticos o un acto de valor o un despropósito mío.
No bien cerró la noche me encaminé a casa de Pérez Gavilán, resuelto y determinado a hablarle claro, muy claro, sobre todo aquello y a exigirle que me dijese lo que pensaba, lo que haría para conjurar sus peligros y los que a mí me amenazaban.
El diputado estaba inquieto y agitado como nunca, despachando algún correo; y luego que contestó mi saludo, me hizo sentar frente a una mesa, me dictó dos cartas, dio órdenes después al mozo que partía, habló en el corredor con dos o tres que le esperaban, volvió a entrar, me preguntó lo que había oído de nuevo en la secretaría, y ya me disponía yo a entrar en materia con más energía que nunca, cuando oímos en el patio la voz de don Mateo que preguntaba por Gavilán a un criado.
Me puse en pie, sintiendo un escalofrío que me hizo temblar; el diputado me empujó hacia la pieza contigua, en la cual entré de un salto, y al mismo tiempo el membrudo coronel apareció en el umbral de la puerta.
Parecióme la conversación que en seguida escuché, la lucha singular de un toro con un gato. Don Mateo, que no sabía mentir, ni tampoco lo creía necesario, llamó a las cosas por sus nombres, diciendo que lo que Pérez Gavilán procuraba era buenamente una picardía, una deslealtad, que el coronel, ¡canasto!, no sólo no apoyaría, sino que combatiría en el Congreso y aun con las armas en la mano. Cerraba yo los ojos y apretaba los dientes al oír aquellas verdades como puños, pero el listo agitador debía de estar muy acostumbrado a tales lances, cuando no desistía de su intento y ni siquiera se alteraba su voz.
Hablaba el abogado de los intereses públicos, de la paz general obtenida al corto precio de un voto, de los deberes del ciudadano, de la traición de Vaqueril, de las obligaciones del Estado para con el Gobierno general; pero don Mateo, escudado con su lealtad y protestando que con no hacer nada no faltaba a sus deberes ni traicionaba a nadie, se mantenía firme, arrojando ¡canastos! por la boca, irritado como ofendido y a punto de amenazar a Gavilán con los puños, y de proferir las más duras palabras.
En la trabajosa lucha el gato se encogía, se extendía, saltaba, clavando en la ternilla del toro sus cortantes uñas, mientras la torpe fiera bufaba rabiosa, buscando inútilmente a su ágil competidor, con toscos movimientos, para hundirle el cuerno.
El astuto abogado abandonó su primer sistema de ataque y embistió por punto más débil. ¿Qué le debía el coronel a Vaqueril? Sus grados habían sido ganados en los campos de batalla; la jefatura de San Martín fue debida a la habilidad política de don Mateo, y el puesto de diputado al voto espontáneo del distrito en que gozaba de tan señalado prestigio. El coronel no cedió, y dando por cierto cuanto Gavilán decía, se limitó a bramar de nuevo contra la deslealtad de los enemigos del Gobierno. ¿Y cómo pintar, cómo explicar la cólera que le invadió y estalló en su boca con mil ternos cuando Gavilán le dijo que, por el contrario, mucho debía quejarse de la conducta de Vaqueril durante su ausencia, con respecto a su sobrina? ¡No!, ¡canasto y recanasto!, eso no era más que una invención miserable de los enemigos del señor gobernador, que trataban de levantarle enemigos y mala reputación. En cuanto a su sobrina, era un ángel incapaz de dar lugar a semejantes abusos, y todos los que dijeran o sospecharan o pensaran cualquier cosa desfavorable a ella, eran esto y lo otro y algo más todavía.
Fue aquel un desbordamiento de palabrotas, una erupción de ternos para taparse los oídos, que en poco estuvo no diera al traste con todos los propósitos de conquista del discretísimo Gavilán; y fue preciso que éste gastara un cuarto de hora bien corrido para lograr que el colérico coronel, a medio calmar, le oyese, si no en silencio, siquiera limitado a lanzar bufidos al compás de su fatigosa respiración.
—Le cité a usted —oí decir a Gavilán— para algo que le interesa mucho, según dije en mi recado, y vamos a ello.
La voz del abogado sonó tan apagada y confusa que no pude oír lo que decía, y esto era, sin duda, lo que Gavilán procuraba. Y debía el asunto de ser, en efecto, de mucho interés para el coronel, cuando lanzó con verdadero asombro estas palabras:
—¿Yo?… ¿De veras?… ¿Yo?
Gavilán continuó hablando bajo, y sólo podía yo escuchar las respuestas y exclamaciones del coronel. Oí como el ruido de un pliego que se desdobla y extiende, y luego la voz siempre confusa de Gavilán, que leía algo, según la monotonía que noté y lo corrido de la frase.
—Ésta es una honra muy grande —decía don Mateo, con tan distinto tono del que antes había usado, que me llenó de admiración y me puso en mil perplejidades.
—Muy alta honra —repetía— que yo… pues yo la debo agradecer y aceptar. Sí, señor, la acepto con mucho gusto.
No quiero (ni hay para qué) repetir aquí todas las frases que dijo don Mateo, y que en verdad yo no me explicaba. Recuerdo que habló algo de los límites que tiene la amistad política, de deberes superiores, de que, según los datos que Gavilán le daba, Vaqueril faltaba a sus compromisos con los que le habían elevado; y por último, de los deberes militares, los deberes del soldado que están por encima de cuantas obligaciones pueden existir en el mundo. Siguiéronse después frases que daban a entender conformidad de opiniones entre ambos, conformidad de propósitos y acuerdos en la acción; luego sonaron las sillas, arrastradas sobre el piso al ser retiradas por los interlocutores que se pusieron en pie, y al fin la voz de Pérez Gavilán, entera y melosa, dijo:
—Hasta mañana, señor general.
¡No, no podía ser! Había yo oído mal, sin duda.
La voz del abogado volvió a sonar en seguida:
—Buenas noches, señor general.
¡General don Mateo! ¡Todo lo comprendo! ¡Aquel hombre había vendido su opinión y su decantada lealtad por un pliego de papel!
Remedios se alejaba más de mí, y bien lo merecía quien había consentido en ser juguete vil de un ambicioso intrigante.