I
Un día de fiesta
El pueblo de San Martín de la Piedra despertó aquel día de un modo inusitado. Al alba los chicos saltaron del lecho, merced al estruendo de los cohetes voladores en que el Ayuntamiento había extendido la franqueza hasta el despilfarro; los ancianos, prendados de la novedad, soportaban la interrupción del sueño, y escuchaban con cierta animación nerviosa el martilleo de la diana, malditamente aporreada por el tambor Atanasio, en la única calle de San Martín; las muchachas saltaban de gusto, y a toda prisa se echaban encima las enaguas y demás lienzos, ávidas de entreabrir la ventana para oír mejor la música, que recorría las calles (palabras del bando), si bien ahora que la recuerdo, me parece que imitaba maravillosamente el grito en coro que dan los pavos cuando un chico los excita. Si a esto se agrega que el sacristán y algunos auxiliares oficiosos echaban a vuelo las tres campanas de la iglesia, de las cuales dos estaban rajadas, se comprenderá que aquello, más que regocijo público, parecía el comienzo frenético de una asonada tremenda.
Yo tenía veinte años, novia que me requemaba la sangre, y un trajecillo flamante, hecho de encargo para aquel día con impaciencia esperado; y con decir esto, dicho se queda que salté de la cama con precipitación, me puse el vestido (que era color de azafrán), me calcé unos zapatos, también nuevos, que apretaban como borceguíes del Santo Oficio, y completando el aderezo con sombrero de fieltro negro, me eché a la calle radiante de alegría.
Tomé calle abajo, con el doble objeto de incorporarme a la banda de música y de pasar por las ventanas de Remedios, fiado en que su alborozo la habría levantado ya; pero defraudó mis esperanzas, sin duda por el temor que le infundía el celoso Argos que la guardaba, bajo el nombre y robusto físico de su tío, el señor comandante don Mateo Cabezudo. Y si he de decir verdad, no acierto a decidir si mi afán era ver a Remedios o que ella me viera con aquel traje tan mono.
Un buen grupo de hombres del pueblo, entre los que ya se veían algunos galancetes con puntos y ribetes de educación, semejantes a mí, rodeaban a los músicos, mientras éstos inflaban los carrillos, soplando sus respectivos instrumentos y causando la admiración de los chicos parados frente a ellos. Los músicos de pueblo se han envanecido siempre con esa admiración infantil, que no comprende cómo se pueden mover con tanta habilidad los dedos; pero creo que ningunos, como los de la banda de mi tierra. Concluida la pieza que se ejecutaba, los tocadores hablaban entre sí con cierta gravedad cómica, mirando alto y sacudiendo el instrumento con la boquilla hacia abajo, acto al cual dan una importancia verdaderamente seria.
Hoy me río de esa simple vanidad; pero en aquella época me cargaba, porque me parecía que aquellos tontos me suponían también su admirador; mas todo lo perdonaba yo con tal que me hicieran el gusto de pasar por las ventanas del comandante, tocando una danza que se llamaba No te olvido; porque caminando yo cerca del clarinete, y dirigiendo una mirada a Remedios de cierto modo, de fijo comprendería que yo había hecho tocar la danza para dedicarle a ella el título.
Perdónenseme estas pequeñas digresiones referentes a mi persona; mas, por una parte, están justificadas con el hecho de tener yo tan principal parte en los acontecimientos que voy a referir, y por otra, justo es que al recordar mis años juveniles, la memoria se derrame sobre el campo de mis más íntimos sentimientos, y la pluma escriba lo que con tanta viveza se presenta a mi imaginación. Forzando, sin embargo, esta mi inclinación natural y justa, diré, para beneficio del lector, lo menos que pueda de mi persona, y pasando rápidamente los insignificantes pormenores de aquella madrugada, referiré solamente que al regresar con la música vi a Remedios, que la saludé de un modo imperceptible, que noté su admiración por mi azafranada envoltura, y que, llegando a la plaza, la música se instaló en rueda cerca de la iglesia y tocó hasta las siete de la mañana.
Ya el lector (apasionado de las novelas como debe de ser para tener en sus manos la presente), adivinó sin duda que aquel día era el 16 de septiembre; y digo que lo adivinó, y cierto estoy de ello, porque chico en lo chico y grande en lo grande, así se celebra la aurora de ese sol en toda nuestra nación, por un acuerdo tácito de once millones de pareceres, que han convenido en que nada hay mejor que el repique de campanas, redoble de tambores, estruendo de cohetes y bufidos de latones.
Sea de esto lo que sea, el caso es que mi pueblo y yo estábamos contentos como nunca, y hasta admirados de la gracia y maña que la comisión del Ayuntamiento se había dado para arreglar los festejos con acierto y aun con cierta novedad. El templete, colocado en el portal de los Gonzagas (único en su género), no tenía por fondo dos sobrecamas como en el año anterior, sino las cortinas del altar de las Ánimas, que el señor cura prestó a la comisión bondadosamente; en el centro se veía el retrato del Padre Hidalgo, asentado sobre seis bayonetas artísticamente cruzadas en forma de abanico, y rodeado de banderitas tricolores de papel; a los lados del cuadro y a una vara de distancia, colgaban dos anchas fajas con los colores nacionales, y coronando el retrato del Libertador desplegaba atrevidamente las alas un águila de papel recortado, pintada por el maestro de escuela, que para esto de mojar los pinceles era un primor y se perdía de vista; y por último, a ambos lados del águila y en papeles de colores fuertes, se leían dispersos los nombres de Morelos, Allende, Abasolo, Mina, Rayón, Galeana y cuantos más análogos hubo el ilustrado dómine al alcance de su feliz memoria.
Tal como lo rezaba el bando, a las nueve de la mañana me presenté en la casa municipal y sala de cabildos, para acompañar a las autoridades al paseo cívico de costumbre. El maestro de escuela estaba ya en su puesto, conteniendo y atajando con fruncimientos de ceño y aun con ciertas airadas voces, la natural tendencia de los chicos al desorden, los cuales formaban en tiradores, apoyado un extremo de la línea en la puerta de la sala del Ayuntamiento. La murmuración hizo cundir en aquella indisciplinada tropa el descontento, pues alguno de ellos expresó la idea de que si Pepe García llevaba la bandera, lo debía a que era sobrino del jefe político. De allí el culebreo de la línea, que apenas podía moderar la constante trompeta del irritado pedagogo.
Poco tardó en llegar el jefe político don Jacinto Coderas, vestido de negro con una levita que no cesaba yo de mirar, como se ve al único competidor temible; en seguida, se presentó dándome bondadosamente la mano, mi vecino don Justo Llamas, cubierta la ancha calva con antiquísimo sombrero de seda y copa, prenda que sólo tomaba sol en días de grande regocijo; asomó después su hermano don Agustín, y casi juntos penetraron en la sala el recaudador de contribuciones, el administrador del Correo, los dos Gonzagas del portal, el presidente del Ayuntamiento y cinco concejales, incluso el síndico don Abundio Cañas.
Pasó un buen rato, durante el cual el síndico hablaba en tono resbaloso como piel de gato, con el jefe político, en esa entonación que parece que trata de rozar blanda y flexiblemente la nuca del que escucha. Esto me parecía desde entonces adulación indirecta y disimulada. Los demás asistentes fueron poco a poco formando un círculo en derredor del representante del poder ejecutivo, y aun me parece que yo sonreía discretamente, haciendo coro a los circunstantes, cuando el señor Coderas decía algún donaire o algo que tal nos quería parecer.
—Y este maldito Severo que no parece, cuando debiera ser el primero en llegar. Se impacienta uno con justicia, puesto que sin él no hay nada. Sería bueno mandar un recado; y si por accidente está enfermo, que nos remita el discurso. Eso es, aquí Juanito subirá a la tribuna y lo leerá, que al fin tiene buena voz y es muy expedito para eso y mucho más.
Yo me puse verde al oír tal propósito y protesté en términos respetuosos. ¡Cómo había de leer una obra ajena! Además, la leería muy mal, porque Severo tenía malísima letra.
—Pues no, señor, no hay remedio; Juanillo nos hará el favor…
Pero gracias a Dios, Severo llegó a este tiempo con el cabello muy asentado, la ropa aderezada convenientemente y el aire grave de su eterna y fastidiosa pedantería, y todos callaron para saludarle.
Otros vecinos distinguidos del pueblo habíanse agrupado a la puerta, y numerosos ciudadanos de arado y yunta esperaban en la plaza. Eran las diez en punto cuando el señor comandante don Mateo Cabezudo se presentó en la sala, vestido de paisano, y llevando en la raída solapa una medalla plateada y una cinta, claros blasones de su valor y sus servicios. Saludó cortesmente al jefe político y demás personas y preguntó:
—¿Ya estamos listos?
—Parece que sí —contestó Coderas.
—Pues vamos.
Y el comandante se dirigió a tomar la bandera que estaba sobre la mesa.
Y aquí fue Troya.