IX
Contribuciones
Día llegará, si el lector y yo seguimos nuestras respectivas tareas adelante, en que pueda y deba contarle cómo Sabás Carrasco llegó a estar sometido a mi férula y esperanzado en mi buena disposición hacia él, cómo hoy se dice. Sepa, mientras tanto, que llegó esa vez, corriendo los años, y que hasta entonces pude averiguar por qué se me ofreció la secretaría que aquél desempeñaba tan a gusto y sabor del ínclito Coderas. Y como no hay para qué mantener al lector en duda y desasosiego, refiérole en este capítulo nono lo que el susodicho Carrasco me contó, aunque haciéndole gracia de ociosos pormenores.
La noche aquella en que tropecé con el caballo de Soria, acababa éste de llegar del Roblar, llamado por el jefe político, y trataban de lo que debiera hacerse en San Martín los dos ya nombrados y Cañas, contándose, además, como necesario asistente, el fidelísimo Carrasco, por si algo se ofreciera digno de estamparse en letra redonda y clara. Allí quien lo valía era el astuto síndico; y con su maligno ingenio, propuso que se obligara a don Mateo a precipitar las cosas, calculando acertadamente que más valía empujarle inmediatamente a una bola no preparada, que no esperar a que él se levantara en armas cuando estuviese apercibido para ello y en perfecta relación con el general Baraja y el licenciado Pérez Gavilán.
Por de contado que se aceptó la idea de Cañas, y se le exigió desde luego que expusiera los medios de precipitar a don Mateo. El síndico no se hizo esperar ni siquiera el tiempo preciso para encender su cigarro, y abordando la explicación con finura para no lastimar a Soria, le recordó que el comandante Cabezudo le había arrebatado a su hija, y propuso que al día siguiente, aprovechando el primer momento en que Remedios estuviese sola en la casa, la arrancase de allí por fuerza y la condujese a cualquiera otra del pueblo. De fijo que el terrible don Mateo iría por ella, pero la jefatura ampararía la posesión del padre, y como aquél en su cólera irreflexiva y ciega no respetaría a la autoridad, habría motivo para aprehenderle. Esto último no se conseguiría, sin duda; pero don Mateo tendría que huir de San Martín y ponerse en armas.
Habíase convenido en ello por unanimidad de votos, cuando tuve yo la desgraciada ocurrencia de asustar al caballo. Carrasco saltó precipitadamente y, no obstante la resistencia que el mismo animal opuso, abrió la puerta y llegó hasta la esquina, desde donde vio el hilo de luz que se pintó en el suelo de la calle y partiendo de la entreabierta ventana de Remedios. Vuelto a la junta, explicó lo ocurrido y Soria dijo con enojo:
—¡Me carga ese títere!
—Pues puede usted quitárselo de delante —indicó Cañas. Y desarrolló su idea manifestando que Coderas podía llamarme a la secretaría de la jefatura, empleo que yo no aceptaría, y que obligado a ello o a sufrir las vejaciones consiguientes, tendría que abrazar la causa revolucionaria, saliendo de San Martín.
—Mientras tanto —concluyó— casa usted a la niña, para que ni don Mateo ni Juan tengan esperanzas de recuperarla.
Soberbio pareció a Soria el proyecto, y Coderas le ofreció arreglarlo todo del mejor modo imaginable. ¡Y mucho de lo urdido para el día siguiente se realizó como el bribón síndico lo calculara!
Pero haga cuenta el que lee de que yo en el rancho de la Guayaba estaba ignorante de aquel inicuo enredo, y de que Coderas, comenzando por farsas, llegó a las veras en esto de verme como enemigo del Gobierno y personal suyo, y de recibir mi negativa como el mayor desacato que hombre en el mundo hubiese cometido a su respetable autoridad.
Tranquilo ya, en cuanto era posible, respecto a la suerte de mi madre y a la de Remedios, pasé un día más en el rancho, aunque sin humor bastante para agasajar a doña Sabina, ni para leer un solo capítulo del Judío Errante, que la señora pusiera bondadosamente a mi disposición por orden de don Justo. Los gritos de don Agustín me ensordecían sin distraerme ni encadenar un momento mi atención, y la desmedrada figura de doña Bernardita no sé por qué dio en causarme aversión y repugnancia.
Al caer la noche, don Justo, de mal talante otra vez, me entregó una carta de don Mateo. En cuatro palotes me decía el jefe de la bola que mandara inmediatamente un borrador para poner una circular a los presidentes municipales, pidiéndoles gente, armas, caballos y dinero. En un aumento calzado con el vale correspondiente, me participaba que su fuerza llegaba ya a trescientos hombres.
—¿Lo ve usted, hombre, lo ve usted? —me decía don Justo a punto de llorar de ira y desesperación, enseñándome muchos borrones que le dirigía el comandante.
—¡Que yo le mande mis armas! ¡Que por ser yo su amigo no me pide dinero! ¡Que el interés de la revolución y los derechos del pueblo! ¿Y qué me importa a mí todo eso? ¿Y qué armas tengo yo?
El viejo se paseó en el cuartucho aquel con descompuesta andadura, mientras yo, avergonzado del primer avance de la bola, me mordía los labios y bajaba la cabeza.
—Cálmate, —dijo entrando doña Sabina—, cálmate y reflexiona. No te dejes llevar de tu genio arrebatado, que no están los tiempos para eso. Contéstale que no tienes ni un alfiler y santas Pascuas.
—Sí, señor, ni un alfiler hay en casa —chilló doña Bernardita desde afuera y acercándose a la habitación.
—Exacto —gritó don Agustín, que llegaba también.
Y parecía que desconfiando de mí, trataban de persuadirme.
—¡Qué alfiler ni qué demonio —dijo el del arrebatado genio— si aquí las nombra don Mateo una por una, con todos sus pelos y señales! Aquí está «su escopeta de usted, el machete de mi compadre Agustín, y la pistola de dos cañones que me enseñó usted el año pasado…».
Con esto no hubo de pronto réplica: estaban cogidos. Pero luego se armó el tumulto contra el hermano mayor.
—¡Y para qué la enseñaste!
—¡Qué necesidad había!
—¡No tienes juicio!
—¡Tú tienes la culpa!
—¡Pues no le mando nada! ¿Estamos? Pues nada le mando —repitió don Justo en el colmo de la ira—. ¿Había yo de saber? ¡Pero no le daré la pistola ni mi escopeta, y haga lo que se le antoje!
—No, hijo; eso ya es distinto —dijo doña Sabina—, hay que llevar las cosas como se debe.
—Por supuesto…
—Nadie dice tanto.
Y se calmó la borrasca; y escopeta, machete y pistola, enjutas y bien acondicionadas, fueron remitidas al comandante, juntamente con el borrador que yo formulé; el cual, como escrito sobre el rescoldo de aquel disgusto de familia, resultó flojo, débil y sin el nervio que caracterizó siempre mi pluma de bolista.
Sobre igual patrón estuvieron calcados los subsiguientes días; y en nada se diferenciaran de aquél, si mi impaciencia y desazón no fueran en notable creciente, hasta el grado y punto de sacarme de mis casillas por completo. Cada día un correo, cada correo una carta, y con cada carta el encargo de un borrador o varios de todos aquellos escritos importantes que don Mateo no quería confiar ni a su escribiente provisional, ni aun a su propia pluma.
Extraña conducta la de aquel hombre que, necesitando de mi ayuda, me obligaba, no obstante, a permanecer en la Guayaba, defraudando al pueblo oprimido el auxilio de mi fuerte brazo, y a su empresa la cooperación de mi talento. Yo no me explicaba esto, y cada noche trataba de obtener mayores datos, conversando con Antonino, antes de regresar éste al campamento; pero todo era inútil, dado que el mozo pedreño ignoraba los motivos de mi arresto en el rancho.
Él me enteraba, por orden del jefe, de las noticias que de la revolución en general se recibían, de los movimientos del mismo comandante, de los elementos de ambos contendientes, y de todo lo demás que me importaba saber; amén de ciertas preguntillas que yo hacía a Antonino muy en lo particular, recomendándole tomase informes del escribiente, las cuales se referían a Remedios. Supe que continuaba en San Bonifacio, a donde iba otro correo diariamente; vivía allí llena de zozobras y sobresaltos, y escribía a su tío cartas muy cariñosas diciéndole que mejor quería estar en el campamento, pues en la hacienda tenía mucho miedo.
El comandante y sus fuerzas no estaban dos días en el mismo lugar. Comenzaron por fijarse en la ranchería del oriente, pero al segundo día, en virtud de haberse movido Coderas con cien hombres a orillas de San Martín, el irresoluto y caviloso jefe de la bola trasladó el campamento al norte del pueblo y como a dos leguas de distancia. Coderas volvió a meterse al pueblo, juzgando este paso muy estratégico, y entonces don Mateo, para confundirle y desorientarle, pasó de un brinco al otro lado del río de los Venados, colocándose al sur de San Martín.
Este último movimiento dejaba libre el paso por el noroeste, es decir, el camino de San Bonifacio; y como para mí la defensa de este lugar era la única estrategia admisible e importante, sentí al saber tal noticia que el mundo me rodaba por encima de la cabeza, y mandé al diablo las órdenes y los borradores de don Mateo.
Eran las siete de la noche cuando tal disparate se me refirió; apenas consideré un momento sus consecuencias me eché al patio en busca de mi caballo, siempre ensillado y listo.
Don Justo, azorado y descompuesto, quiso detenerme.
—No acato ya —le dije rabioso— la orden caprichosa de don Mateo.
—¡Y a mí qué me importa! —me contestó agarrándome por un brazo—. ¡Mire usted esto, mire usted! Ahora son los otros; ahora es Coderas que me exige cincuenta y cinco pesos que me corresponden del préstamo, y me pide además dos caballos y mis armas.
Don Agustín y Bernardita llegaron apresurados.
—¡Enciérrese usted con su correo, que allí está la escolta de Coderas! —dijo el primero, haciendo grandes esfuerzos por no gritar.
—¡Escóndase usted!
—¡Tengo que irme! —dije sofocado por sus empujones.
—¡Éntrese, imprudente!
—¡No nos comprometa!
Empujé a doña Bernardita, como punto más débil del enemigo, y pasando de un salto casi sobre ella, me escapé ágilmente; monté, arrebatando de paso la carabina de Antonino del arzón de su silla, y partí a galope sin reparar en que el ruido de la carrera podría comprometer al mozo y a los buenos y excelentes Llamas.
Parecía oír que otro jinete me seguía, y soltando la rienda al bayo del comandante, me interné en el bosque por el primer callejón con que topé y atravesé el río por buen vado.
El jinete, sin detenerse, continuó río abajo ras con ras del bosque, y así pude entender que era Antonino que huía temeroso de ser sorprendido por la escolta.