XIV
La fuga
—Eres un muchacho loco —me dijo el señor cura con semblante irritado— treinta y dos años llevo de ser cura de San Martín y conozco a esta gente como las palmas de mis manos. A todos éstos los he visto nacer, y sé cómo son y cómo fueron sus padres y sus abuelos. ¡Bah! de estas bolas he visto muchas, y todo lo que está pasando ya me lo sabía sin que me lo dijeran. A Coderas, porque triunfó en la acción, le mandó el Gobierno el grado de teniente coronel; y a Mateo, porque perdió, le manda Baraja el de coronel. A Camilo Soria no le importan los derechos del pueblo; y como ya está rico, no se habría metido en la bola si no fuera porque quiere ver colgado a Mateo, y quedarse con Remedios para seguirla azotando como antes. Sí la casaría si pudiera; pero el mismo miedo que a él le inclina a dar ese paso, impedirá a Pepe Gonzaga aceptarle.
Mucho me tranquilizaban estas justas observaciones; pero no podía yo esperar con calma los acontecimientos.
—¡Pues que al fin me voy a enojar! —exclamó don Benjamín, amenazándome con el dedo—, si intentas salir de aquí te hago aprehender, aunque te lleven a la cárcel, pues al fin mejor estarás allí que en campaña. Vamos, hombre, vamos: Remedios está con su padre, y aunque éste sea un bruto, la guarda mejor que tú. Está encerrada en casa de Cañas. Antes de cinco días Mateo viene sobre San Martín, ya verás; y como es seguro que toma la plaza, Soria huye y Mateo recobra a su sobrina. ¡Mira cuánto enredo y cuánta cosa por un mal paso, por la picardía de Camilo de no casarse con la madre de Remedios!
Muy bien calculado… ¿pero si no es así? ¿Y si Soria se lleva a Remedios a otra parte y la casa con cualquiera? ¿Y si se la entrega a su endemoniada mujer y ésta la ahorca? ¿Y si cometen un atropello con mi madre? No, lo que es al señor cura no le replico; pero resueltamente me escapo.
Después me decía la encantadora Felicia, seduciéndome con sus ingenuas y graciosas palabras.
—Ni remedio, hijito; aquí te quedas aunque revientes, porque mi tío dice que no te has de ir. Yo tengo encargo de cuidarte, desde las cinco de la mañana hasta las siete de la noche; después corres de su cuenta. El mozo y el sacristán ya saben que no han de dejarte salir… ¡Huy, hijito!, si vieras qué regaño me dio el tío porque te dejé asomar a la ventana y te vio don Abundio! Dice que don Abundio no te ha delatado, porque sabe que la revolución está ganando; pero que si cambian las cosas, es preciso que te escondas en otra parte, porque te denuncia tu amigo. ¡Ah! Ya le mandé decir a Remedios que aquí estás; yo no la he visto porque no la dejan salir. Le mandé decir que aquí está Azafranillo, y se puso muy contenta y te manda memorias y dice que te cuides mucho. No te enojes por lo de Azafranillo: así te llamábamos el 16 de septiembre, por el vestido que tenías. ¡Y te veías muy guapo, no creas! Pero esta Remedios es muy tonta, y con sólo verte se pone colorada y se le encienden las orejas. Un día le dije, al pasar tú: «Mamacita, ¡qué tal cuando te cases!», y me pegó en la boca y le dio mucha risa.
La deliciosa charla de Felicia me hacía pasar de uno a otro sentimiento bruscamente; pero siempre la encontraba yo dulce e interesante.
Aquella vez concluyó por decirme, clavando en los míos sus ojos pardos:
—Bueno, Juan, ¿y cuándo te casas?
Imposible contener el inquieto espíritu del hombre que tiene las alas poderosas de la juventud, y que se siente aguijoneado por los más vivos sentimientos. Todos lo sabemos cuando jóvenes, y todos lo olvidamos al llegar a la ancianidad juiciosa y paciente. Ahora, cuando los años han agotado mis bríos, pienso a veces que el padre Marojo tenía razón, y más de una vez he dado también consejos que no habían de ser oídos.
¡Nada! ¡Nada! Era vergonzoso permanecer escondido como un cobarde, cuando mi madre estaba encerrada en una prisión, y Remedios corría peligros y vivía en poder de un hombre que sólo reclamaba sus derechos de padre para tener el gusto de atormentar a su hija. Bien podía predicar el padre la paz y el trabajo a sus feligreses tímidos o dichosos; pero que me dejara en libertad a mí, que sentía el coraje del león herido, y que no conocía desde días atrás una sola satisfacción, ni el vislumbre de un instante de alegría. ¡A la calle! ¡Al campo! ¡A buscar en la lucha la salvación de mis dos ángeles, o la muerte, si aquello era imposible!
Remedios y yo nos comunicábamos por medio de una mujer que iba a la casa de Cañas en nombre de Felicia, aunque con poca frecuencia para no hacerse sospechosa. Me mandó decir que antes la matarían que consentir en casarse con nadie; que estuviese sin cuidado a este respecto; pero que me avisaba que quería su padre mandarla no sabía dónde, aunque sí que era muy lejos, muy lejos.
Esto acabó de determinarme a llevar a cabo mi escapatoria de la casa del padre Marojo. Y una noche en que caía esa llovizna de noviembre fina y constante, desprendida de un cielo encapotado y plomizo, cuando el reloj hubo dado sus doce campanadas sordas y continuaba su tic-tac fastidioso, busqué a tientas en el cuarto un garrote de que con anticipación premeditada me había provisto para tener arma, y abriendo silenciosamente la puerta, me puse en el patio.
El mozo dormía en el corredor, y fue menester el mayor cuidado para no dar lugar a que despertara. Vencida esta dificultad, la evasión era sin duda más fácil que la de un voluntario desertor del ejército, con lo cual todo queda dicho. La fuga quedaba reducida a apoyar un madero en la muy baja pared del traspatio, romper media docena de tejas al ponerme sobre ella a horcajadas, y dar un salto a la calle opuesta a la plaza.
Todo esto se realizó sin más percance que cierta alarma en el gallinero, de donde partieron mil cacareos malhumorados, por la interrupción del sueño tranquilo que sus alados habitantes disfrutaban.
Una vez en la calle, miré al cielo, bendije aquella honrada casa que abandonaba como criminal, me persigné devotamente y…
Me quedé perplejo al llegar a este punto, pues hasta entonces me ocurrió preguntarme:
—¿A dónde voy?