XII

Un lance

Para aquella ciudad, la hora era avanzada, aunque faltara más de una para llegar a la media noche. Estaba el tiempo lluvioso y destemplado, como suele en el mes de octubre, y si la oscuridad no era tan densa que cegara, impedía, sí, la distinción de los objetos, esfumados sobre un fondo casi negro. El viento frío y húmedo azotó mi ardiente cabeza cuando salí de la casa del diputado; mis pasos resonaban en la calle desierta con los ecos lúgubres de la soledad, y tan abstraído caminaba yo, en el confuso enredo de mis pensamientos y mis pasiones irritadas, que el centinela del cuartel inmediato tuvo que gritar tres veces para que yo contestara el ¡quién vive!

Pocos minutos necesité para entrar en la calle donde vivía Remedios, y a la cual me había dirigido más encomendado a la casualidad que a ninguna cuerda reflexión, puesto que no era fácil que a tales horas topara con la criada de confianza de la joven. Oía yo a mis espaldas el ruido de pasos que me seguían; pero como fuera a distancia que no permitía distinguir nada, quise dejar el paso al importuno para estar enteramente solo, además de que pudiera ser don Mateo que volvía a su casa o alguna persona conocida de quien debiera ocultarme.

Detúveme antes de llegar frente a la casa del coronel, y parándome en el umbral de una puerta cerrada, me oculté cuanto pude en su oscuro cuadro. El transeúnte, al entrar en la calle, pasó a la acera opuesta, y retardando el paso poco a poco, siguió adelante hasta pasar frente a mi escondite. Me estremecí de pies a cabeza al notar la gallardía de aquella sombra, su paso ágil, naturalmente desembarazado, y su elegante ademán; porque en todo ello reconocí a Miguel.

—Pasará sin detenerse; va a otra parte… no hay duda. ¡Cómo ha de detenerse!

Y mi alma estaba pendiente de aquella sombra que, al alejarse lentamente de mí, iba acercándose a la puerta del coronel; pero por la cuenta no había de llegar nunca a ella, pues los pasos se hacían cada vez más cortos y lentos. Al fin la sombra pasó más allá; respiré y aun iba a salir de mi escondite, cuando, deteniéndose el transeúnte, y después de quedar un momento inmóvil, volvió con atentados pasos a la puerta. Debió de llamar a ella muy suavemente, puesto que nada oí si no fue el ligero ruido de los goznes que giraron; apareció una sombra más visible, que tuve por mujer, dadas su forma y lo blanco de su vestido; pero no llegué a cegarme en términos de desconocer, por los desgarbados contornos, que era una criada.

Pasó un minuto, que fue para mí de inexplicables congojas; la sombra blanca desapareció, y la primera, desandando aún algunos pasos, echóse a la mitad de la calle y arrojó alguna cosa al primer balcón, que movió los cristales produciendo un ruido suave. Creí que sería un ramillete.

Incapaz ya de contenerme, di un paso adelante, mirando fijamente las puertas del balcón, que se abrieron sin ruido, dejando ver un hilo de luz. El amante, al verme, alejóse por la calle adelante, con lentitud que demostraba su deseo de ver el éxito del reclamo. Con rápido movimiento asomó en el balcón parte de un cuerpo a la altura de la barandilla y como ocultándose tras ella; quizá recogió el ramillete, desapareció y en seguida apagóse el hilo de luz.

¡Pero yo la conocí sin verla! Toda la sangre afluyó a mi cabeza, zumbáronme los oídos, sentí cosas que no es posible explicar, y como aquella noche fatal todo conspiraba a arrastrarme a las más viles acciones, salté a la mitad de la calle, tomé del suelo una piedra, y con tal tino la lancé, que un vidrio se hizo pedazos, saltando hasta la calle con ruidoso estrépito. Rompiendo el silencio de la noche, aquel ruido se dilató por la calle solitaria, como blasfemia en templo vacío; mientras yo, frente al balcón, permanecía en pie, inmóvil, como desafiando a alguien que debiera alzarse delante de mí, amenazándome con la muerte.

Pero el ataque fue por la espalda. Volvíme violentamente y no pude reprimir una exclamación de gozo infernal, que se escapó de mis labios, al ver a Miguel o adivinarle en medio de la oscuridad. Detuve en el aire el brazo que iba a descargar con fuerza sobre mi cabeza, y sujetándole con mis dedos de acero por los hombros le arrojé violentamente hacia atrás, con tan irresistible energía, que el joven perdió el equilibrio y dio consigo en tierra cerca de la pared.

Allí le habría matado, ahogándole entre mis brazos, si el joven no fuera tan ágil y no se pusiera en pie rápidamente. Evitó después con ligeros movimientos mis ataques, que llevaban la ruda torpeza del toro embravecido, y cuando yo con más furia me eché sobre él, sonó una detonación y me deslumbró un fogonazo.

Algunos agentes de la inútil policía nocturna comenzaron a aproximarse con temor al lugar de la riña, y la menguada luz de sus linternas sirvió, ya que no para alumbrar la calle, para ahuyentar las tinieblas de mi cólera. Miguel no me había reconocido sin duda, puesto que no tenía sospecha alguna de que yo frecuentara la calle. Debía yo evitar la luz de las linternas, y así fue como al acercarse los que las llevaban retrocedí, dejando el campo al joven, el cual, seguro de la inmunidad que le aseguraba su posición social y política, esperó sin cuidado. Yo seguí retrocediendo, y a cada segundo comprendía más y más el peligro en que me hallaba; apresuré mi retirada, gané la esquina, y cuando los agentes de policía reconocieron a Miguel y quisieron darme alcance, era tiempo en que ni con galgos lo lograran.

Al día siguiente ¿quién no sabía lo ocurrido? ¿Quién no lo exornaba con alguna invención peregrina, para ensayo de la imaginación propia y mayor regalo del oyente? Quién dijo que el desconocido rival de Miguel había recibido la bala en el hombro; quién, que había disparado cinco tiros sobre el diputado; uno aseguraba que los había oído, y tal hubo que juró haber presenciado todo el lance.

Riquísimo hueso aquel para roído en corros, tertulias y todo género de reuniones, y sabroso manjar para una sociedad que, falta de cultura y de medios de distraerse agradablemente, aburrida de la monotonía de su rutinaria vida, se apacentaba en el escándalo con satisfacción y deleite.

Vaqueril tuvo el descaro de regañar paternalmente a Miguel, dirigiéndole miradas de lástima y aun creo que de burla. Más que celoso al saber la inclinación del joven, me pareció satisfecho del escándalo que amenguaba la reputación de Remedios y llamaba la atención pública hacia su protegido; pero como sobre todo le dominaba la manía de enseñar y de proponerse por modelo de buen pensar y juicioso proceder, no desperdició aquella soberbia ocasión, y enderezó a Miguel uno de sus más sustanciosos discursos, y como el joven revelara sus nobles sentimientos al tratarse de la pedreña, Vaqueril terminó la plática diciendo:

—En todo ha de ser usted el mismo; siempre quijote, siempre quijote. Yo no digo que deba usted vivir encerrado, no señor; al fin es usted hombre y eso basta; pero a su edad no es natural ni conveniente pensar en cosas formales, ¿me entiende? Es decir, por ejemplo: rompieron un vidrio del balcón; bueno, ¿y a usted qué le importa? ¡Hombre! ¡Sólo que se quiera usted casar con esa muchacha!

Soltó Vaqueril una risotada franca y sincera y continuó:

—Es hermosa y alabo el gusto; pero una muchacha de pueblo, ordinaria y con educación de Cabezudo, está bueno que le guste a uno, ¿me entiende?; pero, ¡hombre!, sería un disparate que usted la quisiera de veras.

¿Por qué al oír esto arrojé el tintero al suelo poniéndome pálido y tembloroso? ¿Por qué, cuando Vaqueril me preguntó qué me sucedía, no pude contestar y estuve a punto de caer? ¿Por qué, si aborrecía yo a Remedios, sentía yo tanta ira y tanta rabia?