II

Pepe

Así fue como a mediados de julio me encontré colocado en la secretaría particular del señor gobernador, en calidad de escribiente, previa cierta información corrida para averiguar mi origen, educación y antecedentes, con el fin de calcular el grado de confianza que podía hacerse de mi discreción y sensatez. Toda ella salió a la medida de mi deseo, pues el padre Quebradillo declaró que tenía yo más prendas que casa de empeños, y aun certificara mi entronque con el emperador de las Rusias si tal requisito se exigiera para sacarme de su casa y alejarme de su mesa.

Sin embargo, aún permanecía en la una y me senté a la otra durante cinco días más, que fueron bastantes para que yo me hiciera de relaciones con algunos oficinistas, los cuales me invitaron a vivir con ellos, entrando a escote en gastos domésticos.

Así se hizo, y con el precio de mi caballo, que vendí al primero que quiso hacer postura, me avié de los indispensables muebles para comodidad mía y adorno del cuartucho que mis compañeros me destinaron en la pequeña, mal untada y peor barrida casa en que vivían.

Eran mis compañeros un escribiente del Congreso, que aunque procuraba parecer malicioso, no lograba encubrir los ribetes de su sandez, y otro de la Aduana, que trataba desde hacía un año, con fe y constancia, de completar un soneto amoroso, primero que escribía y bastó para ablandarle los sesos. Pero falta lo mejor: el tercer habitante de aquella casa. Era éste un hombre indefinible, de quien algunos creían que contaba veinte años, y que yo, en más de una ocasión, juré que alcanzaba los cuarenta. De escasa estatura, ancho y anguloso, no muy provisto de carnes ni de barbas, abundante en cabellos jamás tocados del peine, serio las más veces y risueño y festivo algunas, acusaban sus ojos malicia, penetración y vivacidad, como sus delgados labios burla, sarcasmo y disposición a las malas palabras.

Todo el mundo le llamaba Pepe Rojo. Yo no le conocí oficio ni beneficio, pero ello es que él pagaba su escote con religiosa puntualidad. Cualquier día se nos presentaba con el libro bajo el brazo, anunciándonos que tenía solicitado un examen de Derecho internacional, administrativo u otro, y durante quince días creíamos que era estudiante; pero al cabo de un mes nos explicaba que, habiendo tropezado con dificultades que le oponía la parcialidad de alguno de los profesores, reservaba el examen para más tarde y mejor ocasión, y entonces el Wattel desaparecía de su cuarto, con probabilidades de haber ido a una casa de empeños en espera de la mejor ocasión que su dueño aguardaba.

Leía muchos libros que parecían prestados, según entraban y salían, quedando tan poco tiempo en casa, que apenas podía yo imponerme de sus títulos y leer algunas páginas. Y en verdad que con tan diversa y variada lectura, hecha a vapor, no sé cómo aquel hombre no perdió la cabeza. Los Girondinos, El Periquillo, la Física de Brisson, El Álbum de las Flores, El Tesoro del Parnaso Español, El Príncipe de Maquiavelo, los Cuentos de Dickens, las Leyes de Toro, el Álvarez, y muchos otros libros que jamás pudieran tener concordia ni armonía entre sí, eran devorados por el estudiante con la misma avidez, sin contar los periódicos de todos tamaños, colores y condiciones, que leía desde el título basta el último anuncio.

En ello gastaba la mayor parte de su tiempo, consumiendo el resto ya en improvisar versos de cierta chispa con que desesperaba al desdichado Julián, autor del inacabable soneto; ya burlándose del simplísimo Clemente, o haciéndole rabiar con hablarle de sus jefes los señores diputados.

El día que fui presentado a él, se me quedó mirando fijamente y charló un rato conmigo con cierta gravedad; pero, a la postre, frunció ligeramente los labios y me dijo:

—Muy bien, señor Quiñones, muy bien. Está usted en buen camino. Yo tengo la creencia de que la patria suele ser una mala madre, pero que es siempre una excelente nodriza.

Y por lo mismo que se quedó tan serio, yo tuve que reírme, aunque aquello me molestara un tantico.

—No se ría usted —añadió— esto va en serio. Celebro que tenga usted alcances más maliciosos, que este par de muchachos, pues habrá en casa con quien hablar; pero no adelante usted las narices de su perspicacia, porque podrían remacharse contra la esquina de mi formalidad. La patria es, como madre joven, incauta y descuidada, y más repara en satisfacer los caprichos de los niños que en corregir sus yerros y llevarlos por el camino de la buena crianza. Ésta es la base de mi teoría. Todavía gusta esta buena mamá de bureos y zarandajas, de donde resultan a los niños no pocos chichones en la frente, muchas impertinentes obstinaciones y una educación fatal. Usted la toma de nodriza, y hace muy bien; nada más hay que tener eso como única idea, sin llegar a encariñarse con aquélla hasta declararla madre, porque entonces todo se pierde. Nada, señor Quiñones; es claro que madre joven no puede tener hijos con barbas: somos niños, estamos en la época de la lactancia.

No dejó de picarme aquella primera vez el discursillo de Pepe; mas a poco, cuando hube conocido su humor y su chispa, era una de mis más agradables distracciones oír de su boca los largos párrafos filosóficos, políticos, científicos o literarios que traía siempre en la tetilla de la lengua.

Pero nada me agradaba tanto como pedirle informes de algún personaje del poder, pues sobre instruirme en materia de tanta entidad para mí, por la fidelidad del pincel con que retrataba, añadía a sus figuras ciertos rasgos caricaturescos de mucho nervio y gracia.

Un día le pregunté qué clase de persona era el secretario particular, mi inmediato jefe, y Pepe desató el hilo y echó el ovillo a rodar de la manera siguiente:

—¿Miguelito Labarca? ¡Oh!, es un muchacho simpático y agradable. Fue mi condiscípulo y recibió el título de abogado hace cinco meses. Bonita estampa, ¿verdad? Con su ancha frente, sus ojos pardos más francos que penetrantes, el bozo de colegial y su gallarda apostura, parece que nació para diputado. Ya ve usted que lo es antes de tener la edad que la ley exige. Ha sido muy precoz. De quince años hizo unos versos muy malos y los leyó en la noche de un 15 de septiembre; pero como el auditorio era peor que los versos, los aplaudió frenéticamente. Al siguiente año los volvió a leer en la misma solemnidad y parecieron mejores. Después publicó sonetos eróticos por el estilo del de Julián, y, al cabo, llegó a ser el improvisador de todas las comilonas y el niño mimado del bello sexo, que ha sido siempre muy fuerte en literatura. Agregue usted que el señor su papá le conseguía en el colegio medallitas de cobre dorado para la solapa, y vendrá usted a comprender cómo nos hemos visto todos en el caso de confesar que es muchacho de mucho talento. Y como esta buena gente crea una cosa, ya se puede contar con que se extenderá a cinco mil disparates. Convenido y acordado que Miguelito es poeta, se infiere que es orador, que es buen abogado, que es sagaz, que es profundo, que es valiente, y, por último, que es político. Todo eso se lo cree él mismo de buena fe… y vea usted, si tuviera más talento del mediano que posee, no serviría. No hay cosa que más estorbe que el talento claro y firme, porque no consiente conformidad con los tontos. Miguelito es capaz de pensar algo bueno, pero se puede acordar fácilmente con los necios más acabados.

Sobre el fondo oscuro de esta palabrería veía yo destacarse, con perfecta claridad, la figura del joven diputado, así como ejercitado lápiz hace aparecer, entre toscas rayas, una fisonomía conocida con extraordinaria semejanza.

Pepe continuó:

—No crea usted, por lo que digo, que Miguel Labarca es un farsante de oficio ni de malos sentimientos. No, señor; cree de buena fe lo que todo el mundo dice. Sus sentimientos han sido, naturalmente, nobles; pero algo los encanalló el bueno de su papá con las medallitas del colegio, enseñándole con ellas que existe en el mundo la venalidad, y que es bueno aprovecharla. Me consta que cuando era estudiante se indignaba al saber cualquiera infracción de nuestras leyes, pero eso nada tiene de particular, puesto que no era todavía político y le faltaba mucho mundo; ahora que le hicieron diputado a los veinticuatro años, la razón política le parece superior a todo. ¡Niñerías! Ya sabemos que entre los buenos principios y la política hay la misma distancia que entre el derecho y un expedientazo de dos mil hojas de papel sellado. Ahora sí está en camino de llegar a maestro, porque gracias siempre a los buenos oficios de su padre, además de ser diputado ha conseguido, como encargo honorífico, el de escribir la correspondencia privada del señor don Sixto Liborio Vaqueril, de ese hombre que con tanto acierto guía la nave del Estado en el mar de la política. Cuando el tal don Sixto oyó las pretensiones del viejo Labarca, dejó caer la baba, porque jamás había imaginado cosa tan peregrina; y eso de tener un abogado poeta y orador para escribir sus cartas le ofuscó los turbios ojos del entendimiento y aceptó los gratuitos servicios de Miguel. Desde entonces figura éste en primera línea entre los hombres de influencia y porvenir: así lo creen todos, y él también. Dentro de poco él no lo creerá, pero procurará que los demás no dejen de creerlo. Queda encargado el señor don Sixto Liborio de enseñar a Miguelito como maestro de práctica, y yo le aseguro a usted que Miguelito aprenderá, aunque haciéndole justicia, hay que confesar que se resiste a las primeras lecciones.

Tal era, en realidad, mi guapo jefe, a quien después llegué a conocer tanto como aquel estudiante original.