XVII

El asalto

Procuraba yo en vano aliviar y contener la inquietud y desazón de que estaba poseído, y a las cuales acudían con no poca frecuencia Minga y su madre, ya separándome de la ventanilla, ya impidiendo que quitara la tranca que sujetaba la puerta, y que inconvenientemente quería yo a cada momento apartar, ya haciéndome regresar del patio por donde pudiera escaparme, a no estar constantemente vigilado.

—¡Qué tal el don Abundio! —decía Minga con mofa—, ¡fíese de él! Pero no tenga cuidao, que ora ya no deja ir a la niña.

Sin embargo, hice que la anciana volviera a buscar a Felicia, para rogarle que si los preparativos de viaje no se suspendían me mandara a su criada para avisarme. Y la buena vieja, que como madre de Minga era valiente y desenfadada, salió de nuevo, recomendando a su hija que no me dejara hacer una barbaridad.

¡Qué día aquél para mí! El sol ascendía con una lentitud desesperante y llegó al fin a ponerse sobre nuestras cabezas. La anciana no volvía aún, ni don Mateo asaltaba, ni tenía yo nueva noticia de nadie. Cómo pude permanecer encerrado tantas horas, sin saltar al fin la cerca y hacerme matar, no lo sé.

Cuando así me hallaba y acudía con mayor frecuencia a la ventanilla para ver si descubría de lejos a la anciana, una voz sofocada y jadeante me gritó a la espalda:

—¡Ya vienen!

Era el tío Lucas, que parecía agotar en aquel solo día todas las fuerzas que le quedaban para la vida. Sentóse el viejo en la cama de Minga, con la boca abierta y movimiento de fuelle de herrería en la caja del cuerpo, llevando con la cabeza el compás violento de la respiración.

A pesar de su sofocación le hice hablar, aunque con palabras cortadas por el aliento con fuerza despedido. Don Mateo con su gente quedaban a media legua organizándose; el tío Lucas había enterado al coronel de todo lo dicho por el síndico, y volvía a San Martín con orden de reunir el mayor número de pedreños para desordenar en lo posible las fuerzas de Coderas, cuando regresaran al pueblo, puesto que probablemente no querrían más que probar fortuna a campo raso. Al llegar el tío Lucas al arroyo, vio que bajaban del llano alto unos cinco hombres a galope, que eran de una avanzada de Coderas.

En efecto, cuando me refería esto, oímos en la calle ruido de caballos que pasaban corriendo y de espadas azotadas contra el estribo. Casi al mismo tiempo se abrió la puerta, y la madre de Minga, algo pálida y echando chispas por los ojos, entró en la estancia.

—¡Por poco me arrollan estos perros! —dijo con ira, y lanzó una andanada de verbos y adjetivos que no puedo repetir.

—¿Qué hay? —la pregunté agitado.

—¿Qué hay? Que si no ha sido por mi sobrino Matías, que está en la trinchera de la iglesia, no puedo regresar. ¡Malditos hambrientos! Que venga Pedro y le contaré quiénes no me dejaron salir y las groserías que me dijeron. Ya digo: si no es Matías, me quedo en la plaza.

—¿Y Felicia qué dice? —le interrumpí lleno de impaciencia.

—Que los caballos están listos; pero que don Abundio le mandó decir que le mande decir a usted que no tenga cuidado, porque no se ha de ir la niña Remedios. Pero tenga cuenta, don Juanito, que ese hombre es muy sinvergüenza.

Procurando que fuera al grano, la hice entonces referirme cuanto pudiera importarnos. Coderas y Soria habían acordado el plan de defensa, seguros de que don Mateo no podría en varios días tomar la plaza; y en tanto llegarían los auxilios del distrito inmediato, cuyo jefe político estaba en comunicación con el de San Martín. A última hora, se había determinado que Coderas saliera con doscientos hombres para probar una lucha a orillas del pueblo, apoyado en los cien que con Soria quedaban en la plaza; si la fortuna les era adversa (que no lo creía el arrojado jefe) haría una retirada sobre las trincheras mejor preparadas, para determinar a don Mateo a atacar por allí.

—Ahora lo prencipal —me dijo la vieja—. Le manda decir la niña Remedios que quieren sacar a todos los presos y ponerlos en esas trincheras, pa que se asusten los otros y no puedan tirar sin matar a sus gentes.

El cabello se me puso de punta, sentí un desvanecimiento que estuvo a pique de dar conmigo en tierra, y con el semblante descompuesto y el aliento cortado, apenas pude volverme al tío Lucas. Paróse éste asustado y acudió a detenerme; pero ya volvía pronto sobre mí y tomaba yo el imperioso tono que en tales casos me constituía jefe de los que me rodeaban.

—Corra usted —le dije rápidamente— reúna en seguida a los que anoche se comprometieron a seguirnos, y que estén aquí en el acto.

Mi voz cobraba tal autoridad e imperio, que rara vez oía yo una ligera réplica. El viejo, sin hacerlo, se dirigió a la puerta; pero al abrirla retrocedió violentamente.

—¡Ahí vienen! —dijo a media voz.

Minga me separó de la ventana, empujándome con fuerza, y Coderas con su tropa siguió el rumbo del Arroyo, con paso precipitado.

Algunas gentes del pueblo seguían a la fuerza por curiosidad, otras se asomaban a las puertas, y las menos se encerraban precavidamente, atrancando sus puertas.

Agotada a este punto mi cordura y paciencia, y sacándome la agitación de todo término juicioso, echéme fuera con el tío Lucas, citándole para aquel mismo lugar y dentro del mismo término.

Sin ocultarme, sin miramientos ni temores, corrí a la casa de Bermejo, a las de los regidores presos que tenían más inmediatas sus habitaciones, a las de todos los que sufrían en la cárcel, dando la voz de alarma con la terrible noticia que yo había recibido. En ésta obtenía un hombre; en aquélla un arma; de aquí sacaba un hijo espantado; de acullá un padre medio loco, y en todas sembraba el terror y despertaba las más violentas manifestaciones del odio y la angustia.

Media hora después, en el patio de Pedro Martín tenía reunidos hasta unos treinta hombres que, dignos soldados de un jefe como yo, pelearían como tigres y no se saciarían con trescientas víctimas. Quién hablaba de ahorcar a la esposa e hijos de Coderas; quién de arrastrar a Soria por las calles hasta dejarle muerto en el muladar; quién de saquear la casa de los Gonzagas; quién de pasar a cuchillo a todo el barrio de las Lomas, con excepciones muy contadas. Y a mí me parecía bien todo aquello, y aprobaba enérgicamente tan salvajes propósitos, mientras daba armas a los que no las tenían, y comunicaba mis órdenes al tío Lucas.

Oyóse en aquel momento la primera descarga de la pelea, y yo sentí que recorría mi cuerpo un escalofrío mezcla de terror y de impaciencia por combatir. Me sentí empujado hacia la plaza, y los labios rebosando palabras de un lenguaje soez, que yo mismo me admiraba de saber. Lo malo predominaba en mí, y sucedía que al encontrarme en el encendido elemento de las pasiones de la bola, inconscientemente me transformaba, nivelándose mi temperatura con la del aire que respiraba.

En tales momentos no tuve la idea de formar un plan de campaña. Yo sabía que iba en defensa de mi madre, cuya vida estaba gravemente expuesta, y que debía acudir violentamente a mi objeto. Cómo lo procuraría, ni lo pensé ni me ocurrió pensarlo. El tío Lucas se atrevió a recordarme que el objeto del coronel era que desconcertáramos al enemigo en su retirada.

—¡Síganme todos! —grité con imperio.

Y todos me siguieron con bríos iguales a los que me animaban.

Nos dirigimos por detrás de la casa de Minga hasta las últimas del pueblo, y enderezando allí el rumbo a la derecha, caminamos a paso veloz paralelamente a la calle que conducía a la plaza. Detuvímonos al llegar frente a ésta, no sin asombro de los vecinos, y una vez allí, nos acercamos cautelosamente hasta tener la cárcel a la vista.

Ajenos de tener enemigos tan cerca, los de la plaza estaban atentos al ruido de la fusilería que se descargaba casi a orillas del arroyo. Delante de nosotros estaba la subida de la barranca para llegar a la plaza y a la puerta de la prisión; y en ésta, que apenas podía verse porque se interponía el corral del Ayuntamiento, se divisaba un centinela.

—No han sacado a los presos todavía —dije a mis compañeros—. Esperemos aquí hasta ver algún movimiento que indique que se trata de sacarlos.

Una sola escopeta había entre nuestras armas; las demás, o eran machetes o garrochas o cuchillos amarrados al extremo de una asta. Yo, sin embargo, me creía invencible.

El estruendo lejano de los fusiles, que a decir verdad no era mucho ni espantable, dado el corto número de los combatientes y el más corto aún de las armas de fuego, se hizo menor al cabo de algunos minutos, y los tiros aislados que se oían me parecieron disparados dentro ya de San Martín. Hice a mi gente que se acercara hasta el pie de la subida, quedando yo en el sitio para no perder de vista la cárcel; y corrí a alcanzarla, cuando las descargas de las trincheras me hicieron comprender que Soria había entrado en la plaza y que don Mateo estaba frente a ella.

Subimos hasta el corral antes de que el centinela pudiera dar la voz de alarma, y cuando Coderas y Soria rechazaban a don Mateo en su primer empuje. Cogido de improviso, el centinela huyó hacia la plaza; y nosotros, sin calcular la imprudencia de nuestra impaciente acción, nos echamos sobre la puerta de la cárcel, y a pocos esfuerzos la hicimos saltar hecha pedazos.