XIII

Gavilán

No, señor; aquella situación era insoportable y urgía salir de ella a la mayor brevedad posible. Remedios… ¡psh! Debía yo olvidarla enteramente, alejarme de ella, portarme de tal modo, que entendiera con claridad que me inspiraba un profundo desprecio; no, ni eso siquiera, porque para despreciar es preciso acordarse de algo, y yo no había de acordarme de nada, de nada absolutamente. ¡Querría irme de aquella ciudad maldita! ¿Y sería esto muy difícil? No por cierto. En cualquiera parte encontraría un pedazo de pan ganado con mi trabajo, y en cualquiera sufriría menos. Pero si me iba, Miguel y don Sixto quedarían dueños del campo, no encontrarían las dificultades que yo podía oponer, y aunque ella fuese una mujer indigna de ocupar el lugar que tenía en mi alma, yo no podía consentir ¡eso nunca! en que fuera juguete del uno o legítima posesión del otro, que aún persistía en sus honrados sentimientos. ¡No, mil veces no! Remedios me pertenecía, como al marido la mujer despreciada, de quien sin embargo tiene celos aquél, aun cuando llegue a aborrecerla. Me quedaría yo, sí que me quedaría, no para reconquistar un amor arrastrado por el lodo, sino para impedir que otro gozara la dicha que yo había perdido.

Echado por este camino, mis pensamientos debían ir subiendo sin esfuerzo ni fatiga, empujados por mis encendidas pasiones.

Resueltamente me quedaría, y no así como quiera, sino en actitud hostil, trabajando sin descanso para hacer todo el mal posible a aquellos de quienes los recibía a puñados. Mientras tanto, ¿cuál era mi posición? ¿Cómo debía comportarme con mis jefes? ¿Qué diría a doña Eulalia cuando me dirigiese sus impertinentes preguntas?

Tanto me devané los sesos por resolver estas cuestiones, que hube de llegar a felicísima conclusión: consultar a Pérez Gavilán; a aquel hombre que de un modo tan desinteresado y generoso se interesaba en cuanto me concernía y me aconsejaba como el mejor amigo.

En verdad que no tenía parcial más adicto el famoso agitador del pueblo; pero dígase si no era grandemente simpático aquel hombre moreno, de buenas proporciones, ojos vivos, faz afilada y movible, boca maliciosa y lampiña, locuaz y ágil, listo siempre lo mismo para saltar por un balcón que para urdir un enredo o inventar un subterfugio.

No me detuve en pensarlo: la idea era tan buena y oportuna que sobraba la reflexión.

Todo lo sabía, por supuesto; sabía que yo había descalabrado a Miguel, que éste me disparó su pistola, que luego me puse en cobro, temiendo ser reconocido. El cómo y el porqué le faltaban, y yo lo dije sin alarde, modestia ni vergüenza.

—Miguel no sospecha nada —me dijo el abogado sonriendo— nadie lo sospechará tampoco, a no ser la gobernadora, que es mucho más perspicaz y lista que Vaqueril. ¿La ha visto usted? Pues véala, para que se declare sobre el asunto; pero con cuidado. Si no hay solidez en sus sospechas, cállese; en caso contrario, cuénteselo todo de pe a pa; vale más así, y mire que puede ser una buena ayuda. Doña Eulalia está enamorada de Miguel.

—¿De Miguel? —exclamé espantado.

—Sí, señor; pero con amor de suegra. Si Miguel no se casa con Candelaria, a la gobernadora le va a dar algún mal grave. Candelaria quiere simplemente casarse con Miguel. De aquí se infiere que la gobernadora se interesa en que usted prospere en sus amoríos con esa muchacha, a fin de chasquear al novio y atraerle hacia su hija. En cuanto a lo que Vaqueril pueda intentar, francamente, a doña Eulalia le importa poco: una infidelidad más o menos, no es cosa que la preocupe; pero sí quisiera verle descalabrado por castigo y para burlarse de él.

Rodando por aquí la conversación, iba yo descubriendo charcas que antes o me eran desconocidas o sólo presentía vagamente mi desconfianza; y en medio de las punzantes frases de Gavilán me parecía ver a Remedios pasar de charca en charca, empujada por manos torpes y rudas. Fue exaltándose mi rencor, avivando mi imaginación los colores del cuadro, y derramándose en mis venas la hiel que solía envenenarme y enloquecerme.

—Estoy resuelto a huir de aquí —dije a Gavilán con voz trémula—. Yo no puedo vivir aquí si no es haciendo todo el mal que pueda a Vaqueril, a Miguel a doña Eulalia, a sus hijas, a todos. Necesito salir de esta ciudad, del Estado, irme muy lejos y no oír nunca el nombre de ninguno de ellos.

Tal vehemencia había en mi voz y tan amarga desesperación en mis palabras, que Gavilán se cortó de pronto; pero su perplejidad fue, como todos sus gestos, un relámpago; y con modo a la vez burlón y afectuoso me llamó chiquillo, quijote y tonto, concluyendo por afirmar que yo leía sin duda una novela cada noche. Pero mi imaginación era caballo desbocado que me llevaba de precipicio en precipicio, y por primera vez me resistí a la persuasiva palabra del abogado. Me iría y mucho que me iría, sin perder tiempo ni pensarlo más; y contra tal determinación no valían nada ni la defensa que Gavilán hacía de Remedios calurosamente, ni los deseos de venganza que alentaba en mi corazón, bastante inclinado a buscarla y deleitarse con ella, ni las promesas vagas de un mejoramiento próximo en la posición que ocupaba.

El astuto intrigante parecía haber agotado los recursos de su fecundo ingenio, y buscaba con visible afán la manera de persuadirme de que debía permanecer en mi puesto; caviloso y agitado, procuraba encontrarme el flaco para vencer mi obstinación, y hería o halagaba unas veces mi vanidad, otras mis celos, y algunas también mi encono.

Tomó al fin una resolución suprema y, encarándose conmigo de repente, me dijo con su voz golpeada y rápida:

—No sea usted loco, muchacho. Sabe usted que tenemos entre manos una gran combinación que ha de dar el más completo resultado antes de dos meses, y sabe también que para entonces las cosas cambiarán de tal modo, que Vaqueril se meterá en su molino y Miguel quedará reducido a cero. Bien conoce usted que yo le quiero de veras y estimo sus cualidades, y bajo la nueva administración, que ha de formarse de la manera más conforme con los intereses públicos, los hombres honrados serán los que se levanten y figuren. Pues bien: si esa muchacha prefiere a Miguel, es porque Miguel aparece en una posición elevada, con influjo en el Gobierno, querido por el gobernador y distinguido por él. Váyase usted, y Vaqueril echará por el lodo a esa joven, o Miguel se casará con ella, atrayéndose más cada día su admiración y su cariño; dejará usted el triunfo a los que le hacen daño, para que primero se aprovechen de su cobardía y después se rían de usted y se glorien de haber alcanzado en pocos días lo que usted no logró en años enteros. Pero quédese, y las cosas cambian por completo: Vaqueril dentro de dos meses (durante los cuales usted no dejará de cuidar de la Cabezudita) estará en el molino, con una causa pendiente en el Congreso; Miguel se retirará a su casa tan insignificante y nulo como cuando salió de ella, y usted, Juan… ¡vamos! yo le respondo de que será diputado y secretario del gobernador, con tantas distinciones como goza ahora ese abogadito de tres al cuarto.

Abrí desmesuradamente los ojos, y no dando crédito a mis oídos, exclamé:

—¿Yo diputado?

Gavilán comprendió que estaba yo mal herido y continuó:

—Sí, hombre, usted. ¿Pues le parece que no tiene tamaños para serlo? Don Mateo será lo que usted quiera; yo no haré respecto a él sino lo que a usted se le antoje. Le haremos general si usted quiere, con tal que…

—No, señor; que no sea diputado, ni coronel, ni nada.

—Corriente; pues que se vaya a San Martín.

—No, señor, que se quede aquí —dije exaltándome cada vez más—. Quiero que vea que yo también puedo encumbrarme, y que lo vea ella…

—Se quedará, se quedará. Le repito que Cabezudo estará donde y como usted quiera que esté.

—¿Y seré secretario de usted?

—Lo será, sí señor; no como Miguel, sino disfrutando de consideraciones sin límites, como se hace entre amigos verdaderos. En una palabra: tomará usted una parte importante en la nueva administración.

—¿Y eso será pronto?

—Muy pronto. Ayúdeme usted en todo lo que pueda. Tiene usted en este asunto un papel importante, pero en primer lugar es indispensable que no haga usted locuras. El que se filia en un partido político es hombre que no se pertenece como antes, y debe ceder siempre a lo que exigen los intereses del partido mismo. Nos conviene que Miguel no descubra a su rival; nos interesa que siga enamorado de esa muchacha. No me pregunte por qué. En política no se pregunta el porqué de las determinaciones del jefe. Yo me encargo de cuidar de la Cabezudita durante unos días; mientras tanto, puede usted escribirle si quiere, pero no vaya de noche a su calle.

Aunque la Cabezudita no me importaba ya un comino, no sé por qué me disgustó aquella orden; sentía yo deseo de volver a encontrarme con Miguel en medio de la oscuridad, para hacerle algún daño de más trascendencia.

Cuando salí de la casa de Pérez Gavilán, después de revelarle cuanto pasaba en mi oficina y él quiso saber, trataba yo de estar tranquilo, pues así me parecía que debía ser, supuesto que ya no quería a Remedios; pero mis pensamientos no podían encaminarse a otro asunto.

¡Diputado! ¡Secretario! Tendría yo un caballo mejor que el de Miguel y un traje más elegante, y los domingos por la tarde pasaría por la calle de Remedios, sin verla, sin demostrar interés, ni enojo, ni nada; completa distracción, como si no la conociera… ¡Demonio! ¡Ya metido en la política desde aquel momento! ¡Y en el corazón de la política y tomando parte activa y principal! ¡Si ella hubiera sabido que ya tenía yo importancia!

¡Siempre ella por término de todas mis imaginaciones! Sin embargo, estaba yo seguro de que no la quería ya, y aun de que la aborrecía cordialmente…