XII

La acción

Teníamos ya a Coderas encima con menor número de fuerza, mejor armada, pero en verdad no con mucha disciplina. Apareció al extremo de la llanura, resuelto, empujando a su tropa a paso regular, y manifestando en la distribución de aquélla que, si le era desconocida la estrategia, no estaba reñido con la prudencia ni con el buen sentido.

Don Mateo, por su parte, hizo avanzar un remolino de hombres hasta colocarlos detrás del corral; mandó a Pedro Martín por la izquierda con otro grupo, y cargó él en persona con el resto por el lado derecho. Era hombre que no conocía el miedo, y era ésta su única cualidad, la cual han dado en decir los grandes estratégicos que es la menos necesaria para vencer.

Yo fui de los suyos. Alguien me había armado de un machete, pues por mi parte no había cuidado de buscar armas, teniendo las de mi ira, que me parecían sobradas.

Rompiéronse los fuegos por una y otra parte, siempre con más orden por la de Coderas, quien a cierta distancia detuvo su tropa y prefirió ser acometido. No se hizo esperar don Mateo, y haciendo uso de la táctica que después le dio notoriedad y fama, cerró los ojos, nos dirigió algunos gritos propios del caso y de su lengua, y avanzó, empujándonos como empuja un torrente despeñado los troncos que la creciente arrebata de la orilla.

No necesitaba yo que me animara el jefe, y puedo decir que en aquel momento no tenía él más valor que yo. Sólo una vez me detuve, cuando deseando matar, y encontrándome sin arma de fuego, vi caer a mi lado a un hombre cuya escopeta y municiones recogí. Después de esto, nadie pudo vanagloriarse de haberme aventajado un palmo de terreno.

Hubo un momento en que el fuego sobre nosotros fue vivo y sostenido y a quemarropa. Creo haber oído el choque de los machetes sobre los fusiles enemigos, maldiciones y gritos de dolor, voces de mando y exclamaciones de ira. Después me sentí arrastrado en otra dirección, a la vez que mil gritos groseros y silbidos agudos atronaban el espacio.

Habíamos sido rechazados hasta el corral, y el enemigo festejaba este primer triunfo. Cuando pude darme cuenta de aquel percance, vi a don Mateo de un color amoratado, imposible para el acreditado pincel del dómine de San Martín; echaba chispas por los ojos y ternos dobles por la boca contra su cobarde gente, que había retrocedido a lo mejor. No montaba ya el retinto, pues cayó el hermoso animal junto a las filas enemigas, sino un alazán que no iba en zaga al difunto, ni en el paso ni en el brío… ¡Pero había de estar montado!

Cinco minutos le bastaron para dar cinco centenares de órdenes.

—¡Corre y díle a mi compadre Pedro que se les meta recio por la barranquita!

—¡Que entre tío Perfecto derecho y que no afloje, para llamarle la atención al enemigo!

—¡A mi compadre, que los coja por el espinal! ¡Recanasto! ¡Corre pronto!

Y llegó el segundo encuentro, y no fuimos en él más felices, por más que tío Perfecto sacó su gente del parapeto del corral y entró derecho, según la orden recibida. El tío Perfecto retrocedió a la primera descarga, y mientras Pedro Martín rodeaba la barranca para apoderarse del espinal, la fuerza enemiga cargó toda sobre nosotros con una furia tremenda, obligándonos en tres minutos a retroceder a nuestra primera posición.

Tomóla en tanto el indio Pedro por la retaguardia, organizó en lo posible don Mateo su tropa, alentado por el cambio repentino de posiciones, y al lanzarse de nuevo sobre Coderas, me gritó señalando el revuelto pelotón del tío Perfecto:

—¡Coja esa fuerza y métase de frente!

Loco de coraje y despecho, corrí a cumplir aquel mandato que tanto cuadraba a mi deseo; mas cuando me acerqué y dicté mis órdenes, el viejo tío me llamó mocoso y gallina, y mandó al diablo al señor teniente coronel con sus disposiciones.

Me arrojé sobre él presa de los instintos feroces que me dominaban; descarguéle un golpe con el cañón del fusil, con ánimo de matarle, y cuando el viejo caía por tierra bañado en sangre, tomé su machete y empujé a la espantada tropa sobre el enemigo, vociferando palabras dignas de la boca de don Mateo, que jamás había yo pronunciado.

Pero en aquel momento oí a mis espaldas ruido de voces afligidas que me hicieron volver la cabeza, y en un instante, como por inexplicable encanto, mis ideas extraviadas y mis desordenados sentimientos entraron de nuevo en el antiguo cauce. Remedios y su escolta corrían hacia donde yo estaba, y a cierta distancia, sin hacer fuego, los perseguían próximos a darles alcance hasta unos cincuenta hombres. Era Soria, que, en virtud de plan estratégico con anticipación calculado llegaba por opuesto camino, y como Blücher, tarde, pero a tiempo para decidir la victoria. Cortó la retirada a su hija, la reconoció y quiso apoderarse de ella, pero Remedios, arrastrada por su escolta, corrió al lugar de la acción buscando amparo.

No hubo más remedio que abandonar a don Mateo y volvernos sobre Soria. El choque fue rudo y espantoso, puesto que Soria era valiente y estaba rabioso, y yo no tenía conciencia de mi vida ni de la de nadie, si no era Remedios. Las armas de fuego callaron, cediendo el lugar a los machetes y las garrochas, o hablaban en lenguaje que no les era propio, convertidas en mazas.

El ahijado de don Mateo retiraba a Remedios de los lugares peligrosos, y yo, en medio de la carnicería aquella, sólo pensaba en que combatiendo la defendía.

De súbito se acrecentaron el ruido, el desorden y la matanza, porque rechazado por tercera vez don Mateo, sus hombres, desbandados y desoyendo la voz del jefe, en parte huyeron por el bosque y en parte se confundieron con mi gente.

Coderas cayó sobre nosotros para rematar la obra, y nuestra derrota fue completa. El mismo Cabezudo comenzó a retirarse, reuniendo los dispersos grupos que aún quedaban en pie; y yo, con algunos hombres, luchaba aún defendiendo la casa en donde Remedios rezaba con el llanto en los ojos y el horror de aquellas escenas en el alma.

Soria se echó sobre la casa, siguiendo siempre en su feroz capricho, y mi gente, incapaz ya de resistir, hizo una descarga inofensiva y huyó. Entré en la casa, empujé a Remedios hacia un rincón y la cubrí con mi cuerpo, blandiendo el machete con desesperación.

Soria y tres hombres más me siguieron; no podían hacerme fuego porque se exponían a herir a la hija de aquél; pero de súbito me acometieron a la vez, descargué machetazos ciegos, resistí un instante, y… no sé más.