V

Los brindis

Ya estaban todas las orejas coloradas y todas las pupilas húmedas, cuando los concurrentes se trasladaron al corredor occidental, transformado en comedor para dar cabida a larga mesa de sesenta cubiertos. Entre uno y otro pilar de la galería se habían colocado hojosas ramas para refrescar el sitio, y muchas guirnaldas y coronas de flores adornaban pared y techo.

Sentóse Vaqueril en una cabecera de la mesa, y en este momento apareció en la escena la gobernadora, prendida y ataviada con lujo, negro más que nunca el cabello, y con leve sonrisa en los labios, que si todos acogieron como afable, a mí me pareció de altivez. Un murmullo de admiración se levantó de todas partes, y durante algunos momentos no pudo verse quién la saludaba ni quién no, según fue el remolino apretado y movible que formaron los comensales.

—¿Nos honra usted con su presencia?

—¡Celebro mucho!…

—¿Las niñas buenas?

—¿La salud?…

—Juanita le manda recados.

—Mi señora me encargó…

—¡Cuánto me complace!…

Tomó asiento la señora a la derecha del señor Vaqueril, y en el extremo opuesto, por mandato de doña Eulalia, se colocaron un magistrado y el coronel Cabezudo. A Miguel le tocó la derecha de la gobernadora.

Hago gracia al lector de los pormenores de la mesa, que bien pudiera referir menudamente, según están frescos en mi memoria. Vaqueril hablaba con el secretario del despacho, que estaba a su izquierda, y con dos o tres personas más, que se hallaban próximas a él; el secretario no hablaba con nadie más que con el gobernador; Cabezudo y su compañero se entendían solos, y los demás conversaban con el vecino, menos el señor de Sequedal, que, sobre todo, procuraba engullir aprisa. La gobernadora mimaba a Miguel con pláticas relativas a sus últimos versos; pero debo declarar que el joven, si bien recibía con agrado los elogios, contestaba a doña Eulalia con decoroso respeto y finura.

Vaciáronse varias botellas de lo más fino que pagaba alcabala, con la única fórmula de alzar el vaso invitando a beber ya a Vaqueril, ya a Miguel, ya a la misma gobernadora; y cuando, plato tras plato, llegó su vez a los postres, un taponazo ruidoso anunció que el champagne reclamaba la voz de los oradores y la lira de los poetas. Más de un cuerpo sintió súbito escalofrío.

El champagne perdió, en las copas, su espuma en medio del silencio. Nadie se atrevía, aunque la mayor parte reventaba por hablar. El contador hizo una mueca de inteligencia al juez del Registro civil; pero éste movió la cabeza haciendo una señal negativa. El magistrado de la cabecera fingía distracción amasando bolitas de pan; el jefe de Hacienda pretextaba animada conversación con el oficial mayor del Gobierno, y Miguel afectaba indiferencia. Sólo el redactor del periódico oficial avanzaba la cabeza cuanto podía, ansioso de ser designado por algún imprudente para comenzar.

El secretario dio término a aquel momento embarazoso, poniéndose en pie, copa en mano. Habló largo y cansadamente; su brindis me pareció un informe sobre la tranquilidad pública, rendido a fin de mes por un jefe político. Terminó «deseando mil felicidades al ilustre ciudadano que llevaba las riendas del Gobierno y a su apreciable familia». Y se sentó, aturdido por el unánime aplauso de los presentes.

En el grupo de espectadores a que yo pertenecía, había tal cual afilada lengua que comentaba los brindis; sin embargo, yo echaba de menos la autorizada y magistral voz de Pepe Rojo, que habría recogido allí material para hablar quince días sin interrupción.

—Tiene la palabra el señor Carriles —gritó alguno.

Y en seguida se levantó de su asiento éste, miembro del Congreso, pequeñito y atildado, de voz aguda y vibrante, con la cual recitó una cuartilla de papel, hablando de Licurgo y Demóstenes, de Catón y Marco Aurelio, deteniéndose alguna vez para engañar mejor al auditorio. Carriles estaba reputado por hombre de talento, y aquel día ganó mucho más en la opinión de las gentes.

A continuación el general Baraja ofreció la última gota de sangre por el ilustre patricio que presidía la mesa; el redactor atrapó una ocasión, y como Carriles, habló de memoria, pues no habiendo en la capital un solo taquígrafo, no me explico de otra manera el hecho de publicarse al siguiente día en el periódico oficial los brindis de los dos.

Con excepción de Miguelito, que habló con naturalidad y nobleza, todos los demás reñían con una de estas cualidades o con ambas juntamente. Don Simplicio Sequedal recordó a su auditorio el parentesco que le ligaba con Vaqueril, y brindó «por su hermano»; un catedrático comparó a éste con Cincinato porque tenía un molino en arrendamiento; otro sacó del bolsillo un pliego de papel, y leyó durante diez minutos una letanía de elogios a Vaqueril y esposa; y llegada su vez al coronel Cabezudo, no supo hacer más que copiar a su compañero Baraja, y ofreció como él «la última gota de sangre por el gobernador y su apreciable familia». Cuando le vi sentarse sin haber echado un ¡canasto!, di gracias al cielo; tenía yo frías las puntas de los dedos.

Los brindis continuaron mientras se tomaba el café, empapados en cognac y otros espirituosos. Doña Eulalia estaba tan afectuosa y expansiva con Miguel, que éste, trastornado también por el licor, perdía su anterior gravedad respetuosa y hablaba con ella con familiaridad y confianza; dato importantísimo, que no podía pasar inadvertido para el catedrático de la comparación de Cincinato. Notarlo y ponerse de pie, fue todo uno:

—Señor gobernador —dijo— tenéis entre vuestras elevadas ideas de gobierno una que es superior a todas y que modestamente calláis, pero vuestros amigos la sorprenden y la revelan a los demás para que la aplaudan: esa idea es la de levantar a la juventud. La juventud es la esperanza de la patria; los jóvenes son los hombres del porvenir y los que han de sucedernos en las tareas del gobierno. Vos sois el maestro que les enseña la gran ciencia y sabéis sacar discípulos aventajados. Ahí está ese joven, como ejemplo. Ya se levanta a grande altura; pero él, con vuestra enseñanza, llegará a la cúspide de la verdadera grandeza. ¡Por vos, que sois el maestro, y por ese noble y distinguido discípulo!…

Y apuró su copa.

Doña Eulalia inició el aplauso; es, pues, inútil agregar que fue el más ruidoso, el más prolongado y el más entusiasta de todos.

La franca y cordial expansión de que después habló el periódico oficial, fue tomando creces durante la tarde. Mientras los empleados y amigos de segunda clase se sentaban a la mesa, refrendados los platillos, los que acababan de abandonarla volvían al salón en parte, y en parte se acercaban a las demás habitaciones no cerradas para los amigos, en donde las niñas y Sixto Liborio, hijo, permanecieron recatados.

Sólo puedo dar razón de que había ruido y algazara y brindis por todas partes, predominando siempre las protestas de adhesión a Cincinato y de alto respeto y cariño a su familia. Eran las seis de la tarde y aquello habría seguido adelante con gran contentamiento de todos, si no fuera porque a las nueve de la noche había de comenzar el baile con que Vaqueril obsequiaba a sus amigos, y era preciso ir a casa para que la familia se alistara, y dejar a la del señor gobernador algunas horas de descanso.

Salía yo uno de los últimos, cuando Miguel me tocó el hombro y me detuvo en el portal. Había estado largo rato entre Candelarita y Concha, quienes probablemente le obligaron a brindar más, pues su expansión estaba un tanto subida de punto. Sin embargo, bajó la voz para hacerme esta pregunta:

—¿Dígame, Juanillo, conoce usted a la Cabezudita?

—¿La Cabezudita? —repetí yo asombrado.

—Sí, hombre, la hija del coronel; una pedreña.

No pude mentir.

—La conozco —contesté con voz ahogada.

—Bien, pues va usted a hacerme un favor. No falte usted al baile; a las nueve en punto; le necesito mucho.

—Vendré.

—Pero, hombre —continuó sacándome por un brazo a la calle y echando a andar—, ¿conoce usted criatura más linda que ésa? Ayer que salí en la comisión de convite la vi en casa de su papá, y me quedé de una pieza delante de ella. ¡Qué ojos, Juan!, ¡qué boca!, ¡qué hermoso color!, ¡qué cuerpo y qué garbo sobre todo! ¡Todas estas tísicas juntas no valen lo que un brazo de esa muchacha! Y dígame usted, ¿no es tonta? Yo no lo creo, porque eso se conoce a las tres palabras. Me pareció tímida, pero me pareció también lo más lindo que conozco.

Sofocado, irritado y nervioso, acompañé a Miguel hasta la puerta de su casa, y me dirigí a la mía, maldiciendo mi estrella.