VI

El baile

Los más contrapuestos sentimientos se juntaban dentro de mí, manteniéndome desasosegado y lleno de turbación, cuando a las nueve de la noche franqueé los umbrales de la casa del gobernador, y seguí la callejuela de ramas que conducía del portal al salón de baile. La tímida cortedad me recordaba que aquél era mi estreno en la sociedad culta, y me inspiraba el temor de incurrir, a cada paso, en torpezas pedreñas; los saltos del corazón me decían que después de muchos meses iba a ver de cerca a la dulce niña que era, para mí, el único afecto íntimo que tenía sobre la tierra; y cuando esta idea predominaba en mi espíritu con mayor imperio, veníame a la memoria el caluroso elogio que de Remedios me había hecho aquel joven tan apuesto, tan inteligente y tan bien reputado, superior a mí en todo, si no era en querer a Remedios, en lo cual no podía yo tener rival ninguno.

Penetré, a costa de mil esfuerzos, en el grupo de gente que no baila apiñado en la puerta, y levantado sobre las puntas de los pies, recorrí con la vista el salón no lleno aún. Tenía sobrado quorum el Congreso, cosa que en las sesiones no solía ser frecuente; había tribunal pleno, y no faltaba uno solo de los empleados federales. Una parvada de cuervos me hizo adivinar el sitio que ocupaba la gobernadora con sus hijas, y en el lado opuesto noté que don Sixto Liborio agasajaba a dos niñas que en el sencillo traje daban muestras de humilde condición. De pronto creí que era esto una virtud.

Liborito recorría el salón de uno a otro extremo, luciendo un trajecillo estrenado aquel día, y como queriendo demostrar a los concurrentes que estaba en su casa, que era día de su santo y que podía entrar y salir por todas partes; José María procuraba imitarle, y Panchito, solicitado por señoras y caballeros, recogía de aquí y de allí una caricia, un elogio, un mimo cualquiera, que no pocas veces pagaba con su desdén de niño malcriado.

El grupo de la puerta se movió estrujándome fuertemente, y una voz imperiosa dijo a mis espaldas:

—Con permiso de ustedes, que pasan las señoras.

Al dejar mis acompañantes el paso libre me estrecharon contra la puerta, obligándome a quedar inmóvil y como incrustado en ella. Llegaban tres damas apoyadas en el brazo de otros tantos miembros de la comisión encargada de recibir a los invitados. Pasó rozándome la primera, mujer de un pariente de Vaqueril; después su hija, que, con gesto de asco, procuró evitar mi contacto, y por último la tercera, alta, morena, radiante de hermosura, sol de belleza deslumbradora, que heló la sangre en mis venas y la encendió súbitamente en mi corazón, dejándome mudo y tembloroso. Era Remedios, la Cabezudita de que hablaba Miguel, mi reina, mi paloma pedreña, mi todo. Miróme al pasar, deteniendo sobre los míos sus grandes y apasionados ojos, turbóse como yo, y en el leve movimiento de sus encendidos labios adiviné que quiso saludarme.

Arrastrado por irresistible instinto, atraído por aquella hermosura, que me inspiraba un amor como no he conocido otro ni en el mundo ni en las novelas, olvidé la timidez montaraz que me dominaba y di un paso para seguir a Remedios; pero una mano brusca y pesada como un guantelete cayó sobre mi hombro y me repuso en mi sitio de un empujón.

—Hágase a un lado —me dijo don Mateo Cabezudo, clavándome sus ojos irritados, como de tigre hambriento.

Y al quedar yo otra vez en mi primera posición oí las risas sofocadas de mis vecinos, que se burlaban de mí. Disimulando el bochorno, me levanté sobre las puntas de los pies, y seguí con la vista a la pedreña. Vi entonces que el caballero que la acompañaba era Miguel, y por primera vez sentí el aguijón más doloroso clavado en mi corazón y desgarrarle: los celos.

¡Qué hermoso me pareció Miguel entonces y qué gallardo!, ¡qué fácilmente flexibles sus miembros!, y en sus movimientos ¡qué airoso y desembarazado! ¡Con qué maneras tan finas la acomodó en escogido sitio, entregando a Concha, que salió a recibirlos, el abrigo de la joven, que él mismo la ayudara a desprenderse de los hombros! ¡Qué frases tan bonitas la diría! ¡Qué talento demostraría en su conversación! ¿No sería natural que despertara vivas simpatías en el tierno corazón de aquella niña, sólo acostumbrada a las rudas expresiones de mi lengua? ¿No llegaría a verle como el hombre más hermoso y el mejor de cuantos había conocido? ¿No llegaría, por último?…

¡No llegaría a nada! La luz de luna de sus ojos, que me buscaban en el grupo de la puerta, hirió los míos. ¡Bendita seas! Empujé sin miramiento a los que me interceptaban el paso y entré resueltamente, pisando la alfombra que me parecía tener encima una capa gruesa y estorbosa de lana cardada.

No sé qué habría hecho una vez dentro del salón, si Miguel no saliera a encontrarme cuando se retiraba, dejando acomodada a Remedios. Me estrechó la mano fuertemente y, apartándome a un extremo, me dijo:

—Estuve alerta en el zaguán para introducirla yo. Tuve que fingirme distraído para que mis compañeros de comisión dieran el brazo a esa señorona y su hija; pero parece que ellas lo notaron, porque me han puesto una cara de demonios. No me importa. Tengo un mal síntoma, Juanillo; estoy muy tonto cuando hablo con la Cabezudita, y parece que la lengua se me pega en los dientes. Al sentarse allí, se le enredó el fleco del abrigo en un botón de mi levita y me dijo: «Dispense usted», y yo, con esta inexplicable torpeza, la contesté: «Mil gracias». Por eso no me quedé platicando con ella; me avergoncé mucho.

El más grave síntoma que presentaba el joven abogado era aquella verbosidad en que todo se revolvía, como en los enamorados sometidos a una impresión viva se revuelven sentimientos e ideas a primera vista inconexas.

—Vea usted con cuánta frecuencia dirige para acá la vista —continuó— pero creo que es a usted a quien mira; ¿usted la ha tratado? ¡Mire, mire qué ojos! El coronel es su papá, ¿verdad? ¿Qué no? ¡Ah!, es su tío. Me alegro, porque ese hombre me es antipático. ¿No es usted su pariente? Le aseguro que jamás me había impresionado una mujer tan profundamente como esta criatura, ni mucho menos. Pero hay razón para ello. Otros buscan la alcurnia, la familia, la posición; eso es indigno y vergonzoso; yo busco algo que llene, que satisfaga las altas aspiraciones de mi alma; algo ideal y superior a todas estas mezquindades que nos rodean y nos ensucian constantemente con su saliva. Una mujer pura, dulce y amorosa para entregarle mi corazón enteramente, hacerla dueña absoluta de mi alma y compartir con ella las dichas de la vida que ahora me sonríe. Todos me dicen que soy hombre de porvenir, que puedo alcanzar grande altura en las letras, en el foro y en la política; todas las esperanzas se conjuran para halagarme y tengo fe en mis fuerzas. Pero ¿qué son las glorias ni los triunfos si no hay una mujer querida a quien ofrecerlos? El hogar es la recompensa de la honradez y el trabajo; el hogar en que nos espera una mujer cariñosa y tierna, y en que quizá se mece suavemente una cuna blanca, es un remedo de la gloria de los justos. Yo he de conquistar eso, Juan; a eso aspiro, y por eso, al ver a esta niña en cuyos ojos se lee la pureza de alma y que reúne, además, tanta hermosura, me he sentido subyugado y atraído de una manera irresistible.

Templábase el encono que el amor de Miguel encendía en mi alma, con la honradez y nobleza de sus ideas, que generosamente admiraba yo y aplaudía en mi interior. Al oírle hablar así, sentí yo juntamente la necesidad de aborrecerle y la obligación de estimarle más que antes.

¡Qué contrariedades las mías! Mis ilusiones venían por tierra; mi tranquilidad desaparecía; mi conformidad con la situación y estado en que vivía se cambiaban súbitamente en una ambición que me espoleaba con agudos aguijones; y soñaba yo engrandecerme, distinguirme, ser superior a todos y en todo, principalmente a Miguel. ¡Y Miguel había sido, hasta entonces, mi esperanza para lo porvenir!

—Le rogué a usted que no dejara de venir —prosiguió el joven— por esto: por hablar con usted de ella, informarme de sus antecedentes, de su familia, para que me diga usted que es tan buena como lo revelan sus ojos. Quiero hablar de ella con un amigo como usted, que me quiere sinceramente y que, además, la conoce…

—¿Miguelito? —dijo a nuestras espaldas una voz de mujer.

—Perdone usted —dijo Miguel a una señora obesa y emperejilada que respiraba con dificultad—; no vi cuando ustedes se sentaron aquí y estábamos dándoles la espalda.

Las niñas que acompañaban a la matrona saludaron a Miguel melosamente, y se balancearon en los asientos.

—Dígame usted —dijo la mamá— ¿quién es esa muchacha que se sigue de la Carriles?

—Es la sobrina del coronel Cabezudo.

—¡Ah! ¿Ésa es la Cabezudita?

—Justamente.

—¿Ésa? —dijeron las niñas, estirando el pescuezo hasta adelgazarle.

—Pues no me parece tan bonita como me habían dicho —añadió la señora.

—¡Psh! —hizo la hija mayor.

—Es regular, cuando mucho —observó la menor.

—Eso es una herejía —dijo Miguel, picado—. ¿Pues no son hermosísimos esos ojos? ¿Y esa boca es fea? ¿Y ese cuerpo?

La orquesta, colocada en la pieza inmediata, anunció una polka, y Miguel abandonó a las damas para ir en busca de Candelarita, la cual le había bonitamente comprometido a bailar con ella todas las piezas de ese género.

Todos los pisaverdes se movieron a la vez, y tres se dirigieron a Remedios para invitarla. El primero en llegar fue el agraciado, mientras los otros, haciendo una curva rápida, trataron de disimular su intento y fueron a invitar a otras jóvenes, que aceptaron, aunque con gesto de orgullo ofendido.

Momentos después las parejas recorrían el salón en rápido vuelo, con excepción de algunas que giraban torpemente sobre su eje sin salir de un lugar, y tales eran la de Vaqueril y una de las jóvenes de aspecto humilde con quienes antes platicaba; la de Sequedal y una hija escuálida del secretario, y la de don Mateo, que sólo sabía bailar el zapateado de la tierra, y que en aquel momento tenía en un potro a la pobre Conchita.

El adusto secretario se dejaba guiar por doña Eulalia, la cual, por vía de broma y travesura, se empeñaba en perseguir a Miguel, obligando a su galán a sacar fuerzas de flaqueza para competir, en agilidad, con el joven diputado.

Los galancetes estaban en su elemento, demostrando cuánto tenían cultivada la ligereza de los pies. Volar haciendo rápidos círculos en la alfombra; sofocarse, detenerse después, dando el brazo a la señora y abriendo la boca para tragar mucho aire; pasarse el pañuelo por la frente sudorosa, y decir a la compañera: «Baila usted divinamente», para que conteste: «Gracias a usted que me lleva»; tal era allí la suprema aspiración de los que no tenían motivo para aspirar a más.

La rapidez de la polka contentaba mi deseo, pues mediante ella Remedios pasaba junto a mí con frecuencia, dirigiéndome siempre una de aquellas dulces miradas que me enloquecían.

Así curaba el mal que me hacía verla en brazos del tonto que bailaba con ella.

«¡Qué delicioso debe de ser llevarla así! ¡Y luego que parece una pluma! Si yo pudiera, si el coronel no hiciera una de las suyas, la diría mil cosas que tengo aquí dentro, al compás de la música y apretando su mano y estrechando su cintura. Ya me lo dice con los ojos, pero eso no me basta; quiero que me diga con su vocecita de paloma que siempre soy su única esperanza de felicidad, que me quiere lo mismo que en San Martín, y que no ha de olvidarme jamás Todos estos mequetrefes pueden bailar con ella, y ella aceptará aunque sea con repugnancia; sólo yo no puedo tocarla, ni hablarla, y hasta para mirarla debo andar con cuidado».

Esto pensaba yo y, como de costumbre, mis propios pensamientos fueron calentándome la sangre y extremando mi deseo, hasta el punto de determinarme a buscar el medio de satisfacerle.

Calló la música y los galanes condujeron a las señoras a sus sitios respectivos, retirándose los más a los ángulos del salón, puertas y otros puntos desocupados, mientras algunos permanecían frente a las damas agasajándolas y divirtiéndolas con esa frivolidad que es la cualidad más apreciada por la mayor parte del bello sexo, y la más codiciada de los pisaverdes. Miguelito quedó preso entre la familia Vaqueril, que le ató con mil hilos de conversación; y pude notar por las miradas de las señoras, que se hablaba de Remedios.

La matrona sofocada, que tenía hambre de hablar, dijo a una de sus hijas:

—¡Pues vaya con la tal cabezona! Han dado todos en decir que es de una belleza incomparable, y creo que hasta ella lo va tomando por lo serio.

—¿Y viste con qué calor comenzaba a defenderla Labarca?

—Novelerías —asentó la menor—, una belleza de pueblo. Mira, mamá, si ni sentarse sabe.

—Tiene el abanico en la mano y no se atreve a abrirlo por temor de romperlo —dijo la mamá, desplegando el suyo con garbo.

—Grande, gorda y colorada; eso es todo.

—Ya lo creo, como que en el pueblo iría por agua a la fuente y lazaría toros.

Me alejé de aquel lugar porque me venían a la lengua y me repicaban en los dientes algunas frases que no debía decir; pero no bien me hube detenido en el ángulo opuesto, cuando oí que un mequetrefe decía a una polla almibarada:

—Yo no soy de ese coro, Pepita; yo prefiero las manos delicadas de la aristocracia, perfumadas desde la cuna, a las que todavía traen el olor de los corrales de ganado.

La risa que esta agudeza produjo entre hombres y señoras les impidió ver el ademán irresistible que hice, a tiempo contenido, de agarrar a aquel charlatán por el cuello. Iba a cambiar de sitio otra vez; pero al ver que enfrente de mí una señora flaca y de plegado rostro miraba a Remedios con un ojo, al través de los lentes cerrados, hablando al mismo tiempo con alguna otra y sonriendo con aire de burla, llegada al colmo mi irritación, traté de huir y pasé a la pieza contigua, opuesta a la que los músicos ocupaban.

Era ésta una amplia habitación que, aderezada para el caso convenientemente, mostraba desde luego ser la destinada para el ambigú y gaudeamus de la media noche. Dividíala una mesa larga y angosta, sobre cuyos manteles veíanse ya colocados, con simetría, multitud de platillos con todo género de gollerías; botellas de diversas formas, colores y marcas, y de trecho a trecho altos floreros con grandes ramilletes.

Ya andaban por allí las comisiones destapando botellas y apercibiendo copas para obsequiar a las damas; y tal cual viejo goloso se paseaba a lo largo de la mesa, con malicia y recelo, calculando la estrategia más conveniente para el merodeo disimulado.

Hice poco caso de estas menudencias, y procuré buscar un sitio desde donde pudiera mirar a Remedios y ofrecerme a sus ojos.

Continuó el baile animándose cada vez más. La atmósfera, impregnada del aroma de flores, pañuelos y cabezas, fue haciéndose pesada y sofocante; las conversaciones sonaban en alta voz y las risas eran repetidas y francas; muchos eran ya los que entraban en el comedor improvisado y salían de él llevando botellas y copas; cada cual se comportaba como si estuviese en su casa propia; las mamás estaban sordas, los papás ciegos y sus hijas resueltas; en una palabra, la expansión del periódico oficial había traspasado por todos los vientos las fronteras del encogimiento atildado que impone la sociedad culta.

Allí el que no estaba embriagado por el licor, sentía la enajenación del contento; y el viejo que no se sentía agobiado por el sueño, estaba ahito de pastelillos y dulces, que tanto da. En aquella estancia, mientras más loco que todos me bañaba yo en la luz de los divinos ojos de Remedios, oí cien brindis de cajón, ponderando la amistad y despreciando el dinero; cien en que se protestaba adhesión y se derramaba la sangre del orador como quien derrama un vaso de agua sin mojar a nadie; cien de admiración a la sabiduría de Vaqueril, al talento de Miguel y al pulso político del secretario del despacho. Las palabras: fraternidad, confraternidad, lealtad, sinceridad, libertad y otras mil de igual terminación, amontonadas en cada boca, disputaban sobre cuál había de salir la primera, y más de una vez oí decir como una gran cosa aquella frasecilla, tabla de salvación en naufragios oratorios, de que «el silencio es muy elocuente» y «usted sabe cuánto quiero decirle».

Vaqueril dijo al fin el suyo: aquel que escribió tres días antes Miguelito y que no llegó el alto magistrado a tomar bien de memoria. ¡Cómo le aplaudimos!

Pasaba de media noche cuando las señoras, invitadas por los galantes caballeros, invadieron el comedor y rodearon la mesa, no con más orden y silencio del que hasta allí mantuvieran, pues atentos los papás y mamás a las carnes, fiambres y a las menudencias esparcidas por cuanto eran manteles, dejaban ancho espacio para el desenvolvimiento de la confianza y la cordialidad de las niñas.

Vaqueril conservaba la afectada sonrisa en los labios y la mirada perversa en los ojos, pues había limitado el vino a lo que podía consentir el decoro de su alta magistratura. Las niñas humildes a quienes antes atendía le miraban desde lejos, quejosas de su inconstancia, pues las había repentinamente abandonado. Miguelito servía a doña Eulalia e hijas dirigiendo a Remedios miradas furtivas, en tanto que la gobernadora, de mal talante y con grosera insistencia, no quitaba los ojos de la hermosa pedreña.

Cuando las parejas volvieron al salón y Remedios se alejó de mí, el afán de bailar con ella me tenía desesperado en términos que me sentía capaz de invitarla en los bigotes mismos de don Mateo. ¡Y cómo no, si la había visto en brazos de Carriles, del redactor, y aun en los de Miguel, a quien sorprendí alguna vez hablándole al oído!

Miguel se me puso delante y me dijo:

—¡Ya bailé con ella, Juan! Lo hace como ninguna de éstas. Le hablé, pero ¿lo creerá usted, hombre?, he tenido miedo, he temblado y creo que le dije puras simplezas. Ya platicaremos. Voy a bailar con Candelaria esta pieza. ¡Me carga esa fea!

De la puerta regresó para decirme estas palabras que me helaron la sangre:

—Don Mateo ha rogado al gobernador hace un momento que le despida a usted, y le arrancó el compromiso de que lo hará muy pronto. Mañana veremos qué se puede hacer.

De un solo golpe vinieron a mi imaginación todos los males que este alevoso ataque me causaría, y al pensar que tendría que huir de la ciudad por falta de un miserable sueldo, que no vería ya a Remedios y que humillado y abatido debería renunciar a levantarme a más alta esfera, sentí que flaqueaban mis fuerzas y me apoyé en la pared. En mi exaltada imaginación me pareció ver a Remedios que fijaba en mí sus ojos llenos de ternura y de lágrimas, brotaron las mías, quemándome el rostro como plomo derretido.

Una voz dulcificada trabajosamente y que me pareció maullido de gato, interrumpió mis imaginaciones, que eran cada vez más amargas.

—¿Quiñones?

Levanté la cara, disimulando mi pena, y quedé asombrado al ver delante de mí al señor gobernador, que me miraba con interés.

—¿Por qué está usted tan solo, hombre? ¿No le gusta bailar?

—Señor… —tartamudeé tímidamente.

—¡Vamos! Y creo que ni una copita ha tomado usted. Venga por aquí, hombre; venga por aquí, que hoy no consiento que nadie esté triste.

Y caminando de asombro en asombro seguí al señor Vaqueril, el cual, en llegando a la mesa, llenó una copa de cualquier licor y me la puso en la mano. Yo bebí y quedé esperando que don Sixto me manifestara, con más o menos claridad, que no debía volver a la oficina; pero lejos de eso, comenzó por preguntarme qué tal me iba de trabajo, y si Miguel me recargaba de quehacer. Contesté lo que era del caso, manifestándome agradecido de sus bondades; y llena la mente de las más intrincadas confusiones, me turbaba más y más, mientras don Sixto extendía por mayor espacio la amable conversación.

¿Qué me parecía el baile? No era gran cosa, a su entender; a mí podría parecerme muy bueno, porque era el primero a que asistía en la capital.

¿Hacía mucho que había llegado a ella?…

Y así fue resbalando, resbalando, hasta esta pregunta que ya me dio en qué pensar, porque él estaba enterado de mi procedencia:

—¿De dónde es usted?

—Señor, de San Martín de la Piedra.

—¡Hombre! Es usted paisano de Cabezudo.

—Sí, señor.

—Yo estuve en San Martín una vez, pero hace ya muchos años. Todavía Cabezudo no sonaba por allá, y usted sería una criatura. Y a propósito, hombre: usted ha de conocer a esta muchacha que tiene como hija; esta que llaman la Cabezudita.

Cortóseme en aquel momento la respiración, y sentí un baño de agua hirviendo, y quise decir que no, dominado por la indignación más viva; pero tuve un rayo de luz que me iluminó la mente, y dominando el primer movimiento contesté que sí, y me dispuse a entrar en batalla.

Don Sixto siguió resbalando, resbalando, y yo allanando el camino, por más que la vergüenza estuviera quemándome el rostro. Cuando me sentía débil para aquella lucha, traía a la memoria las palabras de Miguel y pensaba en la suerte que cabría a Remedios, abandonada por mí entre aquella gente, y como el gigante de la fábula, cobraba fuerzas al tocar el lodo en que tenía puestos los pies.

Según Vaqueril, la Cabezudita era una muchacha que le inspiraba gran simpatía; desearía ser presentado a ella de una manera amistosa y familiar, no como lo había hecho Cabezudo; desearía también que un amigo de ella la hiciera entender que él la estimaba mucho, por sus cualidades y por ser sobrina o más bien hija de un amigo tan bueno como el coronel. En una palabra, él quería que Remedios le tuviese por uno de sus buenos amigos, y aun le contase entre los de confianza.

Procuré yo que no extendiera a más la suya el gobernador, y le aseguré que Remedios tenía un carácter agradable y sencillo, y que no podría menos que acoger con gratitud aquellos sentimientos. Don Sixto cayó en la red, y de repente me preguntó:

—¿Y por qué no baila usted con ella, hombre? ¡Teniendo una paisanita tan linda se está usted aquí lleno de timidez!

Me expliqué. Don Mateo había tenido graves cuestiones con un tío mío sobre límites de tierras; yo había sido auxiliar de mi tío en sus trabajos, y como éste ganara al fin el pleito con costas, el coronel me había declarado un odio mortal.

No necesité más. Cuando la orquesta anunció la pieza siguiente, el coronel, en medio de un grupo capitaneado por el diputado Roquete (merecedor de alguna tinta que en él gastaré), oía brindis inacabables con la boca abierta, puesto en el colmo de la estupefacción por el relato de hazañas que se le atribuían en la guerra y la política, de que así era autor como de la Suma teológica.

Maldígame el cielo si sé, ni supe, qué pieza fue la única que bailé aquella noche. Temblaba aprisionada en la mía la mano húmeda y helada de Remedios; su cintura se apoyaba en mi brazo, en el cual no pesaba la mitad de lo que yo quisiera, y al inclinarme para hablarle al oído palabras cortadas por las vivas emociones de mi corazón, sentí más de una vez, estremeciéndome de gozo, que rozaba mis mejillas su aliento agitado y ardiente. Debo de haber tropezado mil veces con las otras parejas; debo de haber desgarrado algunas faldas y causado muchas desazones a los demás. Yo no lo sé, ni entonces quise saberlo, ni ahora me importa recordarlo. ¡Cómo han de haberse burlado de mí los tontos que tan bien sabían bailar!

Primero, el natural temor de ser sorprendida por el coronel embargaba a Remedios; después, dejándose arrastrar por los sentimientos que mis palabras despertaban en su corazón, quedó atenta a mi voz; y llevada su viva imaginación por los campos que juntos habíamos recorrido en otro tiempo, al solo conjuro de mis enamoradas expresiones, la niña, con acento de tierno e íntimo cariño, murmuró muy bajito:

—¡Quisiera volverme a San Martín!

¡Cuánta elocuencia en tan breve frase! Sí; yo esperaría a las diez de la mañana en la esquina del portal para verla salir de misa y decirla adiós al pasar junto a mí. Por la tarde montaría yo a caballo para recorrer la calle repetidas veces y verla sentada a la ventana; y después de la merienda iría a buscarla a la serenata en la plaza, donde de seguro la encontraría y quizá platicaríamos un momento…

¡Vaya si perdimos el tiempo en asuntos como éste! Hube de notarlo al fin, y puse remedio hablándole de la manera de comunicarnos. ¿Quién se acordaba de celos en aquel instante? Y si me acordara, ¿podía atreverme a lastimar su delicado amor, siquiera diciéndole que había quien la encontrara hermosa?

La dulce y antigua confianza se restableció; abandonóse en mis brazos sin coquetería ni artificio, y aunque sobria siempre en palabras, aun en los momentos en que su noble corazón se encendía y agitaba, díjome tanto en cada frase y tanto me hizo adivinar, que no acertara a explicarlo la lengua más expresiva y elocuente.

Ella iba a misa a la iglesia del Refugio todos los domingos a las siete de la mañana. Salía pocas veces, pero de allí adelante trataría de que don Mateo la llevara a las serenatas los jueves; iría con frecuencia a casa de una familia conocida, calle de las Peras, y saldría al balcón con las niñas, por si yo pasaba, pues no convenía que pasara yo por su propia casa.

¡Qué breve fue aquella pieza! Cuando terminó, la familia del secretario tomaba sus abrigos, y no hubo poder humano que la detuviera, ni mamá que no se creyera obligada a marcharse también. Cundió la voz de retirarse y hubo allí grandísima confusión de sombreros, abrigos, paraguas y bastones.

Temiendo una interpelación de Vaqueril, gané en tanto la puerta, sin poder explicarme si sentía yo el corazón ensanchado por la alegría u oprimido por el recuerdo de aquel breve momento de placer.