VII
Lecciones orales
A contar de aquella noche no hubo semana en que yo no viera alguna vez a Remedios, ya en la serenata, ya al salir de misa, ya, en fin, en la calle de las Peras. Ignoro cómo se las compuso Vaqueril para excusarse con Cabezudo por no cumplir la palabra empeñada: pero mientras tanto, Miguel me dio a entender que su influencia había prevalecido en el ánimo del gobernador, y que no sería yo despedido de mi empleo. Fingí creerlo y le di las gracias.
Mi situación, sin embargo, estaba llena de dificultades, que a cada momento me ponían en verdaderos apuros. Procuraba yo, a toda costa, no estar solo con Vaqueril, temiendo no me hablara de la Cabezudita y tratara de avanzar más en sus confidencias conmigo; y para conseguirlo me servía a maravilla la afición que me tomó Miguel, quien no se hartaba de hablarme de Remedios y de contarme cuanto pensaba y soñaba, cuanto intentaba y hacía.
Recuerdo que en los primeros días de agosto, como Miguel tardara un poco en llegar a la oficina, adelantándosele don Sixto Liborio, hubo de encontrarme solo; y después de entregarme algunas cartas dándome explicaciones u órdenes sobre ellas, que no acostumbraba comunicarme nunca, tomó como pretexto a don Mateo para llegar a esta pregunta:
—Hombre, ¿y su sobrina? Hace tiempo que no la veo.
—Tampoco yo —contesté.
—Vaya con usted, hombre, ¡siendo su paisano!
—Ya en otra ocasión indiqué a usted, señor, que el coronel no me quiere.
—Es verdad. Y por supuesto que Cabezudo, con su carácter feroz, da una vida de perros a esa pobre niña.
—No, señor —respondí ingenuamente—. La quiere como a las niñas de sus ojos y la mima como una madre.
—¡Sí! —exclamó admirado Vaqueril, y aun quizá picado—. Pero me dicen que es muy miserable, de suerte que la sobrina no tendrá nada de lo que desea.
—Lo contrario, señor —dije, ya con malicia e intención—; en mi pueblo todo el mundo sabía que Remedios tenía, no sólo lo que deseaba, sino mucho más. Don Mateo es muy parco; pero, tratándose de su sobrina, es pródigo.
—Sin embargo —replicó el gobernador, algo amostazado—, yo compadezco siempre a esa niña tan hermosa y que revela buenas inclinaciones, cuando considero la educación que debe de haber recibido. En manos de Cabezudo, de seguro que aprendió mil defectos y ninguna virtud.
Cuando iba a contrariar por tercera vez el empeño de don Sixto de encontrar un lado vulnerable a Remedios, Miguel entró en la oficina y detuvo en mis labios la palabra.
Desazonado a mi vez, me retiré a una mesa, mientras en la otra comenzó el acuerdo; pero tal fue éste, que quiero en sustancia referirle, para que quede asentado por escritura y pase a la memoria de la gente.
Comenzó por algunas cartas de poca importancia, que no dieron lugar ni motivo a razones dignas de referirse; pero tocó su vez a alguna de más cuenta, cuyos conceptos no escuché, pero que fue causa de que Miguel dijera:
—Creo que esto no se concederá.
—Sí, hombre; tenemos que concederle a este pobre ese empleo en que, al fin y al cabo, no nos perjudica.
—Pero, señor —replicó el joven—, ¿no es este mismo el Pasquín que estuvo de juez en Santa Teresa?
—Cabalmente.
—Pues este Pasquín se quedó en aquel juzgado con tres depósitos, y ponía a los reos en libertad por tanto más cuanto.
—Pero, hombre, usted siempre con su manía de buscar inmaculados. Convénzase de que eso no es posible; no, señor; ni siquiera conveniente.
—¿Acaso no hay gente honrada en el Estado? —exclamó Miguel con enérgica expresión.
—Pues no hay remedio —dijo Vaqueril en tono de punto final.
—Si usted quisiera…
—Vamos, hombre —añadió el gobernador bajando la voz—; Pasquín está casado con una sobrina de Pérez Gavilán, y yo no he podido negar a éste el servicio. ¡Ya sabe usted lo que es Pérez Gavilán!
—¡Siempre ese caballero! —murmuró Miguel.
—Deje usted de odios, Miguelito; no sea usted niño.
Y pasaron a otra cosa. Quise dedicarme a poner en orden un legajo, y aún andaba en las preliminares de mi tarea, cuando el joven exclamó:
—¡No puede darse mayor descaro! Ese distrito no da un centavo al fisco, y este bribón ni siquiera lo disimula. No tolere usted más semejante conducta, o el ejemplo cundirá.
—Convenido que es un bribón; pero ya yo lo sabía desde que le nombré recaudador. Hombre, le digo a usted más: para eso le nombré.
Y miró con aire de vanidad a Miguel.
—¿Pero es posible, señor?
—Sí, hijo, para que se entretenga y no nos moleste. Es un hombre que mueve el distrito con un dedo, y a no ser por ese empleo se mete con Baraja cuando el plan de Venta-quemada, y la cosa se pone seria.
Armóse una discusión acalarorada, en medio de la cual Miguel tomó la palabra con brío, y con inspiración digna de la tribuna popular lanzó los más terribles cargos contra aquel sistema escandaloso. Se había puesto en pie, y con el rostro encendido y los ojos chispeantes, hablaba con la elocuencia propia de los oradores de buena fe en causa honrada. Cuando terminó su discurso, don Sixto Liborio le miraba con expresión de lástima y plegando maliciosamente los labios.
—Mire usted, Miguelito —le dijo—; haga usted lo que he dispuesto, y modere sus tendencias si quiere llegar a ser algo. Ya se lo he dicho muchas veces. Ustedes, los jóvenes, salen del colegio muy satisfechos de sus teorías y se creen capaces de gobernar el mundo; pero en la práctica se estrella todo eso… se estrella todo eso. Aquí es necesario hacer lo que conviene y nada más; aquí no venga con las leyes, porque no se puede gobernar con las leyes, sino que muchas veces os preciso hacer otra cosa; sí, señor, hacer otra cosa, ¿me entiende? Bueno, pues ahí tiene usted a Baraja, que siempre ha sido mi enemigo y hombre malo; pues yo no quería darle la jefatura, pero don Vicente, el secretario, me llamó la atención y me aconsejó que le diera la jefatura, y se la di; porque don Vicente es muy práctico en esto. Trajimos a Gavilán al Congreso poco después, y con esas dos medidas muy oportunas, ya ve usted cómo esto parece una balsa de aceite.
Miguel había apoyado la frente en la mano, vuelto a su asiento, y oía en silencio la cansada disertación de Vaqueril.
—Vamos —continuó éste—, ¿y qué sacaríamos con quitar a este recaudador? Nada: que entrarían al erario algunos fondos de poca importancia, y tendríamos un enemigo que vale un distrito entero. Esto será muy legal, pero no es político, y la política es lo primero. ¿Me entiende?, la política es lo primero. Por eso dice don Vicente que ustedes los jóvenes traen aquí sus teorías, pero que las teorías se estrellan en la práctica; que después de que reciben su título, necesitan la segunda enseñanza, que es la del mundo. Usted es todavía muy niño y muy bisoño. Yo no soy hombre de letras, pero tengo mucho mundo y soy práctico… soy práctico. Déjese de arrebatos de colegio, hombre, y siga mis consejos; porque al fin yo he visto ya muchas cosas y usted sólo las ha leído, que es diferente, porque hay cosas que nadie las escribe. Usted es muchacho de porvenir, pero es preciso que aprenda y que escarmiente en cabeza ajena. Conque no hay remedio: contéstele de conformidad.
Y pasaron a otra cosa.
Miguel tenía las orejas como dos tomates y hablaba lo menos que podía, breve y secamente. Hizo alguna nueva observación, pero sin insistir, y con mal modo; y Vaqueril, después de algunas palabras que no oí bien, añadió como razón suprema:
—Es empeño de Eulalia.
El joven levantó la cabeza y miró al gobernador, como si no pudiendo refrenar la lengua fuese a decir algo; pero Vaqueril le salió al encuentro con su acostumbrado punto final:
—No hay remedio.
Cuando el acuerdo concluyó, don Sixto creyó conveniente añadir algunas explicaciones al exaltado joven.
—No está usted bien enterado de la política —le dijo—; y por eso no comprende mis actos. Ya yo sé que es mejor el orden, la moralidad, la ley, que dar pasos como éstos; pero es preciso atender a las circunstancias y obrar según lo quieran los tiempos.
Bajó un poco la voz y continuó:
—Voy a hacerle a usted confianza que debo hacerle, porque es usted buen amigo mío y está identificado con los intereses de la administración. Por supuesto que son de la mayor reserva.
Miguel abrió los ojos cuanto pudo y miró fijamente a Vaqueril.
—La cosa anda mal por allá arriba —prosiguió éste misteriosamente.
—¿Que anda mal?
—Bastante mal. Desde hace un mes estoy recibiendo cartas como éstas que me llegaron por el último correo. No he dado a usted conocimiento del asunto, porque sus escrúpulos no se prestan para estas cosas esencialmente políticas. Pero me empeño en que sea usted hombre ya; quiero formarle, y es preciso que vaya usted conociendo el mundo… conociendo el mundo.
Mientras esto decía, registraba un revuelto montón de papeles sacados de la bolsa, de entre los cuales separó al fin dos o tres que Miguel leyó para sí, murmurando de vez en cuando:
—¡Qué atrocidad!… ¡Parece increíble!
—Ya ve usted, pues, que el asunto es grave. Necesitamos, por lo mismo, tener esto arreglado; quitar estorbos, cualesquiera que sean: contentar a los enemigos y tenerlos interesados en la suerte del Gobierno.
—Es verdad —murmuró Miguel como penitente humillado—. Pero supongo que usted habrá rechazado y combatirá estas ideas.
—¿Está usted loco, hombre? —exclamó Vaqueril casi enojado—. ¿Le parece a usted prudente meterse uno a quijotear a estas horas? Cinco Estados de acuerdo, ¡y qué Estados! Luego, todo lo que surge después; por eso don Vicente me ha dicho que hay que manifestarles simpatías, pero sin adquirir compromiso, y esto es muy bien pensado, es muy bien pensado. Así lo hemos hecho; y no crea usted que aquí haya nada de inconveniente por tratarse de los de arriba. Hombre, si esto ya es la manifestación de la voluntad de la República. En fin, piense sobre esto y ya hablaremos; porque yo quiero que usted tome parte en todo lo del Gobierno para levantarle, ¿me entiende?, para formarle a usted, hombre.
Hablaron algo más, guardóse sus cartas, y un cuarto de hora después, el gobernador pasó al despacho oficial, dejándonos solos a Miguel y a mí.
El joven arrojó las cartas sobre la mesa en que yo escribía, y paseándose a lo largo de la oficina, murmuraba entre dientes palabras que yo no podía entender. Detúvose después frente a mí, y con voz colérica me dijo:
—Juan, yo no sirvo para esto. Yo no entiendo cómo por intereses de partido, ¡qué partido!, por intereses personales, pueden sacrificarse la justicia y la conveniencia pública. Entonces esto no es gobierno, puesto que no tiene por objeto gobernar, sino andar en los enredos que quieren llamar política, para halagar a todo el mundo y no tener descontentos a tres o cuatro pillos. Si el cargo de juez tiene por objeto hacer justicia, yo no me explico que pueda conferirse con más mira que con la de que haga justicia. Si el catedrático está pagado para enseñar, no consiento en que pueda nombrársele sino con el fin de que enseñe. Pero aquí se nombra un juez para que su familia tenga de qué vivir; un catedrático para que Baraja no se pronuncie; un jefe político para que vaya a cambiar aires, y un recaudador para que se haga rico. No sirvo, no puedo yo servir para esto.
Retiróse Miguel a su mesa, y mientras él permanecía pensativo y cabizbajo, emprendí mi tarea de contestar las cartas según lo mandaban las notas.
El diputado volvió a acercarse a mi mesa media hora después, y más que preguntándome, hablando consigo mismo, dijo pausadamente:
—¿Y qué participio querrá don Sixto que yo tome en ese asunto?
Otra vez recorrió la estancia de extremo a extremo y se sentó después, quedando pensativo. Comprendí que sus cavilaciones tomaban rumbo nuevo.
Entró el gobernador a las doce, firmó las cartas y me dijo:
—Quiñones: hágame favor de ir a mi casa y decir a mi esposa que me voy a comer con Cabezudo, que ha venido a invitarme.
El corazón me dio un salto y sentí que toda la sangre acudía a mis pies; pero procuré serenarme y salí acompañado de Miguel, que se retiraba a su casa.
El joven había pensado mucho y por rumbos antes no explorados sin duda, puesto que en el corto espacio que fuimos juntos me dijo:
—Pensando bien, comprende uno las dificultades que encierra en nuestro país la ciencia de gobernar. No podemos condenar por la sola inspiración de la honradez, por las teorías, sin exponernos a ser injustos. Es cosa de volverse loco. Si el Gobierno necesita, como base absolutamente indispensable, el mantenimiento de la paz; si la paz sólo se logra y sostiene contentando a tres o cuatro revoltosos… pues la verdad que esto es menos malo que andar metidos en una bola eterna.
Le miré la cara, y me pareció que el mal humor desaparecía de su semblante franco y simpático, aunque en aquel momento me lo pareció menos.
Encontré en su mirada un no sé qué vulgar.