VI
La Conciencia Pública
Editorial.—«El pueblo, en ejercicio de sus inalienables derechos, por tanto tiempo conculcados, ha resuelto al fin romper las cadenas de la odiosa tiranía de los magnates que han creído ser dueños del país y que han querido tratar a los ciudadanos como a un rebaño de ovejas. Este resultado venía preparándose desde hace tiempo, y parecía que los mismos interesados en contenerlo se empeñaban en precipitar los acontecimientos que vemos hoy realizados. El pueblo reivindica sus derechos usurpados, y sigue a los pundonorosos caudillos que le enseñan el glorioso camino de la libertad. Cada uno de esos heroicos hijos de las montañas, que secundando el Plan de Venta-quemada, abandonan el hogar para acudir en favor de la dignidad nacional vejada, colocarán sobre su frente los inmarcesibles laureles que se ciñen los héroes, o la corona de siempreviva de los mártires».
Así comenzaba, continuaba y terminaba el editorial, el artículo de fondo, que La Conciencia Pública llevó a San Martín en su número 14, correspondiente al 10 de octubre de aquel año, y que puso en todos los ánimos suspensión y espanto. Los tres ejemplares que se recibían en la cabecera, iban de una a otra casa para ser leídos en voz alta, en medio siempre de un considerable grupo de personas. Muchas de ellas seguían al ejemplar en su peregrinación, para oír tres y cuatro veces aquellas estupendas noticias y la altisonante jerga en que estaban escritas.
Y había otro documento que comenzaba así:
«Plan libertador.—He aquí las bases y programa de la revolución iniciada por el ilustre general en la ranchería de Venta-quemada.
»Los suscritos ciudadanos, reunidos para deliberar sobre la situación que guarda el Estado, dada la apatía de los hombres que le gobiernan, y el ultraje constante que sufren los inalienables derechos del pueblo;
»Considerando: que el Gobierno del Estado ha conculcado esos derechos, sin respetar los que garantizan nuestras leyes constitutivas, despreciando toda ley y todo… etc., etc.».
Seguían diez considerandos, que terminaban con cinco o seis declaraciones relativas a la supremacía de las leyes constitutivas, por centésima vez declarada y proclamada; y a la organización de la zambra, de la que era jefe el general aquel de que hablaba La Conciencia. Los derechos del pueblo quedaban en el Plan bien aseguraditos contra toda conculcación, y diez veces reconocida su calidad importantísima de inalienables. La soberanía quedaba devuelta al mismo caballo blanco, el sufragio «venerado en el santuario de las urnas de la libertad», y las contribuciones maldecidas para lo porvenir; pero sustituidas en tanto por los préstamos forzosos, en virtud de las imperiosas necesidades de la revolución. Muy bien hecho: al que quiera azul celeste, que le cueste.
Pero quizá más que lo que copiado fielmente llevo, asombraban, movían y agitaban a los ciudadanos de San Martín algunos parrafitos de gacetilla, que quiero trasladar aquí para mejor ilustración del que lea.
«Inicua arbitrariedad.—Se ha librado orden de aprehensión contra el ilustre diputado Lic. José I. Pérez Gavilán y sus tres valientes compañeros, sólo por el grave delito de haber sostenido incólumes en el Congreso del Estado su dignidad y los fueros de la ley. La indignación pública ha llegado a su colmo. Los diputados perseguidos se han ocultado por temor de ser víctimas de un atropello».
«Adelante.—El general Baraja, al frente de seiscientos hombres, se mueve ya sobre la cabecera del distrito de X. El jefe político ha abandonado la población, según se dice. El cabecilla indígena Juan Pablo ha secundado el plan con cien hombres de la Ciénega».
Con fecha posterior, y con caracteres borrosos e ininteligibles, acompañaba al periódico el necesario alcance.
«¡¡Atentado inaudito!! ¡¡La Prensa amordazada!! ¡¡Un redactor vejado!!»… etc., etc.
Así comenzaba aquella hoja que me rehuso a copiar por su extensión excesiva. Baste saber que refería menudamente cómo el día mismo en que saliera a la luz pública el último número de La Conciencia, la policía invadió la imprenta y redacción, atrapó al gacetillero, que no pudo como sus compañeros ponerse a tiempo en cobro, y le condujo a chirona como responsable de artículos subversivos. Refería también que la imprenta había sido embargada por supuestos acreedores, y mandamiento de un juez dócil y acomodaticio; terminando por manifestar que, resueltos a proseguir en la defensa del pueblo, no callarían a pesar de los atentados de que eran víctimas, y que La Conciencia continuaría apareciendo, aunque menguada y con borrones, en la pequeña y deficiente imprenta que habían habido a mano.
Si el lector ha vivido en algún San Martín de la Piedra, tendrá acaso por excusada demasía la pintura de lo que en aquella ocasión pasaba en mi pueblo. ¿Quién no ha visto en casos tales al jefe político ponerse serio y engestado, como si cada vecino fuera un revolucionario peligroso, escribir muchas comunicaciones, despachar correos extraordinarios a altas horas de la noche, llamar a las autoridades y a sus parciales, y mostrarse más arbitrario que nunca? ¿Quién no ha visto a los Cabezudos hacerse misteriosos y dar a entender que todo se lo saben y de todo están al cabo, convocar sigilosamente a sus compadres, ahijados, sobrinos y demás deudos para exponerles la situación, y asumir una actitud que los haga más y más importantes y temibles? ¿Quién no ha visto a los tibios encerrarse, a los tímidos hacerse los enfermos, a los indígenas huir de la leva y a los acomodados del préstamo? ¿Quién, por último, no ha visto cómo la gente escasea en las calles, que éstas entonces se ven frecuentadas por los perros que abundan, que las mujeres van aprisa y que los chicos bullen con mayor contento, como previendo próxima vacación? Pues digan y afirmen todos que vieron a San Martín, a Coderas, a don Mateo y a todos los pedreños, en aquellos días de apretado y temeroso trance.
Como el distrito que tuvo la gloria de ser cuna de la revolución, y de abrazar y comprender en sus términos la ya famosa ranchería de Venta-quemada, era rayano del nuestro, aquella misma noche se aseguraba con pavor que los pronunciados estaban a las goteras de San Martín, sin que faltara al mismo Coderas la simplicidad bastante para ser de los que tal temieron. En tal virtud, desde luego aumentó la guarnición de la plaza con veinticinco hombres tomados de donde a bien tuvo, dispuso retenes, dobló los centinelas, anduvo a caballo, instruyó policía secreta y durmió en la jefatura, que también hacía de cuartel.
Mi madre me tomó a cargo y no cesaba de sermonearme; me encerró a las seis de la tarde mal de mi grado, y llena de aflicción me decía:
—Hijo, que no salgas; por el amor de Dios que te estés quieto, si no quieres matarme de congoja. Mira que ya anda la leva y que el señor Coderas no ha de quererte mucho, por lo mismo que todos te tienen por partidario de don Mateo. Si te llevan al cuartel me vuelvo loca. ¡Que no salgas!
Yo prometía y juraba no salir de mi casa en ocho días, para calmar la agitación de mi buena madre; pero tenía, en realidad, el propósito de escaparme a lo mejor, porque resueltamente era preciso que yo hablara con Remedios para saber qué pensaba el comandante y resolver, sabido, lo que conviniera a la seguridad de aquella niña.
Durante dos días no pude burlar la vigilancia de mi celoso guardián, quien tenía el más escrupuloso cuidado de encerrarme a las seis de la tarde y de esclavizarme y someterme con sus cariñosas súplicas. Pero la tercera noche, establecida la confianza que garantizaba mi sumisión, mi madre entró en su cuarto para rezar tranquilamente sus largas oraciones, y yo me encerré en el mío so pretexto de arreglar las ya atrasadas cuentas del rancho que constituía nuestro patrimonio.
Serían las nueve cuando logré separar un barrote de mi ventana, después de cortado por el extremo inferior, de tal suerte que podía volverse a colocar en su sitio sin que fuese fácilmente notado mi delito. Salí, cuidando de no hacer ruido y dejando encendida la vela; cerré por fuera, atravesé la plaza, tomando rumbo a la casa de Remedios; pero para no pasar frente a la jefatura, y evitar un retén, crucé diagonalmente, pasando por un ángulo de la iglesia. Mas antes de concluir la vuelta que era necesaria para salir a la calle principal, frente a la casa del síndico Cañas, me detuvo un obstáculo que me enfrió súbitamente la sangre, pues las circunstancias, la oscuridad de la noche y la soledad de la calle no eran para menos. El tal obstáculo consistía en un caballo que, estorbando con su cuerpo más de la mitad del estrecho espacio transitable, me revelaba la proximidad de un hombre con quien yo no quería encontrarme, y me exponía al peligro de recibir un par de coces si me atrevía a pasar por detrás de la bestia. Mas advirtiendo que la puerta del síndico estaba casi enteramente cerrada, atrevíme a pasar sigilosamente por debajo del pescuezo del animal. Puesta por obra la determinación, creí que me caían tres retenes encima, al oír, aunque baja y cautelosa, la voz de Soria que hablaba con Cañas. El caballo se echó espantado hacia atrás, cerrando de golpe la puerta a que estaba atado, y yo, con no menor susto, llegué en tres saltos a la calle principal y doblé la esquina. Mucho me empujaba la curiosidad y aun el legítimo interés a volver a la casa del síndico para procurar enterarme de alguna parte de su conversación, pero un prudente recelo me apartó y distrajo de semejante idea.
Preocupado y temeroso por la presencia del ex jefe en San Martín a tal hora y en tal compañía, seguí mi camino y llegué sin más tropiezo a la casa del comandante. Llamé suavemente a la ventana de Remedios, y poco después la voz de la niña preguntó:
—¿Quién es?
—Soy yo —contesté en voz baja.
Abrióse la ventana un dedito no más, por donde pude ver apenas uno de los hermosos ojos de la encantadora morena.
—Juan, por amor de Dios, ¿qué haces aquí? —me dijo angustiada—. ¿No ves que te expones a mil cosas?
—Lo veo; pero tus peligros me importan más.
—Yo no corro ninguno, Juan: vete, hazme ese favor por lo que más estimes.
—Sí lo corres —repliqué hablando con precipitación para ahorrar tiempo—, lo corres sin duda, si tu tío tiene determinado meterse en la bola. ¿Qué sabes de esto? sólo para preguntártelo he venido.
—Yo no sé nada. ¡Pero, Juanito, te suplico que te vayas! Yo estoy bien; te aseguro que estoy bien.
—Mira —dije para interesarla— acabo de ver a tu padre.
—¡A mi padre! —exclamó espantada.
—Sí; en la casa de Cañas, que es un bribón de marca. Allí se trama algo contra tu tío, y por lo mismo contra ti, es decir, contra mí. Pero díme qué sabes de lo que piense don Mateo, dímelo pronto, pronto, porque no tenemos mucho tiempo.
—Nada sé, Juanito, nada. Verás: esta mañana salió un rato y me dijo: «Si viene mi compadre Pedro Martín, díle que me espere». Pedro vino y le esperó. Hablaron un buen espacio, y al despedirse, mi tío dijo: «Hable con los muchachos, y en cuanto regrese el correo le mandaré avisos para que me vea».
—Lo que yo temía —dije con desaliento— eso quiere decir que ya trata de levantar su gente entre los del Arroyo, para entrar en la revolución.
—¡Jesús, María!
—Eso no tiene remedio, hija mía; pero es necesario pensar en lo que será de ti. Si don Mateo se mete es fácil que tenga que abandonar el pueblo tarde o temprano, y en tal caso, tú quedas expuesta a que ese señor Soria cumpla su capricho de llevarte a su casa.
—¡No lo permita Dios, Juan! No me asustes.
—No temas nada. Yo te juro que nada te pasará, porque aquí estoy yo para cuidarte. Si tu tío se va, yo me quedo; y antes que consentir en que se te toque un cabello consentiré en que me ahorquen.
Oímos pisadas de caballo a distancia; empujé la ventana para abrirla algo más, estreché la mano temblorosa de Remedios y dije precipitadamente:
—Procura averiguar y tenerme al tanto de lo que piense tu tío, porque importa. Adiós.
Escurrí el bulto rozando la pared, porque la oscuridad de la noche no era tal que el jinete, ya cercano, pudiera pasar sin verme; doblé la primera esquina, y haciendo un largo rodeo pude sin novedad llegar a mi casa y entrar por donde había salido.
Nada había sentido mi madre, y queriendo yo justificar mi encierro, traté de hacer algo en mi libro de cuentas. La partida simple se tornó aquella noche partida triple por lo menos, pues en cada asiento asentaba yo tres disparates, confundiendo a este deudor con Soria, al otro con el comandante, la cosecha con la revolución y la ordeña con los préstamos forzosos.
Me acosté al fin, después de emborronar el libro lamentablemente. Soria, su mujer, Remedios y su tío, bailaban caprichosas danzas en mi imaginación; y no sé si en la pesadilla del sueño o en el delirio de la calentura adiviné dos tipos que después conocí: el maestro de escuela y la Lechuza.