PRÓLOGO
Conor Broekhart nació para volar o, más exactamente, mientras volaba. Aunque la leyenda de Broekhart está plagada de relatos fantasiosos, la historia de su primer vuelo, en el verano de 1878, habría sido la más inverosímil de no haber contado con miles de testigos. De hecho, la noticia de su nacimiento en un globo de aire caliente puede leerse en el reportaje publicado por el diario francés Le Petit Journal, disponible al público por una módica cantidad en la hemeroteca de la Librairie Nationale.
Encima del artículo se aprecia una desvaída fotografía en blanco y negro, de una nitidez extraordinaria para la época y tomada por un periodista que en ese momento se encontraba con su cámara en los jardines de Trocadero.
En la imagen se reconoce con facilidad al capitán Declan Broekhart, así como a su esposa Catherine. Él, muy apuesto con su uniforme oro y carmesí del cuerpo de Tiradores de Élite de las islas Saltee; ella, aturdida pero sonriente. Y allí, protegido en el hueco del codo de su padre, se encuentra el recién nacido Conor, con el cabello rubio de los Broekhart y la frente lúcida y despejada de su madre. Con tan sólo diez minutos de edad, ya sea por una ilusión óptica o un error fotográfico, da la impresión de que Conor enfoca la vista. Imposible, claro está. Pero si imaginamos por un momento que así fuera, la primera visión del bebé habría sido un cielo francés libre de nubes que se desplazaba a toda velocidad. No es de extrañar que Conor se convirtiera en lo que más tarde fue.
PARÍS, VERANO DE 1878
La Exposición Universal iba a ser la más espectacular nunca conocida, con la participación de más de mil expositores procedentes de todos los rincones del planeta.
El capitán Declan Broekhart había viajado a Francia desde las islas Saltee a instancias de su rey. Catherine le había acompañado por voluntad propia, ya que era la persona de ciencia de la familia y anhelaba conocer la aclamada Galerie des Machines, donde se exhibían inventos prometedores de un futuro mejor. El rey Nicholas los había enviado a París con objeto de que investigasen la posibilidad de crear una división de vuelo aerostático para custodiar las murallas de Saltee.
En la tercera jornada del viaje la pareja tomó una calesa en la Avenue de l’Ópera para dirigirse a la exhibición de globos de aire caliente que el Ministerio del Aire iba a celebrar en los jardines de Trocadero.
Catherine tomó la mano de su marido y se la colocó en el vientre.
—¿Lo notas? —preguntó—. Nuestro hijo da patadas para ser libre; desea contemplar todos estos milagros con sus propios ojos.
Declan se echó a reír.
—Nuestro hijo, o nuestra hija, tendrá que esperar. Dentro de seis semanas el mundo seguirá en el mismo sitio.
Cuando los Broekhart llegaron a los jardines de Trocadero encontraron al Escuadrón Aeronáutico a la sombra de la Estatua de la Libertad o, mejor dicho, de la cabeza de ésta. Una vez concluida, la escultura sería regalada a Estados Unidos; pero, por el momento, tan sólo la cabeza de la dama era objeto de exhibición. La estructura de cobre eclipsaba la mayor parte de los objetos expuestos, y costaba imaginar lo colosal que resultaría el monumento al completo cuando, con el tiempo, montara guardia en el puerto de la ciudad de Nueva York.
El Escuadrón Aeronáutico había inflado un dirigible ahora situado en una zona de césped y, con delicadeza, mantenía apartados a los curiosos por medio de un cordón de terciopelo. Declan Broekhart se acercó al centinela de guardia y le entregó su carta sellada de presentación, escrita por el embajador francés en las islas Saltee. En cuestión de minutos, se unió al matrimonio Victor Vigny, el capitán del escuadrón.
Vigny era un hombre atlético y bronceado, de nariz aguileña y con una mata de cabello negro que se mantenía erguido sobre el cuero cabelludo como si de un cepillo de cerdas se tratara.
—Bonjour, capitán Broekhart —dijo, quitándose un guante blanco y estrechando con cordialidad la mano del oficial de las islas Saltee—. Le estábamos esperando —el francés hizo una profunda reverencia—. Y usted debe de ser la señora Broekhart —Vigny examinó la carta de presentación con fingido desconcierto—. Pero, madame, aquí no dice lo hermosa que es usted.
La sonrisa del francés era tan encantadora que los Broekhart no pudieron sentirse ofendidos.
—Bueno, capitán —dijo Vigny, desplegando hacia atrás el brazo con gesto ostentoso para enseñar su globo—. Le presento a Le Soleil. ¿Qué le parece?
El dirigible era magnífico, sin lugar a dudas. La envoltura de color oro y forma alargada se mecía suavemente sobre la barquilla, forrada de cuero. Pero a Declan Broekhart la estética no le preocupaba; lo que le interesaba era una descripción detallada del aerostato.
—Parece un poco más… puntiagudo que otros que he visto —observó.
—Aérodynamique —corrigió Vigny—. Se desliza por el cielo como su homónimo, el sol.
Catherine desenganchó el brazo del de su marido.
—Es una mezcla de algodón y seda —comentó, echando la cabeza hacia atrás para contemplar el globo con ojos entrecerrados—. Y lleva hélices gemelas en la barquilla. Un trabajo muy cuidado. ¿A qué velocidad se desplaza?
Vigny se sorprendió ante semejantes observaciones de carácter técnico por parte de una mujer, pero disimuló su asombro con una serie de parpadeos fugaces y, en tono calmado, ofreció su respuesta.
—A dieciséis kilómetros por hora, con la ayuda de Dios y de un viento favorable.
Catherine despegó una esquina del cuero, dejando al descubierto la urdimbre de la cesta.
—Mimbre y ramas de sauce —indicó—. Proporcionan una amortiguación excelente.
Vigny estaba fascinado.
—Sí. Absolument. Esta barquilla resistirá quinientas horas en el aire. Las cestas francesas son las mejores del mundo.
—Très bien —respondió Catherine.
Acto seguido, alzó sus enaguas y subió los escalones de madera que conducían a la barquilla, dando muestras de una agilidad extraordinaria para una mujer embarazada de ocho meses. Ambos caballeros dieron un paso al frente para oponerse, pero Catherine no les dejó oportunidad de hablar.
—Me atrevería a decir que sé más sobre la ciencia aeronáutica que ustedes dos juntos. Y, francamente, no he atravesado el mar Céltico para quedarme esperando en un hermoso prado mientras mi marido disfruta de una de las maravillas del mundo.
Catherine mostraba una serenidad absoluta mientras hacía su exposición, pero sólo un necio habría pasado por alto la nota de acero en su voz.
Declan exhaló un suspiro.
—De acuerdo, Catherine; siempre que el capitán Vigny lo permita.
Vigny se limitó a encogerse de hombros de una manera que decía: «¿Permitirlo? Compadezco al hombre que trate de interponerse en el camino de esta mujer».
Catherine esbozó una sonrisa.
—Muy bien; está decidido. ¿Soltamos amarras?
Le Soleil levó anclas poco después de las tres de esa misma tarde y en seguida ascendió a más de cien metros de altura.
—Esto es el paraíso —suspiró Catherine, apretando con fuerza la mano de su marido.
La joven pareja levantó la vista hacia la vela hinchada del globo. La seda rielaba a causa de la brisa y lanzaba destellos por el sol. Olas doradas ondeaban en la superficie produciendo un ruido sordo, como de truenos distantes.
Desde las alturas, los jardines de Trocadero parecían lagos de color esmeralda y la cabeza de la Estatua de la Libertad descollaba sobre el terreno como un titán legendario.
Vigny alimentó un pequeño motor de vapor, propulsando así las hélices. Por fortuna, el viento predominante alejaba el humo de la barquilla.
—¿Impresionante, non? —gritó el francés por encima del estruendo del motor—. ¿Cuántos están pensando en encargar?
Declan fingió indiferencia.
—Tal vez ninguno. No sé si esas hélices tan pequeñas resistirían el viento oceánico.
Vigny estaba a punto de argumentar los méritos de su dirigible propulsado a vapor cuando un nítido estallido sordo resonó a través del firmamento. El ruido resultaba familiar a ambos militares.
—Un disparo —señaló Vigny, escudriñando el suelo.
—Es un arma de largo alcance —añadió Declan Broekhart con tono sombrío. Como capitán de los Tiradores de Élite de las Saltee, conocía bien el sonido—. Puede que sea un rifle Sharps. Mire, allí.
Una pluma de humo gris azulado se elevaba hacia el cielo desde el límite occidental de los jardines.
—Humo de arma de fuego —señaló Vigny—. Me pregunto cuál será el blanco.
—No hay necesidad de conjeturas, monsieur —intervino Catherine con voz inestable—. Mire hacia arriba. Disparan al globo.
Los dos hombres inspeccionaron la envoltura de tono dorado en busca de alguna perforación. Ambos encontraron una. La bala había entrado por el cuadrante inferior a estribor y salido a través de la sección superior a babor.
—¿Cómo es que seguimos vivos? —se preguntó Declan.
—La bala no ha sido suficiente para quemar el hidrógeno —explicó Vigny—. Un proyectil incendiario lo habría conseguido.
Catherine se encontraba en un estado de profunda agitación. Por primera vez en su breve vida veía la muerte de cerca, y no sólo la propia. Al subirse a la barquilla del globo, había puesto en peligro la vida de su hijo. Cruzó los brazos por encima del vientre.
—Tenemos que descender. Ahora mismo. Antes de que se rasgue la vela.
En los tensos minutos que vinieron a continuación, Vigny dio muestras de su pericia como aeronauta. Se encaramó al borde de la cesta, agarrando un puntal con una mano y, con la otra, el conducto de salida del gas. Con un toque de la bota hizo girar el timón y Le Soleil dio la vuelta trazando un suave arco. Vigny tenía la intención de hacer aterrizar la aeronave dentro del perímetro del cordón de terciopelo.
Declan Broekhart se mantuvo al lado de su mujer. Por fuerte y obstinada que Catherine fuera, el disparo había conmocionado su organismo provocando que el hijo que esperaba se adelantara con respecto a la fecha prevista. El cuerpo de la madre había entendido que la criatura se encontraba en peligro mortal, de modo que saliendo al mundo tendría mayores posibilidades de supervivencia.
Un espasmo de dolor dobló las rodillas de Catherine, quien se desplomó hacia atrás sujetándose el vientre.
—Nuestro hijo viene de camino —anunció con voz entrecortada—. Se niega a esperar más.
Vigny estuvo a punto de perder el equilibrio.
—Mon Dieu. Pero, madame, esto es imposible. No puedo permitir que algo así suceda a bordo de mi nave. Ni siquiera sé si trae buena o mala suerte. Tendré que consultar el manual del aeronauta; no me sorprendería que tuviéramos que sacrificar a un albatros.
Vigny tenía la costumbre de hacer bromas sin parar cuando se sentía intranquilo; en su opinión, el ingenio en momentos de peligro era un signo de caballerosidad. Pero semejante circunstancia no le impedía cumplir con su obligación. Guió el dirigible con destreza hacia el lugar elegido para tomar tierra, compensando las fugas con hábiles tirones al conducto del gas.
En el reducido espacio del suelo de la barquilla, Catherine se esforzaba por dar a luz a su hijo. Cuando el dolor apretó, una pierna le salió disparada involuntariamente. El reflejo resultó afortunado, pues propinó a su marido una patada en la espinilla, disipando así el pánico que empezaba a embargarle.
—¿Qué puedo hacer, Catherine? —preguntó, manteniendo la voz firme y el tono ligero, como si un parto a bordo de un dirigible en rápido descenso fuera lo más natural del mundo.
—Sujétame bien —respondió Catherine apretando los dientes—. Y echa tu peso sobre mí para ayudarme a empujar.
Declan obedeció sin rechistar y, volviendo hacia atrás la cabeza, se dirigió a Vigny.
—Tranquilo, amigo. Mantenga un ritmo estable.
—Dígaselo al Todopoderoso —replicó el francés—. Es Él, y no yo, quien lanza las rachas de viento.
Dadas las circunstancias, las condiciones resultaban bastante favorables. La envoltura estaba dañada, pero se mantenía en una pieza. Los Broekhart seguían acurrucados en el suelo, absortos en la tarea de traer a su hijo al mundo.
Conseguirían aterrizar sanos y salvos. Vigny estaba imaginando el primer sorbo del champán que pensaba encargar en el momento en que sus pies tocaran tierra firme cuando dos disparos rasgaron el aire. Ambas balas perforaron el globo, en esta ocasión con peores consecuencias. Uno de los proyectiles atravesó la vela de un extremo al otro, como la vez anterior; pero el segundo seccionó una costura, lo que provocó un desgarro que se extendió a toda velocidad hasta la corona del globo. Desde el destrozado dirigible, el aire y el gas aullaban como si de hadas de la muerte se tratara.
Vigny salió propulsado hacia el interior de la barquilla y rebotó sobre las amplias espaldas de Declan Broekhart. Ahora, se encontraban en manos de la Providencia. Con la vela en un estado tan lamentable, el francés no era capaz de ejercer el mínimo control sobre la trayectoria de la aeronave. Sucumbieron a toda velocidad, mientras la desinflada envoltura aleteaba por encima de ellos.
Catherine y Declan hacían caso omiso de su propia suerte, concentrándose en el destino del hijo de ambos.
—Veo al bebé —anunció Declan al viento—. Cariño, ya falta poco.
Catherine Broekhart reprimió la desesperación que vociferaba en su mente y, tras un último impulso, dio a luz a su hijo. La criatura llegó al mundo sin un grito, alargando la mano para aferrarse al dedo de su padre.
—Es un niño —anunció Declan—. Mi hijo, sano y fuerte.
Catherine no se concedió un solo minuto para recuperarse de su fugaz parto. Se inclinó hacia delante y agarró a su marido por la solapa.
—No puedes permitir que muera.
Era una orden, clara y tajante.
Vigny envolvió al recién nacido en la casaca azul del Escuadrón Aeronáutico.
—Sólo nos queda rezar —musitó.
Declan Broekhart se puso en pie y, de una ojeada, se percató de la gravedad de la situación. La barquilla descendía en caída libre, cortando el viento en dirección este, directa a la cabeza de la Estatua de la Libertad. Cualquier impacto considerable traería como resultado la muerte del bebé, y su esposa le había prohibido expresamente que la permitiera. Pero ¿qué podía hacer?
La fortuna los salvó, al menos de momento. La envoltura exhaló su último aliento y acto seguido fue a ensartarse en el tercer y el cuarto rayo de la corona de la estatua. La tela se desgarró, se apelotonó y quedó atascada entre los rayos de cobre, deteniendo así el descenso homicida de la barquilla.
—La Divina Providencia nos ha salvado la vida —dijo el capitán Broekhart con voz entrecortada.
La cesta oscilaba como un péndulo, rozando con cada movimiento la parte inferior de la mejilla de la Dama de la Libertad. El busto de cobre repicaba, atrayendo a los boquiabiertos espectadores como una iglesia a sus devotos. Catherine se aferraba a su varón recién nacido, tratando de mitigar el impacto lo mejor que podía. Los jirones de la vela soltaban chasquidos que recordaban a disparos.
—El globo no resistirá —advirtió Vigny—. Aún estamos a unos seis metros de altura.
Declan asintió con la cabeza.
—Tenemos que amarrarlo a la estatua —recogió las anclas de Le Soleil y le lanzó una de ellas a Vigny—. Una caja del mejor vino tinto si lo consigue.
Vigny calculó el peso del instrumento.
—Champán, si no le importa.
Los dos hombres arrojaron hacia arriba sus respectivas anclas para fijarlas a los rayos de uno y otro extremo de la corona.
Acertaron en el blanco y ambas piezas chocaron contra los tirabuzones de la estatua; luego, bajaron deslizándose hacia atrás, levantando chispas a medida que las superficies metálicas friccionaban entre sí. Las anclas se trabaron a ambos lados de la corona y quedaron enganchadas. Sin perder un momento, Declan y Vigny pasaron una cuerda a través de los anillos situados en la proa y en la popa de la barquilla y tiraron con fuerza.
Actuaron en el momento justo: con el chirrido de una gaviota, el tejido del globo acabó de desgarrarse y se desprendió de la corona de la estatua. Al mismo tiempo, la barquilla sufrió un angustioso desplome por espacio de un metro, hasta quedar colgada de los cabos de las anclas. Las cuerdas gruñeron y se estiraron al máximo, pero al final resistieron.
—Ahora, mi cesta se ha convertido en una cuna para el bebé —jadeó Vigny, y añadió—: Champán. Una caja. Cuanto antes, mejor.
Declan se colocó en cuclillas por debajo del borde superior de la barquilla al tiempo que tiraba de la manga del francés para que éste también se agachara.
—Puede que al cazador le queden balas —indicó.
—Es cierto —convino Victor Vigny—, pero me figuro que habrá huido. Ya no somos un blanco tan grande; además, a estas alturas, los gendarmes le estarán persiguiendo. Debe de tratarse de un anarquista. Han estado amenazándonos últimamente.
En los jardines de Trocadero, todos los asistentes se hallaban congregados debajo de la cesta. Habían acudido a la Exposición Universal en busca de espectáculo, pero aquello superaba todas las expectativas. El Escuadrón Aeronáutico procedió a apoyar elevadas escaleras de mano contra la cesta de mimbre para rescatar a los desamparados tripulantes de Le Soleil. Catherine bajó en primer lugar, ayudada por un solícito capitán Vigny. Luego apareció el orgulloso padre, acunando entre sus brazos al prodigioso recién nacido. La multitud ahogó un grito y se abalanzó hacia adelante. «¡Un niño! No había ningún niño en la barquilla cuando el globo despegó». Era como si jamás se hubiera visto un bebé en la faz de la tierra.
«Nacido en el cielo. ¡Imagínate! Un auténtico milagro». Las damas y los caballeros se abrían paso a codazos sin ningún reparo, anhelando ver el rostro angelical, por fugazmente que fuera.
«Mira, tiene los ojos abiertos. Y el pelo es casi blanco. ¿Será por la altura?».
Alguien descorchó una botella de champán y un conde italiano empezó a repartir puros habanos. Era como si el gentío al completo celebrara la supervivencia del recién nacido. Vigny enganchó la botella y dio un prolongado trago.
—Perfecto —dijo, pasándosela a Declan Broekhart—. Es un niño mágico. ¿Cómo piensa llamarle?
Broekhart, henchido de alegría, esbozó una amplia sonrisa.
—Engel, tal vez. Al fin y al cabo, ha llegado del cielo. Además, nuestro apellido es de origen flamenco.
—No, Declan —terció Catherine, acariciando el cabello albino de su pequeño—. Aunque, en efecto, es un ángel, tiene la frente de mi padre. Su nombre es Conor.
—¿Conor? —preguntó Declan con fingida reprobación—. Irlandés por parte de tu familia. Flamenco por parte de la mía. Este chico es un mestizo.
Vigny encendió dos puros habanos y le pasó uno al eufórico padre.
—No es momento para discusiones, mon ami.
Declan asintió con un gesto.
—Nunca lo es. Se llamará Conor. Es un nombre de peso.
Vigny golpeó con un nudillo el mentón de la estatua.
—Se llame como se llame, este muchacho ha contraído una deuda con la Libertad.
Fue el segundo augurio de la jornada. Con el transcurso del tiempo, Conor Broekhart pagaría su deuda con la libertad. El primer augurio había sido, por descontado, su nacimiento en el aire. Tal vez se habría convertido en piloto aeronáutico incluso sin Le Soleil, o acaso algo despertó en él ese mismo día, una obsesión con respecto al cielo que consumiría su propia vida y las de cuantos le rodeaban.
Unos días después del célebre nacimiento de Conor, el capitán Declan Broekhart y su familia zarparon desde Francia de regreso al pequeño estado soberano de las islas Saltee, a escasa distancia de la costa irlandesa.
Las islas habían sido gobernadas por la familia Trudeau desde 1171, cuando Enrique II, rey de Inglaterra, se las otorgó a Raymond Trudeau, poderoso caballero de grandes ambiciones. Resultó una broma no exenta de crueldad, pues las Saltee eran poco más que islotes rocosos plagados de gaviotas. Al colocar a Trudeau al cargo de las islas, Enrique cumplía con el acuerdo de otorgar a su caballero una propiedad en Irlanda, pero también dejaba claro lo que les ocurría a los súbditos demasiado ambiciosos.
Cuando Raymond Trudeau puso objeciones a la concesión por parte del monarca, Enrique pronunció la «Amonestación Trudeau», tan a menudo citada.
«Estáis en desacuerdo con una autoridad nombrada por el mismísimo Dios —reprobó el rey según rezan los archivos—. Tal vez monsieur Trudeau se considera a sí mismo por encima de su soberano. Tal vez monsieur Trudeau se considera apto para ostentar el trono. Que así sea. Recibiréis las islas Saltee con mi bendición, mas no en calidad de miembro de la nobleza. Sois el rey de las islas. El rey Raymond I. Junto con vuestros descendientes, gozaréis a perpetuidad de la exención de diezmos y tributos a mi favor y, como recompensa añadida, se os permitirá lucir la corona en mi corte. Lo que quiera que encontréis en esas pródigas islas será de vuestra exclusiva propiedad».
Trudeau no tuvo más remedio que hacer una reverencia y expresar su agradecimiento con voz entrecortada, pese a lo amargo de las palabras del monarca. Se trataba de un insulto terrible, ya que en los islotes no se podía encontrar más que aves marinas y sus excrementos, y apenas nada crecía en aquellos terrenos dado que durante las mareas encrespadas ambas islas quedaban anegadas por trombas de espuma de mar que, salvo el nombre, «islas de sal», nada otorgaban a las Saltee.
Pero la fortuna de Raymond Trudeau no resultó tan adversa como habría sido de esperar. Una vez que se hubo hecho efectivo el destierro del caballero a las islas, uno de sus hombres —que se afanaba en prender fuego para ahuyentar a las gaviotas— descubrió una insólita y luminosa cueva. La gruta era un depósito glacial rico en diamantes. Se trataba de la mina más grande jamás descubierta y la única en toda Europa. Enrique II había elegido a Raymond Trudeau como rey del estado más valioso del mundo.
Setecientos años más tarde, la familia Trudeau se mantenía en el poder, a pesar de más de una docena de intentos de invasión por parte de ingleses, irlandeses y hasta ejércitos de piratas. Las famosas murallas de las Saltee ejercían de protección contra cañones, rifles y arietes, y los célebres tiradores de élite de las islas eran entrenados hasta el punto de poder afeitar los bigotes de un pirata a más de un kilómetro de distancia. En las Saltee sólo existían dos sectores de interés: los diamantes y la defensa.
La cárcel de Saltee estaba abarrotada hasta los topes de criminales de la peor ralea, procedentes de Irlanda y de Gran Bretaña. Trabajaban en la mina de diamantes hasta que cumplían su condena, o bien hasta que morían. Casi todos morían. Una condena en Little Saltee, la de menor tamaño de las dos islas, era una condena a muerte. A nadie le importaba gran cosa, en realidad. Las Saltee llevaban siglos enriqueciendo a muchas personas, y ninguna de ellas deseaba que el statu quo se alterara.
No obstante, soplaban vientos de cambio. Ahora, un nuevo monarca ocupaba el trono de las islas, un norteamericano, el rey Nicholas I, o el Buen Rey Nick, como era conocido por un número de familias que iba en aumento. En apenas seis meses de gobierno, el rey Nicholas había mejorado drásticamente la calidad de vida de sus tres mil súbditos, aboliendo impuestos y construyendo un moderno sistema de alcantarillado que discurría a través de la localidad de Promontory Fort, en la punta septentrional de Great Saltee, la mayor de las dos islas.
Cuando El Alcatraz, la embarcación real, se aproximó al muelle de Saltee al amanecer, después de una travesía de tres jornadas desde Francia, el rey Nicholas en persona se encontraba allí para recibirlo. A decir verdad, el soberano no se asemejaba en aspecto a otros reyes de la época. Se trataba de un hombre de treinta y siete años, de aspecto juvenil y ataviado con gruesas prendas de caza confeccionadas con cuero y una gorra plana. Llevaba las patillas recortadas hacia atrás y el cabello muy corto, al estilo militar. Tenía el rostro bronceado, y en su frente se apreciaban desvaídas cicatrices en forma de tres en raya causadas por un cercano encuentro con una mina terrestre. Un forastero podría dar por sentado que Nicholas era el guardabosque del rey, pero nunca el propio monarca. No había pompa o circunstancia en aquel hombre, que vivía con tanta sencillez como le era posible en un majestuoso palacio. Nicholas había prestado servicio como combatiente y aeronauta durante la guerra civil norteamericana, y se decía que dormía en el asiento bajo la ventana de su cámara real porque la cama se le antojaba demasiado blanda.
Nicholas representaba una nueva estirpe en la realeza europea, y estaba decidido a hacer uso del poder que ostentaba para mejorar la vida de tantas personas como resultara factible. El Buen Rey Nick. Declan Broekhart le quería como a un hermano.
Declan atracó el barco de proa y bajó al embarcadero de un salto para saludar a su monarca.
—Majestad —dijo, al tiempo que hacía una leve reverencia.
El rey Nicholas le devolvió el saludo y luego propinó a su amigo un puñetazo en el brazo.
—¡Declan! ¿Cómo has tardado tanto? Me enteré por la prensa del milagroso nacimiento de tu hijo en el aire. No puedo más que rezar para que haya heredado los rasgos de su madre.
Mientras ambos compartían unas ligeras risas, Catherine apareció en la pasarela, sujetando su precioso cargamento envuelto en una manta.
—Catherine —dijo Nicholas, cogiéndola del brazo—. Deberías estar descansando, ¿no te parece?
—Ya he descansado bastante a bordo —Catherine retiró la manta del rostro de Conor hasta debajo de la barbilla—. Mirad, vuestro súbdito más joven desea conocer a su rey.
Nicholas dirigió la vista al envoltorio de ropa y, entre las sombras, encontró el rostro de un bebé. Se quedó un tanto desconcertado al descubrir que el recién nacido enfocaba la mirada, al parecer, sacando sus propias conclusiones.
—Ah —dijo el monarca, retrocediendo ligeramente—. Parece tan… despierto.
—Sí —respondió Catherine con orgullo—. Tiene los ojos de tirador de élite de su padre.
Pero el rey Nicholas percibía algo más.
—Tal vez; pero asimismo tiene la barbilla de los Broekhart, obstinada a más no poder. Sin embargo, ha heredado tu frente, Catherine. Puede que se dedique a la ciencia, como su madre —le hizo cosquillas al pequeño Conor en la barbilla—. Nos hacen falta científicos. Existe un nuevo mundo que nos llega desde Norteamérica, y también desde Europa. Las islas Saltee no lograrán conservar su independencia a menos que tengamos algo que ofrecer al mundo, y la mina de diamantes de Little Saltee no durará para siempre. Científicos, eso es lo que necesitamos —el rey Nicholas se puso de un tirón sus guantes de montar—. Catherine, adiéstrale bien.
—Lo haré, Majestad.
—Y llévale a palacio. Preséntaselo a Isabella.
—Le llevaré después del desayuno —prometió Catherine.
Nicholas esbozó una sonrisa triste.
—La madre de Isabella habría tenido un regalo preparado y perfectamente envuelto. El obsequio ideal —el rey se quedó en silencio unos instantes, recordando a su esposa. Al poco, salió del ensimismamiento—. Y ahora, Declan, lamento tener que arrastrarte a la fuerza, pero parece ser que varios contrabandistas de opio se han escondido en la cueva de La Dama Paseante. Justo delante de nuestras narices.
—Me haré cargo del asunto, Majestad. ¿Os importaría acompañar a Catherine a nuestras habitaciones?
—Buen intento, capitán —respondió Nicholas con una amplia sonrisa al tiempo que batía palmas—. Ya veo que tratas de apartarme del peligro.
El rey volvía a mostrarse emocionado; el antiguo soldado que llevaba dentro anhelaba la persecución aunque, al contrario que a la mayoría de los antiguos militares, no le atraía la matanza. Aquellos contrabandistas serían enviados a la cárcel de Little Saltee a trabajar en la mina de diamantes, pero no sufrirían daños a menos que resultara inevitable.
—¡Venga! Disponemos de la luz del amanecer y la marea está baja. A los delincuentes no les gusta madrugar, de modo que los pillaremos durmiendo.
El rey volvió la atención a Catherine y se llevó la mano a la gorra. Acto seguido, se alejó a zancadas por el embarcadero en dirección a una reducida compañía de caballería. De hecho, se trataba de la división montada del ejército de Saltee al completo: una docena de expertos jinetes a lomos de sementales irlandeses. Dos de los caballos estaban desocupados.
A Declan le habría gustado quedarse con su mujer, pero en mayor medida deseaba cumplir con su obligación.
—Catherine, tengo que irme. Temo que el rey pueda lastimarse al entrar en esas grutas tan estrechas.
—Vete, Declan. Mantenle a salvo; las islas necesitan al Buen Rey Nick.
El capitán Broekhart besó a su esposa y a su hijo y luego siguió al monarca hasta donde aguardaba la caballería. Las monturas estampaban los cascos sobre las planchas de madera del embarcadero, haciendo saltar virutas en forma de espiral.
—Despide a tu padre, el héroe —dijo Catherine al pequeño Conor, agitando la diminuta mano en dirección a Declan—. Ahora nos iremos a casa a prepararte para conocer a una princesita. ¿Te apetece conocer a una princesita, mi testarudo científico?
Conor soltó un gorgorito. Daba la impresión de que la perspectiva le agradaba.