14
CABEZA CON CABEZA
Linus se adaptó con rapidez a su nueva residencia, y Conor se alegraba de tenerle en casa. Hasta entonces, debía guardarse sus pensamientos para sí, y el hecho de poder expresarlos en alto le proporcionaba no poco alivio. Se encontraban juntos, sentados en el tejado, y mientras Conor manipulaba el armazón de su última máquina voladora, Linus trabajaba en sus composiciones musicales.
—Un laúd aquí, me parece —decía—. ¿Crees que un laúd resulta demasiado pastoril? ¿Acaso demasiado vulgar?
Y Conor respondía:
—Me enfrento a dos problemas principales: el peso del motor y la eficacia de la hélice. Todo lo demás funciona; ya lo he probado. Sí… Creo de veras que este nuevo motor de gasolina que he montado servirá.
Entonces, Linus asentía con la cabeza y decía:
—Tienes razón. Demasiado vulgar. Un flautín, mejor.
Conor proseguía:
—El motor tiene que proporcionarme diez caballos de potencia, por lo menos, sin que el aeroplano estalle en pedazos. Necesito construir una carcasa que absorba la vibración; tal vez una cesta de ramas de sauce.
—Entonces, ¿dices que un laúd? Es verdad, un flautín no impone el mismo respeto.
—¿Ves? —decía Conor, al tiempo que cincelaba su última hélice—. No hay problema que no podamos resolver si trabajamos cabeza con cabeza. «Tenemos que chocar los cráneos», solía decir Victor.
Eran días razonablemente felices. El espectro del mariscal Bonvilain los observaba desde las islas, pero ambos disfrutaban de un sentimiento de camaradería que no habían tenido desde hacía años.
A veces discutían, como era de esperar, y la mayor disputa de todas fue cuando Conor puso a funcionar los ventiladores de vapor para preparar su segundo vuelo. Linus Wynter subió la escalera desde el dormitorio, lanzando gritos por encima del estruendo del motor a vapor.
—¡Por las campanas del infierno, muchacho! ¿Para qué necesitas un motor a estas horas de la noche?
Conor se lo explicó, y el músico estuvo a punto de desmayarse.
—¿Vas a lanzarte a un vendaval para llegar volando a una prisión? Más vale que lo escribas y lo leas. Tal vez así te des cuenta de lo loco que estás.
Conor se colocó los anteojos.
—Tengo que hacerlo, Linus. Esa isla está en deuda conmigo. Cinco bolsas más y me marcho, o, mejor, nos marchamos a Norteamérica.
—O sea, que vas a lanzarte al espacio por pura avaricia. Si fuera por motivos científicos, lo podría entender, más o menos. A eso dedicaron su vida Nicholas y Victor.
—No es sólo avaricia. Es lo que tengo que hacer.
Linus soltó una carcajada teñida de amargura.
—¿Lo que tienes que hacer? Lo que tienes que hacer es rescatar a tus padres, y también a la reina, de las garras del demente que los ha engañado.
Esto provocó que Conor hiciera una pausa. Linus decía la verdad. Sus seres queridos estaban en peligro y él no sabía cómo salvarlos sin que todos acabaran condenados a muerte. Además, para ser sincero, temía volver a ver aquella mirada de odio descarnado en los ojos de su padre.
—No puedo hacer nada —dijo por fin—, salvo recuperar mis diamantes.
Linus levantó un brazo como si fuera un predicador.
—Y todo esto por unos diamantes. Es indigno de ti.
Conor hizo subir las alas y, agachándose, se colocó ante la corriente de viento.
—Todo lo que hago es indigno de mí —respondió, pero sus palabras le fueron arrebatadas y salieron volando, igual que él mismo, en dirección al cielo en tinieblas.
GREAT SALTEE
Billtoe y Pike se encontraban en la taberna de Fulmar Bay. Como de costumbre, pasaban su noche libre con una cubeta de sobras de bebidas que adquirían a mitad de precio.
Pike dio un prolongado trago y luego soltó un eructo que hizo temblar el taburete en el que estaba sentado.
—Son buenas estas sobras —comentó, lamiéndose los labios—. Si no me equivoco, llevan vino, cerveza, coñac y un poco de jabón desinfectante.
Pike rara vez se equivocaba en lo tocante a los residuos de bebidas alcohólicas, pues era lo único que consumía, aunque con el dinero que le proporcionaban los Carneros Rampantes podía permitirse la cerveza de verdad, y no los restos que caían sobre la barra, en la batea para tal fin.
—¿Qué me dice, señor Billtoe? ¿Nota usted el jabón? Entra bien, pero no dura mucho dentro, ¿eh?
Billtoe no estaba de humor para charlas de taberna. Sólo quería beber para olvidar, pero le aterrorizaba pensar que, cuando alcanzara un estado de inconsciencia, el diablo francés le estaría aguardando. Desde aquella noche en Little Saltee, una semana atrás, Arthur Billtoe había dejado de ser el hombre cruel y alegre de costumbre. Notaba la presencia del demonio volador cerniéndose sobre su cabeza, esperando a clavarle su espada. Además, estaba el asunto del prisionero de Bonvilain, ahora muerto. Billtoe se pasaba el día luchando contra el pánico que le invadía. El esfuerzo era tal que sufría de temblores constantes.
—Señor Billtoe —dijo Pike—, llevo tiempo queriendo preguntarle si le pasa algo. Últimamente no cuida tanto sus camisas con volantes, y eso que son la niña de sus ojos. También noto que tiembla y masculla entre dientes. Por la pinta que tiene, parece cosa de la peste, o puede que de la fiebre amarilla, aunque nunca he conocido ningún caso tan al norte como estamos.
El estado de ánimo de Billtoe se ensombreció aún más al caer en la cuenta de que Pike, aquel simplón sin apenas un pelo en la cabeza, era su único amigo. Hasta ahora, los amigos no le habían importado gran cosa. Cuando uno tenía tantos secretos oscuros como Arthur Billtoe, lo último que necesitaba eran amigos que se los pudieran sonsacar. Pero aquella noche en particular se encontraba al borde de la desesperación más absoluta y necesitaba palabras de consuelo que procedieran de una boca de verdad, y no de la voz imaginaria de sus zapatillas favoritas, a las que les hablaba de vez en cuando.
—Pikey, ¿te puedo hacer una pregunta?
—Claro que sí, señor Billtoe. Mejor si no tiene que ver con números o direcciones, porque me hago un buen lío.
Billtoe respiró hondo, temblando ligeramente.
—¿Crees en el diablo?
—Para mí, el encargado de la cárcel es el diablo. A ver, ¿por qué los presos no pueden comerse unos a otros? Así, mataríamos dos pájaros de un tiro. Los reclusos se alimentan, y nosotros nos libramos de enterrar a los muertos.
—¡No! —explotó su superior—. No me refiero al encargado, sino al diablo mismo. Al que tiene cuernos —giró su taburete para mirar de frente a Pike. Billtoe estaba demacrado y tenía los ojos muy abiertos e inyectados de sangre; los volantes de su camisa, en efecto, se veían un tanto marchitos—. Lo he visto, Pikey. Lo he visto. Con sus alas, y sus ojos de fuego. Aterrizó en la isla la semana pasada; venía a buscarme. Me llamó «mesié». Y luego el diablo dijo mi nombre, Pikey. Dijo mi nombre.
Billtoe enterró su rostro entre los brazos y al momento su espalda empezó a agitarse con violencia a causa de los sollozos.
Pike se lamió la palma de la mano y se alisó hacia atrás su único mechón de pelo. Él también había visto al diablo, excepto que no era lo que se dice el diablo, sino un hombre con alas amarradas a la espalda. Pike las vio abiertas y, después, plegadas. Era una lástima que Arthur se echara a llorar por ese asunto; pero una información así valía dinero, que el propio Pike se embolsaría en cuanto los Carneros enviaran a uno de sus hombres a parlamentar con él.
«Por otra parte, si alguien sabe cómo sacar buenos beneficios de una situación, ése es Arthur Billtoe. Y se quedará encantado conmigo cuando le quite a su diablo de en medio».
Pike sacó su libreta del bolsillo —donde la había metido doblada por la mitad—, la abrió por la página de los bocetos que había dibujado en el puente de Sebber y la deslizó hasta el otro lado de la barra.
—Yo también lo he visto, señor Billtoe. A su diablo, me refiero.
Los llorosos ojos de Billtoe asomaron de entre las mangas de su camisa. Por un momento, no entendió lo que miraba; luego reconoció la figura que Pike había esbozado. Si Pike también había visto al diablo, Arthur Billtoe no estaba perdiendo la cabeza. Los pequeños ojos de cerdo adquirieron su acostumbrado destello de astucia y una mano echó a correr como un cangrejo para agarrar la libreta.
—Es él, ¿verdad, señor Billtoe? —dijo Pike—. Sólo que no es ningún diablo; es un hombre como usted y como yo, aunque más alto y más apuesto que nosotros, ya que usted es achaparrado y yo… en fin, yo soy yo. Pero me juego lo que quiera a que es él, ¿qué me dice?
Billtoe se puso derecho y se deshizo de su congoja como el perro que se sacude el agua del pelaje.
—Pikey, amigo mío, llámame Arthur —indicó a modo de respuesta.
Pike sonrió, dejando a la vista varias mellas en la dentadura. Aquel brillo en los ojos de Billtoe le resultaba familiar. Era la misma expresión que ponía antes de cachear a un prisionero. Billtoe era capaz de oler las guineas a distancia.
Soplaba una brisa constante y la luna, oculta tras un velo de nubes, recordaba a un chelín de plata. Era la noche perfecta para un vuelo clandestino. Conor Finn sentía una cierta satisfacción mientras inclinaba el morro del planeador y descendía para aterrizar sobre el puente de Sebber. Su control de la nave había mejorado en gran medida y no sintió en los talones mayor impacto que si hubiera saltado desde una tapia de poca altura. Las correas de las hélices aún estaban intactas, ya que la buena suerte le había librado de sufrir un estancamiento. También se daba la alentadora circunstancia de que había desenterrado tres bolsas de diamantes en la huerta de salicores de Little Saltee sin que hubiera rastro de ningún guardián. Le preocupaba la posibilidad de que Billtoe se hubiera armado de valor y fuera en busca de su diablo con unos cuantos compañeros, pero no había aparecido por ninguna parte.
«Por ahora, esa rata me teme; pero pronto dejará de hacerlo. Un viaje más, y habré recuperado las siete bolsas».
¿Por qué necesitas las siete?, podría haberle preguntado Linus, y ahora él mismo también se lo cuestionaba.
«Necesito las siete bolsas como compensación por mis años en la cárcel. Es una cuestión de honor».
Tal era el argumento que le había sustentado en la prisión. Haría lo que Billtoe nunca conseguiría: llevarse los diamantes de la isla. Pero ahora este plan se le antojaba imperfecto. ¿Por qué exponerse al peligro una y otra vez cuando ya debía encontrarse a bordo del barco con destino a Nueva York? Cierto era que le había prometido a Otto la mitad de los diamantes, pero incluso aunque les pagara a los hermanos Malarkey la cantidad completa que les correspondía, aún tendría diamantes de sobra para comprar un pasaje a Norteamérica y empezar allí una nueva vida.
«No quiero marcharme —entendió de pronto—. Pero no tengo más remedio».
Quedarse no sería beneficioso ni para él ni para su familia.
«Siete bolsas y, después, rumbo a Norteamérica».
El esquife, varado en el farallón de esquisto, dejaba tras de sí dos únicos surcos que apuntaban hacia Fulmar Bay. Zeb Malarkey mantenía su parte del acuerdo, lo que no era de extrañar, puesto que ya tenía en sus cofres la mitad de los diamantes y estaban más por llegar.
Conor se hallaba sentado en la borda de la barca, desabrochando el arnés del planeador. No daba la impresión de que el vuelo de esa noche hubiera producido grandes daños en el aparato, pero al día siguiente tendría que revisar las varillas y el velamen de seda. El mínimo rasgón en el tejido de las alas podría destrozar un panel completo y provocar que el artefacto se desplomara desde el cielo como la paloma alcanzada por un tiro.
Una de las bolsas de diamantes se resbaló del interior del arnés y cayó sobre la piedra de esquisto, produciendo un tintineo. A Conor, el sonido le resultó más estrepitoso que un disparo de bala. Se agachó a la sombra del esquife y luego, con la bolsa apretada contra el pecho como si de un niño se tratara, examinó la muralla en busca de movimiento. No se apreciaba nada, aparte del trémulo resplandor de las lámparas.
«Cuidado, aviador. Un solo error y te encontrarás a bordo del ferry, de vuelta a Little Saltee».
Guardó las bolsas debajo del banco de popa y, con mucho cuidado, colocó el planeador plegado sobre la cubierta. Entonces, se produjo una circunstancia que le arrancó una sonrisa.
Conor se puso de pie, bien recto, y levantó una mano estirada para notar la brisa.
«El viento ha cambiado. Puedo navegar directamente a Kilmore».
Arrastró el esquife por encima de la roca hasta llegar al mar, cuyas suaves olas lamían el farallón.
«Aguas tranquilas y viento favorable. Buenos presagios».
Conor notó cómo el agua elevaba la barca y subió a bordo de un salto; la cubierta se estremeció bajo su peso. Con una mano desató la vela y agitó el mástil para que se soltara; con la otra, agarró la caña del timón y trazó una amplia curva alrededor de la costa oeste de Little Saltee.
«Dentro de una hora estaré en casa —pensó—. Puede que Linus interprete una melodía. La música es un buen tónico para el alma».
La vela atrapó la brisa y empujó la pequeña embarcación a través de las olas.
«Es una buena barca. Avanza con alegría».
Navegó en dirección a su nuevo hogar, forzándose a no mirar atrás. A sus espaldas, no dejaba más que dolorosos recuerdos.
Desde lo alto de las rocas, Arthur Billtoe observaba la partida del extraño aviador. Aunque una afilada piedra se le clavaba en el estómago, el carcelero permaneció inmóvil hasta que el hombre al que había tomado por el diablo hubo trazado la curva del litoral de Little Saltee y desapareció por completo.
Pike no contaba con la capacidad de concentración necesaria para tales precauciones; después de orinar, se puso a lanzar piedras al oleaje hasta que Billtoe se unió a su compañero, acomodado en el surco que la quilla del esquife había horadado en la piedra de esquisto.
—No sé por qué lo llaman el «puente» de Sebber —masculló Pike—. No es un puente, nada de eso. Sólo un banco de piedras que se mete en la corriente.
—Hace miles de años era un puente —explicó Billtoe, cuyas temblorosas palabras denotaban nerviosismo—, antes de que el mar se lo llevara por delante. Abarcaba desde aquí hasta Little Saltee y, luego, de allí hasta el puente de San Patricio, en la costa de Irlanda.
—Ese aviador te tiene despavorido, ¿no es verdad, Arthur? —dijo Pike, cambiando de tema.
—Me colocó una espada en el cuello. Una maldita espada, y bien grande, no como esos absurdos floretes de esgrima que no matan ni a una mosca. Aquella hoja podría arrancar de un sablazo la copa de un roble.
—Pero, Arthur, sólo es un hombre; tú mismo lo has comprobado. Esas alas son una especie de cometa. Nada más.
—¡Nada más! —exclamó Billtoe, sin dar crédito—. ¡Serás idiota! ¿Acaso no te das cuenta de lo que acabamos de presenciar?
—¿Idiota, yo, Arthur? ¿Idiota? —dijo Pike, dolido—. Te quité de en medio a tu diablo, ¿o no? Puedes volver a dormir gracias a mí. Lo de «idiota» me parece un poco fuerte, la verdad.
—No lo bastante —replicó Billtoe, que se iba olvidando de su miedo a pasos agigantados—. Ese hombre tiene una máquina voladora. ¿Te imaginas lo que pagarían por ella los Carneros Rampantes? Podrían aterrizar en el puerto que se les antojara, evitando las aduanas. Un aparato así cambiaría por completo el contrabando.
Pike se aclaró la garganta.
—Pues yo conozco a unos cuantos caballeros que podrían tener relación con los Carneros; puede que sí.
Billtoe plantó una mano sobre la boca de Pike, como si los caballeros en cuestión pudieran escucharlos.
—No, nada de eso. No implicaremos a los Carneros hasta que tengamos esas alas encerradas en un lugar seguro. De otro modo, esos canallas traicioneros nos las arrebatarían y nos arrojarían a los tiburones. Tenemos que colocarnos en una buena posición para negociar.
Pike apartó la mano de Billtoe, que apestaba a sudor y a cosas peores. Era evidente que habían dejado de ser amigos. Como de costumbre, para Arthur Billtoe se trataba de un negocio, lo que implicaba que Pike volvía a ser un lacayo del que poder abusar.
—Lo que tú digas, Arthur.
—Pike…
—Sí, ya lo sé. Para mí, es usted el «señor». Billtoe.
Se giró hacia el mar y lanzó una de las piedras que tenía en la mano de modo que rebotara por la superficie.
«Típico de Arthur Billtoe. Le libro de su diablo y, en cuanto huele una recompensa, se le olvida. Creía que a partir de ahora nos tutearíamos, seríamos Pikey y Billtoe para siempre. Qué equivocado estaba».
El hecho de arrojar las piedras al agua le tranquilizaba; cada salto que conseguía le recordaba a su niñez. Estaba efectuando un impulso hacia atrás para realizar un lanzamiento a gran distancia cuando Billtoe le agarró del brazo y le arrancó la piedra de entre los dedos.
—¿De dónde has sacado esto? —exigió, al tiempo que la emoción le teñía de púrpura las mejillas.
Pike no sabía si se trataba de una de esas preguntas que en realidad no eran preguntas; si contestaba, ¿parecería un estúpido?
—Es una piedra, Arthur… Señor Billtoe. Acabo de recogerla.
Billtoe se hincó de rodillas y empezó a hurgar en la roca de esquisto hasta que encontró media docena de pedruscos similares. Los sujetaba con las manos en forma de cuenco, como el mendigo que protege el huevo que ha conseguido para desayunar.
—Arthur, ¿te encuentras bien? ¿Quieres que recoja unas cuantas piedras más? He visto un pedazo de madera un poco más abajo.
Billtoe estaba demasiado feliz como para molestarse por el tuteo.
—No son piedras, Pikey. Son diamantes en bruto. Por eso nuestro aviador aterriza en Little Saltee: es un contrabandista de diamantes.
Se frotó las manos, haciendo chocar las gemas como si fueran huesos de vudú.
—¿Tratas de predecir el futuro con eso? —bromeó Pike, nervioso por el destello de ambición descarnada en los ojos de Billtoe.
—Ya conozco el futuro —respondió—. Reunimos a varios de los muchachos, tendemos una emboscada a ese aviador, le robamos los diamantes y vendemos sus alas.
—¿Y qué pasa con él? Lo dejamos libre, me imagino yo.
Billtoe le dio un codazo de complicidad.
—Muy bueno, Pikey. Lo dejamos libre. Pues no; lo matamos, lo descuartizamos y, luego, quemamos los pedazos. A ojos del mundo, ese aviador nunca ha existido.
Pike tragó saliva. Toda esa charla de sangre y de muerte le atacaba los nervios. Allí y entonces, decidió no inventar jamás nada que fuera útil, o Billtoe también organizaría un final espantoso para él.