12
ÁNGEL O DEMONIO
LITTLE SALTEE, 1894
La noche que Arthur Billtoe se encontró con el diablo estaba disfrutando de uno de sus pasatiempos preferidos. El carcelero se encontraba holgazaneando en un cómodo escondite cercano a los acantilados, en la costa de Little Saltee. Billtoe disponía de una media docena de rincones semejantes por toda la isla, en los que podía tumbarse a descansar cuando la vida en la prisión le atacaba los nervios.
Echar una cabezada no resultaba sencillo en una isla amurallada, con una fortaleza que se elevaba en el extremo sureste y una docena de torres de vigilancia a lo largo de la propia muralla.
«Maldita luz eléctrica —reflexionaba a menudo—. Así no hay quien pueda echarse una siesta».
El lugar en el que ahora se encontraba era el que más le gustaba. Se trataba de un pequeño hueco de poca profundidad, cercano a la huerta de salicores y a unos quince pasos de la base de la muralla. El suelo consistía en una antigua lona alquitranada que los muchachos del ferry habían desechado, y el techo estaba formado por una vieja puerta, con su marco y sus bisagras, que se remontaba a los días de Heck el Errante. El escondite resultaba prácticamente invisible desde fuera, ya que la puerta estaba cubierta de barro, hierba y maleza.
Billtoe sentía una oleada de orgullo cada vez que, a hurtadillas, se sumergía en aquella acogedora oscuridad que despedía un olor acre. De todos los refugios que utilizaba para dormir, éste era el mejor, libre de humedades bajo cualquier circunstancia. Además, Billtoe podía apartar la mirilla de la puerta y utilizar el hueco a modo de chimenea, lo que evitaba que la gente detectara la lumbre de su cigarrillo.
«Una calada más —pensó—. Una más y vuelvo al trabajo».
Desde que seis meses atrás Conor Finn hubiera desaparecido, Arthur Billtoe pasaba cada vez más tiempo en sus escondites. No es que echara en falta al joven soldado, pero se temía que el mariscal Bonvilain tuviera sus planes para el muchacho, y el hecho de que éste hubiera muerto no debía de formar parte de esos planes.
La noche de la desaparición de Finn, Billtoe se pasó una eternidad junto al tiro de la chimenea, lanzando alaridos. Al cerciorarse de que resultaba inútil, fue a buscar a un golfillo procedente del este de Londres, de unos doce años de edad, condenado a otros tantos años por robar a ciudadanos acaudalados, y le hizo subir por el tiro con la promesa de que reduciría su condena en gran medida. Después de pasarse allí medio día, el niño bajó con las manos vacías y Billtoe le obligó a subir otra vez a punta de pistola. Tras cuarenta y ocho horas más en el laberinto, el crío regresó sin novedad alguna y con las rodillas ensangrentadas. No había nada que hacer. Conor Finn no se encontraba allí arriba. De alguna manera, había embaucado a Arthur Billtoe.
Fue entonces cuando el guardián de la prisión empezó a preguntarse acerca del carnicero que se había quedado enredado en uno de esos globos de aire caliente.
«¿Y si hubiera sido Finn? ¿Sería posible que el soldadito se las hubiera arreglado para salir a la superficie?».
Billtoe nunca podría averiguarlo, lo que le producía picores como si un escarabajo se le arrastrara por la piel. Tal vez Finn se encontraba disecado en algún lugar de las chimeneas, o acaso se hallara en el canal de San Jorge, con los pulmones llenos de salmuera. En cualquier caso, los muertos, muertos estaban. Pero ahí no acababa el asunto. Antes o después, el mariscal Bonvilain llegaría en busca de su prisionero particular y el cielo se desplomaría sobre la cabeza de Arthur Billtoe.
«A no ser que…».
A no ser que el mariscal sucumbiera al engaño pergeñado por el carcelero. Cuando Finn desapareció, Billtoe había contemplado la posibilidad de recoger sus bártulos y subirse a bordo de un buque a vapor. Uno de sus posibles padres residía en Nueva York, si es que aún seguía vivo. Aunque no fuera así, podría existir alguna clase de patrimonio. Pero todo eso no era más que fantasía. No contaba con el dinero para cruzar el Atlántico, ni lo reuniría aunque se pasara ahorrando un año. Resultaba frustrante poseer una fortuna en diamantes robados y no poder canjearlos por dinero contante y sonante.
Aun así, su futuro en la isla parecía prometedor. Se había convertido en el protegido de Bonvilain gracias al sonado éxito del espectáculo de los globos en la ceremonia de la coronación. Dentro de poco podría recibir un ascenso. Tal vez entonces estaría en situación de sacar algunos de sus diamantes de la isla, y acaso podría viajar a Nueva York en ese barco a vapor, con un billete de primera clase.
Hasta entonces, tendría que rezar a algún dios dispuesto a atender sus ruegos para que el mariscal Bonvilain no examinara demasiado atentamente al joven que Billtoe había encerrado en la celda de Conor Finn. El chico era más o menos de la misma edad, y ambos se parecían en cuanto a complexión y color de piel. Tras unas cuantas palizas había adquirido la misma mirada de angustia que el fugado, y un parecido aspecto de demente. Si no se le miraba de cerca, ambos podían confundirse. Billtoe abrigó la esperanza de que Conor Finn hubiera sido un recluso normal y corriente, y no un hombre que almacenara información, porque si era información lo que el mariscal andaba buscando, más le valía indagar en otro lado, pues no la encontraría en la celda de Conor Finn.
De pronto, Billtoe tuvo una idea.
«Debería cortarle la lengua al sustituto de Finn. Puedo alegar que ocurrió en una pelea contra Malarkey. El mariscal no me culparía a mí, ya que él mismo ordenó que Otto se encargara del muchacho».
Billtoe reflexionó que se trataba de una idea extraordinaria, mucho mejor que la huerta de salicores o los globos para la coronación. O que el revólver de doce tiros, para el caso, que había resultado ser un engañabobos. Un amigo de Billtoe, un armero de Kilmore, estuvo a punto de perder un dedo al tratar de fabricar el dichoso revólver.
«Le cortaré la lengua a ese chico en cuanto regrese a la prisión», decidió Billtoe, dando unas palmaditas a su bota para asegurarse de que su cuchillo más afilado se encontraba pegado a la pantorrilla.
Encantado con su ocurrencia, Billtoe sopló una última bocanada de humo a través de la mirilla y luego apagó su cigarrillo en la concha de almeja que guardaba en su escondite para tal fin. Con el pie, abrió una rendija en la puerta para dejar salir cualquier resto de humo o de olor y luego emergió de la oscuridad como el cadáver que se levanta de su tumba.
«Cortarle la lengua al sustituto de Finn no sólo me servirá para sacar adelante mi plan; también me ayudará a levantar el ánimo».
Por norma general, tras salir de su escondite, Billtoe caminaba arrimado a la muralla hasta llegar a una escalera; luego, la subía con paso tranquilo, como si sencillamente estuviera tomando el aire. Nadie se atrevía a darle el alto, sobre todo después de la coronación. Ahora Arthur Billtoe era un pez gordo en la prisión, claro que sí.
«A partir de ahora, Pike, para ti soy el señor Billtoe», le había dado por decir últimamente.
La noche estaba encapotada; apenas brillaban estrellas en el cielo. Las almenas de la muralla mostraban un difuso resplandor anaranjado producido por la luz de las lámparas eléctricas. Billtoe utilizaba aquella línea naranja como guía, ya que le facilitaba la marcha. Bajo la oscuridad, atravesó una zona de rocas cubiertas de mullida hierba, con excesiva energía, resultó ser, pues una bota le resbaló en un parche de musgo y se cayó de espaldas. El aliento le abandonó como el polvo abandona una alfombrilla al sacudirla.
Billtoe estaba tumbado boca arriba, resollando, luchando por respirar, cuando de repente las nubes se abrieron y cedieron el paso a la luna, que relucía como una guinea de plata. Cuando recuperó el aliento, sus labios esbozaron una sonrisa manchada de tabaco, ya que por fin, después de tantos años, pudo ver ese hombre de la luna del que todo el mundo hablaba. Debía de tratarse del ángulo de visión, porque hasta el momento nunca había visto nada más que manchas difusas en la superficie del astro nocturno.
«Hoy le veo la cara por primera vez. Y, encima, voy a cortarle la lengua a un prisionero. Qué día tan dichoso».
Entonces, a través del hueco entre las nubes apareció una figura. Un hombre con alas. Y volaba.
Semejante acontecimiento resultaba tan extraño, tan imposible, que Billtoe, en un primer momento, no fue capaz ni de sorprenderse.
«Un hombre con las alas de un pájaro. Un ángel de negro».
El ángel efectuó un giro cerrado a estribor para no dejar atrás la isla y luego descendió girando sobre sí mismo hasta que Billtoe, además de ver la nave, también la escuchó. Crujía, aleteaba, daba bandazos, y la figura humana luchaba contra ella como si un águila gigante se la quisiera llevar consigo.
«Ya sé lo que está pasando», razonó Billtoe.
Arthur Billtoe había leído dos libros en toda su vida: Los más horribles asesinatos cometidos en Londres, de Sy Cocillée, que encontró de lo más instructivo, y El indio noble, del capitán George Toolee, el cual había adquirido con la esperanza de que versase sobre las masacres de los colonizadores del Oeste americano y las cabelleras que se arrancaban, pero que resultó ser un estudio en profundidad de la cultura india. Billtoe había estado a punto de arrojar el libro al fuego, pero como le había costado unos cuantos chelines, decidió perseverar. Uno de los capítulos describía una choza conocida como «cabaña de sudoración», sauna ceremonial donde los nativos norteamericanos llevaban a cabo sus rituales de sanación y aguardaban a que apareciera su guía espiritual.
«Mi escondite es como una de esas cabañas. Y ahora ha llegado mi guía espiritual, un hombre pájaro que suelta palabrotas».
El artefacto del hombre pájaro descendía a toda velocidad, y las alas crujían a medida que el viento hinchaba el velamen. Daba la impresión de que la criatura fuera a estamparse contra las rocas como una golondrina contra una ventana —circunstancia que a Billtoe siempre divertía en gran medida—, cuando en el último segundo la angelical criatura se impulsó hacia arriba y volvió a descender, ahora con suavidad, hasta tocar tierra.
Al aterrizar, debido a la velocidad, el recién llegado tuvo que correr unos cuantos pasos hasta detenerse.
Billtoe levantó la mirada, aterrorizado ante la presencia de aquella criatura procedente de otro mundo que descollaba por encima de él mientras la luna formaba un halo alrededor de su cabeza. Estaba lo bastante cerca como para clavarle un cuchillo, pero ¿qué sentido tendría? No había forma de matar a semejante aparición.
La criatura iba vestida de negro de arriba abajo, desde la gorra de cuero hasta las botas de montar, que le llegaban a la rodilla. Su rostro quedaba oculto por un par de anteojos y una bufanda atada con fuerza alrededor de la boca. Se escuchaba su aliento entrecortado a través del tejido de la bufanda, y el pecho le palpitaba.
Algo centelleaba en el torso de aquel espíritu celeste. Una especie de insignia, con dos alas doradas que se proyectaban a ambos lados de una letra «A». ¿Sería la «A» de «ángel»?
Arthur Billtoe hizo un ímprobo esfuerzo por permanecer inmóvil, en silencio. Volvió a sentirse como a los siete años cuando, en un callejón de Dublín, tuvo que esconderse en un barril de agua porque le perseguía un viejo borracho para robarle los seis peniques que llevaba en el bolsillo. Su vida corría tanto peligro ahora como entonces. Esa criatura le mataría con tan sólo mirarle. Deseó atraer hacia sí la hierba y los matojos que tenía alrededor, cubrirse con ellos como con una manta y quedarse dormido hasta que la espantosa figura voladora se marchara.
«No lloriquees», se dijo.
Lloriquear en momentos de peligro siempre había sido uno de sus defectos, y en el pasado le había granjeado más de una paliza.
«Aguanta, Arthur, muchacho. Aguanta y no digas nada».
Podría haberlo conseguido si aquel extraño ser no hubiera sacado un sable de la vaina que llevaba a la cintura, cuya hoja empezó a clavar en la tierra como si quisiera herirla. Cada embestida le acercaba al lugar donde yacía Billtoe, estremeciéndose.
Por fin, el carcelero no pudo soportar el miedo que le invadía.
«Si no hablo, moriré. Mi pobre corazón reventará».
—¿Qué eres? —siseó, al tiempo que se levantaba impulsado por la fuerza de sus emociones—. ¿Qué quieres de Arthur Billtoe?
La criatura se tambaleó hacia atrás y luego se estabilizó. Sus ojos de cristal, que lanzaban destellos anaranjados bajo el resplandor de las lámparas, se ennegrecieron al dirigirse hacia el guardián de la prisión.
—Billtoe —gruñó el desconocido—. ¡Arthur Billtoe!
De haber podido, Billtoe se habría cambiado el nombre sobre la marcha, tal era el odio que denotaba la voz del ser de otro mundo. Aquellos tipos con alas debían de ser hostiles por naturaleza.
Mientras Billtoe reflexionaba al respecto, el hombre volador se lanzó hacia delante. A causa del repentino movimiento, sus alas curvadas ascendieron, elevando en el aire al desconocido vestido de negro. Acto seguido, éste se dejó caer sobre el suelo como una furiosa gárgola gigante, a menos de un metro de Billtoe, coyuntura que aprovechó para agarrar al guardián por el pescuezo con dedos de acero.
—Billtoe —repitió, colocando la hoja de su sable en posición plana sobre el pálido cuello del carcelero.
—S–señor, ¿es usted un ángel o un d–demonio? —balbuceó el guardián—. Tengo que saberlo. ¿Me va a llevar usted arriba o abajo?
Los círculos de cristal se clavaron en Billtoe durante un prolongado instante. Éste notó cómo la hoja del acero se deslizaba por la nuez de su garganta y luego cortaba el aire emitiendo un silbido. Entonces, el sable detuvo su arco mortal y la criatura tomó la palabra.
—Puedo ser tanto un ángel como un demonio, monsieur —declaró—; pero, en su caso, siempre seré un demonio.
—¿Me matará ahora, señor? —preguntó Billtoe con un hilo de voz.
—No, monsieur, todavía no. Pero está haciendo usted mucho ruido, así que…
El demonio sujetó en alto su arma blanca y, con la empuñadura, golpeó a Billtoe en la frente. El carcelero se desplomó como una marioneta abandonada.
Billtoe no estaba del todo inconsciente, pero pensó que era preferible refugiarse en la oscuridad antes que abrir los ojos e incurrir en la ira del hombre volador. Mantuvo los párpados cerrados y no tardó en dejarse arrastrar por la inconsciencia.
Cuando Arthur Billtoe volvió en sí, estaba amaneciendo. La cabeza le estallaba de dolor. Vio que Poole, el hombre que sacaba a pasear el perro del encargado, se encontraba de pie, junto a él, animando al pequeño terrier a que utilizara la bota de Billtoe como urinario.
—¡Largo de aquí! —vociferó Billtoe al tiempo que propinaba una patada al animal. Entonces, se acordó del demonio francés, que tal vez siguiera por los alrededores.
Rodó sobre la espalda para apartarse del charco de barro sobre el que había yacido durante la noche y se colocó a cuatro patas, ya que el dolor que le martilleaba el cráneo no le permitía ponerse de pie.
—Un demonio —jadeó—. Francés. Malditas alas gigantes. Volaba como un halcón. ¿Lo has visto?
La reacción de Poole ante semejante desvarío fue simular que no había oído nada. Tosió con violencia para ahogar los balbuceos de Billtoe y después regañó al terrier.
—Mal hecho, Sir Percival, muy mal. Cómo se te ocurre hacer pis en la bota del señor Billtoe, que acaba de tener un sueño del que prefiero no enterarme. Te daría una patada, Percy, si no fueras un perrito tan encantador.
Recogió al animal del suelo y comunicó el mensaje que traía.
—El encargado te busca —dijo, incapaz de sostener la mirada de Billtoe—. Dice que está harto de ti y de los agujeros que utilizas de escondite. Que los rellenes tú mismo o, si no, él se encargará de que los tapen contigo dentro. Eso es lo que me ha dicho, palabra por palabra. Llevo un buen rato repitiéndolo para acordarme.
Billtoe seguía con los ojos abiertos como platos, lanzando nerviosas miradas por los aledaños de la zona rocosa mientras un hilillo de saliva le colgaba de los labios.
—Me encontró. Me encontró. Yo estaba dentro del barril con mis seis peniques, y él me encontró.
Poole optó por malinterpretar sus palabras adrede.
—Sí, es verdad. El encargado encuentra a todo el mundo. Ni que tuviera ojos en la espalda —a Poole se le ocurrió un comentario ingenioso mientras trotaba detrás de Sir Percival de regreso a las barracas de los guardianes—. O puede que tenga alas y sobrevuele la isla de noche, para vigilarnos.
Billtoe se sentó sobre una piedra, se palpó el chichón que tenía en la frente y rompió a llorar.
EL CIELO
Conor Finn estaba volando, pero no se trataba de la agradable experiencia que había imaginado. El planeador era una especie de monstruo, y para dominarlo había que luchar contra él de manera constante mientras surcaban el aire. A decir verdad, más que una ascensión a las alturas, parecía una encarnizada batalla contra los elementos. Las alas restallaban, daban tirones y sacudidas, amenazando con partir las varillas a cada ráfaga de viento. El arnés le apretaba en el pecho, cortándole la respiración, y hasta una colisión con una gaviota podría proyectarle hacia el suelo con un descenso en espiral. A pesar de todo, Conor no se habría perdido la experiencia por nada del mundo.
«Soy la luna —pensó—. Soy las estrellas».
Y luego: «Cuidado. Una gaviota».
El planeador se mantenía en una pieza en la medida que Conor había esperado, aunque juraría que la tercera varilla a estribor empezaba a astillarse. Más tarde la sacaría de su funda y la reemplazaría por una vara nueva. La barra de control, una de sus innovaciones, funcionaba a la perfección, permitiéndole alternar el peso y ejercer un cierto dominio sobre la trayectoria; pero se trataba de un control escaso, que podía ser anulado por la mínima corriente ascendente.
El cielo nocturno estaba cubierto de nubes, en cuyas panzas se reflejaban las luces de las cercanas poblaciones de Wexford y Kilmore. De vez en cuando, Conor pasaba por debajo de un claro y la luna llena le iluminaba como un foco con sus rayos plateados. Conor confiaba en que, desde abajo, su silueta fuera la de un pájaro de grandes dimensiones, y se alegraba de su decisión con respecto a utilizar tela negra para el velamen. Teñida de negro, y no pintada; la pintura supondría un peso adicional.
De cerca y a plena luz del día, resultaría evidente que el planeador era poco más que una cometa diseñada con ingenio. A modo de alas, contaba con dos óvalos alargados y curvos de unos dos metros de longitud, unidos por un espacio central de forma circular donde el piloto viajaba suspendido, amarrado a un arnés de cuero. Disponía asimismo de un timón de cola de tamaño reducido, con agarraderas para las piernas y una palanca que podía accionarse con los pies, además de una barra trapezoidal de control, sujeta directamente al mástil de las alas. En teoría, en caso de localizarse con éxito las corrientes térmicas en ascenso, era posible volar sin descanso a bordo de un planeador semejante. Por descontado, se trataba de una teoría muy optimista, que no tenía en cuenta el desgaste natural, una planificación defectuosa o el simple hecho de que las corrientes térmicas eran casi tan difíciles de localizar como los unicornios.
El propio Conor iba ataviado con un resistente equipo para volar en globo: gorra de cuero amarrada con correas a la barbilla, anteojos y botas ajustadas. Su uniforme resultaba una copia convincente de los que llevaban los aeronautas del ejército francés, sólo que era completamente negro, incluidos los cordoncillos de los pantalones, y no llevaba insignias salvo una misteriosa A con alas, que podía responder a Aeronautique.
«Si resulta que me estrello contra las Saltee —pensó Conor—, ante los ojos del mundo pasaré por un aviador francés que no desea ser reconocido como tal. En otras palabras, un espía volador. Eso aumentará la desconfianza de Bonvilain en el ejército de Francia».
Se trataba de un pequeño consuelo, pero la posibilidad de clavar una espina de intranquilidad en el corazón del mariscal era preferible a morir sin dejar atrás más que un cadáver.
Esta noche había tenido suerte. Un buen lanzamiento desde el túnel de viento, en el que todo funcionó como era de esperar. El ventilador a vapor había desprendido algunas planchas de la pared interior, pero el desperfecto se reparó sin problemas y no se habían producido grandes pérdidas de energía eólica. El mecanismo para el soporte del piloto se había probado con éxito un millar de veces, suspendido desde una viga de la torre; pero esta noche había funcionado al aire libre y Conor se las había arreglado para inclinarse hacia delante, sujeto por el arnés de cuero, y empujar las piernas hacia atrás hasta introducirlas en los estribos. Ésta era una de las innovaciones más importantes, aunque había muchas otras de menor trascendencia, desde el curvado de las varillas con vapor hasta el timón de cola.
La costa se aproximaba, así como el tenebroso mar, en el que las islas Saltee resplandecían como nidos de luciérnagas. En cuanto Conor hubo sobrevolado el puente de San Patricio —la prolongada franja de guijarros que partía desde territorio irlandés y, formando una curva, señalaba en dirección a Little Saltee como si de un dedo artrítico se tratase—, la corriente térmica sobre la que se había ido desplazando desapareció y el planeador se quedó atascado, inclinado con el morro hacia delante.
Conor había previsto esta eventualidad, pero no por ello se encontraba preparado. Si la parada duraba unos momentos más, caería en picado a tierra, donde le aguardaría una muerte segura.
«En el caso de un estancamiento, hay que mantener el morro hacia abajo y soltar los cabos».
Había tres cuerdas atadas a la barra de control, y las tres estaban unidas a la muñeca de Conor. Éste soltó la barra, tiró con fuerza hacia abajo y desató los nudos de las tres cuerdas.
La central estaba conectada a un panel delantero con bisagras —el pico—, e inclinó el morro hacia abajo. Las otras dos provenían de sendas hélices de madera, que de inmediato se pusieron a zumbar a causa de la energía liberada por dos robustas correas de caucho.
Las hélices con correas de caucho sólo funcionarían una vez por vuelo, y la propulsión que proporcionaban era mínima, pero podría bastar para sacarle de un estancamiento.
Y así fue. El planeador saltó hacia delante apenas un metro, pero se enderezó y atrapó la brisa marina. Conor sintió cómo ésta le recorría el cuerpo de punta a punta y percibía el olor a sal con cada ráfaga de aire.
Más adelante, las luces de la muralla de Little Saltee marcaban su objetivo en la oscuridad.
«Con forma de corazón —pensó—. Desde aquí arriba, la isla parece un corazón».
Y luego: «Voy camino de Little Saltee. Que Dios me ayude, estoy de vuelta».
Le atravesó el cuerpo un estremecimiento, y no de frío, sino de miedo.
En la noche de su audaz escapada, Conor había caído en espiral desde el cielo, envuelto en llamas como el Ícaro de la leyenda, y fue a estrellarse contra un bote de salvamento del yate real británico, rebosante de actividad con los preparativos para la partida.
Conor Finn yació inmóvil durante la travesía nocturna, sin que nadie le descubriera, bajo una docena de chalecos salvavidas de corcho. Habría sido incapaz de moverse aunque la áspera mano del descubrimiento hubiera aterrizado sobre su hombro. Esa mano nunca llegó, y Conor pudo dormir hasta que el yate hizo sonar su bocina para alertar a un esquife que se cruzó en su camino.
La fortuna le había sonreído una vez más en Londres, donde había conseguido saltar por la borda a un par de leguas del puerto y nadar hasta una grada de lanzamiento en el Támesis.
Conor robó una chaqueta, que por fortuna llevaba un poco de pan y queso en el bolsillo, y se pasó el resto del día recorriendo los muelles en busca de un acento irlandés. Para el atardecer había localizado a un grupo de londinenses de ascendencia irlandesa a los que les faltaban dientes y les sobraban tatuajes, por lo que no debían de ser espías de Aduanas.
«Si alguna vez consigues salir de este agujero —solía decirle Malarkey—, busca a mi hermano Zeb en los muelles de Londres. Enséñale el tatuaje y cuidará de ti».
Conor se remangó ante los trabajadores de los muelles, dejando al descubierto su tatuaje de los Carneros Rampantes, y pronunció la palabra mágica: Malarkey. En menos de una hora, se encontraba metido hasta el cuello en agua jabonosa, con un tazón de café en una mano y un excelente cigarro puro en la otra. Zeb Malarkey era un hombre acaudalado; casi toda su fortuna procedía de su propio impuesto de importación.
Zeb se personó en la posada un par de horas más tarde. Sin una sola palabra de bienvenida, examinó el tatuaje de Conor y la marca con hierro candente de Little Saltee.
—¿Cómo está Otto? —se interesó—. ¿Qué tal tiene el pelo?
Conor proporcionó al cabecilla de la banda criminal cuanta información le fue posible. Su hermano tenía el pelo sedoso y se encontraba muy bien de salud. Además, los turbios negocios a los que se dedicaba iban viento en popa.
Zeb había oído hablar de Conor a través de un carcelero de Little Saltee que aceptaba sobornos a cambio de información.
—Así que eres Conor Finn, el soldadito. Otto habla maravillas de ti. Dice que pusiste orden entre los carneros presos. ¿Te gustaría hacer lo mismo aquí?
Resultaba tentador desprenderse por completo de su antigua vida, como el reptil que muda su piel cuarteada, pero Conor se conocía lo suficiente como para saber que hacer que se cumplieran las normas en los muelles no era lo suyo. Por mucho que hubiera dejado de ser Conor Broekhart, no se había apartado del todo de los principios morales que su madre le había inculcado. Podía herir a otra persona para sobrevivir; hacerlo por dinero era una cuestión muy diferente.
Él era un aviador. Ése era su destino. Tenía que continuar de acuerdo con el plan: acudir a Irlanda, encontrar el medio de recuperar sus diamantes y, luego, zarpar hacia Norteamérica con el dinero, que destinaría a montar su propio laboratorio.
De modo que le dio las gracias a Zeb por la oferta, pero la rechazó. En Little Saltee tenía un asunto pendiente, que podía proporcionar a los Carneros un montón de dinero. ¿Contaba Zeb con algunos hombres en Irlanda, o acaso en las Saltee, que le pudieran ayudar?
—Los Carneros tienen hombres en todas partes. ¿De qué asunto se trata? ¿Venganza?
—No exactamente. En los terrenos de la prisión hay mercancía oculta que nos pertenece a mí y a tu hermano. Le di a Otto mi palabra de que le liberaría. Mi manera de agradecerle su amistad durante estos años.
Zeb Malarkey le arrojó una bolsa llena de guineas.
—En ese caso, márchate, isleño. Vete y siembra el caos.
Y eso fue lo que hizo.
De pronto, Little Saltee se encontraba allá abajo. En menos de tres minutos había atravesado la franja de océano de cuatro kilómetros de distancia que separaba la prisión de la isla principal. Si hubiera formado parte de un ejército, la menor de las islas habría sido invadida antes de que pudieran disparar el cañón de alarma.
El cuerpo le dolía por la constante tensión a la que sus articulaciones estaban sometidas y sintió alivio al tirar hacia atrás de la barra del planeador y trazar una curva descendente. En las pruebas de vuelo, había conseguido aterrizar el aparato dentro de los límites de un campo de labranza mucho más reducido que Little Saltee; pero ese campo estaba protegido por setos, y no por guardianes. Y los setos estaban poblados de ardillas y tejones, ninguno de los cuales apuntaría con un rifle a las posibles criaturas voladoras.
Incluso de noche, el panorama a vista de pájaro resultaba de lo más revelador. Había tres centinelas en la muralla, todos en el extremo norte, al abrigo de una torre. Conor veía que las cazoletas encendidas de sus respectivas pipas se encontraban a corta distancia entre sí. En realidad, los guardianes deberían estar separados a intervalos regulares y patrullar de un lado a otro, pero siglos de tranquilidad los había vuelto confiados.
Existían dos murallas en Little Saltee. Además de la exterior y principal, había un muro interior que rodeaba el edificio de la prisión. Entre ambas discurría la zona de labor donde los reclusos hacían ejercicio y trabajaban la huerta de salicores. Era allí donde Conor tenía pensado aterrizar, donde estaban enterrados los diamantes.
De pronto, una corriente térmica atrapó el planeador, provocando que rebasara en unos cien metros el lugar que había escogido. Conor propinó una patada a la palanca del timón de cola para girar lo más a babor posible e inclinó el morro hacia abajo. Esto provocó que iniciara un descenso en espiral, pero la alternativa consistía en aterrizar en el océano. Sería una lástima ahogarse aquella noche precisamente, después de haber recorrido a bordo de un planeador la mayor distancia que ningún hombre hubiera conseguido jamás.
«Victor estaría orgulloso».
Semejante pensamiento le perturbó. Cuando estaba en la cárcel, había tratado de no acordarse de la familia y los amigos de su vida anterior; pero, desde su huida, apenas conseguía pensar en nada más.
«Podría regresar y dar explicaciones. Mi padre se enfrentaría a Bonvilain».
Sí. Y como recompensa, le asesinarían. Y a su mujer también. Lo mejor era clausurar para siempre la puerta del pasado y comenzar una nueva vida.
Conor descendió a toda velocidad. Rocas y montículos iban surgiendo de lo que hasta entonces no era más que un denso espacio en tinieblas. El planeador fue luchando contra el piloto durante todo el descenso, y Conor contraatacaba, maldiciendo aquella nave infernal, negándose a permitir que se saliera con la suya.
Una vez al abrigo de la muralla, la turbulencia desapareció y el planeador, ahora dócil y suave, elevó el cuello con la elegancia de un cisne.
Conor clavó en la blanda tierra los tacones de sus botas, que dejaron dos surcos gemelos de unos tres metros de longitud, y por fin consiguió subir las alas a sus espaldas con un tirón del cinturón, con lo que se detuvo en seco.
No había tiempo para alegrarse por el aterrizaje, o felicitarse por la eficacia de las alas plegables, aunque en ese momento, técnicamente, sólo se encontraran alzadas. Para plegarse por completo, había que extraer dos puntales.
«Ahora, a trabajar».
Los diamantes estaban enterrados a unos treinta centímetros del rincón más septentrional de cada bancal de salicores. Siete bancales, siete bolsas con diamantes. La huerta más cercana a la prisión se encontraba a sus pies. Si trabajaba deprisa y no le descubrían, tal vez pudiera recuperar tres de las bolsas aquella noche.
Conor sacó un sable del cinturón y lo empleó para cavar la tierra en busca de los diamantes, pero le distrajo de su labor la visión de una figura oscura y desconsolada que se levantaba del suelo.
«Es una trampa. Estoy atrapado».
Pero no era así. La figura temblorosa tomó la palabra.
—¿Qué eres? ¿Qué quieres de Arthur Billtoe?
Conor sintió una furia tan intensa que le afectó físicamente. La frente le ardía y la empuñadura del sable, forrada de cuero, crujió bajo su puño.
—Billtoe —gruñó, dando un salto hacia delante—. ¡Arthur Billtoe!
La velocidad de su movimiento atrapó el aire, las alas dieron una sacudida en dirección al cielo y Conor se elevó ligeramente. Si Billtoe pensaba que podía escapar, estaba confundido. Conor aterrizó a menos de un metro del despavorido guardián, y rodeó el pescuezo del hombre con dedos de acero.
«Cómo han cambiado las tornas. ¿Quién es ahora el amo? A menos de veinte metros de donde me maltrataste y me humillaste».
—Billtoe —repitió, colocando la hoja de su sable en posición plana sobre el pálido cuello del carcelero.
—S–señor, ¿es usted un ángel o un d–demonio? —balbuceó el guardián—. Tengo que saberlo. ¿Me va a llevar usted arriba o abajo?
Conor contempló la posibilidad de matarle; el deseo de venganza le consumía. Con toda probabilidad, aquel miserable había asesinado a Linus Wynter. Satisfizo en parte este deseo con un pequeño corte en el cuello del guardián, pero no fue capaz de llegar hasta el final.
«Aún no te has convertido en un asesino», habría dicho Linus.
«Continúa con tu plan. Eres un espía francés».
—Puedo ser tanto un ángel como un demonio, monsieur —respondió Conor—; pero, en su caso, siempre seré un demonio.
—¿Me matará ahora, señor? —sollozó Billtoe.
—No, monsieur, todavía no —repuso Conor con una nota de pesar en la voz—. Pero está haciendo usted mucho ruido, así que…
Propinó a Billtoe un fuerte golpe en la sien con la empuñadura del sable, saboreando el sonido del golpetazo. Qué curioso; el guardián no parecía tan amenazante ahora, estirado sobre la hierba. Sin su pistola o el peso de la autoridad a sus espaldas no era más que un cobarde.
«Coge los diamantes; una bolsa, por lo menos».
El propósito de desenterrar tres bolsas se había ido al traste. Billtoe podía despertarse en cualquier momento y, por tentadora que resultara la idea, no podía seguir golpeándole el cráneo toda la noche. Tampoco podía atarlo o amordazarlo, ya que no disponía de cuerda o trapo alguno. Algo que recordar en su próxima visita, si es que sobrevivía a esta primera incursión.
Conor se puso a cavar de nuevo, levantando terrones de tierra con ayuda del sable. Entonces se le ocurrió que tal vez Malarkey le había mentido y había escondido el botín en otro lugar; pero Conor decidió que era improbable. A pesar de los comienzos poco favorables, Otto Malarkey se había convertido en su amigo, y los Carneros Rampantes tenían un hondo sentido de la lealtad. Antes subirían a la horca que traicionar a otro hombre que llevase el tatuaje.
La confianza de Conor demostró estar justificada. La hoja de acero no tardó en chocar contra un puñado de diamantes. Apartó el sable a un lado y rebuscó en la tierra con sus manos enguantadas. Acto seguido, extrajo la bolsa.
«Ya tengo una. Quedan seis más».
Sintió la tentación de desenterrar otra. Con una segunda bolsa al cinto, su futuro estaría asegurado y podría zarpar hacia Norteamérica al día siguiente, si quisiera.
«Vete ahora. Sé prudente. Billtoe puede despertarse en cualquier momento».
Una más. Sólo una.
Conor corrió en dirección al segundo bancal de salicores, imaginando todo el rato que Billtoe recuperaba el sentido.
«¿Debería haberle matado?».
No. Un guardián muerto levantaría sospechas. Se abriría una investigación. Por otra parte, el hecho de que Billtoe mantuviera conversaciones con un aviador francés se tomaría como los desvaríos propios de un borracho, a menos que llegase a oídos de Bonvilain.
«Demasiado tarde ya. Ve a buscar la segunda bolsa».
El bancal de salicores se encontraba un poco más al norte, junto a la curva que trazaba la muralla. Conor corrió cerca de la base de aquélla, esquivando así las corrientes que fluían por los montículos de la isla, y también la bruma impregnada de sal, que añadiría peso a sus alas.
«El planeador tiene que bajar más —se dijo—. Las alas atrapan cualquier movimiento del aire, por leve que sea».
Encontró la segunda bolsa con igual facilidad que la primera. Otto Malarkey había seguido correctamente las instrucciones de Conor. La bolsa se deslizó con suavidad de su escondite, arrastrando a su paso guijarros y terrones de tierra. Tenía las dimensiones y el peso de un conejo de pequeño tamaño.
«Pesa lo suficiente. Ya van dos».
Sin lugar a dudas, había llegado el momento de remontar el vuelo. Intentar una tercera búsqueda traería consecuencias desastrosas. Conor tuvo la repentina imagen de sí mismo pasando el resto de la noche en su antigua celda, y un escalofrío le recorrió la espalda. Tenía que marcharse.
Con plena seguridad, los guardianes se encontrarían cómodamente instalados en la torre norte, rellenando sus respectivas pipas, de modo que efectuaría su huida desde el sur.
Regresó a la base de la muralla y, guiándose por el olfato, encontró el evacuatorio, una letrina excavada al pie de la propia muralla cuyo depósito disponía de un desagüe que llegaba hasta el mar. Por lo general, los evacuatorios estaban situados cerca de una escalera, para que el centinela se mantuviese alejado de su puesto el menor tiempo posible.
Tal como Conor había confiado, a tan sólo tres pasos de la letrina se encontraba la escalera, cuyos peldaños ascendían por la muralla principal. Subió a cuatro patas, manteniendo las alas a sus espaldas, a salvo de daños, si bien expuestas a las ráfagas de viento. Más de una vez se vio forzado a sujetarse las piernas para defenderse de los intentos de sus alas levantadas por arrancarle de los escalones.
«Todavía no. Más alto aún».
No se veía ni se escuchaba a ningún centinela sobre el adarve de la muralla, aunque el propio Conor quedaría al descubierto en cuanto emergiera de la escalera. Todo iba saliendo según lo previsto, excepto por el encuentro con Billtoe. ¿Qué demonios hacía ahí el muy desgraciado? ¿Dormir a la intemperie?
Se tendió boca abajo sobre los últimos escalones y miró a ambos lados de la muralla, que trazaba una curva. Los adoquines, desgastados por siglos de patrullas, brillaban bajo la luz eléctrica con un resplandor anaranjado. El parapeto almenado llegaba a la altura de la cabeza y tenía varias hileras de troneras horizontales. El viento silbaba a través de las aberturas, emitiendo un sobrecogedor aullido espectral.
«Viento del litoral. Todavía fuerte».
Habría resultado de lo más afortunado que el viento hubiera cambiado a una brisa marina y soplara hacia atrás, en dirección a Irlanda; pero se trataba de la clase de eventualidad en la que no se podía confiar. Aprovecha la suerte cuando te sonría, pero no cuentes con ella. Así que el destino inmediato de Conor ya no era Kilmore, sino Great Saltee, pues hacia allí se dirigía el viento.
Conor juntó los pies y empujó el arnés hacia abajo. Con una mano agarró la vara para elevar las alas y, con la otra, la barra de control.
«Una vez más, al aire».
Se puso de pie y echó a correr por el adarve de la muralla. Sus pasos se le antojaban absurdamente ruidosos mientras sus botas repiqueteaban sobre la piedra. Era probable que los sonidos acabasen por llegar hasta la torre donde se encontraban los centinelas.
«Concéntrate en tus acciones. El mínimo desliz podría llevarte a la muerte».
Por curioso que resultara, a veces, la voz que le sonaba en la mente era la de Victor Vigny.
«Tengo un ángel de la guarda con acento francés».
Este pensamiento le provocó una sonrisa, y así, a pesar de la situación de vida o muerte, fue un sonriente Conor quien se encaramó al parapeto de Little Saltee y se lanzó al cielo en tinieblas.
«Voy volando en dirección a casa».
PUENTE DE SEBBER, EN GREAT SALTEE
Por lo general, Pike realizaba el primer turno de trabajo en Little Saltee; luego, pasaba horas de sol y días de ocio en la mayor de las dos islas, cuidando de su madre —a la que le faltaba una pierna— y reparando la tapia de su casita de campo, en la que llevaba trabajando quince años. Cuando no estaba preparando argamasa para la tapia, se dedicaba a ganar dinero a espuertas vendiendo información a los Carneros Rampantes.
Pike nunca pertenecería al círculo de personas más allegadas a la banda, pero era un hombre que resultaba útil en cualquier situación porque, a pesar de su aparente carencia de materia gris, tenía una asombrosa habilidad para acopiar datos. El encargado de la cárcel, hombre propenso a las intrigas políticas, apreciaba en gran medida este don y concedía a Pike numerosos permisos para que le comunicase las habladurías provenientes de palacio; al mismo tiempo, los Carneros Rampantes le pagaban generosamente por cualquier información relativa a Aduanas que consiguiera sonsacar a sus compañeros en los muelles. Dos bolsas de monedas a la semana, y ninguna de las partes conocía la existencia de la otra.
Además de proporcionar confidencias a los Carneros Rampantes, Pike también hacía diferentes tareas para ellos. Nada violento que pudiera conducirle a la horca, pues también era un cobarde empedernido. El trabajo que llevaba a cabo últimamente no podía ser más sencillo, si bien le resultaba un tanto desconcertante. Hasta nueva orden, cada noche que soplara una fuerte brisa desde el interior tenía que llevar un esquife al puente de Sebber y dejarlo allí. Tan simple como eso. Varaba la barca en el farallón de esquisto a los pies de Promontory Fort y luego regresaba remando costa arriba, hasta el puerto. Sin luces, sin silbatos, sin cantar salomas, pues, de otro modo, los tiradores de élite de las Saltee le clavarían una bala en el trasero. Varar la barca y marcharse, eso era todo. El esquife regresaría al puerto por sus propios medios al día siguiente.
Instrucciones sencillas, mas no del gusto de Pike. Gracias a sus honorarios por partida doble, tenía plena conciencia de lo valiosa que resultaba la información de calidad, y sabía a ciencia cierta que algunos pagarían por enterarse de qué clase de persona tenía interés en recoger un esquife en el puente de Sebber, de madrugada. Nadie respetable, eso seguro. Los ciudadanos honrados iban y venían a través del puerto sin necesidad de triquiñuelas.
El secreto residía en cómo vender la noticia sin caer en desgracia con los Carneros Rampantes; pero ya reflexionaría sobre ese asunto cuando dispusiera de todos los detalles.
De modo que Pike decidió retrasar su partida un rato, hasta que el misterioso marinero hubiera zarpado. Entonces, conocería la clase de información con la que contaba y a cuánto ascendía su valor.
Ocultó su propia batea bajo una aglomeración de plantas acuáticas y luego, encaramado a lo alto de las rocas, se dispuso a esperar.
Pasadas dos horas, empezó a lamentar no haber llevado consigo más tabaco, y contemplaba la posibilidad de llenar su pipa con algas cuando algo pasó zumbando por encima de su cabeza, provocando que la pipa se le cayera de las manos.
«Si era un murciélago, debía de ser gigante. Más parecía una gaviota volando bajo, o un cernícalo llegado de territorio irlandés».
Pike tenía una vaga impresión del enorme tamaño de la criatura.
«Se podría sacar mucha carne de un pájaro así de grande. Lástima que no me haya traído la honda. Hasta las gaviotas tienen un sabor pasable si las sabes cocinar».
Salió de la hendidura en la que se encontraba agazapado justo a tiempo de observar a un hombre con alas que se lanzaba en picado y aterrizaba en el puente de Sebber; al arrastrar los talones, levantaba una nube de guijarros.
«Un hombre volador —pensó Pike, estupefacto—. ¡Un hombre que vuela!».
Al instante supo que se trataba de lo más valioso que vería jamás. Sacó una libreta del bolsillo y lamió la punta de un lapicero que colgaba del lomo atado de un cordel.
«Un buen negociante sabe cuándo hay que tomar nota de una noticia. Mantén tu lapicero a mano y nunca te perderás nada».
Así, con el corazón desbocado entre las costillas y los dedos temblorosos, Pike realizó un boceto del aviador alado agarrado a la borda del esquife, no fuera a ser que la brisa lo arrastrase hasta la luna.
Dibujó unas flechas que señalaban las alas y encima de las flechas escribió «alas», como si el hecho de poner por escrito la palabra la hiciera más creíble ante sus propios ojos. Hizo otra anotación cuando el aviador tiró de una palanca y las alas se elevaron a su espalda. Luego, dibujó un diagrama del arnés y de cómo éste sujetaba al piloto desde los hombros hasta las rodillas. Vio que el aviador se lo quitaba como una dama se despoja de su corpiño, y acto seguido plegaba el artefacto al completo tirando de varios cordeles, hasta que las alas se doblaron con la pulcritud de una manta de picnic.
«Tal vez debería hacerme con esas alas —pensó Pike—. El aviador no parece muy corpulento. Podría clavarle el cuchillo en las costillas y, luego, regalarle las alas al encargado de la prisión. Eso estaría bien».
Pero entonces reparó en un sable que el aviador llevaba a la cintura, y en el revólver que portaba en el otro costado. También existía la posibilidad de que aquellos hombres voladores poseyeran extraños poderes mágicos para lanzar conjuros como el mal de ojo, por ejemplo.
«Mejor contentarse con los dibujos, de momento —decidió—. La próxima vez vendré preparado, y estaré más tranquilo. Un hacha de mango corto servirá».
El aviador guardó su equipo cuidadosamente debajo del asiento de popa; a continuación, afianzó los pies en la roca de esquisto y se dispuso a empujar la embarcación. El esquife se deslizó con suavidad sobre el agua oscura con tan poco ruido como el que provocaban las olas en la costa norte.
«Se marcha —pensó Pike—. Estoy a salvo».
Pero quizá reflexionó con excesiva energía, porque el aviador se quedó inmóvil y giró sus anteojos hacia las rocas. Ladeaba la cabeza como un ciervo desorientado, y oteó las alturas con sus círculos gemelos de color naranja.
«Echa fuego por los ojos —se asombró Pike—. Ve en la oscuridad».
Sin embargo, en ese momento el extraño hombre alado se dio la vuelta y de un salto subió a bordo del esquife. Su aterrizaje provocó que la barca se impulsase a través del agua y la proa chocase contra las olas. En cuestión de segundos, la vela oscura se desplegó y la pequeña embarcación se alejó de la isla rumbo a estribor.
Pike exhaló un suspiro de alivio.
«Puede que un hacha de mango corto no sea suficiente —decidió—. Tal vez necesite alguna herramienta con mango largo».