15
REGRESO A CASA
Reinaba una calma casi perfecta mientras Conor navegaba a bordo del esquife en dirección nornoreste entre Jackeen Rock y Murrock Rock, en el estrecho de las Saltee. Ambas rocas se hallaban por lo general sumergidas, pero a veces, en la zona menos profunda del canal, sus cumbres achatadas quedaban a la vista. Cuando, a los cinco años, Conor vio por primera vez aquellas siluetas rectangulares y rugosas una noche que navegaba en el patrullero, junto a su padre, tuvo la seguridad de que eran cocodrilos y no consiguió calmarse hasta que Declan accedió a disparar un tiro de advertencia. Por descontado, el estallido del disparo funcionó y ambos cocodrilos se hundieron bajo las aguas.
Esta anécdota se repetía a menudo cuando la familia se congregaba alrededor de la chimenea, y se sacaba a colación siempre que algún amigo pasaba a visitarlos y le agasajaban con un coñac o una limonada. Entonces, Conor fruncía siempre el ceño, pero ahora el recuerdo estuvo a punto de provocarle el llanto.
«No puedo soportarlo. Están demasiado cerca».
El rostro de su madre parecía cernerse sobre él, llamándole para que regresara a casa. Conor ya no podía ignorarla por más tiempo. Sin duda, ella sufría tanto como él; acaso más. Tenía que averiguar cómo se encontraba.
«Si sólo pudiera verlos. Mirarlos a la cara una vez más antes de partir, asegurarme de que resisten».
Conor desplazó la caña del timón con la rodilla y tensó la vela para girar al suroeste. Regresaba a casa.
Desde la distancia, el puerto de Great Saltee mantenía en buena parte el aspecto que Conor recordaba. Tenía la forma de una imponente tiara, cuyas puntas lanzaban destellos de tonos naranja y plata. En la cara interior de los diques, parte del lustre se había perdido en los últimos años, pues el granito se había ido cubriendo de cieno marino. En el muelle se veía una enorme cantidad de embarcaciones atracadas de cualquier manera, apiñadas entre sí, formando una maraña. El proyecto para un nuevo muro exterior había sido abandonado, y la estructura a medio construir se adentraba en el mar como un banco de arena erosionado. La torre del faro que ese proyecto incluía también se encontraba construida a medias y se alzaba inclinada hacia un lado como un desmoronado recordatorio de una época anterior, y no como el orgulloso símbolo de una nueva era. La pérdida del rey Nicholas se percibía intensamente incluso allí, en el puerto.
Conor amarró el cabo de popa del esquife a una barca de mejillones y lanzó el ancla a la media marea. El ancla burbujeó, borbotó y luego se hundió con rapidez, arrastrando consigo varias bolsas con diamantes fuertemente atadas a ella. Conor fue saltando por la proa de media docena de botes de pesca que se mecían sobre las aguas y luego se impulsó hasta aterrizar sobre las losas del muelle con la ayuda de una anilla de amarre de bronce.
Paseó por el puerto con aire despreocupado, lanzando miradas hacia arriba, en dirección a los centinelas apostados en la muralla. Aunque todo lo demás en la isla estuviera descuidado, dejado al azar, Declan Broekhart no permitía que sus tiradores de élite rebajaran sus normas de conducta. Cuatro guardias se encontraban en lo alto de la muralla; sus respectivas capas aleteaban a causa del viento. Conor percibió el destello del tambor de un rifle y supo que a la primera señal de beligerancia un disparo de advertencia levantaría chispas y esquirlas a sus pies, y a la segunda señal estaría muerto antes de que su cuerpo chocase contra el agua. Se movía con andares pausados y ambas manos a la vista.
El muelle discurría a lo largo de la curva de la muralla e iba a dar a una zona de mercado adoquinada que durante el día se abarrotaba de puestos. Cada mañana, comerciantes, taberneros y amas de casa convergían en la lonja para llenar sus cestas de caballa, bacalao, abadejo, mejillones, langosta, cangrejo y salmón. Los barcos llegaban vacíos desde Kilmore y se marchaban repletos o viceversa, dependiendo de qué tripulación disfrutara del uso de las aguas ese día.
A la caída de la tarde, el aire despedía un fuerte olor a sal y a vísceras de pescado. Los encargados de la limpieza bombeaban agua desde el puerto y, con una manguera, arrastraban hasta el mar la sangre y las vísceras. Casi todos los chicos jóvenes de las Saltee habían ejercido estas tareas de limpieza. Pertrechados con recios cepillos de cerdas y la energía propia de la juventud, restregaban la suciedad de las losetas de piedra, que volverían a teñirse de rojo a la mañana siguiente.
Conor franqueó el arco de la muralla y se detuvo ante la garita de la aduana.
—¿Algo que declarar? —preguntó el guardia.
Conor levantó las palmas vacías.
—Sólo una sed de muerte, señor, y una cita con mi novia.
El guardia sonrió.
—Ah, la cerveza y las chicas. Dos buenas razones para visitar las Saltee. Entonces, no es la primera vez que traspasas la muralla.
Más adelante, sobre la colina, los torreones de palacio descollaban en la noche, ocultando en parte las estrellas.
—No, señor. He venido en otras ocasiones.
De niño, Conor no pasaba todas las horas del día enfrascado en sus estudios. También empleaba su tiempo en hundirse hasta las axilas en barro y algas. Escalaba acantilados, construía presas y, de vez en cuando, robaba huevos de los nidos de los frailecillos, que se desplazaban con andares de pato sobre las rocas planas, como si fueran juguetes de cuerda.
A veces, semejantes aventuras le hacían saltarse la hora límite para regresar a casa, y cuando se daba esta circunstancia, Conor espiaba por las ventanas para comprobar si Declan había llegado, o para ver de qué humor se encontraban sus padres.
Ahora ocupaba el mismo lugar que entonces, sentado a horcajadas en una gárgola de desagüe situada a tres metros del suelo y al lado contrario de la plaza desde la vivienda de los Broekhart. De la boca de la gárgola goteaba el agua salada del oleaje marino, pintando vetas blancas en los retorcidos labios de piedra. El solo hecho de escalar la muralla le provocaba punzadas de nostalgia de su hogar.
«No me cuesta encontrar los puntos de apoyo en la piedra. Subo por la muralla como si la hubiera escalado ayer mismo».
En el hogar de los Broekhart reinaba la oscuridad y la calma, salvo por una única vela junto a la ventana de la cocina. No había señal de sus padres.
«Debe de ser tarde».
Conor sintió una honda desilusión, aunque también cierto alivio. El nudo que tenía en el estómago era aún mayor que cuando se escapó de la prisión a bordo del globo de aire caliente. Sabía que de haber visto a sus padres hundidos en la miseria le habría resultado imposible no aventurarse al interior de la casa y dejar la verdad al descubierto.
«Mi madre y mi padre me odian; pero es un odio aparente. Imaginario. En el fondo, todavía me quieren».
En el hogar de los Broekhart una sombra hizo su aparición en la cocina. Conor notó que el pulso le bombeaba en la frente.
«Quizá mi madre no consigue conciliar el sueño; las pesadillas la persiguen, como a mí».
En efecto, era su madre. Catherine Broekhart pasó caminando con suavidad junto a la ventana de la cocina, con el cabello desarreglado por el sueño. Entornaba los párpados y agitaba las manos en el aire hasta que sus ojos se adaptaron a la repentina luz.
«Mi madre. Ay, sí; es mi madre».
La simple visión derribó las barreras que Conor había levantado alrededor de su alma. Había llegado la hora de poner fin a la cruel charada de Bonvilain. El mariscal, y no Conor, sería el culpable de las consecuencias.
Hizo un movimiento para bajarse de la gárgola y, de pronto, se quedó inmóvil. Su padre acababa de entrar en la cocina, y no estaba solo. Llevaba en brazos a un niño con el cabello enmarañado, de poco más de un año de edad, que impulsaba hacia fuera el labio inferior en señal de disgusto.
«Un niño. Mi hermano».
Su padre no estaba tan desmoralizado como Conor había previsto. Declan Broekhart esbozaba una familiar sonrisa mientras acunaba al crío y le cubría con la manga de su bata. Empezó a hablarle y, a través de la ventana abierta, Conor reconoció su voz, aunque no pudo distinguir las palabras.
«Mi padre es feliz».
Catherine llenó un vaso de agua para su hijo y el matrimonio le prodigó toda clase de carantoñas. Luego los tres se sentaron ante el fuego mientras el pequeño bebía. Poco a poco, el enfado del niño fue remitiendo, a medida que el recuerdo de su pesadilla era reemplazado por la presencia de sus cariñosos padres.
En el exterior, a lomos de la gárgola, Conor tuvo la impresión de que le despellejaban, como si le arrancaran los últimos vestigios de Conor Broekhart.
«Un niño. Un hermano».
Las cosas no eran tal como las había imaginado. Por lo que parecía, él mismo era el único que sufría. Sus padres habían vuelto a encontrar la felicidad con su nuevo hijo.
El frío de la gárgola de piedra se le extendió por los muslos y le subió hasta el pecho. El salado oleaje bajaba por la muralla formando una cortina de agua que le empapaba la casaca y le llegaba a la piel de los hombros.
«Tienen una buena vida —pensó—. Han vuelto a ser felices».
Conor entendió que no podía dejarse ver ni revelar la verdad.
«Bonvilain los mataría sin dudarlo un segundo. Y sería por mi culpa».
Conor apartó la mirada de la ventana y se colgó de la gárgola para bajarse.
«Soy Conor Finn», se dijo mientras caminaba hacia el puerto con paso rápido y decidido.
«El aviador remonta el vuelo otra vez. Dos bolsas de diamantes más y, después, a Norteamérica».
FORLORN POINT
Linus Wynter estaba atareado cuando Conor llegó a la torre. Había cambiado el dormitorio por completo para adaptarlo a su gusto y conveniencia. Sobre la lumbre había chocolate caliente, junto a un guiso de tocino y patatas, y el músico estaba cosiendo la manga de su esmoquin.
—Es medianoche —señaló Conor mientras entraba por la puerta con la ayuda de la escalera.
Linus se dio unas palmaditas en la sien.
—Para mí siempre es de noche, muchacho. Duermo cuando tengo sueño.
Conor bajó la vista en dirección al sótano.
—¿Por qué te molestas en cambiar de sitio los muebles? Nos marchamos dentro de unos días, ya te lo he dicho.
—¿Dentro de unos días? Pero si tu preciosa máquina voladora no está terminada.
Cuando Conor no se encontraba remendando las alas del planeador, pasaba cada minuto construyendo el aeroplano que había diseñado en la prisión, con un motor de gasolina y un tren de aterrizaje retráctil.
—Me queda poco para terminarla. En cualquier caso, si es necesario, puedo llevarla por barco a Norteamérica.
—No estamos ligados el uno al otro —argumentó Linus, pegando la aguja a su dedo para encontrar la costura descosida—. Puede que me quede aquí para salvar a tu familia.
—Mi familia no necesita que nadie la salve. Mis padres viven en un palacio, con su nuevo hijo.
Linus hizo una pausa ante el comentario. Se quedó escuchando la respiración de Conor y luego caminó cuidadosamente hasta él y le agarró de los hombros.
—Qué alto estás —comentó, sorprendido—. Victor pronosticó que crecerías mucho. Eres de huesos largos, como decía el francés. De modo que ahora tienes un hermano pequeño. Estupenda noticia. ¿No te gustaría conocerle antes de zarpar?
Conor notó un velo de lágrimas en los ojos.
—Me… Yo… Desde luego, me gustaría, claro, pero qué significaría para el niño… para mi…
—Venga, dilo —le animó Linus—. Es tu hermano.
—¿Qué significaría para mi hermano? —soltó Conor de sopetón—. Bonvilain le asesinaría. Si mi padre se enfrenta al mariscal, los matará a los tres.
Dio la impresión de que Linus le lanzaba una mirada furiosa, como si pudiera ver a través del pañuelo de seda que le tapaba los ojos.
—¿Y qué me dices de Isabella? En el pueblo corren rumores acerca de que ha revocado los impuestos y los tributos a las importaciones. Se está convirtiendo en una auténtica reina. ¿Cómo crees que Bonvilain va a responder a eso?
Conor se secó las lágrimas.
—Ahora es la reina, y cuenta con gente para protegerla. Decía que me amaba; sin embargo, creyó que yo había colaborado en el asesinato de su padre.
—No es eso lo que dicen. En el pueblo también hablan de Conor Broekhart. Fue un héroe, dicen. Murió tratando de proteger a su rey.
Conor soltó un bufido.
—Ésa es la historia oficial. Bonvilain dijo que mi «implicación» en el asesinato se ocultaría para perdonar la vida a mi familia. Ése fue su «regalo» a los Broekhart.
—Y tú sabes de buena tinta que Isabella estaba incluida en ese engaño.
Semejante pensamiento le resultó inesperado. ¿Y si Isabella no estuviera al tanto? ¿Y si creyera que su joven pretendiente había muerto aquella noche?
«No lo pienses. Es demasiado doloroso; además, no va a cambiar las cosas».
Conor se sentó en el banco de trabajo y se tapó la cara con los puños cerrados.
—Por favor, Linus, basta ya. No soporto pensar en lo que ha podido ocurrir o no. Mi conexión con los Broekhart ha quedado cortada de raíz. No se me puede achacar la culpa. Bonvilain es demasiado poderoso. Y yo soy Conor Finn.
—Finn, claro. El apellido que Bonvilain te regaló.
«Amor, familia, felicidad. Lujos que se pagan con la muerte. Permanece vivo y tu familia vivirá».
—Estoy vivo. Y permaneceré vivo.
Linus soltó una risa seca.
—¿Permanecerás vivo, dices? Sí, claro; por eso te lanzas a diario desde lo alto de una torre.
—Hice una promesa a Otto Malarkey.
—Entonces, eres capaz de arriesgar la vida por un puñado de diamantes, pero no por tu familia o tu honor. Me parece que Victor quedaría muy decepcionado con su pupilo.
Conor se levantó de un impulso.
—Deja ya de sermonearme. No eres mi padre.
—Tienes toda la razón, muchacho —repuso Linus con voz tranquila mientras su expresión de enfado iba desapareciendo—. No soy tu padre.
Sin una palabra más, Conor se volvió de espaldas, se colocó el planeador plegado bajo el brazo y subió la escalera que conducía al tejado.