16
SERPIENTES EN LA HIERBA
Conor y Linus apenas se dirigieron la palabra al día siguiente, con la excepción de unos cuantos saludos emitidos con gruñidos. El norteamericano se chocaba a propósito contra algunos muebles con la esperanza de suscitar algún interés por parte de Conor, pero resultó inútil. O bien el joven no oyó los quejidos, o prefirió ignorarlos.
«El corazón se le debió de endurecer en Little Saltee —pensó Wynter—; pero ahora, al ver a su hermano pequeño, se le ha convertido en piedra».
Llegó la noche y el ambiente de tensión continuaba, sin embargo, cuando Conor preparó el motor para poner en marcha el túnel de viento, Linus sintió la obligación de tomar la palabra.
—Conor, no puedes volar esta noche. El viento es demasiado fuerte.
Conor no se volvió para mirarle.
—No eres mi padre, ¿recuerdas? Además, no es verdad que el viento sea demasiado fuerte. Sopla unos cuantos grados más al sur de lo que me gustaría, pero puedo maniobrar para esquivarlo.
—¿Y la luna? Esta noche habrá luna llena.
Conor se abotonó su casaca negra y examinó el panorama que le rodeaba. Apenas se veía una nube en el cielo. La luna reluciente se reflejaba sobre amplios tramos de la superficie del océano, que parecía bailar con la luz. Era una noche completamente clara.
—El cielo está encapotado —espetó con brusquedad mientras se colocaba debajo del planeador, que se hallaba colgado de un soporte situado en lo alto—. ¿Te importa bajar el planeador?
Linus, ya familiarizado con la distribución del tejado, contó los pasos hasta un cabestrante sujeto con tornillos a la pared.
—¿Preparado?
Conor levantó los brazos, listo para introducirse en el arnés.
—Venga, bájalo. Hay que girar la manivela cinco veces.
—Ya lo sé. Igual que ayer. ¿Me tomo la molestia de preparar la cena?
—Sí. Lamento lo de anoche; no estaba de humor para cenar.
—Te advierto que no tendrás comida recién hecha. Calentaré las sobras de ayer.
—¿También el chocolate caliente? Me arrepentí de no tomarlo. En el tejado hace frío.
Linus sonrió.
—A veces, las rabietas se pagan caras.
El planeador se le asentó en la espalda. Conor se abrochó el arnés al pecho y tiró de las correas que le rodeaban las piernas. Bajó un brazo y palpó la manivela del arnés, como el pistolero que comprueba la culata de su pistola.
—He preparado las hélices —dijo Linus.
Conor punteó una de las bandas de caucho.
—Tirantes, sí señor. Bien hecho.
—Mi sentido de la tirantez es sobresaliente —bromeó Wynter mientras bloqueaba el cabestrante—. ¿Por qué no esperas, Conor? El viento no es favorable. Huelo la sal.
Conor se abotonó la casaca de vuelo hasta la barbilla y luego se colocó los anteojos. Una vez disfrazado, su conducta cambió por completo. Se mantenía más erguido y se sentía más audaz; ya no era un muchacho, sino un hombre.
—No puedo esperar, Linus. Otra noche, no. Recogeré mis diamantes y pondré punto final a esta vida. Norteamérica aguarda. Podemos montar un negocio entre los dos. Yo volaré mis planeadores y tú te dedicarás a probar la tirantez de las cosas.
La sonrisa de Wynter tenía un tinte de tristeza.
—Todavía no estoy preparado para regresar a casa, muchacho. Nicholas me trajo a esta parte del mundo para llevar a cabo una tarea, y tengo la intención de terminarla. Aun a riesgo de parecer melodramático, no descansaré mientras Bonvilain se siga saliendo con la suya. Me arrebató a los mejores hombres que he conocido. Y me temo que esta noche puede llevarse a otro.
Conor sacó el sable y lo balanceó para comprobar su peso.
—No temas por mí, Linus. Teme más bien por todo aquel que esta noche se interponga en mi camino —introdujo el arma blanca en su vaina y luego se aseguró de que ambos revólveres estaban cargados—. Ah, otra cosa. ¿Te importa apagar el túnel antes de irte a la cama?
Conor se agachó en el túnel de viento y fue lanzado hacia la noche. Linus le oyó entrar en la corriente de aire y escuchó el crujido de la madera y el estampido posterior.
«Regresa con vida, muchacho —pensó—. Eres su única esperanza».
Y luego: «Tal vez prepare la cena de nuevo. Quizá haga mis famosos pastelillos de sémola. Un aviador se merece una buena comida. Hasta un chocolate caliente recién hecho».
Conor contuvo el aliento mientras el viento del túnel hinchaba las alas del planeador y lo impulsaba en dirección a las estrellas. Ese primer momento de estruendo y potencia resultó tan confuso como de costumbre. Era imposible diferenciar el cielo o las estrellas de sus propios reflejos. El aire le apaleó el torso con puños fantasmales hasta que el planeador se alineó en la dirección del viento.
Entonces llegó el momento del vuelo propiamente dicho, cuando la corriente lo elevó, el planeador crujió hasta adquirir la tensión necesaria y fue propulsado al máximo, alejándose de la tierra.
«Un instante de felicidad. Sin nada que hacer, salvo estar en paz».
Conor descubrió que, con el transcurso de cada vuelo, este breve trecho le entusiasmaba cada vez más. Era la calma que precede a la tormenta, lo sabía; sin embargo, mientras planeaba con el viento a la espalda, olvidaba sus preocupaciones, tan prosaicas como las de la mayoría de los humanos.
Las corrientes térmicas lo elevaron hasta una altitud superior a la que nunca había volado. La tierra se extendía allá abajo como si de un mapa viviente se tratara. Veía cumbres blancas que se estiraban en perezosos meandros a lo largo de kilómetros de costa, como los contornos de un mapa. Varias barcas se mecían gentilmente sobre el mar negro y plata; los pescadores aprovechaban la marea nocturna y las aguas en calma. A Conor le pareció escuchar un coro de exclamaciones procedente de uno de los botes. ¿Le habrían visto? Daba igual. A partir de aquella noche, el misterioso aviador no volvería a volar. La siguiente vez que remontara el vuelo sería en calidad de libre ciudadano norteamericano, con documentos que lo demostraban, gracias a Zeb Malarkey. Enviaría por barco el planeador, separado en piezas que luego se montarían en Nebraska, o Wyoming, o acaso California. El estado de América del Norte que se encontrara a mayor distancia de las islas Saltee.
Conor empujó con fuerza la barra de dirección, trazando un amplio arco con el planeador. Había llegado la hora de concentrarse en su trabajo, o pasaría de largo Little Saltee. Dos arriates de salicores más, dos bolsas más. Entonces, Otto podría comprar su libertad y aún quedaría una pequeña fortuna para una vida segura en Norteamérica.
GREAT SALTEE
Billtoe y Pike se hallaban tumbados tras el risco que se elevaba sobre el puente de Sebber. A su alrededor habían colocado varios instrumentos cortantes ennegrecidos de hollín.
—Esa hacha de carnicero es mi preferida —dijo Pike con una nota de afecto—. Sirve para toda clase de carne: de pez, de ave o humana. También es capaz de fracturar algún que otro hueso, claro que sí.
Billtoe estaba deseando discrepar.
—Tu hacha es incómoda. Hay que levantar el brazo demasiado. Yo tengo tiempo de sobra para atacar y perforar un pulmón con esta preciosidad —afirmó, dando un toquecito con la uña a un largo punzón para hielo de aspecto letal.
—A mí me encanta mi espada; se llama Mary Ann y es una maravilla —dijo una ronca voz con acento irlandés a espaldas de ambos.
—Silencio, imbécil —siseó Billtoe—. El aviador puede llegar en cualquier momento.
—Eras tú el que estaba hablando —replicó el hombre, dolido.
—Estaba «susurrando» —corrigió Billtoe. Luego se dirigió a Pike—: ¿Por qué has traído a este idiota?
—Sólo pude reunir a tres hombres entre los guardianes de la prisión —explicó Pike—. Y dijiste que necesitaríamos por lo menos media docena para atrapar al aviador. Así que recogí a Rosy en la taberna. Se ha tomado un cuarto de cerveza, nada más.
Billtoe no estaba satisfecho.
—Ya has visto al aviador. Mide dos metros, como poco, y va armado hasta los dientes. Hacen falta ojos avispados y manos rápidas para cogerle, y no estúpidos irlandeses borrachos con la nariz colorada.
Rosy soltó un bufido.
—Irlandés estúpido lo serás tú, Arthur. Además, soy capaz de descuartizar a cualquiera que se me ponga por delante. Vamos, reconócelo: ese aviador tuyo no es más que un fantasma, una de tus alucinaciones.
Billtoe se mordió el labio inferior, haciendo temblar el rastrojo que le poblaba la barbilla.
—¿Una alucinación, dices?
—Ya sabes. Imaginaciones de tu mente. Te persigue un fantasma, por aquella vez que te metiste en un barril.
—Se lo has contado, Pikey —dijo Billtoe con tono de reproche.
—Tú mismo me lo contaste en la taberna —repuso Rosy entre risas—. Le contaste a todo el que te quiso escuchar lo del diablo, y lo del pobre Billtoe de niño, metido en un barril. No existe ningún aviador. Estoy aquí por los cinco chelines que me habéis prometido, sólo por eso. En todo caso, ¿a qué vienen tantos cuchillos? Una bala bastaría.
—Necesitamos objetos que corten, cara de remolacha, cerebro empapado de cerveza —espetó Billtoe, furioso—. Si pegamos un tiro, los centinelas de la muralla se nos vendrán encima como moscas al estiércol. Y nos quedaríamos sin el botín del aviador.
—Si es que existe, claro.
Billtoe asió la empuñadura del punzón para hielo.
—De acuerdo, Rosy. Si no existe el aviador, ¿por qué no le dices a ese tipo que vuela por el cielo, justo encima de ti, que no es más que una alucinación inventada por mi cerebro?
Rosy levantó la vista, convencido de que sólo vería estrellas. Lo que divisó hizo que se pusiera a dar zarpazos en la hierba en busca de su espada, que era una maravilla.
—Dios nos guarde —murmuró, al tiempo que se santiguaba con la mano libre—. Un hombre con alas.
—Conque una alucinación, ¿eh? —resopló Billtoe. Luego, guardó silencio y sujetó la hoja de un puñal entre los dientes.
Conor había conseguido desenterrar las últimas bolsas, pero le había salido caro. Los rayos de luna plateados le iluminaban las alas hasta el punto de que éstas parecían farolillos chinos.
Un centinela le había visto planear por encima de la muralla exterior de Little Saltee, y al ser uno de los pocos tipos fornidos de la isla, había decidido perseguir lo que había tomado por un albatros. Siguió los pasos de su presa hasta la huerta de salicores, donde cayó en la cuenta de su equivocación y rodeó una de las alas del planeador, justo cuando el extraño aviador estaba inclinado para extraer una especie de bolsa. Sólo un ligero temblor de la mano del guardia libró al desconocido de una bala en los sesos.
El disparo hizo estallar una piedra a los pies de Conor, haciendo saltar una esquirla que fracturó la lente izquierda de sus anteojos.
Reaccionando a toda prisa, Conor se deshizo de las alas con dos tirones del cinturón del arnés. Luego, se giró a la velocidad del rayo hacia su atacante, empuñando sus armas.
—La rendición o la vida, monsieur —dijo en voz alta, apuntando los revólveres.
El guardián no acababa de decidir si prefería rendirse o morir, o acaso un término medio. La idea de rendirse no le resultaba agradable, si bien tampoco le apetecía una batalla a media noche contra un aviador francés. Esos tipos ya eran lo bastante peligrosos sin llevar alas, como su propio abuelo había aprendido en Waterloo.
Para cuando hubo barajado sus opciones y resuelto utilizar su arma de fuego, el aviador de negro se le había echado encima, saltando de piedra en piedra con la agilidad de un gato, según el centinela juraría más tarde. Y gruñendo, además, como un lobo hambriento. Un híbrido francés entre gato y perro, que hacía piruetas con dos pistolas y llevaba a la cintura dos sables que le tintineaban en los muslos.
—Bonsoir, monsieur —dijo el aviador, y, acto seguido, golpeó al atónito guardia en la coronilla.
Conor ya estaba examinando su planeador antes de que el guardia se desplomara. El panel superior izquierdo se había perforado; pero del orificio no salían desgarrones, pues el calor de la bala había sellado los bordes. Si conseguía remontar el vuelo, el velamen aguantaría hasta llegar al puente de Sebber.
Introdujo los brazos en las correas y luego movió los hombros para encajarse el arnés, lo amarró con fuerza y salió corriendo hasta la escalera más cercana para ascender a la muralla. Las puntas de las alas arañaban la piedra, y Conor se reprendió a sí mismo por no haberlas forrado de cuero. La escalera canalizaba desde lo alto el viento, que hacía vibrar las alas, impulsándole hacia abajo; pero Conor luchó contra la corriente y se fue abriendo camino con la cabeza por delante hasta el escalón superior.
El disparo había despertado a todos los guardianes que se encontraban durmiendo en las barracas, y se congregaban ahora en la escalera formando un andrajoso ejército. Sujetaban los rifles y los pantalones al mismo tiempo, mientras trataban de zafarse de los sueños que aún tenían en la cabeza. La visión de Conor hizo creer a varios de ellos que seguían dormidos.
Uno de los guardianes disparó un tiro; pero fue a lo loco, y demasiado alto. Sus compañeros se quedaron mirando hacia arriba con expresión estúpida, haciendo caso omiso unos de otros hasta que se enredaron entre sí y cayeron hechos un ovillo. Conor aprovechó la confusión reinante para subirse al parapeto y saltar al vacío, atrapando tanto aire como le resultaba posible.
«Un poco de viento —imploró—. Una corriente de aire, por pequeña que sea».
Júpiter escuchó sus plegarias y le envió un obsequio: una corriente ascendente que hinchó las alas y le impulsó hacia arriba, por encima de las cabezas de los guardianes. Éstos fruncieron el ceño y prorrumpieron en gritos; después, se quedaron mirando en silencio. Dos de ellos pensaron en apuntar su arma, pero el que podría haber acertado el tiro fue alcanzado accidentalmente por el otro, que apretó el gatillo demasiado pronto. En un abrir y cerrar de ojos, el aviador había desaparecido en el cielo nocturno, engullido por las tinieblas como la piedra que se hunde de noche en el mar.
Durante un prolongado instante, ninguno de los presentes en lo alto de la muralla articuló palabra. De pronto, empezaron a parlotear frenéticamente, y cada uno explicaba su propia versión de lo sucedido. Incluso el hombre herido cotorreaba con los demás, sin tener en cuenta la sangre que iba formando un charco a sus pies. Se trataba de una historia que contarían en muchas ocasiones, y era necesario que quedara ahora bien fundamentada. Había que atar las palabras con firmeza alrededor del hueso, antes de que la luz del día hiciera que el acontecimiento pareciera inverosímil.
Un hombre del aire, decidieron. Sí, era Airman. ¿Acaso no existían rumores de una criatura parecida en Great Saltee?
«Hemos visto a Airman. Mide más de dos metros y tiene ojos enormes y redondos que lanzan fuego».
La historia había comenzado. La noticia empezaba a propagarse.
El hecho de que se propaguen las noticias no es lo que más suele convenir a los ladrones y contrabandistas.
Empujado por el viento favorable, Conor planeó en dirección a Great Saltee mientras el corazón le golpeaba en el pecho. Le hervía la sangre, y sabía que era peligroso.
«Los hombres corren riesgos cuando la fiebre de la batalla los domina —había comentado Victor en cierta ocasión—. He visto morir de una forma estúpida a muchos hombres inteligentes».
«Mantén la calma. Tranquilízate».
No había tiempo para la calma. De pronto, el aire se agitó y Conor se vio obligado a forcejear contra su nave para mantenerse suspendido en lo alto. Great Saltee surgió de pronto en la superficie del mar, como si hubiera efectuado un giro para encontrarle. Conor inclinó hacia abajo el morro de la nave, manteniéndolo en esa posición en contra de la resistencia del aire. El viento le tiraba de los anteojos y se colaba a través del orificio de bala en una de las alas.
En una noche como aquélla, Conor estuvo tentado de creer que los hombres no estaban hechos para volar.
Descendió en un ángulo pronunciado, con velocidad e inclinación excesivas.
«Tendré suerte si mis tobillos sobreviven al golpe», pensó mientras apretaba los dientes, preparándose para el impacto.
Aunque su visión quedaba reducida por culpa de la lente agrietada y el estado de los elementos, Conor divisó el esquife en el puente de Sebber, y también vio a los hombres agazapados tras el risco, esperándole.
«Serpientes en la hierba —pensó sin rastro de temor, totalmente dispuesto a enfrentarse en combate. Movió la barra de dirección hacia la izquierda para tomar tierra en medio del grupo—. Más vale caer sobre blando».
Rosy trataba de salir corriendo cuando Conor se estrelló contra él, clavando ambas botas sobre los hombros del aterrorizado individuo. Escuchó el crujido de un hueso al partirse, y el hombre salió rodando cuesta abajo por la ladera de la roca al tiempo que lanzaba aullidos ensordecedores. Los demás se levantaron de un salto y formaron un descuidado círculo alrededor de Conor. Ninguno atacó; todos evaluaban a su adversario.
«Estos hombres no entienden los principios de funcionamiento de mi planeador —pensó Conor—; por lo tanto, para ellos soy un fantasma, o una criatura extraña. Pero no durará mucho; en seguida se darán cuenta de que mis alas son de tela y de que estoy tan exhausto que me falta la respiración. Entonces, me matarán de un tiro».
O tal vez no. Ninguno de los hombres había empuñado arma alguna, aunque se veían las hojas de muchas de ellas.
«Claro. No habrá disparos. Con el ruido, los centinelas de la muralla se nos echarían encima, y estos bandidos no han venido aquí para arrestarme».
Uno de los cinco hombres que quedaban dio un paso adelante, blandiendo un punzón para hielo.
—Tanoz loz tiamantez —dijo. Luego, se quitó el puñal de entre los dientes—. He dicho que nos des los diamantes, Airman.
«Diamantes. ¡La bolsa que se le había caído! Había dejado un rastro».
—Billtoe —gruñó Conor, con la voz endurecida por el odio.
El carcelero se echó a temblar.
—¿Quién eres? ¿Por qué yo, precisamente? Nunca me he metido con ningún gabacho.
«Billtoe será el primero en caer —pensó Conor—. Al menos, tendré esa satisfacción».
Sus manos volaron a las fundas gemelas que llevaba a la cadera y sacó dos sables de combate.
—En garde —dijo, y se arrojó hacia delante. Un soplo de brisa atrapó el planeador, alargando la zancada de Conor, y Billtoe, que se consideraba a una distancia segura, de pronto se encontró cara a cara con Airman.
Trató de efectuar un movimiento que a veces empleaba en peleas de taberna, un malicioso puyazo con su punzón para hielo, pero al instante su arma fue desplazada a un lado por un golpe de su adversario.
—Qué vergüenza, monsieur —dijo Airman—; a quién se le ocurre traer un utensilio de cocina para una lucha de espadas.
Conor empezó a dar sablazos por doquier, y la hoja acabó por clavarse en el muslo de Billtoe. El carcelero soltó un alarido y se sujetó la herida. Había dejado de ser una amenaza. Emplearía las dos manos para impedir que la sangre le brotase de la pierna.
«Ni siquiera ahora siento ganas de matarle —cayó en la cuenta Conor—. Sólo existe una persona a la que podría asesinar».
Escuchó un rumor a sus espaldas; dos hombres avanzaban hacia él.
«Son demasiado precavidos. El extraño uniforme los asusta».
Una brisa fortuita hizo batir las alas y Conor aprovechó la fuerza del viento para impulsarse hacia arriba. Los dos hombres pasaron por debajo y Airman descendió sobre ellos, golpeándolos con las botas y las hojas de sus dos sables. Ambos fueron despachados en seguida. Ninguno llegó a morir; pero, a partir de entonces, los dos alimentarían una cierta reticencia a la hora de participar en emboscadas a medianoche.
Quedaban otros dos individuos. Mientras uno de ellos se estremecía, el otro trazaba cautelosos círculos con los pies, midiendo su tiempo, aguardando un momento de debilidad. Se trataba de Pike, quien no parecía inclinado a batirse en retirada.
—Tú primero, colega —indicó, empujando a su aterrado compañero en dirección a Conor.
El desafortunado sujeto apenas tuvo tiempo de soltar un chillido antes de que Conor le dejara inconsciente de un golpe fortuito con la empuñadura del sable.
—Sólo tú y yo, Airman —dijo Pike, exhibiendo una sonrisa despreocupada.
Examinó a Conor, se fijó en su postura, en su musculatura y en las armas que portaba en la mano y al cinto.
—Al diablo con las precauciones —dijo, llevándose la mano a la pistola—. Me arriesgaré a que me oigan los centinelas de la muralla.
Pero Conor fue más rápido al cambiar el sable que empuñaba en la mano derecha por un revólver.
—Los guardias oirán mi disparo, o ninguno, monsieur. Usted decide.
Pike ya estaba decidido a actuar, de modo que, para recuperar su atención, Conor disparó un tiro que le pasó rozando la oreja. El carcelero cayó de rodillas, momentáneamente ensordecido, y el arma se le cayó de la mano.
—Un tiro de advertencia. El siguiente abrirá un agujero.
Era inútil hablar. Pike no le oía; en cambio, tanteó la hierba con los dedos hasta encontrar su pistola.
—Suéltala —ordenó Conor—. Te llevo ventaja.
Pero Pike no podía oír, o no quería, y levantó el arma con claras intenciones.
Conor le disparó en el hombro, y la bala forrada de cobre hizo que el guardián cayera en diagonal sobre el risco, chillando como una lechuza.
Disparos y chillidos, y para colmo, de noche. Semejantes ruidos atraerían sin duda la atención de los centinelas. Conor saltó por encima del risco y se agazapó al otro lado. En la muralla, por encima de su cabeza, se apagaron tres lámparas. Era el protocolo habitual. A la primera señal de disturbios, los guardias se sumían en la oscuridad para evitar convertirse en blancos. A continuación, media docena de bengalas de advertencia llegaron formando un arco desde lo alto, e iluminaron la bahía con una potente luz roja.
Había llegado la hora de marcharse a toda prisa, antes de que las bengalas bajasen lo suficiente como para alumbrar el esquife. Conor tiró hacia abajo de las alas y, doblado hacia delante, corrió hasta la barca. No había tiempo para plegar el planeador con el debido cuidado, y varias de las varillas de madera se quebraron al meterlo bajo el asiento.
«No importa. Tengo varillas de sobra en la torre. Sería más difícil reemplazar mis costillas si se astillaran por un disparo».
Empujó la embarcación con fuerza y la quilla fue arañando la piedra y la arena hasta llegar al agua.
Escuchaba gritos a sus espaldas a medida que los guardias salían en tromba por una puerta fortificada y corrían por el sendero de la costa. Algunos iban a caballo. El aullido de los perros de caza hacía eco sobre el mar en calma.
«¡Perros! Los centinelas no han perdido tiempo en soltar a sus sabuesos».
Conor se subió al esquife de un salto y con el impulso lo empujó hacia el mar, alejándolo del peligro. De un tirón, sacó el mástil de su soporte y lo tumbó sobre la cubierta. Así, la silueta de la barca no destacaría tanto desde la orilla. El agua fría se colaba por la proa, salpicándole en el rostro, lo que le reconfortaba. Le retumbaban en los oídos los latidos de su corazón, como si fueran grandes tambores que sonaran en la distancia.
«Lo que quiero es ser científico. Hacer daño no me procura placer».
«¿Ni a Billtoe? ¿No disfrutaste al provocarle esa herida?».
Conor optó por ignorar la pregunta. Ya se encargaría otro día de los mecanismos de su mente.
«Volverás a ser científico, en Norteamérica. Una nueva vida, nuevos inventos; un hogar, amigos y acaso otra chica que no te recuerde a Isabella».
Conor devolvió la atención a los remos. No podía pensar en las chicas sin que una visión de Isabella le estallara en la mente.
De modo que se concentró en el océano. Tenía la seguridad de encontrarse a salvo. La pequeña pero resistente embarcación le fue empujando sobre la corriente. El esquife le había prestado un buen servicio. Ahora, Great Saltee era poco más que un oscuro montículo que iba retrocediendo.
Billtoe le había llamado Airman. Semejante nombre no duraría mucho.
El planeador yacía sobre el tablaje de la barca, con las alas dobladas torpemente, como si fueran las de un pájaro herido.
«No importa. Todo ha terminado. El misterioso Airman no volverá a volar».
La torre Martello quedaba ahora visible en la costa irlandesa, y una luz brillaba junto a una ventana del piso superior. El faro que le guiaba a casa.
Conor sonrió.
«Linus me ha perdonado», pensó.
Y luego: «Ojalá haya preparado chocolate caliente».