3
ISABELLA
Conor había cumplido catorce años cuando maestro y alumno estuvieron convencidos de tener al alcance de la mano la clave del vuelo tripulado. Habían fabricado un centenar de maquetas y varios planeadores de tamaño natural, todos los cuales se estrellaron y se partieron en pedazos y acabaron arrojados a la hoguera. Los fracasados intentos no sólo avivaban las llamas, sino también las conversaciones en las tabernas. Existía la opinión generalizada de que el francés era un lunático y, por lo que parecía, el chico de los Broekhart iba por el mismo camino. Aun así, al caer la tarde, resultaba entretenido observar a un hombre adulto que saltaba desde lo alto de un muro al tiempo que agitaba sus alas de papel. Además, el rey Nicholas corría con los gastos. Hacía traer motores experimentales desde Alemania y maderas especiales de América del Sur.
«Madera mágica —se mofaban los chistosos en las cantinas—. Cubierta de polvo de estrellas».
No es que los vecinos de las islas protestaran en exceso por la manera en la que el Buen Rey Nick gastaba sus diamantes. Aunque desperdiciara algún que otro puñado en un estrafalario aviador francés, la vida en las Saltee era mejor de lo que había sido durante generaciones. Existía empleo para cuantos lo deseaban, y también la posibilidad de ampliar los estudios: se concedían becas para Londres y Dublín a los jóvenes inteligentes que no querían ganarse la vida trabajando. La enfermería se hallaba bien surtida de instrumentos para manipular los órganos internos de los enfermos. «Si gritas, es que estás vivo», rezaba el refrán. El nuevo sistema de alcantarillado trasladaba los residuos hasta el mar, lo que implicaba un descenso en la tasa de enfermedades; las ratas se convirtieron en cosa del pasado, al menos en Great Saltee, la mayor de las dos islas; y los caballeros de la Sagrada Cruz, liderados por Bonvilain, estaban controlados en mayor medida: se acabaron las palizas injustificadas y los encarcelamientos sin juicio previo a los que el mariscal era tan aficionado. También se proporcionaban subvenciones para modernizar las viviendas y se trazaban planes para establecer una línea telefónica entre Great Saltee y Little Saltee, e incluso entre ambas con Irlanda. De modo que nadie se disgustaba demasiado por el hecho de que el rey se dejara llevar por aquella absurda fiebre científica. Era evidente que el francés jamás conseguiría remontar el vuelo; por mucho que se vistiera de pájaro, un hombre siempre es un hombre.
Los mayores problemas a los que Victor y Conor se enfrentaban eran el peso y la envergadura. ¿Cómo puede un objeto flotar en lo alto cuando pesa más que el aire? Pues consiguiendo que el aire agite las alas a la velocidad suficiente para generar propulsión, que a su vez anula la fuerza de gravedad. Y para generar propulsión se requieren alas grandes, que pesan. Si se emplean alas pequeñas, tienen que ser impulsadas por un motor, que también pesa. Cada posible solución planteaba una docena de problemas.
A pesar de más de tres años de fracasos, Victor consideraba que el método que seguían era el adecuado.
—Antes de volar con motor, debemos aprender a ejercer el control. El primer paso es la aviación por planeo. Seguiremos el ejemplo de Lilienthal.
El aviador alemán Otto Lilienthal había conseguido desplazarse por el aire con su planeador, el Derwitzer, por espacio de veinticinco metros. Era el héroe más reciente de Victor y Conor.
La Brosse jamás perdía la esperanza durante más de cinco minutos. Y estos cinco minutos, por lo general, los pasaba pataleando el último prototipo fallido. A continuación, regresaba al aula de estudio para trazar nuevos planes.
Por fin, Conor construyó un modelo que contó con la aprobación de su maestro. El alumno contuvo el aliento mientras el profesor examinaba el trabajo.
—Sabes que esto no puede volar.
—Claro —respondió el muchacho—. El piloto es una parte esencial de la nave; sus movimientos la guían. Cuando empuja el timón horizontal a la izquierda, la nave se inclina a la derecha.
—Por lo tanto, no podemos probar tu arquetipo.
—No. A menos que conozcas un mono extraordinariamente inteligente.
Victor sonrió.
—Creo recordar que estuvimos hablando de monos voladores hace algún tiempo. En cualquier caso, los monos son seres lo bastante inteligentes como para quedarse en tierra firme, donde les corresponde.
—Entonces, ¿qué somos nosotros? —preguntó Conor.
Victor recogió la maqueta y se puso a agitarla por el aire, percibiendo el anhelo de la nave por echar a volar.
—Somos visionarios, jeune homme. Un mono levanta los ojos, ve una fruta madura y ya no mira más. Un visionario mira hacia arriba y ve la luna.
Conor esbozó una sonrisa traviesa.
—Que se parece a una fruta gigante.
—¡Pero bueno! —repuso Victor—. ¿Te atreves a burlarte de mí, tu maestro? Tendrás que pagar por semejante insolencia.
El francés lanzó la maqueta sobre un almohadón y salió disparado en dirección al soporte donde se exponían las espadas. Conor llegó antes que él y sacó su florete favorito, también el preferido de Victor.
—Ah, tarjeta negra, monsieur —dijo Victor, seleccionando para sí un arma algo más corta—. La sanción que mereces por arrebatar la espada al contrario. Veamos cuánto tardas en soltarla.
Conor caminó hacia atrás hasta llegar a la estera, sin apartar los ojos de su maestro.
—En garde! —gritó Victor, e inició el ataque.
En los primeros años, cuando la esgrima era una novedad para Conor, el francés le iba dando instrucciones a medida que practicaban.
«Ataque, parada, respuesta. Juego de piernas. Mueve esas piernas, isleño de pies de plomo. Ahí va otro ataque; vamos, esquívalo. Los pies, Conor; los pies».
Ya no había instrucciones. Ahora, al francés le costaba mantenerse en el combate. Se acabaron los golpes contenidos y los toques caritativos con el lateral de la hoja. Era la guerra.
Batiéndose, recorrieron la totalidad de la estancia y luego se desplazaron hasta el balcón.
«Es un auténtico demonio —pensó Victor—. Ni una gota de sudor en la frente. Con sólo catorce años, ya me saca ventaja. Pero a este perro viejo aún le quedan varios trucos».
—Es el mejor prototipo que has construido hasta ahora —jadeó Victor.
«Respuesta y contrarrespuesta».
Conor no contestó. Nunca hay que perder la concentración. Si un oponente se burla de tu madre, apártalo de un golpe como harías al recibir una estocada mal dirigida. Los insultos sólo te harán sufrir si permites que te afecten.
—Deberías ponerle un nombre —comentó el francés.
«Parada con la punta, deslizamiento hacia atrás y respuesta».
El golpe de Victor lanzó un bonsái al vacío desde el balcón; abajo, un burro soltó un indignado rebuzno.
«Está desesperado —pensó Conor—. Lo tengo. Por fin».
Con el pie derecho se impulsó de un salto y trató de realizar un ataque de flecha, que el francés apenas logró esquivar.
Victor cayó hacia atrás sobre el pie izquierdo, si bien mantuvo centrada la punta de su hoja.
—Deberías llamar Isabella a tu maqueta.
El nombre distrajo a Conor tan sólo un segundo, pero bastó para que Victor consiguiera romper la defensa de su adversario. A toda velocidad, el maestro se agachó, impulsó su espada hacia arriba y efectuó una sencilla pasada por debajo. Si la hoja no hubiera estado terminada en botón, habría atravesado el corazón de Conor desde la parte baja de las costillas.
—Touché —dijo Victor, aliviado, y descansó unos instantes sobre una rodilla.
Entre gruñidos, se puso en pie y regresó al frescor de su alcoba.
Conor le siguió sin entusiasmo, y luego introdujo el florete en la correspondiente funda de cuero del estante.
—¿Por qué has dicho eso? —preguntó con voz tranquila.
Victor se encogió de hombros.
—¿Acaso importa? Bajaste la guardia. Nuestro amigo, el mono volador, te podría haber derrotado.
Conor no le vio la gracia a la broma. Más al contrario, le molestó.
—Ha sido una jugada sucia.
—Sigo con vida, así que la jugada no ha sido tan mala. En cuanto a ti, has dejado que te atraviese el corazón.
Conor recogió la maqueta del almohadón donde descansaba y empezó a arrancar trozos de hilo de la cola.
—Bah, no te enfades, te lo ruego —suplicó Victor con grandes dosis de melodrama—. No pasa nada por enamorarse de una infanta real; perder la cabeza por una princesa es el deber de todo joven. Y tú tienes la suerte de contar con una a mano.
—Enamorarme… de una princesa —balbuceó Conor—. ¿A qué te refieres? No entiendo…
Victor se sirvió un vaso de agua.
—Una representación muy lograda, jeune homme. Pero no te lo tomes a mal; acostumbro a reducir a los demás a tartamudeos ininteligibles. Se trata de un don de origen galo. Los italianos también lo tienen, por cierto.
Su alumno se encontraba tan desconcertado que, al final, el francés mostró una cierta compasión.
—Lo lamento, Conor, jeune homme. Sabía que Isabella te gustaba, pero desconocía hasta qué punto. Es la flecha de Cupido, ¿no es verdad?
Conor se limitó a asentir con un leve gesto de cabeza, un movimiento de barbilla casi imperceptible. Estaba sentado en el diván, enderezando el timón de su arquetipo mientras soplaba con delicadeza sobre las alas.
Victor tomó asiento a su lado.
—Entonces, ¿a qué viene esa cara, como si estuvieras a punto de morir en la horca? Amas a una princesa y ella no te desprecia abiertamente. Alégrate, jeune homme. Vive la vida. El amor de juventud es algo común, si bien no por ello carece de valor.
Conor estaba deseando comentar el asunto. Se trataba de un sentimiento que albergaba desde hacía tiempo. De no haber sido por los planeadores, se habría vuelto loco de tanto darle vueltas.
Victor entendió el estado de ánimo de su pupilo y guardó silencio. No por primera vez, se percató de que, en cuanto al aspecto físico, Conor más parecía un hombre que un muchacho. Era alto para su edad, y fuerte. Por lo general mostraba un semblante serio y, gracias a la práctica de la esgrima, su coordinación era excelente. La mezcla de estas características le daba la apariencia de un joven de más edad. Sin embargo, en el ámbito emocional, era un adolescente en toda regla; un pozo de sentimientos a punto de desbordarse.
—Isabella es mi amiga desde siempre —empezó a decir Conor con lentitud—. Sólo tengo tres amigos de mi edad, y ella fue la primera. Mi madre dice que la conocí antes de cumplir una semana.
—Pues sí que eras joven, vraiment —repuso Victor—. Recuerdo bien el momento en que naciste. Tuvimos suerte de salir con vida.
—¿Has visto la foto en el periódico francés? Parezco un viejo que ha perdido la dentadura.
—Odio ser mensajero de malas noticias, jeune homme, pero tu aspecto no ha mejorado gran cosa.
La broma tranquilizó a Conor, quien prosiguió dando rienda suelta a unos pensamientos que nunca antes había mencionado.
—No sé si es hermosa o no; me figuro que sí. Me gusta su cara, de eso estoy seguro. A veces no me hace falta verla; con escucharla a mis espaldas me basta para olvidar cualquier otra cosa que tenga en la mente. Por todos los santos, Victor. Ya no tengo doce años, sino catorce. No soporto parlotear sobre tonterías así.
—No te precipites —aconsejó Victor—. Siempre viene bien un poco de parloteo.
—Sucedió en su último cumpleaños. En fin, le entregué un regalo, como de costumbre. Cuando lo desenvolvió, me di cuenta de su desilusión. Ella esperaba algo diferente.
—¿Qué le regalaste? Ya no me acuerdo.
—Un planeador con muelles. ¿Te acuerdas? El que tenía una única ala.
—Ah, claro. El sueño de toda princesa.
Conor se mostraba afligido.
—Ya lo sé. No le gustó nada. Seguro que lo arrojó directamente al canal de San Jorge. Me puse a reflexionar sobre el asunto. Y sobre Isabella. Me pregunté en qué podía haber fallado. Caí en la cuenta de que un planeador no es un regalo acertado para una chica, y ahora no consigo dejar de pensar en ella.
Victor se estiró hasta hacer crujir los hombros.
—Eres afortunado, jeune homme, al tenerme aquí contigo. Porque soy un experto en todas las áreas del conocimiento, incluidas las mujeres.
Conor no parecía convencido.
—Por eso será que sigues soltero pasados los cuarenta.
—Soy soltero por decisión propia —puntualizó el francés al tiempo que agitaba un dedo—. Hay muchas damas que, si pudieran, de buena gana amarrarían a Victor Vigny al poste de su puerta. Si me tomara una gota de champán por cada corazón que he destrozado, hace tiempo me habría acabado una doble magnum.
—Entonces, ¿puedes darme un buen consejo, sin mencionar ningún mono volador?
—Muy bien, Conor Broekhart. Escucha y sorpréndete —Victor se inclinó hacia delante y colocó los codos sobre las rodillas, como si fuera a presentar un importante tratado académico—. Sospecho que la razón por la que Isabella se desilusionó con el planeador era que esperaba un regalo especial.
—¿Eso es lo mejor que se te ocurre? —preguntó Conor.
—Isabella esperaba algo especial por tu parte —prosiguió Victor, impertérrito—, porque te has convertido en un hombre y ella, en una mujer.
Conor no entendía muy bien lo que estaba escuchando.
—Es una cuestión biológica, Victor. Lo he estudiado.
—No me refiero a eso, imbecile. Ella se fijó en ti como hombre antes de que tú te fijaras en ella como mujer. Albergaba la esperanza de que hubieras cambiado para cuando llegara su cumpleaños; el planeador le dio a entender que no era así.
—Entonces, pensó…
—Isabella pensó que la seguías viendo como a una amiga de la infancia.
—Pero no es verdad; ya no.
—Ella no lo sabe. ¿Cómo iba a enterarse, por proyección mental?
Conor se sujetó la cabeza con las manos.
—Todo esto me resulta desconcertante. Las máquinas voladoras son mucho más sencillas.
—Bienvenido al resto de tu vida, jeune homme. Así son las cosas. Pero déjame concluir mi charla con una nota optimista. Si Isabella no hubiera deseado algo especial de ti, de ti en particular, no se habría desilusionado, ¿es que no lo entiendes?
La expresión de Conor denotaba una profunda confusión.
—Pues no. Está tan claro como el carbón.
—Yo mismo le regalé un libro la mar de aburrido, y se mostró encantada. Pero de ti deseaba algo más que un obsequio; quería una señal.
—Carbón y más carbón. Toneles de carbón.
Victor se dio una palmada en la frente.
—Este chico es un zoquete. Deseaba una señal de afecto por tu parte, porque ella siente afecto por ti.
Una sonrisa iluminó el semblante de Conor.
—¿Eso te parece?
—¡Dios santo! ¿Qué veo? Unos dientes de marfil, por primera vez en el día de hoy. ¡Que venga el fotógrafo real!
La sonrisa se desvaneció como se extingue una llama con un apagavelas.
—Me parece que estás en lo cierto. Tiene sentido.
—Pues si tiene sentido, ¿por qué pones otra vez esa cara de desgraciado?
—Por la primera razón de todas. Se me había olvidado que el príncipe Christian de Dinamarca ha solicitado tomar el té con Isabella. Es el primer paso para un noviazgo entre miembros de la realeza. Isabella ha accedido a recibirle hoy, esta misma tarde.
—Bah, no hay por qué preocuparse. Dudo que ese tal Christian pueda echar por tierra catorce años de amistad en una sola tarde.
—Sí, pero él es un príncipe.
—Y tú has sido condecorado con el título de sir. De todos modos, Nicholas es un rey muy moderno. Isabella se casará con el hombre, o el mono volador, del que se enamore.
—¿De veras lo crees así?
—Desde luego. Es como en los cuentos de hadas: el muchacho salva a la princesa y ambos se enamoran. Él inventa una máquina voladora, junto a su gallardo maestro, claro está. Se casan, y a su primogénito le ponen el nombre del gallardo maestro antes mencionado.
Conor frunció el ceño.
—No recuerdo haber oído ese cuento cuando era niño.
—Hazme caso, es un clásico. Deja que Isabella disfrute de su té. Dudo mucho que se anuncie un compromiso. La semana que viene empezaremos a preparar un plan de acción. Tal vez haya llegado el momento de abordar a Shakespeare.
Conor se propinó un puñetazo en la rodilla. Aquello empezaba a prosperar.
—¡Y una porra la semana que viene! Mejor empezamos ahora mismo. Puedo tener un soneto preparado para esta noche.
Victor se levantó y empezó a recorrer de un extremo a otro su despacho, que también hacía las veces de sala de estar y aula de estudio.
—Para empezar, cuida ese lenguaje. Tienes catorce años y estás en un palacio; además, en compañía de un genio. En segundo lugar, esta tarde estaré ocupado; se trata de un asunto importante. Tengo que visitar a un hombre. Y mañana por la mañana debo examinar una serie de artículos de importación en nuestro nuevo laboratorio.
Conor trasladó sus pensamientos de una obsesión a la otra.
—¿Artículos de importación? Te pasas casi todas las tardes en ese nuevo laboratorio. ¿Cuándo me dejarás conocerlo, Victor? Dímelo.
El francés levantó una mano en señal de advertencia.
«Espera —decía el gesto—. No sigas hablando».
Cerró las cristaleras que daban al balcón y luego comprobó que no había nadie escuchando detrás de la puerta.
—Déjame que te haga una pregunta —indicó a su intrigado pupilo—. ¿Por qué no le has hablado a tu padre de estos sentimientos hacia Isabella que albergas desde hace tiempo?
Conor frunció la frente.
—Si por mí fuera, lo habría hecho. Tenemos una buena relación, pero este pasado año le he notado preocupado. La Orden de la Sagrada Cruz adquiere cada vez más fuerza. Se han producido varios incidentes violentos contra ciudadanos y visitantes. Los caballeros incumplen abiertamente las órdenes del rey Nicholas. Mi padre teme por la seguridad de su rey.
—Tiene razón al preocuparse —confió Victor—. Los hombres de Bonvilain se van envalentonando con el transcurso de los días. En el pasado, el mariscal estuvo a punto de convertirse en primer ministro, y considera que aún cuenta con la posibilidad de acceder a ese distinguido cargo. El rey tiene intenciones de formar un Parlamento, pero en ningún caso presidido por los caballeros de la Sagrada Cruz. Se están tramando graves maquinaciones políticas por ambos bandos. Vivimos tiempos en los que la prudencia y el secreto son fundamentales.
—¿Tiene esto que ver con el hombre que vas a ver hoy? ¿O con el nuevo laboratorio?
—Sí, está relacionado con ambos. El hombre arriesga su vida para enviar información acerca del control que ejerce Bonvilain sobre las autoridades de la prisión.
—¿Y el laboratorio?
Victor se arrodilló delante de Conor y le agarró con fuerza por los hombros.
—Está casi preparado, Conor. Por fin. La reforma está terminada, aunque no se aprecie desde el exterior. Además, ha llegado el equipo necesario para construir nuestra máquina voladora.
El corazón de Conor se le desbocó en el pecho.
—¿Todo?
—Sí, todo lo que pedimos, y más aún. Nicholas dobló el pedido, y añadió cuanto se le pasó por la cabeza. Es una auténtica cueva de Aladino para dos aviadores como tú y yo: seis motores, cinco cajones de madera de balsa, rollos de seda y de algodón, cables, llantas neumáticas de caucho, muy caras, sí, pero merecen la pena; dos pares de preciosos anteojos de aviador y las últimas herramientas de precisión. Todo lo que necesitamos para montar un taller sin parangón en el mundo entero y, gracias a la generosa subvención por parte de Nicholas, contamos con una antigua torre de vigilancia costera a las afueras de Kilmore, donde construiremos nuestra máquina. Un lugar donde Bonvilain no estará espiando a nuestras espaldas. Tendremos nuestro propio túnel de viento, jeune homme. Piénsalo.
Las máquinas voladoras ya empezaban a remontar el vuelo en la mente de Conor.
—¿Cuándo me llevarás?
—Pronto —prometió Victor—. Muy pronto. Sólo dos personas en la isla saben de la existencia del equipo; tres, contándote a ti. Para otros, no es más que una colección de artilugios absurdos de precio desorbitado; la compra de un idiota encerrada entre las paredes de una ruina.
—¿A qué viene tanto secreto?
—Aún no comprendes la magnitud de nuestra empresa. Cuando hayamos triunfado, las islas Saltee serán la joya de la sociedad civilizada y el rey Nicholas, el hombre que enseñó al mundo a volar. Su posición estará a salvo durante lo que le quede de vida. Hasta entonces, es un monarca chiflado que vacía las arcas de las Saltee en beneficio propio. Somos un arma con la que pueden atacarle. El envío del que te hablo es gigantesco; debe mantenerse en secreto hasta que estemos preparados. Mientras tanto, podemos fingir que nuestros desplazamientos son de carácter educativo.
Conor entendió las circunstancias, pero la emoción que le embargaba le empujaba a ser imprudente.
—Maldito Bonvilain, que pone freno al avance de la ciencia.
—No por mucho más tiempo —puntualizó Victor con tono tranquilizador—. De acuerdo, el próximo fin de semana te llevaré a escondidas en el ferry hasta la costa irlandesa. Tendrás la oportunidad de examinar nuestros motores con detenimiento.
—El próximo fin de semana. Perfecto.
—Podemos leer a Shakespeare durante la travesía.
Conor se le quedó mirando con expresión de asombro.
—¿Shakespeare? Yo… —entonces se acordó y se levantó de un salto—. Ah, sí. Isabella debe de estar tomando el té. Tengo que hablar con ella en cuanto se vaya el príncipe. ¿Qué hora es?
El francés hizo caso omiso del reloj colocado en la repisa de la chimenea y consultó el reloj de sol en el balcón.
—Diría que las cinco y cuarto, más o menos.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Conor, incrédulo—. Con todas esas nubes, hoy no se ve el sol.
Victor pestañeó.
—Puede que otros hombres no lo vean, jeune homme. Pero yo… Yo soy un visionario.
La nueva información bullía en la cabeza de Conor mientras éste atravesaba la torre principal en dirección a los aposentos de los Broekhart. Era un día gris, y una luz opaca descendía sobre los muros de granito, tornándolos casi negros. Nada a su alrededor le distraía de sus pensamientos, sumidos en un mundo de inventos y de romance.
Victor tenía razón, Isabella se sentaba a diario junto a él en las clases de latín, francés, matemáticas y, ahora, estudiarían juntos a Shakespeare. Conor tendría su oportunidad. ¿Y qué mejor manera de impresionar a una chica que construyendo una máquina voladora para ella? Una aeronave de verdad, no de juguete. La llamaría Isabella, si Victor daba su aprobación. Un romántico incurable como La Brosse nunca se interpondría en el camino del amor adolescente.
Atravesó el patio interior, acelerado por la intensidad de sus meditaciones. Ignoraba a los vecinos y no se fijaba en los amigos; pero, en lugar de tomarle por grosero, todos ellos sonreían.
«Mira al joven Broekhart, siempre con la cabeza en las nubes. No es de extrañar. ¿Acaso no nació mientras volaba por los aires?».
Un cerdo se cruzó en su camino y Conor se chocó contra el mugriento costado del animal.
—Lo siento, princesa —soltó el muchacho, confundiendo la imaginación con la realidad.
El porquero se rascó la barbilla.
—¿A quién llamas «princesa»? ¿Al cerdo o a mí?
Conor se disculpó por partida doble; primero, con el animal y, de nuevo, con el dueño de éste. Luego, prosiguió su camino a toda prisa a través del patio, esta vez con los ojos bien abiertos.
—Chuleta, mi cerda, dice que estará libre el miércoles —gritó el porquero a espaldas de Conor, para gran regocijo de cuantos se encontraban al alcance del oído.
Conor, con las mejillas ardiendo, dobló la siguiente esquina, aunque no era la dirección que deseaba tomar; pero al menos se apartaba de la vista del porquero.
Se detuvo a descansar unos instantes apoyado en el muro, hasta que el rubor de tono escarlata acabó por desaparecer. Mientras tanto, hacía caso omiso del trasiego de soldados, funcionarios y comerciantes. Un par de caballeros de la orden de Bonvilain pasaron dando tumbos, borrachos como cubas, cogiendo todo cuanto se les antojaba de los puestos del mercado. No ofrecían pago a cambio, si bien tampoco se les requería.
A través de la ventana abierta de una cocina, Conor escuchó un acento cantarín que no le resultaba familiar.
—… es tan, tan guapo —decía la voz—. Gretchen, ya sabes, esa princesita alemana, la que tiene esas orejas y todas esas tierras. Ella mataría, sí, mataría por tomar el té con el príncipe Christian; pero él ha preferido a vuestra Isabella. Debería sentirse halagada. Si quieres mi opinión, hoy mismo dirá todo lo que tenga que decir. No volverá. A Christian no le gustan los barcos; esas olas tan grandes le marean.
«Christian hoy mismo dirá todo lo que tenga que decir».
Conor estuvo a punto de dejarse arrastrar por el pánico en plena calle. El esfuerzo por mantener bajo control tan intensas sensaciones debía de desfigurarle la frente de alguna manera, pensó.
«Tengo que hablar con Isabella, ahora».
Iría a ver a la princesa. Le diría que el planeador de muelles había sido una torpeza por su parte. Cogería unas flores y las envolvería en un papel, en el que escribiría un poema.
«Patético. Me suena patético incluso a mí, y eso que la idea es mía. No soy poeta. Si le gusto a Isabella, no es por mi poesía».
Acudiría a ella y se comportaría tal como era. Le recordaría que él existía antes de que el príncipe Christian la conquistara con intención de llevársela a Dinamarca. Tal vez le contara un chiste. Uno de los de Victor.
«Pero ¿qué me está pasando?», se preguntó.
Conor siempre había considerado que la emoción más fuerte que jamás podría experimentar era la de los descubrimientos científicos, la de hacer algo que nadie en la historia del mundo hubiera hecho jamás. ¿Qué podía compararse con eso?
Pero a partir de cierto momento empezó a ver a Isabella con otros ojos. Notaba cómo la princesa iluminaba el aula de estudio con sus bromas, con su actitud. Incluso los constantes insultos y las amenazas de tortura resultaban, de alguna forma, entrañables. Conor cayó en la cuenta de que los ojos castaños de Isabella hacían desaparecer cualquier otra cosa que hubiera en la estancia, y recordó que siempre deseaba que las mañanas transcurrieran deprisa hasta que ella hacía su aparición.
«Tengo que verla. Ni siquiera mis máquinas voladoras me llevarán hasta Dinamarca».
Las habitaciones de la princesa se encontraban debajo de las del rey, en la reconstruida torre principal. En la muralla, por encima de la puerta de acceso a la torre, un centinela montaba guardia. Conor le conocía; era uno de los preferidos de su padre, a pesar de su actitud más bien relajada frente a la autoridad.
«Ese Bates nos llevará a mí y a él mismo a la tumba —solía protestar Declan—. No sé qué es más afilada, su puntería o su lengua».
Conor le saludó.
—Bonita tarde, cabo Bates.
—No parece tan bonita cuando estás subido a una muralla y el viento marino se te cuela por la pernera del pantalón.
—Me lo imagino; sólo pretendía ser amable. En realidad, he venido a…
—A ver a Isabella, para variar. Otra vez con esa cara de idiota enamorado. Sube deprisa antes de que ese dinamarco te la robe y se la lleve en su caballo de juguete.
Si Conor hubiera escuchado con atención, la expresión «caballo de juguete» le habría hecho detenerse.
—Se dice danés; pero, dime, ¿crees que podría llevársela? ¿Te has enterado de algo?
Bates se quedó mirando a Conor como si el muchacho hubiera perdido la cabeza; luego, muy lentamente, esbozó una sonrisa.
—Pues mira, creo que tiene posibilidades. Siendo como es, un chico robusto. Y se come todo lo que le ponen en el plato. Muy encomiable, sí. En tu lugar, yo subiría ahí arriba.
—¿Espero aquí hasta que me anuncies?
—No, nada de eso —respondió Bates—. Sube ahora mismo. Seguro que a la princesa le encantará verte.
—Muy bien, subiré. Gracias, cabo Bates.
Con ademán divertido, Bates hizo un saludo militar.
—No hay por qué darlas, joven Broekhart. Pero no me lo agradezcas ahora; eso sí, encárgate de que me envíen la invitación para la boda.
Conor se apresuró escalones arriba y cuando llegó a la planta de las habitaciones de la princesa le faltaba el aliento. La escalera daba a un vestíbulo abovedado, con cuatro relucientes globos eléctricos, un espectacular tapiz medieval y una fuente con querubines, cuyas dos bombas hidráulicas producían más ruido que el agua en sí. El vestíbulo estaba desierto, con la excepción de Conor, que se recostó en la pared para tranquilizarse mientras se lamentaba por estar manchado de sudor y de barro.
«Menudo día para chocarme con cerdos y subir escaleras corriendo».
Desde el otro lado de la puerta llegaban efusivas carcajadas. Conor conocía bien esa risa. Isabella la reservaba para ocasiones especiales: cumpleaños, bautizos o el primero de mayo. Siempre para momentos agradables.
«Tengo que entrar ahí a toda costa, y al diablo con las consecuencias».
Conor se enderezó, se dio un lametazo en la mano para aplastarse el cabello e irrumpió en los aposentos privados de la princesa.
Isabella se encontraba arrodillada junto a la pequeña mesa dorada de su sala de visitas, con las manos empapadas de rojo.
—¡Isabella! —gritó Conor—. Estás sangrando.
—No es más que pintura —aclaró la princesa con voz calmada—. Conor, ¿qué haces aquí?
Junto a la mesa también había un niño vestido de punta en blanco.
—Este hombre tan raro huele a caca —dijo el pequeño, señalando con un dedo del que goteaba pintura verde.
Conor, de pronto, se sintió morir.
«Oh, Dios mío. ¡Un niño! Le gusta pintar. Se come todo lo que le ponen en el plato».
La expresión de Isabella era severa.
—Sí, hombre raro; dile al príncipe Christian de dónde viene el olor a caca.
—Entonces, éste es el príncipe Christian.
—Pues sí, está pintando para mí una obra maestra, sólo con los dedos.
—Y también con pintura —señaló el pequeño príncipe.
Isabella asintió.
—Gracias, Christian; eres muy listo. Y ahora, Conor, explica lo de ese olor tan extraño.
—Un cerdo cruzó el patio —relató Conor con voz débil—. Más exactamente, una cerda; se llamaba Chuleta, me parece. Nos chocamos.
Christian batió las palmas con regocijo, poniéndose perdido de pintura.
—El hombre raro no tiene dinero para un caballo, por eso monta en un cerdo.
Conor no respondió a la burla; se la merecía, pensó.
«Debo de parecer un imbécil —reflexionó—. Un imbécil que, después de la esgrima, practica la lucha libre con gorrinos».
Isabella se aclaró la garganta.
—Ejem, sir Conor. En el minuto de vida que le queda antes de que ordene ejecutarle, ¿me puede aclarar a qué ha venido?
Ahora que se encontraba allí, Conor no sabía a ciencia cierta qué decir; pero sí estaba convencido de que sus palabras tenían que ser sinceras. Significativas.
—En primer lugar, Alteza, pido disculpas por la intromisión. Isabella, había… hay algo que necesito decirte…
Isabella nunca había escuchado hablar a Conor con ese tono; ni una sola vez en catorce años.
—Sí, dime —le animó ella. El brillo travieso le había desaparecido de los ojos.
—Respecto a tu cumpleaños…
—Aún queda tiempo para mi cumpleaños.
—No me refiero al que viene, sino al anterior.
—¿Qué pasa con mi anterior cumpleaños?
Entonces, se produjo una pausa. Incluso afuera, en el patio, reinaba el silencio, como si el mundo entero aguardara la respuesta de Conor.
—Ese planeador con muelles…
—No querrás que te lo devuelva, ¿verdad? Es que la ventana estaba abierta y yo…
—No, claro que no lo quiero. Verás, se me ha ocurrido que debía decirte que no fue un regalo adecuado. Confío en que esperaras de mí algo diferente, algo especial.
—Un planeador con muelles es algo muy, pero que muy especial —terció con voz respetuosa el príncipe Christian—. ¿Es que la princesa no lo quiere?
Isabella, aparentemente aturdida, sostuvo la mirada de Conor unos segundos. Luego, parpadeó dos veces.
—Muy bien, príncipe Christian. La merienda ha terminado. Espero que hayas disfrutado del té con pasteles, y de la limonada.
El príncipe Christian no mostraba deseos de marcharse.
—Sí, la limonada estuvo bien. ¿Puedo probar el vodka?
—No, Christian —respondió Isabella con voz divertida—. Sólo tienes siete años.
—¿Un coñac, entonces?
—De ninguna manera.
—Pero es que en mi país es una costumbre.
—¿Ah, sí? En ese caso, se lo preguntaremos a tu institutriz.
Isabella tiró de un cordón situado junto a la pared e instantes después una niñera danesa entró en la habitación deslizándose como un carruaje sobre raíles. La mujer se mostraba seria, y daba la impresión de que no sonreía muy a menudo.
Tras lanzar una mirada al príncipe Christian, se arremangó.
—Ahora, a lavar al pequeño príncipe —anunció, agarrando a Christian por el brazo.
—¡Suéltame, criada! —vociferó Christian, forcejeando en vano—. Soy tu amo.
La institutriz frunció el entrecejo.
—Ya está bien de hablar de amos y criadas, Christian. Sé un príncipe bueno y tu niñera te preparará wienerbrød para la cena.
Apaciguado de inmediato, el principito se dejó guiar en dirección a la salida, dejando tras de sí un reguero de pintura.
Isabella, sin mediar palabra, se ausentó y entró en su aseo privado. Conor escuchó el sonido del agua al escanciarse.
«Se está lavando la pintura —pensó—. ¿Debo quedarme? ¿Marcharme, tal vez? Cuando salió de la habitación, ¿me estaba despidiendo?».
De pronto, las cosas habían cambiado. Siempre habían actuado como iguales, y ahora Conor se preocupaba por cada reacción de Isabella, por cada paso que ella daba.
«Tengo que irme. Hablaremos más tarde».
«No. Me quedo. Definitivamente, me quedo. Victor no saldría huyendo. Si me marcho ahora, mañana la confusión seguirá sin aclarar».
—¿Con quién hablas, Conor?
Estaba a punto de afirmar que no estaba hablando cuando cayó en la cuenta de que sus labios se movían.
—Eh, sólo pensaba en alto. Cuando estoy nervioso, a veces…
Isabella esbozó una sonrisa amable.
—La verdad es que eres un poco papanatas, ¿verdad, sir Conor?
Conor se relajó. La princesa le estaba tomando el pelo. Ahora se movían en terreno conocido.
—Lo lamento, princesa. ¿Me condenaréis al garrote?
—Prefiero la horca, como bien sabes.
Conor respiró hondo y, entonces, se sinceró. Lo hizo con rapidez, como quien se lanza al océano, para librarse de la tensión de una vez por todas.
—He venido porque me dijiste que esta merienda era el comienzo de un noviazgo real.
Isabella tuvo la delicadeza de sonrojarse.
—Puede que lo haya mencionado. Era una broma, claro.
—Acabo de darme cuenta; demasiado tarde para ahorrarme el bochorno.
—El padre de Christian tiene que atender unos asuntos en las islas. Me limito a cumplir con mis obligaciones como miembro de la familia real. Nada de noviazgos.
—Nada.
Conor dejó caer los hombros. Al menos, ya no se sentía como un participante en una especie de competición.
—¿De modo que acopiaste valor y subiste hasta aquí a paso de marcha para declarar tu amor?
—Bueno, yo…
«Tranquilo. No te dejes llevar por el pánico».
—Algo parecido.
Isabella se acercó al balcón y se apoyó en la barandilla tallada. La larga melena oscura le caía en cascada y sus dedos blancos descansaban sobre la piedra. Más allá, las luces de la muralla se iban encendiendo como un regimiento de disciplinadas luciérnagas.
«Debería hablar ahora, mientras está de espaldas. Me resultará más fácil si no le veo los ojos».
—Isabella… las cosas… las cosas están cambiando para nosotros… entre nosotros. Y eso es bueno. Como debería ser. Natural. Es natural que las cosas cambien —Conor gruñó para sus adentros; no le estaba saliendo muy bien.
«Di lo que quieres decir».
—Lo que quiero decir es que los días en los que escalábamos chimeneas se habrán terminado, pero quizá haya cosas nuevas que hacer. Que compartir. Sin la compañía del príncipe danés.
Isabella se volvió para mirarle, y su sonrisa burlona no parecía tan firme como de costumbre.
—Conor, eres un científico de la cabeza a los pies. ¿Es que no hay una manera más breve, más concisa, de decir todo eso?
Conor frunció el ceño.
—Puede que sí; tendría que hacer unos cuantos experimentos. Soy nuevo en esto, y me noto un poco torpe.
Isabella, con gesto exagerado, sirvió un vaso de limonada de una jarra.
—A mí me pasa lo mismo, Conor. A veces tengo la impresión de que hemos creado aquí nuestro propio mundo, y no deseo marcharme. Todo es perfecto. Por ahora, es perfecto.
Conor esbozó una sonrisa vacilante y volvió a ser el mismo de siempre.
—Entonces, no me van a ejecutar.
—Hoy no, sir Conor —dijo ella al tiempo que le entregaba el vaso—. Al fin y al cabo, rescataste a la princesa en la torre. Sólo hay un final para ese cuento de hadas.
Conor se atragantó con un sorbo y roció de limonada sus pantalones manchados de estiércol de cerdo.
—Interesante combinación de olores —comentó Isabella.
—Discúlpame, princesa —dijo Conor—. Es que me ha sorprendido tu amable recepción. A estas alturas, me imaginaba amordazado por guardias daneses.
Isabella le clavó sus pupilas castañas.
—Conor, podría recorrer el mundo en busca de otro científico espadachín, pero dudo que encontrara ninguno como tú —la princesa se percató de que había sido demasiado explícita y se sintió impulsada a añadir—: Aunque seas un zoquete de piernas larguiruchas y cerebro desmesurado.
Conor aceptó la primera mitad del cumplido con una sonrisa y, la segunda, con una mueca.
—Yo siento lo mismo que tú —dijo—. Quitando la parte del científico y el zoquete larguirucho. Ya sabes lo que trato de decir.
—Claro, sir Conor —repuso Isabella, bromeando de nuevo con el título de sir—. Ya lo sé.