17
RED ENMARAÑADA
Dos horas más tarde, Arthur Billtoe se encontraba en el despacho del mariscal Bonvilain, sentado en un cajón de fruta y tratando de mantener cerrada la herida que le atravesaba el muslo. Tenía los pantalones empapados, y pequeños borbotones de sangre se le escapaban entre los dedos al ritmo del latido del corazón.
El mariscal Bonvilain efectuó su entrada en la estancia, y los borbotones surgieron a mayor velocidad.
—Lamento lo del cajón de fruta, Arthur —se disculpó Hugo Bonvilain mientras tomaba asiento detrás de su escritorio—, pero el brocado de mis butacas me importa bastante más que tu vida. Lo comprendes, ¿verdad?
—C–c–claro, mariscal —tartamudeó Billtoe—. Estoy sangrando, señor. Creo que la herida es grave.
Bonvilain agitó una mano como para restarle importancia al comentario.
—Sí, luego nos ocuparemos de eso. Ahora, quiero hablar de esta criatura.
Del cajón del escritorio sacó una libreta y, girándola, la empujó en dirección al carcelero. Era la libreta de Pike, abierta por una página en la que se veía un boceto del aviador surcando el aire.
—Le llaman Airman y, por lo visto, vuela.
Billtoe sabía por experiencia que, en casos así, siempre era mejor aducir ignorancia.
—Estábamos dando un paseo y, de pronto, se abalanzó sobre nosotros. Me quedé de piedra.
—Mmm. Entonces, ¿fue una coincidencia? Estabais en el puente de Sebber, por pura casualidad, expuestos a los disparos de los centinelas de la muralla, cuando este tal Airman descendió de los cielos, ¿correcto?
Billtoe asintió con entusiasmo.
—Sí, así fue exactamente. Ha ido usted al meollo de la cuestión, como de costumbre.
—Y dime, ¿cuándo dibujó Pike este boceto? ¿Antes o después de que le dispararan? No entiendo cómo pudo hacerlo en ninguno de ambos momentos —Bonvilain se inclinó hacia delante; su masa corporal arrojaba una sombra sobre Billtoe—. ¿No será que me estás mintiendo, Arthur?
La sangre seguía manando entre los dedos del carcelero.
—No, señor, mariscal; jamás le mentiría.
Bonvilain exhaló un suspiro; al parecer le divertía aquel juego del gato y el ratón.
—Estás tejiendo una red tan enmarañada que acabará por atraparte. Lo mejor es que te cuente lo que, en mi opinión, has estado haciendo últimamente. Cuando haya terminado, añades los detalles que yo haya pasado por alto. ¿Qué te parece, Arthur?
Billtoe asintió con un gesto, como si de veras su propia opinión tuviera importancia.
—Veamos. En primer lugar, me empiezas a dar ideas acerca de globos aerostáticos y huertas de salicores. Luego, llegan informes de un aviador que desentierra objetos en los bancales de la huerta; según Pike, eran diamantes.
—Pike delira —objetó Billtoe—. Es la fiebre producida por la bala.
Bonvilain levantó un dedo.
—No es momento para embustes, Arthur. Estás sangrando, ¿te acuerdas? Y no he terminado de hablar.
—Lo siento —masculló Billtoe.
—El caso es que eres demasiado ignorante y careces de la visión necesaria para que esta idea de los diamantes se te haya ocurrido a ti…
—Exacto —aprobó Billtoe, no poco aliviado—. Ignorante y sin visión, ése soy yo.
—Por lo que deduzco que quienquiera que haya tramado semejantes planes te ha manipulado. Y sólo conozco una persona en Little Saltee a quien le fascine volar —en este punto, la actitud afable de Bonvilain se tornó fría y amenazadora—. Ten cuidado con lo que dices ahora, Billtoe, porque si tu respuesta no me complace, no vivirás lo bastante para morir de esa herida que tienes en la pierna… ¿Era Conor Broekhart el inventor de estas ideas?
—¿Quién? —preguntó Billtoe. Una expresión de genuino desconcierto le cruzaba el rostro.
—Finn. Conor Finn.
La poca sangre que le quedaba a Billtoe en el rostro se esfumó de repente. Siempre había sabido que llegaría el momento. Sólo le quedaba una baza por jugar.
—Sí, mariscal —respondió avergonzado—. Me vendía las ideas a cambio de mantas y cosas así. A mí me parecía un engaño sin importancia.
Bonvilain soltó un gruñido.
—Hasta que se escapó en aquel globo, el día de la coronación. Con tu ayuda, claro está.
—No, señor —replicó Billtoe mientras apretaba con fuerza los bordes de su herida—. Finn está encerrado en el ala del manicomio, según ordenó usted. Conor Finn no se escapó, nada de eso —en la pausa de Billtoe se apreciaba una nota de culpabilidad—. Aunque puede que ahora tenga un aspecto un poco diferente a la última vez que usted le vio. Estos años han sido difíciles para el pobre muchacho, trabajando en la campana y con las palizas que usted encargó. No me sorprendería que no reconociera al joven Conor Finn.
Bonvilain entrelazó los dedos y los apretó hasta que las yemas se volvieron transparentes y, luego, se pasó los nudillos por la frente. Sabía lo que había ocurrido, por descontado que lo sabía. Y la culpa era suya.
«Debería haber arrojado a Conor Broekhart por la ventana hace años. Me equivoqué al dejarle con vida, por si alguna vez le necesitaba para controlar a su padre. Qué redes tan enmarañadas tejemos los humanos…».
Bonvilain admitió para sí que le gustaba la idea de tener un testigo de su genialidad. El confinamiento de Conor Broekhart tenía que haber sido mil veces más angustioso al saber que su padre le consideraba un asesino.
El mariscal esbozó una tensa sonrisa. Era un buen plan, claro que sí. Sólo que ciertas circunstancias increíbles lo habían echado por tierra. Airman, el hombre del aire, nada menos. Resultaba imposible estar preparado para eventualidades que aún estaban por inventar.
Conor Broekhart podría ser un genio, pero la astucia de Hugo Bonvilain era sobresaliente. Aquella situación le daba la posibilidad de poner a prueba su valía. Tenía que pensar deprisa, pero el germen de un nuevo plan ya empezaba a echar raíces en la mente del mariscal. Habría que cometer asesinatos, lo que en realidad no suponía un problema, salvo que podría necesitarse un crimen al más alto nivel, y cuando uno se embarca en semejantes regicidios debe aparentar la más pura inocencia. Las familias reales europeas no aprobaban el hecho de que los plebeyos liquidasen a sus monarcas. Y la desaprobación por parte de la realeza, por lo general, adquiría la forma de inminentes buques de guerra y anexiones de territorio. Hugo Bonvilain no tenía la intención de compartir sus diamantes o su situación de poder con nadie, en particular con la buena amiga de Isabella, Victoria, reina del Imperio británico.
Los Bonvilain se habían esforzado durante siglos para alcanzar el estatus del que él mismo gozaba en la actualidad, por lo que no tenía la intención de hacer el equipaje ante el primer obstáculo con el que se topaba.
Bonvilain recordó la noche en la que murió su padre. Despotricaba éste de la lepra de la que se había contagiado en una peregrinación a Jerusalén. Buena parte de lo que decía carecía de sentido, pero hubo momentos en los que sus ojos adquirían la más absoluta claridad.
—Hemos estado podando —le había dicho al joven Bonvilain—. ¿Sabes a qué me refiero, Hugo? Llevamos siglos podando a los Trudeau. Se reproducen como conejos, Dios los maldiga; pero hemos colocado la corona en la cabeza adecuada, manteniendo así la independencia de las Saltee. Tienes que terminar la tarea. Eres el último en la línea de los servidores, y el primero en la línea de los señores Bonvilain. Prométeme que lo harás, Hugo. Prométemelo.
Y el moribundo se aferró con sus manos vendadas al brazo de su hijo.
—Te lo prometo —había respondido Hugo, incapaz de mirar el desfigurado rostro de su padre.
De pronto, se le ocurrió a Bonvilain que estaba balanceándose en su asiento y que llevaba un rato con los nudillos apretados contra la frente, lo que podía resultar un tanto extraño. Se inclinó hacia atrás y se ajustó el peto blanco con la cruz roja de los templarios sobre su uniforme azul marino.
—Te he dicho lo que pienso, Arthur. ¿Alguna objeción?
—No, mariscal. Ninguna.
—Me alegro. ¿Algo más que quieras contarme sobre nuestro Airman?
Billtoe lanzó el anzuelo al interior de su cabeza en busca de alguna información pertinente que el mariscal pudiera agradecer.
—Mmm… eh… ¡Ah, sí! Habla francés, me llamó «mesié».
Bonvilain golpeó la superficie de madera con ambos puños, haciendo que los artículos de escritorio saltaran por los aires.
Francés. Eso lo confirmaba. En un error de cálculo, había confesado a Conor Broekhart su fobia hacia los franceses. Parecía que el muchacho tenía sentido del humor. Debía librarse de él lo antes posible. Lo último que necesitaba era un aviador vengativo que fuera volando por ahí, robándole los diamantes y socavando sus planes.
—Entonces, Arthur, ¿mantienes que Conor Finn sigue languideciendo en su celda?
Billtoe tragó saliva; la nuez de la garganta le subía y le bajaba a toda velocidad.
—Aparte de eso de «languideciendo», que no sé lo que significa, sí, señor. Está en su celda.
—Bien. Quiero hablar con él.
—¿Cómo? ¿Ahora?
—Sí, ahora. ¿Acaso te plantea algún problema?
—No, ningún problema —el rostro de Billtoe estaba contorsionado por el dolor y la desesperación—. Sólo que estoy sangrando mucho, mariscal. Hay que coser la herida; si no, igual me muero antes de llegar a la isla en el ferry.
Bonvilain dirigió la mirada a la chimenea. Las crepitantes llamas mostraban tonos azules y anaranjados, y un sable en miniatura, utilizado a modo de atizador, colgaba de un gancho junto al cubo de carbón.
—Tienes razón, Arthur —repuso con voz alegre—. Es hora de cerrar esa herida.
Bonvilain subió a bordo del ferry con el capitán Sultan Arif, su oficial de confianza. Billtoe se encontraba agazapado en la popa. De vez en cuando, hurgaba la cicatriz de carne derretida que tenía en el muslo y parecía sorprenderse cada vez que, al tocarla, le dolía. Perdió el conocimiento en varias ocasiones durante la breve travesía, e invariablemente se despertaba lloriqueando como un niño y mascullando la palabra «barril».
Bonvilain descubrió que no estaba en absoluto nervioso ahora que había considerado las novedades de la noche. De hecho, le estimulaba el reto de mantener su posición; de mejorarla, incluso. Al fin y al cabo, Conor Broekhart no era más que un muchacho con una cometa, mientras que Hugo Bonvilain era un estratega militar con un ejército a sus espaldas. Por lo visto, el joven Conor tenía cierta reticencia a la hora de acabar con la vida de otra persona, mientras que Bonvilain tomaba el asesinato como una consagrada herramienta política de plena validez.
El mariscal se inclinó para hablarle a Sultan al oído.
—Tal vez tengamos que envenenar a alguien en un futuro próximo. Ve preparando tus pociones.
Sultan asintió con un despreocupado cabeceo al tiempo que jugueteaba con su espléndido mostacho.
—Sí, mariscal. ¿Puedo preguntar a quién «tal vez» envenenemos?
—A mí mismo, lamento decir —respondió sir Hugo.
Sultan no dio muestras de sorpresa.
—Entiendo que también a otros.
—Sí, claro —confirmó Bonvilain con la mirada distante—. También a otros.
LITTLE SALTEE
Un prisionero ocupaba la celda de Conor Finn, pero no era Conor Finn.
—Y dime, si es que puede saberse, ¿quién es este hombre? —preguntó Bonvilain, señalando al aterrorizado granuja acurrucado en un rincón, lejos de la luz de la lámpara.
Billtoe sabía que le habían pillado.
—No me mate, Su Señoría —suplicó, al tiempo que se hincaba de rodillas y agarraba los faldones del peto de templario de Bonvilain—. Perdóneme la vida, se lo ruego. No sé cómo ha podido escaparse el muy canalla. Estaba aquí tan tranquilo y, de repente, desapareció. Debe de haber sido cosa de magia. Puede que me hipnotizara.
Bonvilain no apartó al carcelero de una patada por el momento, pues le complacía ver cómo aquel hombre se arrastraba.
—Lo que aún no sé, Arthur, es si realmente has sido el cómplice de Finn. Tú le ayudaste a escapar, y eras su contacto a la hora del contrabando, ¿no es verdad?
—Oh, no, señor, mariscal —farfulló Billtoe—. No he conspirado con nadie. Me falta inteligencia para eso.
—No estoy seguro. Este plan tuyo del sustituto podría haber funcionado en el caso de otro prisionero. Tuviste mala suerte al perder a Finn, precisamente.
—Eso es, señor. Maldita mala suerte; ni una pizca de cooperación por parte del muy canalla.
Bonvilain decidió que la situación requería un despliegue de cólera; a fin de cuentas, Sultan estaba observando.
—¡Me has mentido, Billtoe! —exclamó. Sus gritos hacían eco en la diminuta celda—. ¡Me has robado mis diamantes!
De un tirón, el mariscal arrancó el peto de los dedos de Billtoe y luego le propinó una imponente patada que hizo que el carcelero saliera disparado hacia el camastro y fuera a chocarse contra la pared de detrás. Una placa de barro y suciedad se agrietó y se desprendió. Billtoe yacía en el suelo, hecho un bulto, como un saco de lavandería del que se sale la ropa sucia.
—Buen golpe, mariscal —aprobó Sultan—. Justo en la barbilla. Ha salido rodando como una rueda de carreta. ¿Quiere que le remate?
—No —respondió Bonvilain—. Prefiero algo más poético. Quizá nuestro amigo Arthur necesite un poco de tiempo para reflexionar sobre sus defectos.
Le distrajo un extraño resplandor que llegaba desde el fondo de la celda. Billtoe había desconchado con la frente un pegote de barro en la pared, y extraños garabatos de aspecto fantasmal brillaban debajo.
Movido por la curiosidad, Bonvilain se acercó y se inclinó para examinarlos.
—Coral, me figuro —musitó—. Al viejo Heck el Errante le habría encantado.
Pero aquellas marcas habían sido realizadas por la mano del hombre. Eran diagramas y ecuaciones. Alguien había tratado de tapar las anotaciones con barro, pero éste no había acabado de pegarse por completo a la superficie de la pared, en la que se veía con toda claridad el dibujo de un planeador. Bonvilain le dio un golpecito con un dedo enguantado.
—Hola, Airman —susurró—. Por lo que se ve, conseguiste un laboratorio a mi costa.
Sacó una pistola del cinturón y, con la empuñadura, rascó la pared. Otra placa de barro se agrietó y se desprendió, dejando al descubierto que el planeador se había lanzado desde el tejado de una torre.
—Me has dejado una pista de tu paradero y, probablemente, otros secretos valiosos.
Tumbado en el suelo, Billtoe gemía sin cesar.
—¿Me van a ejecutar ahora, señor? ¿Es ése mi destino?
—Por el momento, no —respondió Bonvilain mientras se incorporaba—. Tengo un trabajo para ti, Arthur. Tu destino inmediato consiste en eliminar la suciedad de estas paredes y luego transcribir todas las anotaciones y dibujos que encuentres debajo.
—Ah, gracias, señor —dijo Billtoe al tiempo que lágrimas de alivio le goteaban de la nariz—. Haré que uno de los reclusos se ponga manos a la obra ahora mismo. Será lo primero que haga.
—No has entendido bien, Arthur —indicó Bonvilain, que agarró con el puño la solapa del guardián, le arrancó la casaca a tirones y le fue empujando hasta el fondo de la celda—. No vas a supervisar el trabajo en calidad de carcelero; lo harás tú mismo, como preso que ahora eres.
Bonvilain se volvió hacia el joven que había ocupado la celda durante casi un año.
—¿Cómo te llamas, muchacho?
—Claude de Ville Montgomery, Su Majestad —respondió el joven con prontitud—, aunque todo quisqui en la trena me llama Spog.
Bonvilain parpadeó varias veces. La vida nunca dejaba de sorprenderle.
—El prójimo este, Billtoe, me dijo que cuando me preguntaran, sobre todo usted, me hiciera pasar por Conor Finn. El muy tarado trató de arrancarme la lengua, pero mire… —Spog abrió la boca de par en par, dejando al descubierto dos únicos dientes y una lengua gris.
—Gracias… eh… Spog. Y dime, ¿te ha tratado mal el señor Billtoe?
Spog contorsionó el rostro en señal de disgusto.
—De pena, el muy canalla. Me pegaba, me escupía. Y me tiraba del pelo, y eso no es de caballeros, como digo yo.
—En ese caso, te ha llegado el turno para vengarte —dijo Bonvilain arrojándole la casaca del carcelero—. Ahora, tú eres el guardián y él, el preso. Ojo por ojo, diente por diente, ya sabes. Su vida es tuya y la tuya, suya.
Spog recibió el anuncio con la serenidad más absoluta, como si el rumbo de su fortuna cambiara a diario.
—Soy el hombre que busca, Su Alteza —dijo, con un gesto que recordaba vagamente a un saludo militar—. ¿Qué le parece si torturo un poco a este guardián, que ya no lo es?
—Soy un decidido partidario de la tortura —aprobó Bonvilain—. Fortalece el carácter.
Spog sonrió; sus dientes parecían los postes de una puerta en el hueco de la boca.
—Se sentirá orgulloso, Su Señoría.
El mariscal dio un respingo.
—Limitémonos al tratamiento de «mariscal», ¿te parece?
—Sí, señor, Su Señoría.
La consciencia de Billtoe le flotaba en la cabeza como los espíritus que sobrevuelan el caldero de una bruja; aun así, se las arregló para captar lo esencial de lo que había sucedido.
—¿Es que… es que ahora soy un preso? —preguntó con un grito ahogado, al tiempo que se abalanzaba sobre el camastro.
Bonvilain dio una palmada en el hombro de Spog.
—Hágase cargo de su prisionero, señor Montgomery —indicó—. Yo no mantengo un trato directo con delincuentes.
Los ojos de Spog emitieron un destello de vengativa malicia.
—Sí, señor… Su Señoría. Un placer. Igual prefiere usted apartar los ojos.
Bonvilain se cruzó de brazos.
—Tal vez más tarde; ahora no.
Billtoe retrocedió para alejarse de su nuevo carcelero. Al chocar contra la pared del fondo de la celda, con los codos empezó a descascarillar el barro de la misma, dejando a la vista amplias zonas cubiertas de diagramas y cálculos.
El resplandor verde del coral iluminaba el primer atisbo de horror en el rostro de Arthur Billtoe. El sufrimiento que había contemplado en tantos otros recaía ahora sobre él.
Bonvilain guiñó un ojo a Sultan.
—Ya te lo dije. Prefería algo más poético.
FORLORN POINT
Debido al ajetreo de la noche, en la que no sólo había librado una pelea, sino dos, Conor no pudo dormir más que una hora. Su sueño estuvo gobernado por carceleros que en lugar de manos tenían hojas de acero y en lugar de ojos, diamantes. Había algo más, sin embargo, que se agitaba en un segundo plano, reclamando atención. Un fugaz recuerdo de Conor, a los nueve años, remando con su padre en Fulmar Bay.
«Mira la hoja del remo —le había dicho Declan Broekhart—. Observa cómo corta la superficie. Lo que tienes que hacer es ir recogiendo el agua, y no deslizarte a través de ella».
Entonces, en el sueño, Declan hizo un comentario que no había mencionado en la vida real.
«La misma teoría se aplica a las hojas de una hélice. De esta manera, tu aeroplano podría remontar el vuelo».
Conor se incorporó en la cama, de pronto completamente despierto. ¿Qué era? ¿En qué había estado pensando? El sueño empezaba a fragmentarse. El remo, sí. Tenía que ver con los remos. ¿Cómo podía un remo ayudar a volar a un aeroplano?
En realidad, era evidente. El remo tenía una hoja, igual que la hélice.
«Mira cómo corta el agua…».
¡Pues claro! El remo no se introducía en el agua en posición plana. Se colocaba en ángulo para reducir la resistencia y maximizar la propulsión. El mismo principio que imperaba desde tiempo inmemorial debía aplicarse a la hélice. Al fin y al cabo, ésta venía a ser un ala giratoria. Cuando por fin el aeroplano ascendiera por los aires, la hélice tendría que absorber la potencia del motor y superar la resistencia aerodinámica del aparato. Había que tratarla como a un ala y, por lo tanto, darle la forma necesaria.
«Las hélices planas no funcionan —pensó Conor, vistiéndose a toda velocidad—. Deben formar un ángulo, y es preciso que las hojas tengan la forma adecuada para que se produzca el ascenso».
Para cuando Linus hubo conseguido subir las escaleras pertrechado con beicon, pan y café caliente, Conor estaba cincelando la segunda hoja de su nueva hélice.
—Ah —dijo Linus—. Una hélice nueva.
Semejante comentario provocó que Conor se quedara momentáneamente inmóvil.
—Eres ciego, ¿no? ¿Cómo es posible que sepas lo que estoy haciendo?
Linus colocó sobre un banco la bandeja con el desayuno.
—Tengo poderes mágicos, muchacho. Aparte de eso, llevas la última hora hablando solo en voz alta. Ascenso, resistencia, propulsión, todas esas cosas tan interesantes. Los ciegos no estamos necesariamente sordos, no sé si te has percatado.
El científico que Conor llevaba dentro deseaba continuar el trabajo, pero el hambriento joven lo apartó de la valiosa hélice en dirección al suculento desayuno.
Con la satisfacción propia del cocinero, Linus escuchó cómo Conor devoraba la comida.
—Compré el pan recién hecho en el pueblo. La gente está entusiasmada con las historias de esa criatura a la que llaman Airman. Por lo visto, anoche mató a veinte hombres en la isla.
—He oído que mide más de dos metros —comentó Conor, con la boca aún llena de pan.
Linus tomó asiento en el banco, a su lado.
—No es una broma. Estás en peligro.
—No hay por qué preocuparse, Linus. La breve carrera de Airman ha llegado a su fin. No más vuelos para mí. A partir de hoy, sólo experimentos científicos.
Linus le robó una loncha de beicon.
—Quizá deberías pensar en buscar una chica. Ya tienes edad, ¿sabes?
Conor no pudo evitar que Isabella le viniera a la memoria.
—Una vez hubo una; o podía haberla habido. Volveré a pensar en las chicas cuando lleguemos a Norteamérica.
—Cuando tú llegues a Norteamérica. Me propongo quedarme aquí y conspirar contra Bonvilain. Hay otros que piensan como yo.
—Hablas en serio —cayó en la cuenta Conor con tristeza—. Confiaba en que cambiarías de opinión.
—No. Perdí a mis amigos. Ambos los perdimos.
Conor no deseaba remover las ascuas de una discusión habitual.
—Muy bien —dijo, empujando su plato a un lado—. La torre es tuya, y también habrá dinero en abundancia. Pero me marcho. En Norteamérica hay aviadores como yo, ansiosos por surcar el cielo.
—Entiendo. ¿Y cuándo te vas?
—Tenía planeado partir hoy mismo, pero ahora estoy impaciente por probar esta hélice nueva. Es una maravilla, ¿qué te parece?
Linus Wynter se dio un golpecito en el antifaz para dormir de terciopelo con el que ahora cubría las cuencas vacías de sus ojos.
—Tendré que fiarme de ti. Por cierto, encargué que me enviaran este antifaz desde el Savoy. ¿Te he contado alguna vez que en cierta ocasión me alojé en ese hotel?
—Hagamos un trato —propuso Conor—. Hoy me llevo el aeroplano a la playa de Curracloe. Tardaré dos días en montarlo y otro más en ponerlo a prueba. Cuando vuelva, enviamos mi equipo por barco a Nueva York y nos vamos a Londres, primero en ferry y, luego, en tren. Nos pasamos una semana a cuerpo de rey en el Savoy, sin hablar de revoluciones ni de experimentos científicos. Después, revisamos la situación.
—La oferta es tentadora —admitió Linus—. Algunas de las suites del hotel tienen piano. Los dedos me cosquillean de sólo pensarlo.
—Cerremos el trato, entonces. Una semana para nosotros solos y, luego, volvemos al mundo. Por separado, tal vez; pero rezo para que lo hagamos juntos.
—Yo también rezo por eso.
—Entonces, estamos de acuerdo. El Savoy.
Linus extendió una mano.
—El Savoy.
Estrecharon las manos para cerrar el trato.
Bonvilain y Sultan desembarcaron de incógnito, con el rostro oscurecido gracias a sendos sombreros de ala ancha elaborados con paja de toquilla. Sus uniformes de las Saltee no les otorgaban autoridad en territorio irlandés, y era poco probable que vestidos de civiles llamaran la atención. Los gamberros del pueblo antes molestarían a militares de otros territorios que a desconocidos de aspecto peligroso. De hecho, algunos de los jóvenes de Kilmore lo pasaban en grande mofándose de los soldados rasos del ejército de las Saltee, quienes tenían instrucciones precisas de no responder a las provocaciones. Bonvilain y Sultan no estaban sujetos a tales preceptos. Se abstuvieron de hacer gestos abiertamente hostiles y se comportaron con gentileza; aun así, los muchachos de la localidad que se encontraban en el puerto tuvieron la impresión de que divertirse con aquella extraña pareja les conduciría a disgustos tan inmediatos como duraderos.
Pasearon por el muelle y se adentraron en las humeantes profundidades de Wooden House.
—He visitado tabernas en todo el mundo —comentó Hugo Bonvilain, agachando la cabeza bajo el dintel—, y todas tienen una característica en común.
—¿Los borrachos? —dijo Sultan Arif, empujando a un marinero dormido que le interrumpía el paso.
—Eso también. Pero la venta de información es el factor común en el que estaba pensando. Ese desgraciado, por ejemplo…
El mariscal señaló un hombre solitario que apoyaba los codos en la barra y clavaba la mirada en un vaso vacío.
—Un candidato perfecto. Vendería su alma por otro trago.
Se acercó furtivamente al hombre y pidió al tabernero que le sirviera una botella de whisky.
—¿Le conozco? —preguntó el tabernero.
—No, no me conoce —respondió Bonvilain con tono animado—. Y le recomiendo que siga siendo así. Vamos, deje aquí la botella y váyase a atender sus asuntos a otra parte.
Casi todos los buenos taberneros desarrollan un instinto acerca de sus clientes y las particularidades de éstos. El propietario de Wooden House no era una excepción. No formularía más preguntas, pero comprobaría que su pistola estaba cargada, no fuera a ser que aquel cliente tan sonriente que le resultaba vagamente familiar y su alegre acompañante dieran rienda suelta al alboroto del que sin duda eran capaces.
Bonvilain abrió la botella y se giró hacia el hombre solitario que contemplaba su vaso.
—Bueno, caballero, da la impresión de que un buen trago no le vendría mal. Desde luego, confío en que así sea, porque no tengo la intención de ingerir ni una gota de esta bebida alcohólica que, por el olor, se diría que ha pasado por los respectivos estómagos de varios gatos.
Con un dedo, el hombre empujó su vaso a lo largo de la barra.
—Le haré un favor; se lo quitaré de las manos.
—Muy noble por su parte, amigo mío —repuso Bonvilain, llenando el vaso hasta el borde.
—No somos amigos —puntualizó el hombre, malhumorado a pesar de su golpe de suerte—. Todavía no.
Media botella más tarde eran amigos, y Bonvilain dirigía la conversación como si su interlocutor tuviera un timón clavado en la nuca.
—Estúpidas lámparas de gas —protestó el hombre—. ¿Qué tienen de malo las velas? Una vela no se rompe, ni explota. Cuentan que una explosión de gas destruyó una ciudad entera en China; no se salvó nadie, excepto los gatos, que son inmunes al gas.
Bonvilain cabeceaba con gesto comprensivo.
—Gas. Terrible sustancia. Y con respecto a los extranjeros que compran nuestros edificios…
—Estúpidos extranjeros —espetó el hombre con vehemencia—. Van por ahí, comprando nuestros edificios. Menudo puñado de engreídos. ¿Sabía usted que los ingleses son dueños al cien por cien de todas las casas importantes de los alrededores? O de más, aún.
—Y les encanta vivir en las torres, como si fueran los amos de todos nosotros.
—Es verdad —acordó el hombre, para entonces borracho como una cuba—. Por ejemplo, ese idiota de Forlorn Point. Tiene contratado a un músico ciego que le limpia la casa y le prepara la comida.
Bonvilain se sintió extremadamente interesado en ese idiota.
—Un chico así ni siquiera debería ser dueño de una torre —apuntó.
Otra ronda de whisky volvió a llenar el vaso.
—¡No! Maldita sea. No está bien. Un chico como ése debería estar en el campo, cortando heno, como todos a su edad. Pero ¿qué hace él? Compra montones de tela; encarga toda clase de piezas mecánicas. ¿Qué está construyendo ahí arriba? Quién sabe. Es como el doctor Frankenstein, se lo digo yo. No sé lo que hará, pero el ruido que sale de esa torre es capaz de resucitar a un cerdo muerto.
El hombre se acabó la bebida de un trago; la crudeza del alcohol le produjo una conmoción que le recorrió el cuerpo, desde el estómago a los globos oculares.
—Y no me diga usted que las langostas no se están volviendo cada vez más listas. El mes pasado cogí una langosta y le juro que trataba de hablarme; abría y cerraba las pinzas y agitaba las antenas para decirme algo.
El tabernero dio unos golpecitos en la barra con los nudillos.
—Puedes cerrar el pico, Ern. Se han marchado.
—Da igual —repuso Ern, apretando la botella contra su pecho con ademán protector—. En cualquier caso, no me gustan los tipos que llevan sombrero. Nunca te fíes de un hombre con la cabeza cubierta.
El tabernero tuvo el tacto de no señalar que el propio Ern iba tocado con una vistosa gorra.
Bonvilain y Sultan encontraron Forlorn Point en cuestión de minutos. El antiguo mojón de piedra del ejército británico situado al borde de la carretera les ayudó en buena medida.
—Forlorn Point, «Collado Solitario». Eligieron bien el nombre —observó Arif mientras colocaba su mochila sobre el tocón de un árbol. Del interior, seleccionó dos revólveres gemelos y varios cuchillos, que se colocó en el cinturón—. Imagino que no vamos a pedir refuerzos.
—Como de vez en cuando es el caso, Sultan, estás en lo cierto —respondió Bonvilain—. Se trata de una torre Martello; ya podríamos traer un buque de batalla, que seguiríamos sin poder entrar. Tenemos que proceder con cautela. Primero, la diplomacia; a continuación, la astucia y, en último término, la violencia, si es que fuera necesaria.
Pasaron por encima de los destrozados restos de la tapia y atravesaron el recinto, con cuidado de no engancharse las botas en las traidoras enredaderas que salían como serpientes del pedregoso suelo.
—No parece gran cosa —comentó Sultan, arrancando un pedazo de musgo de la pared de la torre.
Bonvilain asintió.
—Ya lo sé. Ingenioso, ¿verdad?
Una rápida vuelta alrededor de la torre confirmó que, en efecto, sólo había una entrada: una puerta de madera situada a la altura de la cabeza.
—Apuesto a que la puerta no es tan débil como aparenta —masculló Bonvilain.
Sultan pegó la mejilla a la pared.
—Las piedras vibran a causa de un generador, mariscal —señaló—. Oigo música clásica. Da la impresión de que hubiera una orquesta completa ahí adentro.
—Es un fonógrafo —repuso Bonvilain con acritud—. Un invento muy moderno. A Conor Broekhart siempre le han gustado los cachivaches.
—Bueno, ¿y cómo entramos? ¿Arrojamos piedras a la puerta?
«Es la torre de ese tal Airman —pensó Bonvilain—. Él entra y sale por el tejado».
—Sí, yo me encargo —dijo a su capitán.
—Lo de tirar piedras siempre se le ha dado bien. Y yo, ¿qué hago?
—Busca en esa bolsa tuya, a ver si te has traído la ballesta.
Los ojos de Sultan lanzaron un destello.
—No hace falta buscar. Siempre la llevo conmigo.
Linus Wynter disfrutaba de la Oda a la alegría de Beethoven mientras freía en la sartén unos tradicionales pastelillos de sémola. Su ingrediente secreto era el pimentón picante, pero, claro, la limitada despensa de Conor carecía de pimentón, por lo que Linus se vio obligado a reemplazarlo por curry en polvo. Cierto era que rebajaba su estándar culinario habitual, aunque resultaba poco probable que Conor protestara después de dos años de comidas en Little Saltee. En cualquier caso, el joven se había marchado a la playa de Curracloe hacía tan sólo cinco minutos, y para cuando regresara los pastelillos de sémola no serían más que un lejano recuerdo.
El fonógrafo era una maravilla científica. Conor le había explicado el proceso por el que una orquesta podía transferirse a una lámina circular de cera; pero, honradamente, Linus no se había esforzado gran cosa en entenderlo. La aguja producía chirridos y había que cambiar el disco cada pocos minutos; aun así, la música era deliciosa.
A pesar del chirrido de la música y el chisporroteo de los pastelillos de sémola en la sartén, Linus escuchó voces amortiguadas que llegaban del exterior. En un primer momento dio por sentado que se trataba de algunos jóvenes del pueblo que acudían a fisgonear, pero luego escuchó la palabra «mariscal», y su leve curiosidad se tornó en un nudo de miedo que le apretaba el estómago.
Bonvilain los había encontrado.
Wynter nunca había sido un gran tirador, pero de todas formas notó un cierto consuelo al enroscar los dedos en la culata del rifle de repetición oculto bajo la encimera.
«Tengo que esperar a que Bonvilain abra la boca y haré todo lo posible por cerrársela para siempre».
Segundos después, una piedra se estrelló contra la puerta, seguida en rápida sucesión por tres más. La última emitió un sonido metálico al chocar contra una banda de acero.
—Me lo imaginaba —dijo una voz—. Una puerta reforzada.
Linus comprobó la recámara con el pulgar y se abrió paso a trompicones a lo largo de la pared hasta llegar a una tronera.
«Cargada y preparada. Diga algo más, mariscal Bonvilain».
Y Bonvilain dijo algo más.
—Conor Broekhart, ¿por qué no bajas aquí para que, por fin, pueda matarte? Más vale ir directamente al grano.
Linus disparó seis tiros en dirección a la voz.
«Puede que Dios favorezca a los virtuosos», pensó mientras los disparos hacían eco en las paredes curvas de la torre y el humo de la descarga se le metía por la tráquea y le producía accesos de tos.
—De modo que Conor no está en casa y el criado ciego aprieta el gatillo —dijo Bonvilain—. Para tu información, acabas de herir de muerte a la columna detrás de la que me refugiaba.
«O acaso el diablo cuida de los suyos», concluyó Linus, cubriéndose la nariz y la boca con un trapo mojado que cogió del fregadero.
«Tengo que avisar a Conor. No deben apresarle. Lanzaré las bengalas de advertencia».
A Conor le preocupaba dejar a Linus solo en la torre, a pesar de que el norteamericano había sobrevivido sin su ayuda a guerras y calabozos durante cincuenta años, de modo que había instalado en el tejado un conjunto de bengalas de advertencia. Las mechas de las bengalas descendían hasta varios puntos del interior de la torre y estaban cubiertas con fundas de azufre. No había más que dar un tirón a la funda para encender la mecha. Las mechas estaban conectadas de tal modo que, si una prendía, las demás también lo harían.
La más cercana se encontraba en lo que llamaban, en broma, el salón: una colección de sillas apiñadas alrededor de la chimenea, donde Linus había instalado un alambique de ginebra.
«Quince pasos desde la tronera hasta el salón. Un escalón hacia abajo. Un banco junto a la pared. Hago el mismo recorrido cien veces al día».
Linus tosió para liberar sus pulmones de los últimos restos de humo e inició su breve trayecto con sumo cuidado. Sería una lástima fracasar por culpa de un esguince de tobillo. Tenía tiempo de sobra. Bonvilain se mostraría reacio a entrar por la puerta, ya que podría haber un arma apuntada en esa dirección.
«Camina lento pero seguro».
De pronto, una lluvia de disparos que rebotaban contra la puerta y hacían que los remaches de metal repicasen como las campanas sumió a Linus en la confusión. Desconcertado, cayó al suelo a cuatro patas.
«¿Acaso el mariscal ha perdido la cabeza? La puerta está reforzada; él mismo lo dijo. ¿Por qué iba a disparar?».
La respuesta era evidente, y a Linus se le ocurrió casi de inmediato.
«No trata de matarme; lo que intenta es distraerme. El mariscal no está solo…».
Una superficie fría, afilada y metálica le presionó en el cuello.
—Dejaste abierta la puerta del tejado, amigo —dijo una voz con marcado acento extranjero. Linus supo al instante de quién se trataba. Era Sultan Arif, el mortal subalterno de Bonvilain—. Tú mejor que nadie deberías saber que, a veces, los problemas vienen de arriba —añadió.
«Tengo que prender la mecha».
Linus se abalanzó en dirección al salón, lo que le costó un profundo corte de la espada en el cuello, pero no consiguió escapar de Sultan Arif. El capitán agarró al ciego como si éste fuera un cachorro enrabietado y tiró de él para ponerlo de pie.
«No te desorientes. Conoce tu posición».
Con tantas distracciones que le asaltaban los sentidos, la tarea resultaba complicada. El cuello le dolía y por la espalda le bajaba un reguero de sangre. El eco de los disparos aún no se había apagado, y Sultan le había hecho girar con brusquedad. Linus se encontraba completamente desorientado.
«Concéntrate. ¿Dónde estás?».
Al final, Sultan le facilitó las cosas.
—Bajaremos de la torre para reunimos con nuestro superior, ¿te parece? —dijo al tiempo que empujaba a Linus a través de la estancia. Wynter escuchó el chirrido de los cerrojos y notó la bocanada de aire fresco en el rostro.
«Estoy en la entrada», pensó, mientras con los dedos iba palpando el marco de la puerta.
La voz de Sultan le atronaba en el oído.
—Lo tengo, mariscal —dijo a gritos—. El ciego está solo. Veo que aquí hay una escala de cuerda; voy a desatarla.
—No seas pesado, Sultan; lánzale de un empujón —apremió Bonvilain—. No hay nada más divertido que ver a un ciego caerse.
Sultan exhaló un suspiro. Se trataba de un trabajo indigno, carente de honor; pero el sentido del honor no era una virtud que el mariscal tuviese en alta estima.
—Relájate, amigo. Los huesos en tensión acaban por romperse.
El cuero de la chamarra de Arif produjo un leve crujido cuando éste dobló el brazo para propinar el empujón. Linus esperó el momento adecuado. Cuando Sultan le impulsó al vacío, lanzó un alarido lo bastante estridente como para enmascarar el sonido de la funda de azufre que acababa de arrancar de la mecha que rodeaba el marco de la puerta.
Linus soltó un grito al recobrar la consciencia, pues al estrellarse de cabeza contra el suelo había visto algo. Fue un destello de luz que sólo duró un instante; ahora volvía a reinar la oscuridad. Le costaba respirar por el peso de la bota que le pisaba el pecho.
—Me acuerdo de ti —dijo Bonvilain—. Tocabas el piano para el rey. Un espía ciego, muy ingenioso. Bueno, amigo mío, tus días de concertista han terminado. Y también los de espía, ahora que lo pienso.
—Maldito seas, Hugo Bonvilain —espetó Linus con voz áspera y valiente—. En el infierno hay un hoyo reservado para los de tu calaña.
El mariscal soltó una carcajada.
—No lo dudo; por eso mismo trato de retrasar todo lo posible mi adiós de esta vida. La tuya, sin embargo, es inminente, a menos que respondas a mis preguntas.
La risa de Linus tenía un tinte de amargura.
—Mátame, Bonvilain. Si tu prisión no consiguió someterme, tú tampoco lo conseguirás.
—¿Sabes una cosa? Me parece que tienes razón. Creo que te rebelarías contra mí hasta el último aliento. Nunca entenderé a la gente con principios, como tú. Sultan tiene unos cuantos, pero es capaz de ignorarlos si la situación así lo requiere. En realidad, no te necesito. Broekhart regresará y yo le estaré esperando, tan sencillo como eso.
—Puede que no sea tan sencillo —argumentó Linus.
En ese momento, las mechas entrelazadas propulsaron hacia el cielo media docena de bengalas que, al explotar, iluminaron las oscuras nubes con un resplandor de tonos rosa y rojo.
Bonvilain observó el lento descenso de los proyectiles con maliciosa consternación.
—Bengalas de advertencia. Hay que ver lo escurridizo que resulta este joven Broekhart. Lo juro, a veces me parece que me he pasado la vida tratando de sepultarle.
—La ayuda está en camino —dijo Linus, falto de aliento—. Avisarán a los bomberos.
Bonvilain meditó unos segundos, golpeándose la frente con los nudillos. Luego llamó a Sultan.
—Tráeme pluma y papel de la torre. Voy a clavar una invitación muy especial en la cabeza de este hombre.
—No me entusiasma asesinar a un hombre ciego, mariscal —repuso Sultan con voz serena.
—Ya hemos hablado de eso, capitán —siseó Bonvilain con el tono de un padre que no quiere que sus hijos le escuchen—. En tus días de soldado raso no tenías tantos escrúpulos.
—Era la guerra. Eran militares. Éste es un anciano ciego.
—Tráeme la pluma —insistió Bonvilain.
—No llegué a desplegar la escala de cuerda.
—¿Desplegar? ¿Desplegar? ¿Qué pasa, es que te crees William Shakespeare? Entonces, dispara otro gancho y sube otra cuerda —añadió, furioso.
Sultan hizo un gesto de cabeza en dirección al pueblo.
—Tardaré varios minutos; no creo que tengamos tiempo.
Bonvilain frunció el ceño con ademán engreído.
—Esto es demasiado, Sultan. Confío fervientemente en que este anciano te clave un puñal entre las costillas. Me inclinaré sobre tu cuerpo moribundo sólo para decir: «Te lo advertí».
Sultan hizo una profunda reverencia como muestra de que su lealtad hacia el mariscal seguía en pie.
—Demasiado tarde para reverencias, buen hombre. Me has decepcionado, y mucho.
—Mis disculpas, mariscal.
—Sí, claro; disculpas. Muy útiles, sí. Por lo menos, hazme el favor de atar a este espía a la columna.
—Cómo no, mariscal.
Sultan levantó al prisionero del suelo y, de un empujón, lo apoyó contra el pilar de la verja. Linus notaba cómo la cuerda le iba atando las piernas y el torso, con tanta fuerza que le quemaba la piel. Escuchaba a su alrededor las pisadas de Sultan, que daban vueltas y más vueltas, mareándole.
«Mareado y ciego. Qué injusta es la vida».
Al menos seguía vivo, aunque, con Bonvilain de por medio, sin lugar a dudas tenía que haber una condición.
—Muy bien, hombre ciego —dijo a su izquierda la voz del mariscal, en tono suave y burlón—. Te has ganado un aplazamiento. Entrega este mensaje al aviador, a ese que llaman Airman. Dile que mañana por la noche voy a reunir a unos cuantos invitados. Será un pequeño banquete para conmemorar la vida de Conor Broekhart, lo que encuentro tan divertido como irónico, pues será el tercer aniversario de su muerte. Familiares y allegados, nada más. Se celebrará un brindis especial en el que se servirá vino de una añada potente. «Muy» potente. Dará la impresión de que los rebeldes han conseguido infiltrarse en la cocina. Una tragedia.
Linus no tenía alientos para protestar.
—No dejes de decirle a Conor que por su culpa voy a tomarme todas estas molestias —prosiguió Bonvilain, hundiendo los dedos en el hombro de Linus—. Si hubiera permanecido donde le dejé, nada de esto sería necesario; pero se escapó, y luego me robó, así que su hermano va a quedarse huérfano. ¿Sabes? Puede que me quede con la tutela del niño. Puedo criarle como si fuera hijo mío. Un pequeño mariscal.
Bonvilain se rió entre dientes, disfrutando de su perverso sentido del humor.
—Ah, cuánto me querría la gente. El noble Bonvilain adopta al hijo de otro hombre.
Linus consiguió articular una breve frase.
—Nadie te quiere, Bonvilain.
—Tienes razón —convino el mariscal—. Y a lo mejor piensas que me disgusta, pero no. Lo cierto es que encuentro cuanta satisfacción necesito en los bienes materiales.
Con una inclinación de cabeza, Sultan se colocó en la línea de visión de Bonvilain.
—Mariscal, esas bengalas podrían haber llamado la atención.
Bonvilain se sintió decepcionado. Seguro que los aldeanos acudían a investigar las explosiones. No disponía de más tiempo para recrearse en la situación. Una lástima, le divertía tanto, y había tan pocas ocasiones… Bueno, la idea de envenenar a la reina y al matrimonio Broekhart le hacía mucha ilusión. Además, con un poco de suerte, Conor también se incluiría en el paquete. Aunque no se diera el caso, Bonvilain sería nombrado primer ministro sobre la marcha, circunstancia que nadie podría cambiar.
—Me figuro que los irlandeses se encargarán de desatarte —comentó—. Aun así, no huyas. Quédate aquí para comunicar mi mensaje, o tu amo no tendrá la oportunidad de perder la vida tratando de desbaratar mis planes.
Bonvilain propinó a Linus una fuerte bofetada en la mejilla.
—Después, pásate el resto de tu vida preguntándote cuándo te mataré. Como ya sabemos, no me «verás» llegar.
Linus mantuvo el labio superior tieso y el ceño fruncido, pero respiraba por la nariz con dificultad y, si la cuerda no le hubiera sujetado, se habría derrumbado.
«Me odio por sentir este pánico. He sido testigo de guerras y plagas. He vivido en las tinieblas, con el miedo al dolor siempre presente. Pero ¿pánico? Nunca, hasta ahora».
—Maldito seas, mariscal —sollozó con tono desafiante—. Que el diablo te arrastre al infierno.
Pero por el vacío del aire y la forma en que su voz se desplazaba supo que estaba solo. Bonvilain se había marchado para encargarse de los preparativos de su fiesta.
«Debería estar contento —pensó Conor Finn—. Mi plan ha salido bien y vuelvo a ser un científico, con los fondos suficientes para continuar mis experimentos hasta un futuro lejano. Al menos, debería sentir un poco de satisfacción».
Pero no podía librarse del pensamiento de que aquélla no era su vida. Merodeaba por los márgenes de ésta como si tuviera prohibida la entrada. Y en algún lugar, fuera de su alcance, otra vida verdadera le estaba esperando.
«Todo me irá mejor lejos de aquí. No puedo empezar de nuevo cuando, cada vez que levanto los ojos, veo las islas Saltee en el horizonte».
Conducía su carreta, tirada por una yegua, por la costa de Wexford. De allí tomaría rumbo a la playa de Curracloe, a ocho kilómetros de distancia. Ya era mediodía, pues había tardado más de lo previsto en bajar las alas desde el tejado por el muro de la torre. Tendría que dormir en la playa una noche más, acaso dos, en función de las condiciones meteorológicas.
En el trayecto también tardaría más tiempo del que esperaba. Sólo habían viajado un kilómetro desde Kilmore y la yegua ya estaba cansada por el peso de la carga: alas, motor, cola, cuerpo y, por descontado, la nueva hélice. Demasiado para un animal tan viejo. Tendría que pensar en cambiarlo en los muelles de Wexford.
Se acordó de Linus y soltó una carcajada.
«Estoy comparando a Linus con una yegua vieja. No le haría mucha gracia».
Con Linus Wynter en mente, volvió la cabeza para mirar atrás en busca de bengalas, como ya había hecho en una docena de ocasiones durante el viaje.
«Como si Linus me necesitara. Como si Linus necesitara un…».
Las bengalas estallaron en las alturas. Todas a la vez, por lo que parecía. Hacían piruetas en dirección a la tierra dejando rastros de color rosa, como las varillas de un paraguas fantasmal.
«Linus tiene problemas».
Debía tener relación con el encuentro de la noche anterior. No podía tratarse de una coincidencia.
Conor apartó el vehículo del camino y se adentró en una zona boscosa. La yegua protestó, rehuyendo las ramas bajas, pero Conor siguió su rumbo y por fin encajó la carreta entre dos troncos. Los árboles salpicaron una lluvia de agujas de pino sobre el joven y el animal.
En cuestión de segundos, Conor había desenganchado a la yegua y la apremiaba por la carretera de la costa, de regreso a la torre. Con aquel animal existían dos opciones. Podía hacer que corriera a paso corto y rápido, o bien lento y largo. Conor optó por lo primero; algo en su interior le decía que si optaba por el paso largo llegaría demasiado tarde.
Cuando Conor alcanzó la torre, encontró a su único amigo atado a la columna, con el rostro y el cuello plagados de contusiones. Su primer pensamiento fue: «Está muerto. Lo he perdido otra vez». Pero luego el herido tosió.
—¡Linus! —exclamó Conor, sujetando al norteamericano, vencido hacia delante—. Estás vivo.
Wynter pareció sorprendido.
—Conor. No he oído ningún caballo.
—La yegua se desplomó a las afueras del pueblo. Me figuro que le falló el corazón.
A toda prisa, cortó las cuerdas y, manteniendo a su amigo apoyado en el pilar, le ayudó a sentarse.
—Sobrevivirás —aseguró Conor al tiempo que realizaba una rápida comprobación en busca de huesos rotos—. Pero no hay un centímetro de piel que no tenga heridas o moratones. Te encantará saber que tu sangre es azul; siempre sospeché que pertenecías a la realeza.
—Conor, escúchame —dijo Linus, con la garganta descarnada y quemada por la cuerda—. Ha sido Bonvilain.
Conor se cayó de espaldas, sobre la hierba.
—¿El mariscal en persona? ¿Ha estado aquí?
—Él y su sabueso, Arif. Dejé el tejado abierto para que saliera el humo de la sartén. Fui un estúpido. Se marcharon, pero sólo porque creían que los vecinos acudirían alertados por las bengalas. Les podría haber contado que llevas Dios sabe cuántas semanas lanzando bengalas, y que los habitantes del pueblo están aburridos de verlas. Se lo podría haber contado, pero no lo hice.
—¿Qué dijo Bonvilain? —le exigió Conor—. Dímelo, Linus.
Linus exhaló un profundo suspiro. En su rostro se apreciaban cicatrices de dolor y de tristeza.
—Sabe que eres Airman, el aviador. Ha hecho planes para asesinar a tu familia y a Isabella. Seguramente con veneno, en una cena, mañana por la noche. Un banquete en honor de Conor Broekhart.
Conor se puso en cuclillas sobre la hierba, mudo de asombro por la noticia. Era el peor giro en los acontecimientos de todos los posibles.
«Ha hecho planes para asesinar a tu familia».
«¿Qué puedo hacer? ¿Qué se puede hacer?».
Linus le leyó el pensamiento.
—Ahora tienes que olvidarte de Norteamérica, Conor. Ha llegado la hora de entrar en acción.
—Ya lo sé. Tienes razón. Pero ¿qué debo hacer? —preguntó Conor.
—Es un problema. Bonvilain sabe que vas a acudir. Dónde y cuándo, exactamente. Estarán vigilando el mar y el cielo, esperando la llegada de Airman.
—Podría rendirme —soltó Conor de sopetón, con un gesto de desesperación en el semblante—. De ese modo, el mariscal no tendría que asesinar a nadie. Sus secretos estarían a salvo.
Linus mostró su desacuerdo con vehemencia.
—¡No! Es demasiado tarde para eso, Conor. Bonvilain no sabe con quién has hablado o qué ejército puedes haber reunido con los diamantes robados.
—Pero ¿por qué me anuncia lo del banquete? ¿Para atormentarme, acaso?
—Para atraparte, más bien —corrigió Linus—. Todos sus enemigos mueren en una sola noche, asesinados por el ser misterioso al que llaman Airman. Culparte de asesinato es un método que Hugo Bonvilain ya ha empleado antes.
Conor permaneció sentado, inmóvil como una estatua, clavando la mirada en las piedras como si pudieran revelarle la solución a tan terrible dilema. Un soplo de brisa le pasaba entre los dedos y la luz del sol le calentaba la cabeza, pero aquellos detalles cotidianos no significaban nada para él. ¿Conseguiría alguna vez una vida «normal»?
—¿Conor? —dijo Wynter, arrastrándose hacia delante, alargando una mano y dando palmadas en el aire—. ¿Estás bien?
Conor no respondió; sólo se escuchaba su respiración acelerada. Linus comprendió que tendría que asumir el mando él mismo.
—Debemos abandonar la torre —declaró, tratando de adoptar un tono dinámico y competente—. Cargamos en la carreta lo que podamos y nos marchamos esta noche. Aunque Bonvilain envíe soldados en tu busca, puede que no logren encontrar a Conor Finn.
Se escuchó un leve susurro en la maleza cuando Conor se puso de pie. Si Linus pudiera haber visto los ojos de su joven amigo, le habría impresionado la determinación que en ellos ardía.
—¿Conor Finn? —dijo Airman—. Conor Finn ha muerto. Mi nombre es Conor Broekhart y debo hablar con mi padre.