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LA BROSSE

Conor Broekhart fue considerado un héroe durante una buena temporada. Todos los habitantes de las islas se acercaron a visitarle a la enfermería del castillo para escuchar la historia de su planeador improvisado, así como para dar un golpecito en la escayola que protegía su pierna rota, lo que traía buena suerte.

Isabella acudía a diario, con frecuencia acompañada de su padre, el rey Nicholas. En una de estas visitas el monarca trajo consigo su espada.

—No tenía la intención de saltar desde la torre —se defendió Conor—. Fue lo único que se me ocurrió.

—Ya veo que no lo entiendes —repuso Nicholas—. Ésta es la espada ceremonial de los Trudeau. Voy a otorgarte el título de caballero.

—¿Caballero? —preguntó Conor, poco convencido—. ¿Es una broma o algo así?

Nicholas esbozó una sonrisa.

—Depende de cómo se mire. Con un toque de esta espada te convertirás en sir Conor Broekhart. Tu padre pasará a ser lord Broekhart y tu madre, lady Broekhart.

A Conor le seguía preocupando aquella hoja de acero que tenía a diez centímetros de la nariz.

—No tendré que besar eso, ¿verdad?

—No, sólo toca el filo; con un dedo bastará. Cuando te repongas, organizaremos una ceremonia en condiciones.

Conor pasó un dedo por la reluciente hoja. Al rozarla, se escuchó un silbido.

Nicholas apartó la espada a un lado.

—¡Arriba, sir Conor! No ahora mismo, claro está. Tómate el tiempo que necesites. Cuando te encuentres en forma te presentaré al maestro que he elegido para ti. Es un hombre muy particular; trabajaba conmigo cuando me dedicaba a pilotar globos de aire caliente. Conociéndote como te conozco, sé que te encantará.

«¡Globos!».

En lo que a Conor concernía, el rey podía ahorrarse el título de caballero con tal de que le permitiera pilotar dirigibles.

—Me encuentro mucho mejor, Majestad. Tal vez podría conocer a ese hombre hoy mismo.

—Tranquilo, sir Conor —respondió el rey entre risas—. Le pediré que se pase mañana por aquí. Tiene unos cuantos bocetos que podrían interesarte; son de máquinas voladoras más pesadas que el aire.

—Gracias, Majestad. Me hace mucha ilusión.

El rey se rió por lo bajo y alborotó el cabello del niño.

—Salvaste a mi hija, Conor. La salvaste de mi propia imprudencia y de sus manos revoltosas. Nunca lo olvidaré. Jamás —el monarca pestañeó—. Y ella tampoco.

El rey se marchó, dejando atrás a su hija. Ésta no había pronunciado palabra durante el encuentro; de hecho, no le había dicho gran cosa a Conor desde el accidente. Pero en aquel momento el brillo de antaño había regresado en parte a los ojos castaños de la princesa.

Sirrrr Conor —dijo la niña, haciendo rodar el tratamiento por su boca como si de un caramelo se tratara—. Ahora me va a resultar más difícil ordenar que te ahorquen.

—Gracias, Isabella.

La princesa se inclinó hacia delante y dio unos golpecitos en la escayola.

—Nada de eso, sir Conor Broekhart. Gracias a ti.

Otra persona acudió a visitar a Conor ese mismo día, al anochecer, después de que la enfermera hubiera convencido a la madre del paciente para que volviera a casa. La enfermería se encontraba desierta con la excepción de la asistente de noche, que solía ocupar su puesto, al final del pasillo. Ahora, corrió la cortina que rodeaba la cama de Conor y dejó una luz encendida para que pudiera leer.

El niño fue pasando las páginas de Sobre la navegación aérea, obra de George Cayley, donde el autor exponía la teoría de que una aeronave provista de cierta clase de motor y una cola con timón era capaz de transportar a un hombre por el aire.

La lectura resultaba un tanto densa para un crío de nueve años. Lo cierto era que Conor se saltaba gran cantidad de palabras que desconocía, pero al releerlas iba enterándose un poco más.

«Motor y cola —reflexionaba—. Siempre serán mejores para volar que una simple bandera».

Se quedó dormido y empezó a soñar con una reluciente espada envuelta en una enseña que se hundía en el canal de San Jorge.

Le despertó el taconeo de unas botas sobre el suelo de piedra, así como el hondo suspiro de un hombre corpulento. El suspiro era tan ronco que más bien parecía un gruñido. Se trataba de la clase de sonido que empujaba a un niño a fingir que seguía dormido. Conor abrió los ojos lo mínimo posible, procurando mantener una respiración profunda y constante.

Un hombre ocupaba la silla situada junto a la cama; su cuerpo gigantesco quedaba envuelto en las sombras. Por el emblema de color rojo que llevaba en el pecho, entendió que se trataba de un miembro de la Orden de la Sagrada Cruz: el mariscal Bonvilain en persona.

Conor se quedó sin aliento, que luego recuperó con un leve gemido, como atormentado por una pesadilla.

«¿Qué podía andar buscando Bonvilain a esas horas tan intempestivas?».

Sir Hugo era descendiente directo de Percy Bonvilain, quien había servido a las órdenes del primer rey de los Trudeau, siete siglos atrás. Por tradición, los Bonvilain eran altos oficiales del ejército de las Saltee y habían obtenido aprobación para reunir su propia guardia de la Sagrada Cruz, que en su día realizaba incursiones en territorio irlandés o era contratada por los reyes europeos en calidad de tropa profesional. El actual Bonvilain era el último de la estirpe, así como el más poderoso. De hecho, sir Hugo habría sido nombrado primer ministro de las islas años atrás, tras la muerte del rey Héctor, de no haber sido porque un experto en genealogía descubrió la existencia de Nicholas Trudeau, quien a duras penas se ganaba la vida como aeronauta en Estados Unidos.

Sir Hugo encarnaba una inusual combinación de combatiente y hombre de ingenio. Poseía la corpulencia de un soldado aguerrido, pero también la capacidad para plantear argumentos devastadores con una voz sorprendentemente melodiosa.

«Si ese tipo de las Saltee no acaba contigo de una manera, lo hará de la otra», se decía que había comentado Benjamin Disraeli, el célebre estadista inglés, acerca del mariscal.

En cierta ocasión, el padre de Conor había señalado que la única debilidad de Bonvilain era su encendida desconfianza con respecto a otras naciones, sobre todo en el caso de Francia. Al mariscal le habían llegado rumores sobre la existencia de un ejército de espías franceses, la Légion Noir, cuya misión consistía en reunir información sobre las defensas de las islas Saltee. Bonvilain se gastó miles de guineas en la persecución de miembros de la ficticia organización.

El mariscal respiraba de manera profunda y regular, como si estuviera descansando; tan sólo un dedo enguantado que tamborileaba sobre una rodilla delataba que se encontraba despierto.

—¿Duermes, muchacho? —preguntó de repente. Su voz estaba preñada de dulzura y amenaza—. ¿O acaso estás despierto y finges dormir?

Conor se mantuvo en silencio, con los ojos apretados. De pronto, sin saber por qué, se aterrorizó.

Bonvilain se encorvó hacia delante.

—La verdad, pequeño Broekhart, es que no me había fijado en ti desde que eras un recién nacido. Pero esta vez se podría decir que… en fin, que has salvado a una persona que debería estar muerta. ¡Los Broekhart! Siempre los Broekhart.

Conor escuchó el crujido del cuero al plegarse; Hugo Bonvilain apretaba el puño, enfundado en un guante.

—De modo que decidí venir a verte. Me gusta conocer el rostro de… los amigos de mi rey.

Conor podía oler la colonia del mariscal, y notaba su aliento.

—Pero ya he hablado demasiado, jovencito. Necesitas tranquilidad para recuperarte de tu fuga milagrosa; milagrosa, desde luego. Pero recuerda que te estoy vigilando de cerca. Los caballeros de la Cruz te vigilan.

Bonvilain se levantó con un crujido del peto con la Sagrada Cruz que llevaba sobre su uniforme.

—Muy bien, joven Broekhart; tengo que irme. Tal vez no he venido a verte; quizá estás soñando. Si ése fuera el caso, sería lo mejor para ti.

La cortina que rodeaba la cama se agitó con un susurro cuando el mariscal se dispuso a efectuar su retirada.

Pasados unos instantes, Conor se atrevió a abrir los ojos y descubrió el semblante de Bonvilain a escasos centímetros del suyo.

—Ah, por fin despierto. Magnífico. Se me olvidaba dar un golpecito a la escayola. Un poco de suerte no me vendría mal.

Conor se mantuvo tumbado, en silencio, con el cuerpo rígido, mientras el mariscal le levantaba la pierna rota hasta una altura sumamente incómoda y luego le propinaba dos golpes secos en la escayola.

—Esperemos que no te desprendas de toda esa asombrosa suerte que tienes, joven Broekhart. Podrías necesitarla más adelante.

Bonvilain le guiñó un ojo y se marchó. La cortina se quedó ondeando a sus espaldas como un fantasma.

«Puede que fuera un sueño, después de todo. Una pesadilla, nada más».

Pero aún notaba en la pierna el dolor que Bonvilain le había provocado al levantarla. Conor Broekhart apenas pudo conciliar el sueño durante el resto de la noche.

De los mil quinientos millones de personas que poblaban la Tierra, tal vez había unas quinientas que pudieran ayudar a Conor a alcanzar su potencial como piloto aéreo. Una de ellas era el rey Nicholas Trudeau y otra, Victor Vigny. El hecho de que los tres hubieran coincidido en aquella época de grandes inventos rozaba lo milagroso.

La historia de la aviación está plagada de parecidos agrupamientos casuales. William Samuel Henson y John Stringfellow; Joseph Louis Gay–Lussac y Jean Baptiste Biot; y, cómo no, Charles Green y el astrónomo Spencer Rush. Los hermanos Wright no pueden incluirse en esta categoría ya que, al compartir la misma alcoba, resultaba prácticamente inevitable que se conocieran.

Conor estaba al tanto desde mucho tiempo atrás del interés del rey Nicholas por los globos de aire caliente; al fin y al cabo, habían sido su sustento durante largos años. Conor e Isabella habían pasado numerosas noches en los aposentos privados de Nicholas, junto al fuego, escuchando embelesados las increíbles historias de sus aventuras en el aire. Victor Vigny era una figura habitual en semejantes relatos. Por lo general, era descrito como pequeño de estatura, cerrado de acento y tímido; además, siempre precisaba que el rey Nicholas acudiera en su rescate.

El Victor Vigny que Conor conoció en su primer día de instrucción no coincidía en absoluto con la definición del monarca. Ni menudo ni tímido, era precisamente Vigny quien había rescatado al rey según se comentaba en el castillo.

El día después de su salida de la enfermería, Conor entró a la pata coja en las habitaciones de Victor, situadas en la segunda planta del edificio principal. Este apartamento siempre se había reservado para los miembros de la realeza que visitaban las islas, pero el parisino parecía haberse instalado de manera permanente. Las paredes estaban cubiertas de cartas de navegación, y del techo colgaban maquetas de cuerpos celestes. Un esqueleto emplazado en un rincón lucía un gorro con plumas chamuscado y con sus huesudas manos agarraba una cimitarra. Había otras armas blancas en un estante, ordenadas de más ligeras a más pesadas: floretes, sables y espadas.

El francés se encontraba en el balcón, desnudo de cintura para arriba, y ejecutaba una serie de ejercicios. Era un hombre alto y musculoso y, por la forma en la que se movía, daba la impresión de no ser apocado en lo más mínimo.

El niño se quedó observándole un rato antes de interrumpirle. Los movimientos de Vigny eran lentos y precisos, fluidos y controlados. Conor tuvo la sensación de que aquella disciplina era más difícil de lo que a simple vista parecía.

—Espiar no es de buena educación —le amonestó Victor sin volverse. Su acento no resultaba excesivamente marcado, pero sin duda era francés—. No serás un espía, ¿verdad?

—No estoy espiando —se defendió Conor—. Estoy aprendiendo.

Vigny se enderezó y acto seguido adoptó una nueva postura, con las rodillas dobladas y los brazos estirados hacia un lado.

—Excelente respuesta —aprobó el parisino con una amplia sonrisa—. Sal aquí afuera.

Conor se acercó cojeando hasta el balcón.

—Se llama taichi, y se practica en China desde el siglo XIV. Me lo enseñó un malabarista que conocí cuando me dedicaba a actuar en las ferias. Aquel hombre aseguraba que tenía ciento veinte años. Es una disciplina que ayuda a controlar el cuerpo y la mente. Será nuestra primera clase por las mañanas, a la que seguirá el kárate de Okinawa y, luego, la esgrima. Después de desayunar, empezaremos con los libros. Física y química, matemáticas, historia y literatura. Nos centraremos en lo relativo a la aeronáutica, que es mi pasión, jeune homme. Y apuesto que también la tuya, a juzgar por tus hazañas en el manejo de las cometas.

Kárate y aeronáutica. No parecían actividades adecuadas para una princesa.

—¿Nos acompañará Isabella?

—Sólo a partir de las once. Hasta esa hora estará ocupada con las lecciones de bordado, protocolo y heráldica, aunque de vez en cuando se unirá a nosotros para las sesiones de esgrima. En resumen, durante cuatro horas al día podemos aprender a combatir y a volar.

Conor esbozó una sonrisa.

«Combatir y volar».

El último profesor que había tenido empezaba la jornada con latín y poesía. El combate y el vuelo se le antojaban al niño mucho más divertidos.

—Y dime, ¿cómo está esa pierna? —preguntó Victor mientras se enfundaba una camisa.

—Rota —contestó Conor.

—¡Vaya! Además de aviador, bromista. Ya te veo soltando una ocurrencia detrás de otra mientras tu planeador se precipita hacia la ladera de una montaña.

«¿Planeador? —pensó Conor—. ¡Voy a tener un planeador! ¿Y qué ha dicho sobre una montaña?».

Victor dio un paso atrás, cruzó los brazos y examinó a su pupilo de arriba abajo.

—Tienes potencial —sentenció por fin—. Complexión delgada; ideal para un aviador. Casi nadie se da cuenta de que para dirigir un globo se requiere una cierta constitución atlética, capacidad de reacción, etcétera. Y me figuro que para pilotar una máquina voladora más pesada que el aire se necesitará mucho más.

El corazón de Conor le estallaba en el pecho.

«¿Una máquina voladora?».

—Además, eres inteligente, como quedó demostrado en el rescate de la torre. Más inteligente que ese rey vuestro, al que no se le ocurre nada mejor que llenar un laboratorio de explosivos. Llevaba años haciéndolo, ¿lo sabías? Sólo era cuestión de tiempo. En cuanto a tu personalidad, la princesa Isabella afirma que eres la persona más odiosa de cuantas habitan el castillo, lo que, viniendo de una mujer, resulta una alabanza de primer orden, sir Conor.

Conor dio un respingo. El tratamiento de sir le resultaba de lo más estrafalario; preferiría que nadie lo volviera a emplear. Aunque aquella mañana la cocinera le había entregado una manzana cubierta de caramelo sin ningún motivo en particular. Para colmo, le hizo una reverencia. ¡Una reverencia! Y eso que era la misma cocinera que le había azotado en el trasero con un rodillo manchado de harina hacía menos de dos semanas.

—Entonces, ¿estás preparado para aprender, muchacho?

Conor asintió.

—Sí, señor. Más que preparado, me muero de ganas.

—Bien —repuso Victor—. Excelente. A ver, acércate. Tengo varios ungüentos que ayudarán a que esa pierna se cure. Y ejercicios para los dedos del pie.

Todo aquello sonaba un tanto descabellado, pero no en mayor medida que una máquina voladora más pesada que el aire y propulsada a motor. Era la edad de oro de los descubrimientos, y Conor estaba dispuesto a creerse cualquier cosa.

Victor cogió un bote de cerámica de un estante colocado en alto. La tapa consistía en un pedazo de lienzo encerado y atado con hilo de cáñamo. Al quitarla, emanó un olor que Conor jamás había conocido en lugar alguno.

—Un africano del Sahara, que realizaba una actuación con camellos, me enseñó a prepararlo —extrajo un pegote con dos dedos y extendió el ungüento por debajo de la rodilla de Conor, donde terminaba la escayola—. Hay que dejar que penetre por debajo del yeso. Huele al trasero de Belzebú, ya lo sé; pero cuando te quiten la escayola la pierna rota estará en mejores condiciones que la sana.

El ungüento le provocaba un cosquilleo en la piel. Resultaba caliente y frío al mismo tiempo.

—Si somos científicos, ¿por qué tenemos que luchar? —preguntó el niño, manteniendo su tono respetuoso.

Victor Vigny selló el bote mientras meditaba su respuesta.

—Conor Broekhart, doy por sentado que entre tú y yo aprenderemos a volar. Y cuando llegue ese día, cuando dejemos al descubierto nuestra máquina maravillosa, alguien vendrá a robárnosla. Ya me ha ocurrido otras veces. Construí un planeador con ramas de sauce y seda, una auténtica preciosidad. Al surcar el aire, cantaba una melodía. Llevaba a bordo un mono al que elevaba a más de treinta metros de altura. Durante seis semanas fui la máxima atracción de la feria; mi tienda se abarrotaba noche tras noche.

Conor veía el planeador con la imaginación. Un mono a bordo. Sensacional.

—¿Qué pasó?

—Entre los feriantes había un lanzador de cuchillos ruso. Una noche acudió a mi carromato con media docena de amigos. Quemaron el planeador hasta reducirlo a cenizas y me dieron una paliza para que me marchara. Verás, se sentían amenazados por el progreso. A la hora de elegir entre un mono volador y un lanzador de cuchillos, ¿quién elegiría al segundo?

—Tal vez la madre del lanzador.

Victor se pasó los dedos por su cabello negro para asegurarse de que estuviera lo bastante erecto.

—Puede ser, jeune homme. Tiene gracia, sí. Pero no te olvides de que a las mujeres les encantan los monos pequeños y simpáticos. Muchas madres pasarían por alto a sus propios hijos para quedarse boquiabiertas ante un simio volando por los aires. Bueno, el caso es que tienes que estar preparado para cuando lleguen los lanzadores de cuchillos.

Conor se acordó de la visita del mariscal Bonvilain.

«Esperemos que no te desprendas de toda esa asombrosa suerte que tienes, joven Broekhart. Podrías necesitarla más adelante».

—¿Por dónde empezamos? —preguntó.

Victor cogió del soporte un arma blanca de hoja delgada.

—Empezaremos por el instrumento básico en el manejo de la espada —anunció, cortando el aire hasta que la hoja empezó a silbar—. El florete.

Y así comenzó el adiestramiento.

En días futuros y más aciagos, cuando solo y descorazonado Conor Broekhart meditaba sobre su vida, los años que había pasado junto a Victor Vigny destacaban siempre como los de mayor felicidad.

Estudiaron artes marciales, boxeo y el manejo de armas.

—El primer maestro de esgrima que nos dejó un método propiamente dicho fue Achille Marozzo —explicó Victor a su alumno—. A partir de ahora, su Opera nova será tu libro de cabecera. Léelo hasta que llegue a formar parte de ti. Cuando lo hayas destrozado a base de repasarlo, retrocederemos en el tiempo hasta, Filippo Vadi.

Pasaron horas sobre las esteras de entrenamiento poniendo en práctica las teorías del maestro.

—Primero, tienes que aprender a blandir una espada. Imagina que es la batuta de un director de orquesta. Si la sujetas como es debido, no existe en el mundo un hombre carente de entrenamiento que pueda enfrentarse a ti.

Con armas terminadas en botón, Conor aprendió a atacar, esquivar, fintar, doblar y responder. Cada mañana perdía grandes cantidades de líquido por el sudor, que luego reponía con una jarra del té oriental de Victor, de sabor repulsivo.

Su primera arma fue un florete de hoja corta, pero a medida que las muñecas se le iban fortaleciendo pasó a emplear la espada, el sable y el estoque. Victor cortó con una sierra la escayola de Conor con un mes de antelación; a cambio, le obligó a llevar un vendaje mojado que teñía la piel —y las sábanas— de color amarillo.

—¿Más trucos de feria? —le había preguntado Conor.

—Nada de eso —respondió el francés—. Un amigo mío norteamericano hace maravillas con sus cataplasmas y sus remedios. De hecho, Nick lo ha mandado llamar. Te daré más información cuando haya terminado su trabajo —y no volvió a mencionar el asunto.

A Victor no le agradaban las armas cuyo peso superara el de un alfanje.

—Nada de espadas anchas, a menos que tengas la intención de lanzarte a una cruzada. Aunque así fuera, mira lo que les pasó a los cruzados: mientras levantaban sus pesadas espadas, Saladino les clavaba una cimitarra debajo del brazo.

El francés también introdujo a Conor en el arte del escapismo.

—Los científicos son enemigos de la tradición —declaró, arrojando sobre la mesa una caja con un surtido de grilletes—, y la tradición es la mayor de las prisiones.

Así que pasaron largas horas forzando cerraduras y mordiendo nudos. Conor descubrió que el taichi le resultaba sumamente útil cuando se encontraba amarrado a una silla mientras que una tentadora manzana le lanzaba destellos desde la mesa que tenía enfrente. Ahora era capaz de llegar a partes de su cuerpo que con anterioridad no habría podido localizar ni con un rascador de espalda y un espejo.

Victor creía firmemente en emplear al hombre idóneo para cada tarea.

—Tienes que hablar con tu padre sobre las armas de fuego —le dijo a Conor—. Nick me ha dicho que Declan Broekhart es el mejor tirador que ha conocido, y eso que pasamos un verano en Abilene con Bill el Salvaje Hickok, por lo que el elogio es considerable.

Declan estaba encantado de colaborar en la instrucción de su hijo y empezó a llevar a Conor a patrullar la muralla, así como a la galería de tiro, donde acudían con una bolsa de lona repleta de armas. El niño disparaba rifles Colt, Remington, Vetterli–Vitalis, Spencer, Winchester y una docena de modelos diferentes. Aprendía con rapidez, y era un tirador por naturaleza.

—Cuando cumplas catorce años, tendrás tu propio Sharps —le prometió su padre—. Para entonces, sabremos cuál te encaja mejor en el hombro. Si de mí dependiera, te regalaría un rifle por tu próximo cumpleaños; pero tu madre insiste en que a los diez años es demasiado pronto.

La única arma sobre la que Victor dio unas cuantas indicaciones a Conor fue su apreciado Colt Peacemaker, que el propio Bill el Salvaje le había regalado.

—Me invitó a acompañarle a Deadwood, pero no era la opción profesional más adecuada para un aeronauta. Los buscadores de oro tienden a derribar los globos de aire caliente. Además, soy demasiado elegante y apuesto para una ciudad minera.

Todo aquel entrenamiento físico estaba bien, pero lo que Conor anhelaba en realidad era el desafío mental. Victor le había prometido que construirían una máquina voladora, y el francés siempre cumplía con su palabra. La habilidad para defenderse era una necesidad, pero la carrera aeronáutica era una obsesión.

—En efecto, es una carrera, jeune homme —le dijo a Conor cierta mañana mientras extendían una pieza de seda sobre un marco de madera de balsa. La madera había llegado a las islas con un cargamento especial traído desde Perú—. Muchos de los grandes inventores y aventureros del mundo han concentrado su atención en este asunto. El hombre llegará a volar; resulta inevitable. Hace más de veinte años, el triplano de Cayley llevó a bordo un pasajero. Wenham y Browning han construido un túnel de viento para estudiar la resistencia aerodinámica. Alphonse Pénaud estaba tan convencido de sus diseños que elaboró proyectos para un tren de aterrizaje retráctil. ¡Retráctil, Conor! La carrera continúa, no lo olvides, y tenemos que ser los primeros en llegar a la meta. Por fortuna, el rey apoya nuestros esfuerzos, de modo que no nos faltarán recursos. Nicholas es consciente de lo mucho que la aviación proporcionaría a las Saltee. Ya no estarían apartadas del resto del mundo. Los diamantes podrían transportarse sin la amenaza de los bandidos. Sería posible traer medicinas desde Europa en aeroplano. Por los aires, Conor, párate a pensarlo.

Y Conor se paraba a pensarlo. De hecho, no pensaba en otra cosa. Cualquier rato libre con el que se encontraba quedaba ocupado con sus bocetos o sus maquetas. Los juegos de piratas y los insectos comestibles se le borraron de la mente por completo.

A veces, su padre se desesperaba.

—¿No te gustaría tener un amigo? No sé, jugar en el barro, mancharte, cosas así…

Pero la madre de Conor estaba encantada por el hecho de que hubiera heredado de ella el amor por la ciencia.

—Nuestro hijo es un científico, Declan —decía mientras ayudaba al niño a forrar un ala o a tallar una hélice—. La carrera aeronáutica no se gana jugando en el barro.

Conor fabricó una pantalla de lámpara para su habitación. Estaba elaborada con papel y laboriosamente decorada con dibujos del planeador alado de Da Vinci, el globo de los hermanos Montgolfier y el croquis del motor a vapor de Kaufman. De noche, el calor de la bombilla hacía girar la pantalla y Conor, tumbado en la cama, observaba cómo aquellas máquinas fabulosas se proyectaban en el techo de su dormitorio.

«Algún día —pensaba adormecido—. Algún día será».