13
EL REGRESO DEL SOLDADO
RUMORE QUAY
Conor efectuó un amplio giro, dejándose llevar por el viento del litoral todo lo posible antes de plegar la vela y remar hacia el puerto de Kilmore. La nubosidad había aumentado y una ligera lluvia repiqueteaba sobre la tablazón de cubierta. La marea estaba subiendo, de modo que, a pesar del viento en contra, avanzaba a buen ritmo.
Había esperado sentirse eufórico en aquel momento; lo había estado anhelando desde mucho tiempo atrás. Su cinturón estaba lleno de diamantes y su futuro, de libertad. Zeb Malarkey le había enviado documentos nuevos, así que podía reservar un pasaje a Nueva York al día siguiente, si quería.
«Lo suficiente para empezar una nueva vida».
Cierto era que notaba alguna satisfacción, si bien un tanto sombría y silenciosa. Le daba la impresión de que, ahora que se había liberado de su encierro en la cárcel, los recuerdos de su antigua vida reclamaban su lugar a la vanguardia de su mente.
Se preguntó si alguna vez sería capaz de volver a ser verdaderamente feliz sin sus seres queridos, con los que compartir sus logros. Se permitió una fugaz fantasía. Se imaginó que aterrizaba su planeador no en Little Saltee, sino en la extensa playa irlandesa de Curracloe, que discurría a lo largo de varios kilómetros. Se trataba del lugar que Victor siempre describía como el mejor para probar los aviones que ambos fabricaban.
Habría un gentío de espectadores, por descontado, y periodistas llegados de todas partes del mundo. También estaría presente un nutrido grupo de científicos escépticos. Pero a Conor todos ellos le traían sin cuidado; él buscaba a sus padres, y también a Victor. Se abrazarían unos a otros, llevados por la emoción y el orgullo. Su padre sería el primero en alcanzarle cuando concluyese su descenso a tierra. Tal vez Isabella asistiría al acontecimiento.
Sintió una punzada de desconsuelo.
«Isabella».
«Ella piensa que colaboré en el asesinato de su padre. ¿Cómo ha podido creerlo?».
En lugar de llegar por el aire a las arenas doradas de Curracloe, se encontraba a solas en una barca, sin nadie ante quien poder alardear de su hazaña. Nadie con quien celebrar su triunfo. La facultad para volar ya no era un éxito en sí; más bien se trataba de una manera de ayudarle en su latrocinio.
«He volado a más distancia que cualquier otro hombre. He pilotado sobre el agua, de noche. No tengo a nadie a quien contárselo, salvo a las estrellas. La única persona que lo sabe es un carcelero desalmado. Un bufón que piensa que soy el demonio. Soy el primer ladrón volador del mundo entero».
Conor sacudió la cabeza para librarse de tan inquietante pesadilla y volvió a tomar los remos con energía. Remaba con destreza, tal como su padre le había enseñado. Había que inclinarse hacia delante y hundir los remos en el agua, si bien a poca profundidad; tirar de la espalda en primer lugar y, luego, de los brazos; conseguir un ritmo concreto y dejar que ese ritmo ejerciera su efecto tranquilizador. Todo hombre puede encontrar la paz en el agua, en una pequeña barca, aunque tan sólo una plancha de madera le separe del frío e implacable océano.
«¿Puede sentirse en paz un ladrón? Durante un tiempo, quizá».
Conor amarró el esquife al muelle, metió a toda prisa su gorra y sus anteojos en un bolsillo de la chaqueta y luego cubrió con ésta el planeador plegado. Se echó a la espalda el fardo, aparentemente anodino, y subió los escalones que conducían al embarcadero. Los diamantes chocaban entre sí como canicas de cristal mientras caminaba junto al muro del muelle. Llamó a dos muchachos que remendaban una red en la grada de lanzamiento y les dio dos chelines.
—Uno para el transbordador de vuelta y el otro para vosotros.
Era corriente que los visitantes a las islas Saltee se tomaran una cerveza de más y perdieran el último ferry. Lo bastante corriente como para no levantar sospechas. Siempre había un par de muchachos en los muelles dispuestos a devolver una barca que se había tomado prestada para regresar. Por un precio, claro está.
«Puede que necesite a estos chicos unas cuantas noches más —pensó Conor—. Después, me marcharé de aquí para siempre».
Pero tal pensamiento no le alegraba. A medida que los recuerdos de su familia se intensificaban, su sueño de viajar a Norteamérica empalidecía. No obstante, seguía firme en su idea, ya que el hecho de permanecer en la costa irlandesa, lo bastante cerca de su casa como para apreciar la lumbre encendida de la cocina, se le antojaba intolerable.
«Ahora soy Conor Finn. No tengo familia».
En la pequeña localidad de Kilmore se respiraba un ambiente de tranquilidad, dadas las altas horas de la noche, aunque aún se escuchaba una cierta algarabía procedente de la puerta abierta de Wooden House, la taberna local, construida casi por completo a partir de la camareta alta de un barco hundido de bandera griega.
Conor estuvo tentado de entrar y sentarse a disfrutar de un plato de estofado, pero el cargamento que llevaba tanto a la espalda como en el cinturón era demasiado valioso para guardarlo bajo la mesa de una taberna, de modo que inició la ardua caminata colina arriba, dejando el pueblo atrás.
Su nuevo hogar se encontraba a tres kilómetros de la villa por la vieja carretera de la costa. Conor saltó una cerca y siguió un desgastado sendero que discurría junto al borde de un acantilado hasta llegar a una verja medieval cuyos pilares cubiertos de musgo estaban rematados por sendas águilas.
«Águilas —pensó Conor—. La broma de Victor».
Las puertas de hierro forjado eran imponentes, y podrían haber disuadido a los ladrones si los muros a ambos lados no hubieran sido desguazados con el paso de los años por los vecinos de la localidad con el fin de utilizarlos para construir sus propias viviendas. La piedra de cantería es demasiado valiosa como para subsistir en una propiedad abandonada. Ahora no quedaban más que pedazos sueltos esparcidos por la hierba.
Conor pasó por encima del muro destrozado y caminó a lo largo de una avenida que serpenteaba a través de un bosquecillo de sauces. Detrás de esta pantalla natural se alzaba una torre de vigilancia costera, de las llamadas torres Martello, pequeñas fortificaciones circulares de muros increíblemente gruesos, construidas por el ejército británico para observar las islas Saltee. La puerta de una sola hoja se encontraba a más de dos metros de altura de la base de la torre y sólo podía alcanzarse por medio de una escalera de mano; las ventanas eran cañoneras del tamaño de un buzón que permitían a la guarnición apostada en el interior disparar contra los pobres desgraciados con tan mala suerte como para encontrarse a la ofensiva.
Conor desenmarañó una escalera de entre las malas hierbas que se amontonaban en la base de la torre y la apoyó contra el muro. Acto seguido, balanceando el peso del planeador plegado sobre el hombro, fue subiendo los travesaños poco a poco.
«Sería una lástima haber sobrevivido a los vuelos nocturnos sobre el canal de San Jorge para partirme la crisma al subir una escalera».
La puerta, de madera seca y agrietada, resultaba poco sólida, y se mantenía en una pieza gracias a los remaches y las tiras de acero; pero en aquel fortín existían muchos detalles que llamaban a engaño. Conor había pasado largas horas trabajando en la reparación del edificio, casi exclusivamente en el interior. No convenía llamar la atención sobre las reformas que se llevaban a cabo. Detrás de la puerta de madera se encontraba otra de acero, alojada en un marco reforzado. Conor introdujo una llave en la cerradura y accedió a la torre.
Exhaló un inconsciente suspiro de alivio mientras cerraba la puerta con llave a sus espaldas.
«En casa. Y vivo».
El interior del edificio se hallaba en mucho mejor estado de lo que el exterior daba a entender. En la primera planta había un laboratorio perfectamente equipado para el estudio de la aeronáutica, con más máquinas avanzadas de las que podían encontrarse en muchas universidades de Inglaterra. En las paredes se veían gráficas fijadas con clavos. Las teorías y los diagramas de Da Vinci, Cayley o el marqués de Bacqueville. De las vigas del techo colgaban maquetas de planeadores a varias escalas. Alrededor de las paredes se apilaban, en perfecto orden, neumáticos, cámaras de aire, alas, motores, bidones de aceite, planchas de madera, marcos y rollos de tela, además de varios cestos llenos de juncos. Rodamientos de bolas, imanes, remaches y destornilladores se hallaban pulcramente colocados en cuencos de madera sobre el amplio banco de trabajo.
Encima de una plataforma que, accionada con un torno de vapor, se elevaba hasta el tejado, había rifles, revólveres, espadas, dos cañones de pequeño calibre y una pirámide de balas de cañón.
«Victor estaba preparado para una batalla. Sabía que Bonvilain quería acabar con él».
En cierta ocasión del pasado, una torre de vigilancia en Mortella Point, en la isla de Córcega, había soportado el bombardeo de dos buques de guerra británicos durante casi dos días con la única pérdida de tres hombres. Los británicos copiaron el diseño de la torre, pero confundieron la ortografía del nombre, cambiando «Mortella» por «Martello». Si Bonvilain deseaba acceder al laboratorio de Victor tendría que pagar por ello.
No le había resultado difícil localizar la torre sobre la que Victor le había hablado el último día de su vida. Existían dos torres Martello en los alrededores de Kilmore, y una de ellas había estado ocupada los últimos cincuenta años. De modo que sólo podía ser la otra, con el sombrío nombre de Forlorn Point, o «Collado Solitario». En su origen, la torre se llamaba Saltee Watch, «Centinela de las Saltee», pero los soldados de la guarnición allí apostada pronto empezaron a llamar a la torre como el collado sobre el que se alzaba, un nombre más en consonancia con los vientos implacables y el tiempo plomizo propio de la región. De modo que se convirtió en Forlorn Point, enclave que llegó a alcanzar una cierta fama gracias al cantante de música folclórica Tarn Riordan y su Lament of Forlorn Point, que comenzaba así: «Me marcho a Forlorn Point a pagar por mis pecados». El segundo verso no era más alegre: «Y si sube la marea, me arrojaré al mar…».
Se decía que la edificación estaba embrujada por los fantasmas de treinta y siete hombres que se quemaron vivos entre sus paredes cuando el arsenal estalló en llamas. No era de extrañar que hubiera permanecido vacía. Es decir, hasta que Victor Vigny decidió que serviría a las mil maravillas como taller y convenció al rey Nicholas de que financiara el proyecto. El francés compró la torre a su propio nombre, para ocultar la implicación de Nicholas, y luego solicitó varios cargamentos que llegaron por barco desde Londres, Nueva York e, incluso, China.
Hubo que subir los materiales al tejado y, luego, bajarlos hasta el laboratorio, donde permanecieron durante dos años sin que el vigilante contratado, un borrachín de la zona, se interesara por ellos. Entonces, llegó Conor y encontró la llave que le esperaba junto a las garras del águila, en lo alto del pilar de piedra.
A Conor no le preocupaban los fantasmas; de hecho, estaba encantado con la leyenda, ya que mantenía alejados a los vecinos supersticiosos. De vez en cuando, algún muchacho llevaba a su chica hasta el muro de la torre, ambos pasaban la mano por las frías y húmedas piedras y luego salían corriendo entre risas y chillidos; pero, aparte de tales intrusiones sin importancia, nadie le molestaba.
Cuando bajaba a Kilmore se mostraba atento y cortés, si bien no invitaba a la amistad. Compraba sus provisiones, pagaba al contado y seguía su camino. Los habitantes del pueblo no acababan de entender al joven pálido y rubio que vivía en Forlorn Point.
—Camina como un soldado —decían algunos—. Siempre dispuesto a blandir ese sable que lleva.
—Es guapo, pero feroz —concluían las mujeres.
Una muchacha se mostró en desacuerdo.
—No es que sea feroz —indicó—. Más bien parece hechizado.
El tabernero se rió entre dientes.
—Bueno, pues si el caballero está hechizado, ha ido a dar al lugar oportuno.
La habitación de Conor se encontraba debajo del laboratorio, en la planta inferior; pero apenas pasaba tiempo allí, ya que el sombrío recinto le recordaba a su celda en Little Saltee. Victor había amueblado la estancia con todo lujo. Disponía de una cama con dosel, un escritorio y una chaise longue. Incluso había un inodoro conectado con el mar por medio de una tubería; pero cuando las luces se apagaban y en los muros resonaban las olas al chocar, Conor se imaginaba de vuelta en la prisión. Por las mañanas le despertaba el estridente cañonazo que disparaban en Little Saltee, y cierta noche se descubrió a sí mismo escribiendo cálculos en la pared con una piedra afilada. Ya era bastante difícil vivir a tan corta distancia de su casa, decidió, para encima tener presente su antigua celda ahora que residía en la costa de Irlanda.
De modo que dormía en el tejado, o, más bien, en lo que había sido el tejado pero ahora era otra planta más. Se trataba de la obra maestra de Victor. Las torres Martello se construyeron con tejados completamente planos, capaces de soportar el peso de dos cañones y de los hombres necesarios para dispararlos. Victor había utilizado estas características de llanura y resistencia como base para un potente túnel de viento, accionado por cuatro ventiladores a vapor. Durante años, se habían visto forzados a estudiar los efectos del viento sobre la superficie de las alas utilizando un dispositivo de giro manual. Pero ahora, la elevación, la resistencia aerodinámica y la velocidad relativa del aire podían medirse con precisión gracias al túnel de viento más potente del mundo. El aparato era poco sofisticado, pero de gran eficacia. De seis metros de largo y unos ocho metros de ancho, era propulsado por un sistema de inyección a vapor capaz de producir una velocidad de flujo que rondaba los cien kilómetros por hora.
Con este túnel, Conor había aprendido que muchos de los diseños que había realizado en prisión eran defectuosos, si bien muchos más resultaban prometedores. Cuatro de sus planeadores superaron la fase inicial, y estaba convencido de que su aeroplano a motor también volaría, cuando consiguiese fabricarlo.
El túnel de viento tenía otra utilidad. Conor lo empleaba para impulsar su lanzamiento desde el tejado de la torre. Se subía en lo alto, extendía las alas y luego se agachaba delante de la corriente de vapor, que le propulsaba hacia el cielo como si fuera una bala de cañón.
«Estás corriendo riesgos —le habría dicho Victor sin lugar a dudas—. Te estás saltando varios pasos del proceso científico. Además, tus anotaciones son imprecisas y, a menudo, están en código. ¿Qué clase de científico eres?».
«Ya no soy un científico —habría respondido Conor—. Soy un ladrón volador».
Aquella mañana se encontraba sentado en el tejado, con la espalda apoyada en el tablaje del túnel de viento, envuelto en una manta de lana y comiendo directamente de una lata de carne en conserva. El sol naciente arrojaba un resplandor dorado sobre las distantes Saltee, otorgándoles un aspecto sobrenatural, como si fueran islas mágicas.
Estuvo pensando en sus padres y en Isabella y entonces, en un arranque de rabia, estrelló su tenedor contra el suelo de piedra y bajó a zancadas las escaleras que conducían al piso inferior.
«Dormiré abajo y me acordaré de mi celda. Necesito reforzar mi determinación».
Dos días más tarde, una vez que Conor hubo terminado de colocar las planchas desprendidas del túnel de viento, decidió recorrer el camino hasta Kilmore. Le apetecía una comida caliente, y escuchar otras voces, aunque no se dirigieran a él. Había caído en la cuenta, no con poco sobresalto, de que su soledad se había intensificado desde que escapara de la prisión. Necesitaba buscar la compañía de otras personas para mantenerse cuerdo.
Era día de mercado en la localidad e hileras de puestos jalonaban el muelle. Por cada puesto, había una docena de mendigos. Se apreciaba un ambiente de emoción provocado por una gigantesca locomotora a vapor, pintada de rojo y verde, que rodaba estrepitosamente sobre ruedas metálicas a lo largo del litoral, arrojando grandes bocanadas de humo acre. Un penique por paseo.
Conor echó una rápida mirada a la locomotora, pero en seguida se dio cuenta de que no había nada que aprender. La máquina tenía veinte años de antigüedad y se trataba de una especie de percherón de feria, y no de la maravilla científica de la que su propietario alardeaba.
Entró en la Wooden House, la taberna local, encontró una mesa en un rincón y pidió un plato de estofado.
La vida seguía su curso ante los ojos de Conor. Podía verla, escucharla, olerla. El roce de los codos contra las mesas, el golpeteo de las sillas desportilladas, la luz del sol que se filtraba a través del humo de pipa. Sin embargo, una distancia insalvable le separaba del mundo. No era capaz de sentir más que una profunda irritación hacia la gente en general. Todo le molestaba: el sonido de los dientes al masticar, los ruidosos sorbos de cerveza negra, el silbido nasal de la respiración de un borracho. Le resultaba imposible sentir la mínima comprensión o tolerancia hacia nadie.
«Me he olvidado de lo que es un ser humano. Soy una bestia».
Entonces, su malhumor empezó a disiparse a causa de la música que se colaba por la ventana de la taberna, una gentil melodía de violín que se iba desplegando como si de una valiosa alfombra se tratase. Se elevaba a las alturas, sobrevolaba el aire viciado y el humo de pipa, y pareció atravesar la capa de niebla que rodeaba el corazón de Conor, calentándolo con su sonido.
«Conozco esa música —pensó—. La he escuchado antes, en algún lugar. Pero ¿dónde?».
Llegó el tabernero con el estofado, un sustancioso y espeso guiso de carne de vaca y de cerdo, con verduras que emergían a la superficie.
—Por lo general, ahuyento a los mendigos —comentó el hombre—, pero ese tipo ciego, la manera en la que interpreta, me trae recuerdos de mi niñez en los establos. Unos años maravillosos —se apartó una lágrima con un nudillo tatuado—. Son las cebollas del guiso —explicó entre lloriqueos. Luego, se marchó.
Conor procedió a tomarse el estofado, deleitándose con el sabor y la textura, al tiempo que disfrutaba de aquella música extrañamente familiar.
«Cuando me vaya, arrojaré un chelín al músico —decidió—. ¿Qué melodía es ésa?».
Cuanto más la escuchaba, más le sacaba de quicio el hecho de no identificarla y, de pronto, todo quedó claro.
«He escuchado esa música, y también la he leído. “Ese tipo ciego”, ha dicho el tabernero».
Conor soltó la cuchara a mitad de camino de su boca y, como en una nube, se levantó de la silla y se abrió paso a empujones entre el gentío propio de un día de mercado. En el exterior, tras la penumbra llena de humo de la taberna, la repentina luz le deslumbró.
«Sigue el sonido de la música».
Avanzó sin detenerse, como uno de los ratones del flautista de Hamelín. Junto a un lateral de la taberna se había congregado una reducida multitud que se balanceaba al unísono, al ritmo de un gentil adagio. En el centro del grupo, un hombre de alta estatura y vestido de negro arrancaba las notas con el arco de su violín, arrullando a los oyentes.
Conor se detuvo en seco, estupefacto. No sabía si reír o llorar y, por fin, se decidió por una mezcla de risa y de llanto.
El músico era, cómo no, Linus Wynter.
—Entonces, Billtoe no mintió. En realidad, te soltaron.
Estaban sentados a la mesa de Conor en la taberna, disfrutando de una cerveza negra después del estofado que acababan de terminar. Las desgarbadas piernas de Linus Wynter eran demasiado largas para el mobiliario, y se veía obligado a estirarlas para meterlas debajo de la mesa. Sus pies cruzados asomaban por el extremo contrario.
—Sí, me soltaron —respondió, manipulando una pipa y una petaca de tabaco—. Aunque estaba convencido de que me iban a «excarcelar», ya sabes a qué me refiero. Antes de morir, Nicholas había firmado la orden, que tardó unos días en llegar a la isla. Como el mariscal Bonvilain no lo había prohibido expresamente, me dejaron marchar. Libre como un pájaro —raspó una cerilla en la superficie de la mesa y agitó la llama sobre la pipa—. Dudo que tú consiguieras salir con tanta facilidad.
—No tanta, no —confirmó Conor.
Wynter esbozó una sonrisa y el humo se le filtró entre los dientes.
—Estuve tocando en Dublín, en una taberna muy agradable. Entonces, me llegaron rumores de un panadero que subió volando hasta la luna en un globo de aire caliente.
—Era un carnicero, y ni siquiera se acercó a la luna, créeme.
—De modo que me puse a pensar. Victor siempre estaba hablando de globos, y el joven Conor era su pupilo. ¿Una coincidencia? No me lo pareció. Así, decidí tomar el tren de Westland Row a Wexford una vez por semana, con la esperanza de que aparecieras. Empezaba a creer que no habías sobrevivido.
—Faltó poco. Es un milagro que hoy esté sentado aquí.
Linus dio unas palmaditas a su violín.
—¿Te acuerdas de El regreso del soldado?
—¿Cómo podría olvidarme? Me aprendí gran parte de memoria.
—Ah, encontraste mis anotaciones.
—Utilicé el espacio para mis propios diagramas. ¿Sabías que el coral es luminoso?
Linus se dio una palmadita en la sien.
—Pues no. Soy ciego, ¿acaso no lo sabes? De lo más inconveniente en lo que respecta al coral luminoso y cosas por el estilo. Me consolaba recorrer las notas con los dedos, me ayudaba a recordar. También existía el peligro de que yo muriera en aquel sitio y mi música se perdiera para siempre.
—Bueno, Linus, pues tus notas brillaban. Era todo un espectáculo.
—Mis notas siempre brillan, muchacho. Lástima que el resto del mundo no lo vea —Wynter dio una profunda calada a su pipa—. Ahora, a trabajar. ¿Tienes un plan? ¿O prefieres escuchar el mío?
—¿Un plan para qué?
El desconcierto de Wynter quedó patente en las líneas de expresión que le rodeaban las cuencas vacías de los ojos.
—¡Vaya pregunta! Para acabar con Bonvilain, claro está. Nos lo ha robado todo, y continúa destrozando vidas. Tenemos una responsabilidad.
—Mi única responsabilidad es para conmigo mismo —replicó Conor con aspereza—. Mi plan consiste en recoger todos los diamantes enterrados en Little Saltee y, luego, comenzar una nueva vida en Norteamérica.
Wynter enderezó la espalda.
—Por las campanas del infierno, muchacho. Bonvilain mató a tu rey. Mató a nuestro amigo, el incomparable Victor Vigny. Ha destruido a tu familia, te ha separado de la mujer que amas. ¿Y tu respuesta es salir huyendo?
La expresión de Conor era imperturbable.
—Sé muy bien lo que ha pasado. Ahora también conozco algo del mundo real. Lo único que me queda es abandonar este continente con vida, e incluso eso es improbable. Atacar un reino a solas sería una locura.
—Pero no estás solo.
—Sí, claro. El joven y el ciego combatiendo mano a mano contra Bonvilain. Esto no es una opereta, Linus. A las buenas personas las disparan y las matan. Yo lo he visto con mis propios ojos.
Conor había elevado el tono de voz y empezaba a llamar la atención. El de Bonvilain no era un nombre que se debiera mencionar, ni siquiera en territorio irlandés. Se decía que el mariscal mantenía informantes a sueldo en todos los países, desde Irlanda hasta China.
—Yo también solía verlo con mis propios ojos —repuso Wynter en voz baja—. Pero en los últimos tiempos no he podido verlo; he tenido que imaginarlo, que es mucho peor.
Muchas veces, en prisión, Conor había imaginado la muerte, y no sólo la suya. Había imaginado lo que Bonvilain haría a su familia si alguna vez llegaban a averiguar la verdad sobre el asesinato de Nicholas.
—Si yo lucho, él matará a mis padres. En un abrir y cerrar de ojos, sin perder un minuto de sueño.
—¿Crees que tu padre te daría las gracias por convertirle en la marioneta del mariscal?
—Mi padre cree que colaboré en la muerte del rey. Me acusó de ello.
—Razón de más para decirle la verdad.
—No. Está decidido. Quiero a mi padre, pero también le odio. Lo único que puedo hacer es marcharme de aquí.
—¿Qué me dices de tu madre? —persistió Linus Wynter—. ¿Y de la reina?
Conor notó que regresaba su melancolía.
—Linus, te lo pido por favor. Disfrutemos de nuestro reencuentro. Sé que sólo fuimos compañeros de celda durante unos días, pero te considero mi único amigo en el mundo. Es agradable tener un amigo, de modo que, por el momento, evitemos ese tema.
—¿Acaso no quieres limpiar tu nombre? —insistió Linus—. ¿Cómo puedes permitir que tu padre viva con la creencia de que has matado a su rey?
Conor sabía que la sola idea corroería las entrañas de Declan Broekhart, pero no veía solución.
—Pues claro que quiero demostrar mi inocencia. Claro que quiero desenmascarar a Bonvilain. Pero ¿cómo es posible sin poner en peligro a mi familia?
—Encontraremos la manera. Dos cerebros piensan más que uno.
—Lo meditaré —repuso Conor—. Por ahora, tendrá que bastar.
Linus levantó las manos en señal de rendición.
—De acuerdo; por ahora bastará.
Wynter giró el rostro hacia la ventana, notando el calor del sol en la piel.
—¿Ves algún reloj, Conor? No puedo leer el sol desde aquí. Tengo que volver a Wexford, a coger el tren.
—Olvídate del tren, Linus Wynter. Te vienes a casa conmigo.
Wynter se levantó, y su sombrero rozó la viga del techo.
—Confiaba en que dijeras eso. Y confío en que las camas sean cómodas. Una vez me alojé en el Savoy, ¿te lo he contado?
Conor le sujetó por el codo y le condujo hacia la puerta.
—Sí, me lo has contado. ¿Sigues soñando con los inodoros?
—Sí —suspiró Linus—. ¿Tendremos intimidad en esa casa? Tendrá que ser así si es que voy a poner en marcha mis proyectos.
—Toda la intimidad del mundo. Sólo tú y yo, y una reducida compañía de soldados.
—¿Soldados?
—Bueno, sus fantasmas, más bien.
Linus punteó las cuerdas de su violín, imitando una melodía de suspense propia de un espectáculo de variedades.
—Fantasmas, claro que sí —añadió con su acento norteamericano del Sur—. Por lo que parece, señor Finn, una vez más estamos destinados a compartir un alojamiento… interesante.