18

MÁS PESADA QUE EL AIRE

Conor sabía que sólo existía una manera de terminar con aquella pesadilla. Tenía que poner al descubierto que el mariscal era un asesino. La huida a Norteamérica ya no era una opción; sus seres queridos estaban amenazados por Bonvilain. Si se enfrentaba a su enemigo, los Broekhart y la monarquía tendrían al menos la posibilidad de sobrevivir.

«Es lo que mi padre desearía. Me odia, sí, pero la verdad conseguirá que sus sentimientos cambien».

Ahora se daba cuenta de que debía haberse hecho notar aquella noche en Great Saltee, cuando vio a su hermano pequeño; pero sus padres parecían felices a pesar de su ausencia. Se les veía a salvo. Aceptarle de nuevo como parte de la familia los habría puesto en peligro a todos.

«Suposición incorrecta, lógica defectuosa».

Establecer contacto con su familia en aquellos precisos momentos resultaba prácticamente imposible. Bonvilain le aguardaba, y habría dado instrucciones a los centinelas de la muralla para disparar sin previo aviso, a la mayor velocidad posible. Sabían que Conor solía desplazarse en planeador o por barca, de modo que tales eran los medios de transporte que esperaban. Pero tal vez existía una tercera opción.

En Kilmore, Conor adquirió un caballo a un precio exorbitante y, montado a pelo, cabalgó hasta el lugar del bosque donde había escondido la carreta, cargada hasta los topes. Llegó justo a tiempo, pues allí se encontró con media docena de niños del pueblo subidos en lo alto de la lona alquitranada y tirando de las cuerdas, como si fueran pequeños monos entrometidos. Conor contempló la posibilidad de ahuyentarlos, pero al fin decidió aprovechar su presencia. Ofreció a cada uno de ellos la asombrosa recompensa de un diamante en bruto a cambio de su colaboración y silencio. Ni que decir tiene, la oferta fue aceptada, ya que un solo diamante equivalía al salario de un año de un trabajador adulto.

A pesar de la ayuda de sus nuevos aprendices, transcurrieron varias horas de sudores, empujones y gruñidos hasta que consiguieron sacar la carreta de entre los dos troncos, e invirtieron un periodo de tiempo similar en llevarla de vuelta a la carretera.

—Ahora, chicos —dijo Conor a sus tropas, una vez que el caballo estuvo enganchado y preparado para la marcha—, chocolate caliente para todos si llegamos al puente de San Patricio antes del anochecer.

Con entusiasmo, los niños arrimaron sus respectivos hombros a la carreta. Chocolate caliente, diamantes y un cargamento misterioso: se sentían como príncipes en una cruzada.

El puente de San Patricio era un prolongado brazo de tierra cubierto de guijarros que discurría en forma de curva desde la costa irlandesa en dirección a las Saltee. Contaba la leyenda que cuando San Patricio perseguía al diablo para expulsarle de Irlanda consiguió, por fin, atraparle en las montañas de Galtee.

Satanás dio dos enormes mordiscos en las laderas para formar un sendero, y huyó a toda velocidad hasta llegar al condado de Wexford, perseguido a corta distancia por San Patricio, quien le lanzaba piedras y rocas que recogía por los prados.

El diablo se vio obligado a lanzarse al agua en Kilmore, y fue nadando hasta el mar abierto mientras las piedras salpicaban el agua a su alrededor. Aquellas piedras formarían el puente de San Patricio. Un par de ellas golpeó al demonio en la cabeza, lo que provocó que los pedazos de montaña se le cayeran de la boca y fueran a dar al mar. El más pequeño de los pedazos se convirtió en Little Saltee; el de mayor tamaño, en Great Saltee.

Conor nunca había dado crédito a semejante historia, pues achacaba la aparición de las islas a la erosión del litoral y las corrientes marinas; pero aquel día, mientras contemplaba las oscuras y abruptas islas, resultaba fácil creer que eran producto del demonio.

Conor y su tripulación llegaron al prado situado por encima del puente de San Patricio cuando quedaba una hora de luz solar. Un sinuoso sendero conducía hasta el propio puente, pero resultaba demasiado peligroso para recorrerlo en una carreta tirada por un caballo. Habría que transportar el material a pie.

Conor se subió a la carreta y empezó a lanzar órdenes como el general que se dirige a sus tropas.

—Cargad con todo hasta abajo. Colocad las piezas sobre el puente, que no rocen el agua.

El cargamento era frágil, además de secreto, de modo que se requerían el máximo cuidado y silencio.

En el momento en que Conor retiró la lona, quedó a la vista que el material consistía en alas, motor, hélice…

Uno de los chicos, el cabecilla de la reducida banda, dio un paso adelante, mitad aterrorizado y mitad incrédulo.

—Señor, ¿no será usted Airman, el aviador que le dio una buena paliza a los guardianes de la prisión?

Conor se fijó en el brillo de los ojos de la pandilla, que denotaba el ansia de una aventura extraordinaria.

—Pues sí, soy Airman, y necesito vuestra ayuda. ¿Qué decís, muchachos?

El cabecilla reflexionó la respuesta en nombre del grupo.

—De acuerdo, señor Airman —dijo—. Un hermano mío cumple cadena perpetua en Little Saltee. No hizo más que robar unas cuantas guineas, y puede que rompiera algún que otro hueso. Así que, venga, empezamos a cargar.

Sus compañeros prorrumpieron en vítores y salieron disparados a la carreta, deseosos por llegar al sendero en primer lugar.

«Confío en que su entusiasmo persista —pensó Conor—. Queda por delante una larga noche de trabajo».

Los niños son criaturas inconstantes y, hacia medianoche, tres de ellos se marcharon acuciados por el hambre, o por pura travesura, o acaso porque sus padres los llamaban para que volvieran a casa. Los otros tres se quedaron y terminaron de acarrear las piezas del aeroplano hasta el puente de San Patricio. Conor ignoraba si lo habían acordado con sus respectivas familias o si estaban allí sin autorización, aunque no disponía de tiempo para hacer averiguaciones.

Envió a uno de los críos a llevar un mensaje a Linus, y un rato después llegó el norteamericano con comida y lámparas de aceite. Poco a poco, fue bajando por el empinado sendero. Daba pasos inciertos con sus larguiruchas piernas, como un artista callejero que camina con zancos por primera vez.

Los niños recogieron leña y encendieron hogueras alrededor del espacio donde Conor se afanaba entre piezas de motor, botes de grasa, manivelas, muelles, pistones, piezas de muselina sin tratar, rollos de alambre, cuencos de pegamento, robusto papel marrón y una extraña hélice con forma curva. Lentamente, fue montando el aeroplano.

El cabecilla del grupo, que respondía al insólito nombre de Uncle, es decir, «tío», hizo gala de un sorprendente talento para la mecánica y resultó de un valor incalculable a la hora de recoger herramientas e, incluso, decidir cuáles se necesitaban.

—Uncle, necesito una llave inglesa. La mediana.

—Creo que la pequeña irá mejor, Airman.

Por descontado, Uncle tenía razón. Para celebrarlo, se encendió un cigarrillo.

Conor se puso a explicar sus innovaciones con objeto de concentrarse en el trabajo y quitarse de la cabeza el recuerdo de su familia.

—Los motores a vapor son demasiado pesados para los aeroplanos. Para elevar un motor a vapor, se necesita otro de mayor tamaño. Victor, mi maestro, apuntó la idea de un motor de gas comprimido, o de gasolina, que es mejor, pero sigue siendo demasiado pesado. Entonces, me acordé del aluminio.

—¿No es un metal muy escaso? Como el oro, ¿no?

—Lo era, sí. Hace cincuenta años resultaba tan difícil producirlo que en las ferias se exhibían barras de aluminio; pero ahora se consigue con el proceso Bayer. Aunque no abunda, al menos se puede encontrar. El cárter y la camisa de agua están fabricados en su totalidad de aluminio. Este motor es lo bastante ligero para elevarse con el aeroplano, y genera por lo menos diez caballos de potencia.

—Eso esperas —dijo el joven.

—Sí, eso espero. Eh… Uncle.

—¿Sí, Airman?

—Odio tener que decirlo, pero hueles fatal. ¿Es que no te lavas?

Uncle apagó el cigarrillo con el tacón de una bota.

—Pues no, Airman. Sostengo la opinión de los egipcios con respecto al lavado corporal: es perjudicial para el alma.

Salió el sol, trayendo consigo un nuevo día, y los cinco operarios de la cuadrilla se encontraban apiñados alrededor de un brasero, compartiendo una cazuela de chocolate caliente. Todos se encontraban exhaustos, pero ninguno quería abandonar. A media mañana, el reducido grupo estaba de nuevo trabajando a toda máquina, ya que los niños que se habían tomado la noche anterior libre no tuvieron reparos a la hora de hacer novillos de nuevo con tal de ver volar a Airman.

—Recoged las piedras más grandes que veáis en el puente y apartadlas a un lado. Necesito una pista lisa.

Se trataba de una labor sencilla, y Uncle se la encomendó a sus compañeros, menos expertos que él.

—Es inútil pedir a esos zoquetes que ayuden con la mecánica —explicó—. Apartar piedras es el trabajo que les va. No necesitan más que unos ojos bien abiertos y una espalda resistente. Cada diez minutos o así, les digo que son unos genios.

Conor asintió con exagerada seriedad. La colaboración de Uncle estaba resultando de un valor incalculable.

Mientras los otros limpiaban la pista, Conor fijó con pernos las alas, fabricadas con varillas de fresno curvadas con vapor y forradas de muselina sin tratar.

Ahora se distinguía claramente la forma del aparato. Un par de alas de diez metros de envergadura. Un cuerpo esbelto y alargado que recordaba a una barca de río de fondo plano, con el motor de aluminio montado detrás de la hélice, a la que ahora Conor había dado una nueva forma.

—Nunca he visto una hélice así —comentó Uncle, quien, al parecer, era un experto en todas las materias—. ¿Qué tal funcionó en las pruebas?

—¿Qué pruebas? —gruñó Conor mientras apretaba la última tuerca en la hélice.

Linus seguía proporcionándoles comida y bebida y, cuando a los niños les flaquearon las fuerzas, sacó un silbato de hojalata del bolsillo y empezó a tocar alegres melodías folclóricas inglesas y escocesas. Sin apenas darse cuenta, los chicos recobraron el ritmo de trabajo.

La tarea consumió buena parte del día, pero por fin el aeroplano estuvo preparado en el terreno de roca, descansando sobre tres ruedas como un gigantesco pájaro durmiente. Era tal maravilla que durante varios minutos la pequeña banda se mantuvo en silencio, contemplando la aeronave, fijándose en cada curva, en cada puntal.

En el ambiente también flotaba una sensación de miedo, y ninguno de los miembros de la cuadrilla se atrevía a poner un dedo en el aparato, por temor a despertar al pájaro. El único que no parecía asustado era Linus Wynter. Hizo que Conor le condujese hasta la hélice del aeroplano y luego realizó un exhaustivo examen al conjunto del aparato.

—Victor habría estado orgulloso —comentó.

—Eso espero —repuso Conor—. La teoría le pertenece tanto como a mí; por eso mismo he hecho esto…

Conor arrancó una tira de papel del morro de la nave y colocó la mano de Linus sobre lo que el papel escondía. El norteamericano notó bajo sus dedos escamosas marcas de pintura seca que formaban un nombre: La Brosse.

Wynter sonrió con tristeza.

—Le habría gustado a ese pavo real francés. Estoy en condiciones de afirmar que si mis conductos lacrimales funcionaran, me echaría a llorar —se secó la nariz y, de un tirón, juntó las solapas de su esmoquin—. Debería haber compuesto algo especial. Un aria de despedida.

—Aún queda tiempo. Necesito al menos treinta metros de pista para despegar, así que no puedo emprender el vuelo hasta que baje la marea.

Uncle escuchó el comentario, más que nada porque estaba pegado al codo de Conor, aguzando el oído.

—Dime una cosa, Airman. Si necesitas treinta metros para despegar, ¿cuántos necesitas para aterrizar?

La pregunta era oportuna, pero Conor no parecía inclinado a responder. Se volvió y caminó a grandes pasos hacia las rocas planas, evitando las miradas inquisitivas que le seguían.

—Es complicado —masculló—. Razones técnicas. Aún he de terminar unos cálculos —entonces, como para poner punto final a la cuestión, añadió—: A ver, ¿dónde están esas varillas de fresno? Tengo que hacer algunas reparaciones.

Uncle encendió otro cigarrillo.

—Conozco bien Great Saltee. Si Airman necesita el mismo espacio para aterrizar que para despegar, no va a encontrarlo en esa isla. Todo espacio llano en Great Saltee tiene una casa en medio. El único sitio donde tal vez pudiera aterrizar sería a las puertas del palacio, en Promontory Square, la plaza de Promontory Fort —Uncle soltó una carcajada ante la locura de semejante ocurrencia—. ¡Imagínate! Si el mariscal Bonvilain fuera una araña tejedora, Promontory Square sería su telaraña. Lo que convertiría a Airman…

—En la mosca —concluyó Linus con un suspiro.

GREAT SALTEE

Al mariscal Hugo Bonvilain le embargaba una emoción poco frecuente en él. Al fin y al cabo, aquel día iba a ser trascendental, no sólo para él, sino para todos los Bonvilain que se habían visto obligados a dar coba a un estúpido monarca. Aquel día, todos los sacrificios por parte de su familia quedarían justificados. Habían tardado siglos en concluir la tarea, pero por fin los Bonvilain estaban a punto de suplantar a los Trudeau.

Cuando Sultan Arif llegó a media tarde al despacho de Bonvilain, encontró al mariscal fuera de sí a causa de la expectación. Bonvilain se encontraba de pie, junto a la ventana, batiendo las palmas con rapidez al ritmo de un vals de Strauss que un solitario violinista interpretaba en un rincón.

Sultan se aclaró la garganta para hacer notar su presencia.

—Ah, capitán. Has venido —dijo Bonvilain, encantado—. Menudo día, ¿eh? Histórico, y todo eso. Me encanta Strauss, ¿a ti no? La gente me toma por un hombre de Wagner, pero el hecho de que mis deberes sean a veces un tanto lúgubres no quiere decir que deba gustarme el compositor alemán. No, cuando he tenido un día difícil, Strauss es mi hombre. Haré venir una orquesta austriaca para mi juramento como primer ministro.

Sultan quedó sorprendido por semejante falta de discreción, y lo indicó con la expresión de su semblante.

—Bah, no te preocupes por ése —dijo Bonvilain, señalando al músico con el pulgar—. Al pobre tipo le atropelló hace años una carreta tirada por un caballo, y lo dejó sordo y ciego. Toca el violín de memoria. Me lo ha mandado el káiser alemán Guillermo; ha llegado esta mañana. Yo me digo que es un presagio. Hoy, nada puede salir mal.

Sultan empezó a ponerse nervioso. Todo cuanto tenía que ver con el mariscal salía siempre mal, sobre todo para otras personas.

—Si Dios quiere, todo transcurrirá según lo previsto.

—¿Cómo iba a ser de otra forma? —preguntó Bonvilain, apartándose del balcón—. La reina y sus fieles seguidores no tardarán en morir. No hay heredero, de modo que seré nombrado primer ministro. Ese chico de los Broekhart, ese tal Airman, sin duda tratará de llevar a cabo un rescate, y entonces también nos haremos con él. Incluso aunque no acudiera, una vez que Isabella haya desaparecido, Conor no será más que un fugitivo contrariado.

El mariscal se sentó a su escritorio y alisó la superficie de fieltro con la palma de la mano.

—Ahora, hablemos del veneno.

Sultan Arif colocó un bote de tinta con tapón de corcho sobre el escritorio. Estaba a medio llenar de un polvo amarillo pálido.

—Es acónito en polvo, también llamado veneno de lobos, y viene de los Alpes —explicó—. Hay que añadir la cantidad que cabe en un dedal a una copa de vino, o esparcirla sobre la comida. Minutos después, la víctima nota un extraño cosquilleo en las manos, seguido de dolor en el pecho, ansiedad extrema, pulso acelerado, náuseas, vómitos y, finalmente, muere por parada respiratoria.

—Finalmente —ronroneó Bonvilain—. Me gusta —recogió el bote y lo sujetó a la luz como si de ese modo sus cualidades mortales resultaran más aparentes—. Y ahora, Sultan, es fundamental que yo parezca inocente en este asunto, ya lo sabes. Tengo que sufrir con los demás, y sólo mi fortaleza me salvará. Mi envenenamiento no puede ser fingido. El propio medico de la reina tiene que confirmar que me encuentro a las puertas de la muerte.

—En ese caso, debe beber únicamente la mitad de su copa —respondió Sultan—. Eso supone la mitad de un dedal de acónito. Sufrirá en la misma medida que los demás, pero sin la parada respiratoria.

Bonvilain cogió una licorera de cristal tallado y sirvió coñac en un vaso.

—¿Medio dedal, dices? ¿Estás seguro? ¿Apostarías mi vida por ello?

—A regañadientes —repuso Sultan.

—Tengo una idea —declaró Bonvilain, añadiendo un pellizco de polvo al coñac—. ¿Y si probamos la medida con el músico? —una expresión de tristeza le ensombreció el semblante—. Pero, claro, tú sientes gran afecto por los ciegos, y yo estoy ansioso por seguir escuchando su repertorio.

Sultan notó que una gota de sudor le bajaba por la espalda.

—No hace falta probarlo, mariscal. Hemos utilizado este método con anterioridad.

—No conmigo. Quiero que lo pruebes tú; eso me tranquilizará.

—Pero tardaría varias horas en recuperarme —protestó Sultan con un hilo de voz—. Hoy va a necesitarme.

—En efecto, capitán; voy a necesitarte —confirmó Bonvilain, ofreciéndole el vaso—. Para esto es para lo que te necesito.

—¿Y si llega Airman?

—Si ese mocoso llega, me encargaré de él. Mira, Sultan, he estado en unas cuantas campañas. Sé manejar una espada. Te pido que bebas esto, capitán. ¿Vas a negarte otra vez?

Sultan estaba atrapado en su opulenta jaula. Los retratos de los mariscales Bonvilain a lo largo de los siglos le clavaban la mirada, retándole a desobedecer.

«Podría matarle —pensó—. Al menos, podría intentarlo».

Pero se trataba de una batalla de la mente, y Sultan ya la había perdido. Llevaba años obedeciendo órdenes del mariscal.

«He hecho cosas peores que ésta. Mucho peores».

Sultan Arif pensó en el daño que había infligido en nombre de las Saltee, en las vidas que había arruinado, en los hombres que aún padecían en prisión.

Alargó la mano, cogió el coñac y se lo bebió de un trago.

—¡Bravo! —exclamó Bonvilain—. Cuidado con el vaso; es de un cristal muy valioso.

Sultan dejó caer el vaso sobre el escritorio y aguardó a que el veneno hiciera efecto. El entumecimiento de las extremidades era el primer síntoma tras la ingestión del acónito. Cuando notó un cosquilleo en los dedos, se quedó mirándolos como si pertenecieran a un desconocido.

—Se entumecen —indicó.

—¡Magnífico! —exclamó Bonvilain—. Ya empieza a funcionar.

Sultan sabía de muy buena tinta el sufrimiento que le aguardaba durante las próximas horas. Padecería el dolor de los condenados y sólo con suerte viviría para olvidarlo.

—Interpreta algo triste —gritó Bonvilain al violinista, si bien el músico no podía oírle—. El capitán necesita un poco de ambientación.

Una hora más tarde, Sultan agarraba la alfombra con las uñas. Tenía los pulmones en llamas y cada bocanada de aliento se le clavaba como un puñal. Bonvilain se colocó en cuclillas delante de él y chasqueó los dedos para llamar su atención.

—Y ahora, capitán —dijo con tono alegre—, la próxima vez que te pida que mates a un ciego, lo matas. ¿Estamos?

Puede que Sultan hiciera un gesto de asentimiento, o tal vez se dejó llevar por otro espasmo. En cualquier caso, Bonvilain supo que su subordinado había aprendido la lección.

PUENTE DE SAN PATRICIO

Anochecer y marea baja: había llegado la hora de volar. El puente de piedra estaba libre de obstáculos en la mayor medida posible, y el motor se encontraba preparado para el despegue. Nada impedía la partida de Conor, salvo su propia inquietud.

Se sentó sobre las rocas planas y escudriñó el cielo en busca de pájaros.

—¿Escuchas algún murciélago? —preguntó a Linus, que se recostó a su lado, estirando sus largas y delgadas piernas hasta tocar la arena.

—¿Murciélagos?

—Sí, eso es. Si esta zona fuera una guarida de murciélagos, podrían atascar la hélice.

Linus se mantuvo en silencio durante un rato.

—No. No hay murciélagos. Pero algo acecha ahí arriba, en el risco. Escucho pies que se arrastran por el suelo. Un montón de pies.

Conor se levantó y alargó el cuello para ver de qué se trataba. Los habitantes del pueblo formaban una línea al borde del risco que recordaba a la dentadura de una boca gigantesca; con el transcurso de los segundos, más espectadores iban completando los huecos en la fila y apiñándose alrededor. Miraban hacia abajo, con la esperanza de divisar al célebre Airman.

—Ha venido Kilmore al completo —protestó con un gruñido.

—¡Cómo! ¿Acaso esperabas que después de regalar diamantes y construir en la playa una máquina voladora más pesada que el aire nadie se fuera a enterar? Eres el gran Airman, dispuesto a enfrentarse a Bonvilain, quien no goza de muchas simpatías.

—Mira, están encendiendo antorchas. Llevan lámparas.

Linus se dio unos golpecitos en la sien.

—No veo, muchacho. Soy ciego, ¿te acuerdas? Bueno, en todo caso, no creo que un poco de luz te venga mal.

—¡Dios santo! —exclamó Conor—. Tienes razón. Las luces me ayudarán a despegar.

—Pues, entonces, invita a esa buena gente a que baje hasta aquí. A fin de cuentas, dentro de unas horas nada de esto importará. La reina sabrá la verdad, Bonvilain será desterrado y tú volverás a ser sir Conor, señor de las islas Saltee.

—No necesariamente —argumentó Conor—. Existe un final alternativo.

Linus se levantó, sacudiéndose los fondillos del pantalón.

—Esta noche no, mi joven amigo. Los planetas están alineados, las runas mágicas se han lanzado y yo he encontrado un trébol de cuatro hojas en la hierba. Esta noche, después de tres años, Conor Broekhart regresa de entre los muertos.

—Puede que así sea —repuso Conor—. Pero ¿hasta cuándo?

GREAT SALTEE

Sean Broekhart, de dos años de edad, estaba tumbado en su cama, si bien no parecía dispuesto a conciliar el sueño.

—Creo que tiene fiebre —observó Catherine Broekhart, colocando el dorso de la mano sobre la frente del niño—. Tal vez debería quedarme en casa.

—Quedar en casa —convino Sean con una sonrisa.

Declan estaba de pie, junto a la puerta. Ataviado con su uniforme, se le veía ancho de espaldas.

—El niño está perfectamente, cariño. Se está desarrollando por momentos. Si fuera un poco más fuerte, le alistaría en el ejército sin pensarlo. Mira, si no te apetece ir al banquete, dímelo. No hace falta involucrar al pequeño Sean en tus estratagemas.

Catherine enderezó la hilera de medallas que su marido lucía en el pecho.

—Te lo he estado diciendo desde que llegó la invitación. Este repentino deseo del mariscal de organizar una fiesta en memoria de Conor es muy extraño, ¿no te parece?

Declan frunció la frente. Había cambiado mucho en las últimas semanas; ahora se notaba más parecido al hombre que antes fuera que en los últimos años. Tres, para ser exactos. Y aunque todavía estaba agradecido por lo que Hugo Bonvilain había hecho por Conor y por los Broekhart, le preocupaban los métodos del mariscal, sobre todo el férreo dominio que ejercía sobre Little Saltee. Recientemente, los hombres de Declan habían empezado a contarle espantosas historias acerca de la prisión.

—No es extraño, es algo natural. Hugo también tiene remordimientos. Al fin y al cabo, sus hombres tendrían que haber estado custodiando al rey. Ahí residía el problema con Nicholas; se negaba a vivir sometido a vigilancia. Era demasiado confiado.

—Habla con Isabella, Declan. Ella espera que lo hagas.

—¿Es que ya has comentado el asunto con la reina?

Catherine agarró a su marido por el brazo.

—Ella me lo comentó a mí. Isabella también está preocupada. Necesita un aliado al que los soldados escuchen. Eres el único que puede desafiar a Bonvilain.

Declan no deseaba aceptar semejante carga.

—El mariscal es mi superior; además, se ha portado muy bien con nosotros.

—No es mi intención herirte, Declan, pero estos últimos años tu mente ha estado ocupada en otras cosas. Has estado ciego ante las injusticias que se cometen a diario en las islas Saltee. El sueño de Nicholas consistía en crear para su pueblo un lugar como Utopía. Isabella ha heredado ese sueño de su padre, que no es precisamente el de Hugo Bonvilain. Lo que él quiere es convertirse en primer ministro; siempre ha sido su mayor deseo.

Declan admitió los hechos como si fueran rayos de luz que entraran por las rendijas de una pesada cortina.

—He oído rumores. Tal vez deba investigar lo que está ocurriendo.

Catherine le apretó el brazo.

—Una cosa más. Puede que no sea la noche más indicada para mencionarlo, pero ¿cómo iba a ser Victor Vigny un traidor?

—En sus habitaciones encontraron cartas en las que se detallaban las defensas de las islas. Mis propios hombres acompañaban a Bonvilain cuando encontró los cadáveres.

—Conozco todas las pruebas, pero también conocía a Victor. Él nos salvó, ¿te acuerdas?

—Se salvó a sí mismo —replicó Declan. A continuación, con tono amable, añadió— Victor era espía, Catherine. Son una especie que se caracteriza por la frialdad. Vimos en él lo que él quería que viéramos.

Los ojos de Catherine se cuajaron de lágrimas.

—Prométeme que apoyarás a Isabella, no importa cuál sea su decisión. Tu lealtad para con ella es lo primero.

—Desde luego que sí; es mi reina.

—Muy bien —concluyó Catherine mientras se secaba los ojos—. Ahora, tengo que prepararme. ¿Por qué no le cuentas una historia a tu hijo, a ver si se duerme antes de que llegue la niñera?

El pequeño Sean captó la palabra.

—Historia, papá —dijo a gritos—. Historia, historia, historia.

Declan dio un apretón a la mano de su mujer antes de que ésta abandonara el dormitorio.

—He vuelto, Catherine. Cuidaré de todos nosotros, y también de la reina.

Tomó asiento en la cama de Sean. Como de costumbre, no le resultaba posible mirar a su hijo pequeño sin acordarse del mayor; pero hizo un esfuerzo por apartar la expresión de tristeza de su rostro y dirigió una sonrisa al pequeño.

—Bueno, Sean Broekhart, ¿qué pasa? ¿No tenemos sueño esta noche?

—No sueño —respondió Sean con tono beligerante, tirando de la manga de su padre con sus diminutos dedos.

«Es tan pequeño. Tan frágil».

—Seguro que una de mis historias conseguirá que te duermas. ¿Cuál te gustaría escuchar? ¿La del ejército del capitán Crow?

—Crow no —repuso Sean, proyectando hacia fuera el labio inferior—. Conor. Historia de Conor. Hemano de Sean.

Declan se quedó desconcertado. Hasta entonces, el niño nunca había mencionado a Conor y, por alguna razón, Declan jamás, había contado con que ese momento llegaría.

—Historia de Conor —insistió el niño, aporreando la pierna de su padre.

Declan exhaló un suspiro.

—Muy bien, pequeño mío. Una historia de Conor. Hay muchas historias sobre tu hermano, porque era una persona especial que hizo muchas cosas sorprendentes durante su vida. Pero su hazaña más famosa, por la que le otorgaron la medalla de oro en el consejo de ministros, fue el rescate de la reina Isabella. Aunque, claro, en aquellos días no era reina, sino sólo una princesa.

—Princesa —repitió Sean, satisfecho.

—Aquella tarde de verano, Conor e Isabella se habían cansado de recorrer una chimenea en desuso y decidieron lanzar un ataque pirata por sorpresa a los aposentos privados del rey…

Y así, Declan Broekhart narró la historia de la torre en llamas. Cuando llegó al final, con el salvamento de la princesa, besó en la frente a su hijo dormido y salió del dormitorio notando el corazón curiosamente más ligero.

PUENTE DE SAN PATRICIO

«Esto es un disparate —pensó Conor—. Una auténtica locura. Hay un montón de cosas que pueden salir mal».

Quizá el motor resultara demasiado pesado, a pesar de la carcasa de aluminio. No había probado la hélice nueva, ni siquiera en el túnel de viento, y cabía la posibilidad de que rompiera en dos el morro del aeroplano con la misma facilidad con que lo impulsaba. La muselina sin tratar era más ligera que la tratada, pero tal vez no desviase las corrientes de aire en la medida necesaria para producir la elevación. La dirección era, en el mejor de los casos, rudimentaria, y no permitiría un giro superior a los veinte grados, lo que incluso podría llegar a arrancar las alas. ¿Y si las puntas de las alas no mantenían el equilibrio necesario para el despegue?

«Son tantas cosas».

El puente de San Patricio se había convertido en una especie de catedral. Los lugareños habían bajado por el escarpado sendero para presenciar de cerca el espectáculo, y ahora la mayoría se apiñaba en el anfiteatro natural que se encontraba por encima del farallón de roca. Mientras esperaban, se acomodaron lo mejor que pudieron, abrieron sus cestas de comida y se pusieron a charlar amigablemente. Otros vecinos del pueblo se colocaron en línea a ambos lados del puente y sujetaron sus lámparas en alto, iluminando la pista para Airman.

«Más expectativas —pensó Conor—. Como si no tuviera bastante con derrocar a un alto mando militar, ahora soy el centro de entretenimiento de un pueblo entero».

Dio una última vuelta alrededor de La Brosse, acercando una lámpara de aceite a la parte inferior de las alas en busca de rasgones y alisando protuberancias. No había necesidad de retrasar la partida.

—Es la cuarta vez que haces una «última» inspección, si mis oídos no me engañan —dijo Linus desde las sombras—. Vete, Conor, o perderás la marea.

—Sí, desde luego; tienes razón. Tengo que marcharme, ahora mismo. Todo el mundo debe de tomarme por estúpido. Tantos preparativos para un viaje tan corto.

Linus dio un paso adelante para colocarse a la luz de la lámpara. El resplandor le alumbraba desde abajo, proyectando sombras fantasmales en su enjuto rostro.

—Estás confundido, muchacho. Es un viaje trascendental, histórico.

Conor se abotonó su casaca de aviador.

—Me temo que no pasará a la historia. No habrá un registro oficial, ni fotografías. Ninguna hazaña se reconoce sin la presencia, al menos, de un miembro de la Royal Society. Todas las semanas aparece un chiflado asegurando que ha conseguido volar.

Linus levantó un brazo en dirección a los espectadores, como el director de orquesta que da las gracias a su público.

—Todos los hombres, mujeres y niños aquí presentes recordarán el resto de su vida lo que está a punto de ocurrir en esta playa, sin importar lo que los libros de historia puedan decir. La verdad nunca morirá.

Conor se ajustó los anteojos y se colocó la gorra.

—Linus, si ocurre algo… alguna desgracia, encuentra una forma de ponerte en contacto con mi padre sin correr riesgos. Tiene que conocer la verdad.

Linus asintió con un gesto.

—Encontraré la manera, muchacho. Este viejo espía aún guarda unos cuantos ases en la manga; pero, en todo caso, tengo fe en ti.

Conor subió la escalera de pocos peldaños que conducía al lugar destinado al piloto, y se colocó cuidadosamente sobre el banquillo de madera.

Algo prendido a su chaqueta emitió un ruido metálico al chocar contra el armazón. Era la A con alas a ambos lados.

—Me figuro que ya no necesito esto —dijo Conor mientras se desabrochaba la insignia—. Bonvilain sabe muy bien quién soy.

La lanzó por encima de la cabeza de Linus en dirección al niño conocido con el nombre de Uncle.

—Ahí tienes un recuerdo. Cuando la gente no se crea que esto haya pasado, al menos tú sabrás que no tienen razón.

Uncle sacó brillo a la letra alada frotándola contra su camisa.

—Gracias, Airman. Confiaba en conseguir los anteojos, pero me imagino que los necesitarás.

—Por desgracia, sí. Pero si consigo volver, te los regalaré a cambio de un último favor.

—¡Lo que sea! —exclamó el niño, que ya se imaginaba contoneándose por el muelle de Kilmore con aire garboso y los anteojos colocados encima de la frente—. Mientras no tenga que ver con el agua y el jabón.

—No, nada de higiene corporal. Necesito que dos chicos altos de tu pandilla se coloquen junto a las puntas de las alas. Tienen que ser fuertes y capaces de correr a mucha velocidad.

Uncle convocó a los dos chicos más altos de la banda y los colocó tal como Conor había indicado.

—Son tan torpes que hacen que el tonto del pueblo parezca Sherlock Holmes —confió Uncle a Conor—. Si quieres, no dejarán de correr hasta caerse al agua —luego se dirigió a los dos muchachos—: Corred bien rápido, ¿eh, chicos? Sujetad bien las alas, tienen que estar niveladas. Si hacéis lo que os digo, os cambiaré esos diamantes por dos barras de caramelo.

—De acuerdo, Uncle —dijo uno.

—¡Caramelo! —exclamó el otro, que se parecía mucho al primero.

—Que se detengan antes de llegar al agua —dijo Conor mientras se ajustaba los anteojos—. Lo que necesito es que corran junto al aparato y mantengan las alas equilibradas. En cuanto el aeroplano despegue, se sueltan. ¿Sabrán hacerlo?

—Pues claro que sí; no son idiotas —dijo Uncle—. Perdón, sí son idiotas, aunque no tanto.

Conor asintió.

—Y ahora escúchame, Uncle. Si las cosas me van mal esta noche, quiero que te quedes con el señor Wynter; te pagará un buen salario.

—¿Me obligará a bañarme?

—No, debatirá el asunto contigo hasta que decidas lavarte por propia voluntad.

—Ah, es uno de ésos. Perfecto. Lo haré por ti, Airman. Aunque puede que tenga que asesinar al señor Wynter mientras duerme.

—Muy bien.

«Mientras hablo con este chico estoy malgastando el tiempo. Es hora de despegar».

Conor introdujo los pies en sendos bloques de madera y se levantó, inclinándose hacia delante para agarrar la manivela del motor. Éste siempre había funcionado en las pruebas llevadas a cabo en la torre, colocado encima de una piedra; pero tal era la naturaleza de las cosas. Los motores funcionan hasta que uno los necesita.

Al segundo intento arrancó. Tosió como un perro enfermo en un primer momento; a continuación, soltó un rugido. La multitud prorrumpió en ovaciones, y Conor sintió ganas de hacer lo propio. Una vez completada la primera fase, si sus cálculos no fallaban, las vibraciones no romperían el aeroplano en pedazos, al menos durante un tiempo.

Tras un inicial estallido de entusiasmo, el motor se asentó a unos diez caballos de potencia, poniendo en movimiento la revolucionaria hélice de Conor al tiempo que enviaba los gases de escape en tromba en dirección al piloto. El aeroplano rebotó y se encabritó, ansioso por ponerse en marcha, como un animal salvaje atado a una soga.

«No puede funcionar. No tengo control de la velocidad. El armazón no puede durar más de cinco minutos».

Demasiado tarde para las dudas. Sí, demasiado tarde.

Conor se puso el arnés y, acto seguido, soltó la palanca de freno. El avión dio un impulso hacia delante y chocó contra la superficie de roca.

Por el rabillo del ojo, vio que Uncle apremiaba a uno de los corredores golpeándole con una fusta. Con una mano, Conor se abrochaba el arnés al pecho mientras que con la otra forcejeaba para mantener derecha la caña del timón.

«Idiota. Deberías haberte abrochado el arnés antes de soltar el freno».

El océano se aproximaba cada vez más deprisa, y Conor no había alcanzado la velocidad suficiente. Dando tirones con el torso, apremió al aparato a que avanzara mientras trataba de hacer caso omiso del humo, y también del aceite que le salpicaba en la cara y los anteojos.

«Deberías haber fijado un tubo de escape al cuerpo del avión. ¿En qué estabas pensando?».

A ambos lados del camino, los faroles pasaban de largo a toda prisa; borrosas líneas de luz que se confundían entre sí. Tenía que esforzarse al máximo para desplazarse en línea recta. La vibración era espantosa; le sacudía la columna, le hacía rechinar los dientes y provocaba que los ojos se le pusieran en blanco.

«Este aparato necesita amortiguación. Almohadillas de tela, o muelles».

No era el momento para nuevas ideas. El aeroplano, aunque recién nacido, ya comenzaba a morir. Empezaron a saltar los remaches, la tela se rasgó y las varillas soltaban gruñidos.

Quedaban minutos para que el motor, a base de sacudidas, lo destrozara en pedazos como un perro cuando sacude una muñeca de trapo.

Con los pies, Conor consiguió encontrar los pedales y empujó hacia delante, sesgando las alas. El aeroplano se elevó levemente, pero de inmediato cayó a tierra. Conor volvió a empujar y, en esta ocasión, el ascenso fue superior y la vibración aminoró. Ya no notaba que el choque contra cada piedra se transmitiera a través de la madera hasta su trasero, lo que no dejaba de ser un alivio.

El agua surgía negra y amenazante ante sus ojos y, luego, bajo sus pies. Conor se dio cuenta vagamente de que los dos corredores que le acompañaban caían al océano con sendos chapoteos. Segundos después, se encontraba en el aire.

«Estoy pilotando una máquina voladora —pensó—. ¿Puedes verme, Victor? Lo conseguimos».

GREAT SALTEE

El mariscal Bonvilain había organizado la cena en sus propios aposentos, lo que resultaba de lo más inusual. Ninguno de los invitados había estado antes en las habitaciones del mariscal, y jamás se había oído que hubiera invitado a nadie allí.

La torre de Bonvilain estaba separada del palacio, situada más hacia el sur, junto a la muralla. Su familia había ocupado esta residencia desde su construcción. Contaba con la distinción de ser el edificio más alto de Great Saltee, y su elevada silueta se recortaba contra el horizonte, gris e imponente, como recordatorio del poder del mariscal. A menudo se le veía en el balcón, con un telescopio de bronce pegado al ojo, vigilándolo todo, provocando que la isla al completo se sintiera culpable.

El comedor, decorado con seda oriental y biombos pintados, resultaba suntuoso. La mesa era circular y estaba rodeada de gruesos almohadones, ya que se encontraba a escasa distancia del suelo.

Cuando la reina Isabella y el matrimonio Broekhart fueron acompañados hasta la estancia, les dio la impresión de que acababan de entrar en otro mundo.

Catherine estaba especialmente sorprendida.

—Es tan… tan…

—¿Refinado? —dijo Hugo Bonvilain, quien de pronto apareció desde detrás de un biombo. En lugar de su habitual y severo uniforme azul marino con el peto de los templarios llevaba una túnica japonesa.

Bonvilain se fijó en los sorprendidos rostros de sus invitados.

—Es una túnica Yukata Tatsu. En japonés, tatsu significa «dragón», que encarna los turbulentos y poderosos elementos de la naturaleza. Pasé un año en Japón, el sesenta y nueve, en calidad de guardaespaldas del emperador Meiji, antes de que mi padre muriera y me pidieran que regresara. El emperador insistió en que me trajera parte de los objetos que conforman un hogar japonés. Muy pocas veces los he sacado del almacén donde se guardan, pero ésta es una ocasión especial y se me ocurrió que a mis invitados les agradaría encontrarse con un mariscal más relajado.

De los integrantes del reducido grupo, Catherine fue la primera en recuperarse de la sorpresa.

—Mariscal, tiene usted un aspecto impresionante.

—Gracias, Catherine, muy amable. Confío en que a nadie le importe sentarse en los almohadones.

Ninguno de los presentes puso reparos, si bien los almohadones no son precisamente los asientos más cómodos para quienes llevan al cinto sables de ceremonia, ni para quienes lucen elegantes vestidos.

—Gracias a Dios que los polisones han pasado de moda —comentó Catherine a la reina—, o estaríamos rodando por el suelo como bolos.

El menú, servido por un único criado de piel arrugada por la edad, consistía principalmente en pescado y arroz.

—Coco es también el cocinero —explicó Bonvilain—. Me lo traje de un restaurante de Londres con la promesa de una cocina en condiciones. Es portugués, pero sabe elaborar cualquier plato que se le pida. La comida japonesa es una de sus especialidades.

Transcurrió una hora con notable lentitud, a pesar de varias explicaciones relativas a temas culturales por parte del mariscal. Por fin, la paciencia de Catherine llegó a su límite. Emitió un leve resoplido y retorció la servilleta como para estrangularla.

Declan dio un respingo. Conocía bien aquel resoplido. Se avecinaban problemas.

—La comida es espléndida, mariscal —comentó Catherine—, pero no creo que nos hayamos reunido aquí sólo para cenar y mantener conversaciones triviales. Su invitación era poco precisa, por lo que me gustaría saber cómo se propone conmemorar la vida de Conor.

El rostro de Bonvilain era una máscara de pesar y comprensión.

—Tiene razón, Catherine. Reconozco que he estado eludiendo la raison d’être de esta noche: Conor, su hijo. El héroe de las islas Saltee. Pensé que podíamos compartir nuestros recuerdos de aquel valiente joven y luego, tal vez, hacer un brindis. Reservo desde hace tiempo una botella de un vino especial.

Fue una representación convincente y el mariscal reflexionó que, si la situación así lo requiriera, podría soltar una lágrima.

—Pero ¿por qué ahora, precisamente? —insistió Catherine—. He de admitir que estoy un poco confundida, mariscal.

Bonvilain no se vio en la necesidad de responder gracias al sonido de una corneta que llegaba desde la muralla.

Declan se levantó de un salto.

—¡Es la llamada a las armas! —exclamó. El rey Nicholas había insistido en que los cornetas de las Saltee aprendieran las señales del ejército norteamericano.

—No hay de qué preocuparse —dijo Bonvilain, precipitándose hacia el balcón—. Me advirtieron de que podría presentarse.

—¿Quién? —se interesó la reina.

—Un enemigo del estado, Majestad —explicó Bonvilain al tiempo que miraba por su telescopio de bronce—. Ese que se hace llamar Airman.

—Airman —repitió Declan—. Me han llegado rumores acerca de él. Hugo, ¿quieres decir que es una amenaza real?

—Es real —respondió Bonvilain, concentrando la mirada en el visor—, pero no supone una amenaza, en absoluto. No es más que un francés con una cometa. Ven a verlo. Las lentes de este aparato son fabulosas.

Catherine se sujetó al brazo de su marido para dejar de temblar. Aquella conversación sobre vuelos y franceses le había traído a la mente a Victor Vigny.

—¿Un francés en una cometa? —preguntó con voz tensa.

—Ah, Dios santo, ya lo entiendo —repuso Bonvilain, fingiendo estar conmocionado—. Justo como Victor Vigny, el asesino. No me extrañaría que este Airman fuera uno de sus acólitos. Un curioso híbrido entre científico y revolucionario perturbado. No debería haberle mencionado. Qué insensible por mi parte. Por favor, permanezcan en el interior. La guardia de la muralla le abatirá a tiros.

Declan agarró a Bonvilain por el codo y le condujo a un aparte.

—¿Dispararle, mariscal? Pero si acabas de decir que no supone una amenaza.

Bonvilain inclinó la cabeza y habló en voz baja.

—No es una verdadera amenaza, pero mis hombres han encontrado un taller de granadas.

Declan se puso blanco como el papel.

—¡Granadas! Mariscal, soy capitán de la guardia de la muralla. ¿Por qué no se me ha comunicado?

—Capitán. Declan. Mis informantes en Irlanda me lo hicieron saber hace apenas dos horas. Tenía la intención de sacar el asunto a colación después de la cena, pero seamos sinceros… la idea de un francés que lanza granadas a bordo de un planeador parece un tanto absurda, propia de una publicación sensacionalista. En cualquier caso, esta noche el viento sopla en dirección a la costa irlandesa, de modo que es imposible que ese demente llegue hasta aquí por el aire.

En ese mismo instante, un sordo ruido mecánico hizo eco en el canal. El aleteo que producía pasó de un registro apenas audible a otro estrepitoso; el aparato renqueaba de manera alarmante.

—Tal vez Airman no dependa del viento —aventuró Declan, cogiendo el telescopio de su soporte—. Conor decía siempre que algún día el hombre construiría un aeroplano propulsado a motor.

—Propulsado a motor —dijo Bonvilain entre dientes—. Era listo, Conor, ¿eh?

Declan bajó la vista a la muralla. La guardia había apagado las luces y se había congregado junto a la tercera torre. Varios centinelas se habían subido al parapeto y señalaban hacia el cielo. Dos de ellos sujetaban telescopios que dirigían hacia arriba, a treinta grados al noreste. Declan se llevó el telescopio del mariscal a un ojo y lo orientó en aquella dirección. Por un momento no vio nada más que el oscuro cielo y las estrellas; pero, entonces, algo cruzó como un relámpago su campo de visión. No se trataba de un pájaro. Era demasiado grande para ser un pájaro.

Declan desplazó el telescopio rápidamente, atrapando el objeto en su círculo de visión. Lo que vio le dejó sin respiración.

«Una máquina voladora. Tengo ante mis ojos el sueño de Conor hecho realidad».

El aeroplano no destacaba por su elegancia, pero volaba. Daba sacudidas en el aire dejando a su paso enormes regueros de humo. Bajo la luz de la luna. Declan divisó al piloto sentado detrás del motor, con los hombros encogidos mientras forcejeaba con los controles de la nave. Su rostro oscurecido por los anteojos y el hollín contrastaba con la blancura de unos dientes apretados.

—Le veo —dijo ahogando un grito—. Veo a Airman. Está volando.

Catherine corrió hacia el balcón y, elevando la mirada al cielo, se inclinó sobre la barandilla.

—Dios santo. Ojalá Conor pudiera haberlo visto —se volvió hacia su marido—. No puede ser una casualidad. Tienes que hablar con ese piloto.

A espaldas de ambos, se escuchó dos veces el agudo pitido de un silbato. Acto seguido, los centinelas de la muralla se desprendieron de sus respectivas capas, haciéndolas girar como si fueran matadores de toros. Tres equipos armados con ametralladoras Gatling levantaron sus respectivas armas y las colocaron en los soportes de la muralla. Quienquiera que fuese Airman, avanzaba directamente hacia una cortina de fuego.

Bonvilain aún tenía el silbato entre los labios.

—Ya he dado la orden. Catherine, no tenía elección. Puede que el intruso transporte granadas. Mi primer deber es para con la reina. Declan, lo entiendes, ¿verdad?

Catherine se giró hacia su marido, con los ojos ardientes, esperando su apoyo; pero no lo consiguió.

—El mariscal tiene razón —admitió Declan, si bien le pesaba reconocerlo—. Una nave aérea no identificada se aproxima a la isla. El piloto puede ir armado. No queda más remedio que abrir fuego.

—Va a bordo de una cometa con motor —replicó Catherine, cuya mirada denotaba sufrimiento por la traición de Declan—. La muralla tiene más de un metro de grosor. Aunque llevara cañones sobre las alas, no podría entrar en la torre.

Declan no estaba dispuesto a dejar de cumplir con su deber.

—Este hombre ha conquistado las alturas; quizá sea también capaz de conquistar nuestra muralla. Me han llegado rumores de la existencia de granadas llenas de gas venenoso. No podemos poner en peligro la vida de la reina —cogió la mano de Catherine entre las suyas—. Isabella no debe morir, ¿lo comprendes?

Catherine escrutó el rostro de su marido en busca de un significado más profundo de sus palabras, y lo encontró.

«La reina no puede morir porque, si muere, Bonvilain se convertiría en primer ministro».

—Muy bien, Declan. Lo comprendo —repuso Catherine sin entusiasmo—. La reina debe vivir; por lo tanto, Airman tiene que morir —soltó la mano de su marido y abandonó el balcón—. No tengo estómago para ser testigo de este asesinato. Disfrute de su victoria, mariscal.

«Por descontado que lo haré», pensó Bonvilain, quien, en voz alta, respondió:

—Señora, la muerte de otra persona nunca es motivo de alegría. He participado en muchas batallas, pero, aunque la causa fuera justa, siempre he llegado a la conclusión de que podían haberse evitado. En esta ocasión, por triste que resulte, no existe alternativa.

Con una media sonrisa teñida de tristeza, el mariscal se colocó el silbato entre los labios y sopló una última vez.

Más abajo, en la muralla de Great Saltee, los centinelas al cargo de las Gatling accionaron la manivela de su ametralladora, lanzando hacia el cielo mil cartuchos por minuto con el sistema de cañones rotativos del arma. Las balas se precipitaban hacia Airman dejando tras de sí un rastro de humo gris.

«Nadie es capaz de sobrevivir a semejante asalto —pensó Declan—. Nadie en absoluto».

Bonvilain estaba pensado exactamente lo mismo.

Era una batalla de vectores contra la ley de la gravedad. Los soportes de las Gatling sólo permitían una cierta elevación, y aunque las ametralladoras tenían un alcance de casi dos mil metros, por el momento Airman se encontraba demasiado arriba para poder acertar; pero la gravedad también pasó a convertirse en su enemigo. Su frágil nave no podía mantenerse indefinidamente en las alturas; cuando se desplomara, los disparos la triturarían, convirtiéndola en confeti.

El estruendo y la conmoción de las ametralladoras resultaban alarmantes. Daba la impresión de que la isla al completo se agitaba. Era fácil imaginar la muralla reducida a polvo tras semejante ataque. Las recámaras arrojaban alargadas columnas de humo y, cuando los muchachos encargados del agua enfriaban los cañones de las armas introduciéndolos en cubos, nubes de vapor se elevaban en el aire.

Declan nunca había visto las Gatling en acción en el campo de batalla, pero tenía entendido que una sola ráfaga podía despedazar a un hombre. Ahora, el ambiente estaba tan cargado de plomo como para derrotar a un ejército al completo. El cielo se veía encapotado por la munición, que recordaba a un compacto enjambre de abejorros de metal decidido a perseguir el mismo blanco.

Declan levantó el telescopio para contemplar a Airman por última vez. Incluso desde la distancia, se podía apreciar que se encontraba en un serio aprieto. Regueros de aceite caliente le cubrían el rostro y los anteojos. Con ambas manos, forcejeaba con un timón vertical y de las alas se iban soltando tiras que aleteaban tras el aeroplano como las cintas de las celebraciones del primer día de mayo.

Declan bajó el telescopio.

«Ha desaparecido. Nunca conoceremos su verdadero propósito».

Instantes después, Airman perdió su batalla contra el control de la nave y la altitud. El motor empezó a sufrir espasmos, emitió varios gruñidos y, por fin, se paró. Entonces, se escucharon unos ecos mientras la nave caía en espiral y los soldados dejaban de disparar, aguardando.

La espera no fue larga. Cuestión de segundos. Se lanzó una breve orden desde la muralla y las manivelas de las Gatling se accionaron otra vez. Dieciocho cañones comenzaron a escupir fuego y una nueva avalancha de tiros salió disparada al cielo en tinieblas. Las cápsulas vacías tintineaban al caer sobre el parapeto como monedas que se arrojan a un mendigo.

Las balas atravesaron las alas y el cuerpo del aeroplano, frenando en parte su descenso. El impacto fue terrible. El frágil armazón de la nave se hizo astillas y las alas se rasgaron hasta desaparecer. Una ronda de disparos tras otra fue golpeando el motor hasta que éste explotó con un estallido de color naranja. Lenguas de fuego lamían las varillas y las cuerdas, recortando la silueta de la nave en la oscuridad del firmamento.

No se escuchó un chapoteo.

EL CIELO NOCTURNO

Conor pilotaba su máquina voladora por encima de Great Saltee. Un salvaje viento de costado le atacaba por la proa, inclinándole hacia estribor, y se fijó en un conjunto de luces que brillaban en la tercera torre. Las luces, que indicaban la presencia de centinelas, se fueron apagando una a una, y el estómago de Conor se encogió de miedo.

«Ahora soy yo el blanco».

Por un momento no se apreció más que un ajetreo a oscuras junto a la tercera torre; luego, destellaron puntos de fuego y una oleada de disparos estalló en dirección a las alturas. Segundos más tarde, Conor escuchó el aullido de las balas, el grito frustrado de las mismas al pasar por debajo de él.

El pánico le burbujeaba en el pecho hasta tal punto que estuvo tentado de saltar al vacío.

«Espera. Espera. Tienes que pasar la torre de Bonvilain».

El motor renqueaba, palpitando irregularmente como un corazón defectuoso, perdiendo su batalla contra los cielos. Ambas alas estaban hechas jirones; las garras del viento arrancaban tiras de muselina del armazón. Bajo los pies de Conor, el pedal se había soltado de su soporte e, inservible, se agitaba de un lado a otro.

«Casi estoy en posición. Unos cuantos metros más».

Una segunda ráfaga de disparos estalló en su dirección, y notó que las balas más elevadas alcanzaban el tren de aterrizaje, provocando que las ruedas girasen a toda velocidad. Se encontraba al alcance de tiro. Había llegado la hora de decir adiós a La Brosse. Pronto quedaría destruido todo testimonio de su vuelo.

Conor sabía que el mariscal jamás le habría permitido llegar con vida a Great Saltee, de modo que el truco consistía en persuadir a Bonvilain de que Airman había muerto. Se trataba de un auténtico reto. Como experto tramposo, Bonvilain era un hombre al que costaba engañar.

«Pero no entiende nada de aviación. En el cielo, yo soy el amo».

Conor llevaba el arnés de su planeador sujeto con una correa adicional que le enganchaba a la máquina voladora. El resto de las correas, como de costumbre, le sujetaban al planeador, que llevaba plegado sobre la espalda. Las varillas golpeaban contra su casaca de aviador, y la tela ondulaba por efecto del viento. Linus lo había reparado y ahora era más resistente que nunca.

«Un vuelo más, viejo amigo».

Era difícil alargar el brazo hacia abajo entre tanta confusión; en realidad, era difícil distinguir qué dirección era hacia arriba y cuál hacia abajo, de modo que Conor fue pasando una mano por su cuerpo hasta encontrar la correa atada a la cintura. Tiró con fuerza hacia arriba para liberar la hebilla y se soltó. El aeroplano se quedó oscilando alrededor de su torso, pero no se desprendió, ya que aún estaban unidos por el impulso y la fuerza de la gravedad. Las balas hacían astillas la madera que le rodeaba las piernas; si no conseguía desprenderse de la máquina voladora, su propio invento se convertiría en su ataúd.

Con un movimiento tantas veces practicado, Conor alcanzó la palanca con muelles que tenía a un costado. Dio un rápido tirón y las alas del planeador se desplegaron, se extendieron bajo las estrellas como un enorme pájaro nocturno y actuaron como un potente freno, elevando a Conor y separándole del aeroplano, ahora condenado a la desaparición.

Observó cómo el artefacto volador se alejaba, inmerso en el enjambre de relucientes balas. Su fabulosa invención fue arrasada por completo. No quedó nada de ella, salvo fragmentos en llamas y un triturado corazón de metal.

El motor explotó, disparando al aire piezas del tamaño de un puño que giraban en la oscuridad.

«Mi máquina, destruida. No habrá lugar en la historia para La Brosse».

A gran distancia por debajo, en Great Saltee, una neblina de humo envolvía la muralla y, a través de ella, Conor detectó el apagado resplandor de los globos eléctricos.

«Han vuelto a encender las luces porque creen que están a salvo».

Conor pendía del cielo, tratando de orientarse. La torre de Bonvilain se distinguía por el resplandor rectangular de una puerta abierta. Isabella y sus padres se encontraban en aquella torre, en peligro de muerte. Tal vez fuera demasiado tarde.

«Directo a la madriguera del león», pensó Conor. Acto seguido, inclinó hacia abajo el morro del planeador, en dirección a la luz.

LA TORRE DE BONVILAIN

El mariscal Bonvilain abandonó el balcón y entró en el comedor, exhibiendo en el semblante un exagerado gesto de pesar. A sus espaldas, las últimas llamas de destrucción se iban apagando poco a poco en el cielo. Desde la parte baja de la muralla llegaron los sonidos de acaloradas felicitaciones y el siseo del vapor que se elevaba de los relucientes cañones de las armas.

—Lástima —dijo, con la cabeza gacha—. Ese hombre tenía mucho que enseñar al mundo.

Si antes en la reunión había imperado un taciturno estado de ánimo, ahora éste había dejado paso a la cólera. Bonvilain paseó la vista para observar el rostro de sus invitados y cayó en la cuenta de que se aproximaba una crisis.

—No había otra manera, señoras… Declan. Como mariscal, no podía permitir un asalto a la muralla.

Isabella se encontraba de pie junto a la chimenea; sus ruborizadas mejillas contrastaban con su vestido de cuello alto y color marfil.

Bonvilain se sintió intranquilo por aquella expresión de la reina, hasta ahora desconocida para él. Desde la coronación, la confianza de Isabella había ido en aumento; ahora, cometía la temeridad de lanzarle una mirada furiosa. Justo después de que el mariscal, supuestamente, le hubiera salvado la vida.

«Sinceramente, prefiero a la antigua Isabella —pensó—. Aturdida, doblegada por el sufrimiento; así es como me gusta mi soberana».

Ninguno de los presentes tomaba la palabra, y todos contemplaban a Bonvilain con el mismo gesto de indignación.

«Han estado hablando entre ellos —pensó el mariscal—, mientras yo me hallaba en el balcón».

—¿Estamos todos afligidos? —preguntó con aire inocente—. ¿Cierro la ventana?

Nadie habló. Bonvilain se percató de que la reina acopiaba valor para soltar un discurso.

—Será mejor que tome asiento —indicó el mariscal con voz calmada, dejándose caer sobre un almohadón con las piernas cruzadas—, no vaya a ser que las rodillas me flaqueen. ¿Tenéis algo que decir, Majestad?

Isabella dio un paso hacia delante; su vestido casi conseguía ocultar el temblor de sus piernas.

—Mariscal, el deshollinador ha encontrado un objeto en las habitaciones de mi padre.

Eran las primeras palabras que la joven reina pronunciaba en toda la velada.

—¿Ah, sí? —repuso Bonvilain con tono animado, si bien en su fuero interno le invadía el desconcierto. En la posición en la que se encontraba, las sorpresas agradables brillaban por su ausencia.

—En efecto, mariscal; así es —Isabella sacó de su bolso un pequeño volumen encuadernado en piel y se lo colocó junto al corazón—. Es el diario de mi padre.

Bonvilain decidió echarle arrojo a la situación.

—¡Vaya! Es maravilloso, Majestad. Una manera de tener cerca al rey Nicholas.

—No es tan maravilloso para usted —continuó Isabella, agarrando la mano de Catherine como apoyo moral—. Mi padre sospechaba de sus actividades, mariscal. Explicó por escrito que abusa de su poder para conseguir una fortuna personal. Que mantiene una red de espías en territorio irlandés. Que es sospechoso de complicidad en una docena de asesinatos. La lista continúa.

—Entiendo —dijo Bonvilain, al tiempo que trataba de urdir un plan a toda velocidad.

«Ahora será difícil conseguir que beban el vino envenenado. No les inspiro confianza».

A Isabella ya no le temblaban las piernas, y su tono era el propio de la realeza.

—¿Entiende usted? Me parece que no, mariscal. ¿Sabía que mi padre tenía la intención de encerrarle en prisión? ¿Sabía que planeaba revisar de principio a fin la estructura de poder en las islas Saltee, que iba a inaugurar un Parlamento?

Bonvilain consiguió mantener su expresión afable, pero estaba seguro de que un conflicto se le venía encima.

«Típico —pensó—. Asesinas a un enemigo y otros tres ocupan de repente su lugar».

—¿Me permite que le lea un párrafo?

Bonvilain asintió con un gesto.

—No me corresponde permitir o prohibir, Majestad.

—Tomaré su respuesta por un sí —replicó Isabella con una sonrisa forzada. Soltó la mano de Catherine Broekhart para abrir el diario del rey—. «Hugo Bonvilain es un azote —leyó la reina—. Su poder es formidable y abusa de él a la menor oportunidad. En cuanto reúna pruebas de sus delitos, pasará el resto de su vida contemplando las paredes de la celda a la que a tantos hombres ha condenado, y sufrirá como ellos. Pero he de ser precavido: el mariscal es capaz de cualquier cosa, por rastrera que sea, y estoy convencido de que si conociera mis planes daría los pasos necesarios para impedirlos. No me asusta mi propia muerte, pero Isabella debe mantenerse a salvo. Ella es toda mi vida».

La voz de la reina estuvo a punto de quebrarse, pero al agarrar de nuevo la mano de Catherine su tono volvió a recuperar fuerza.

Bonvilain se golpeó las rodillas con las palmas de las manos.

—En fin, son muchas acusaciones —declaró—. Resulta evidente que ese diario es una falsificación, obra de uno de mis enemigos.

«Tengo que conseguir que beban. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo?».

—Conozco la escritura de mi padre —replicó Isabella con firmeza.

—No me cabe duda; pero un falsificador experimentado es capaz de engañar a ojos más perspicaces que los vuestros. Encargad que un experto de vuestra elección examine el diario. Insisto en ello. Esas páginas suponen un grave insulto al trabajo de toda mi vida, y exijo que mi nombre quede limpio…

—No he terminado —interrumpió Isabella—. Queda despojado de su cargo inmediatamente. Declan… el capitán Broekhart ocupará su lugar.

Bonvilain mantuvo taponada la rabia que bullía en su interior.

—Sin duda, Declan sería un mariscal excelente. Apruebo por completo vuestra elección, pero considero que merezco una oportunidad para…

—¡Basta ya! —ordenó la reina en un tono que no admitía discusión—. Permanecerá bajo arresto domiciliario hasta que se investiguen sus asuntos.

En silencio, Bonvilain se maldijo a sí mismo. Había proporcionado a la reina el foro perfecto para lanzar su ataque. Tenía a varios hombres ocultos en un compartimento secreto, en aquel mismo comedor, pero bajo semejante escrutinio resultaba complicado alargar la mano hasta la parte posterior de cierto tapiz y tirar de una palanca escondida.

«Todo depende de ese vino envenenado. Si se tratara sólo de la reina, podría obligarla a beberlo; pero Declan Broekhart me atravesaría con su sable de ceremonia. En cuanto a su mujer, si las miradas fueran puñales, ya estaría muerto».

Un enorme alivio brilló en los ojos de Isabella, cuyos hombros se encorvaron ligeramente al desaparecer la tensión que le atenazaba el cuerpo. La perspectiva de tal confrontación la había aterrorizado desde el descubrimiento del diario. Había planeado su discurso palabra por palabra y, al fin, se había alzado con la victoria, al igual que su padre.

—Y ahora, Hugo Bonvilain —dijo—, creo que deberíamos concluir lo que nos ha reunido aquí esta noche. Hagamos un brindis por nuestro querido Conor Broekhart.

Bonvilain se mordió el labio.

«Gracias, espíritus de la ironía. Después de todo, los dioses tienen sentido del humor».

La expresión de Bonvilain denotaba desagrado.

—No creo que… dadas las circunstancias…

Catherine dio un paso adelante y sacó del cubo de hielo la botella preparada por Bonvilain.

—Mi opinión es que nos invitó a su casa en un claro intento por adular a Isabella y a Declan; pero tanto mi marido como yo deseamos honrar a nuestro hijo, así que usted levantará su copa con nosotros.

—Esto es absurdo —gruñó Bonvilain—. Pero, claro, no desearía causar disgusto a mi reina.

Mientras Declan abría la botella y servía el vino, Bonvilain se levantó y paseó de un lado a otro con postura desgarbada, murmurando por lo bajo y lanzando miradas de odio. El vivo retrato de un bravucón herido, muy alejado del de un intrigante a punto de dar su golpe más sonado.

Levantaron en el aire las copas de fino cristal; Bonvilain colocó la suya a media asta. Tras una sonrisa de aprobación por parte de Catherine, Isabella procedió a brindar.

—A Conor, mi mejor amigo; mi príncipe y mi salvador. Cuida de mi padre.

Los ojos de Catherine se cuajaron de lágrimas y a Declan se le escapó un gemido. Bonvilain se esforzó por no reírse, si bien le resultaba difícil.

«¿Qué cuide de tu padre? Si me salgo con la mía, tú misma cuidarás de él».

Bonvilain aguardó a que sus invitados bebieran, pero no lo hicieron. Durante unos instantes, abandonó su expresión de amargura para observar sus rostros detenidamente. Todos miraban su copa con crecientes sospechas.

«Quizá el vino esté envenenado. Tal vez sea ése el motivo por el que Bonvilain nos ha traído aquí».

Sólo existía una manera en la que el anfitrión pudiera despejar semejantes recelos.

«Ah, qué le vamos a hacer. La velada termina para mí. Hasta la mañana, lo que me espera es el inodoro».

—Por el chico de los Broekhart, al que tanto añoro —dijo, y se bebió media copa de un trago.

—Por Conor, mi hijo —añadió Declan—. El cielo está de suerte por tenerle —y el capitán Broekhart se dispuso a beber.

Pero antes de que pudiera tan siquiera mojarse los labios, una sombra oscura se desprendió de la noche en tinieblas y se abalanzó sobre Hugo Bonvilain. Una criatura oscura y con alas.

Conor entró por la ventana a la velocidad del rayo y se precipitó contra Bonvilain. Los dos se desplomaron sobre la mesa baja. Varias piezas de vajilla y de cubertería salieron volando por los aires y, al instante, ambos quedaron enredados en el mantel bordado de oro. Sólo las alas de Conor permanecían a la vista; debía de parecer una gigantesca polilla atraída por los brillantes motivos del mantel.

Declan reaccionó con rapidez, arrojando su copa a un lado y rodeando con los dedos la empuñadura de su sable de ceremonia. De ceremonia, sí; pero tan afilado como una cuchilla.

«Es Airman —pensó—. Ha venido a matar a la reina».

La situación con Bonvilain tendría que posponerse hasta que se libraran de aquel enemigo común. Agarró un trozo de mantel, se inclinó hacia abajo y tiró con todas sus fuerzas para apartar de la mesa a la pareja enzarzada en la lucha. Salieron rodando por el suelo, aún batallando, aunque los golpes de Bonvilain eran débiles y poco eficaces.

Airman asestó varios puñetazos en la cara de su enemigo, hasta que los ojos de Bonvilain se desenfocaron.

Declan agarró al intruso por el cuello de la casaca, pero fue demasiado lento. Airman se giró en redondo y habló con tono de urgencia:

—¿Habéis bebido? ¿Habéis brindado con vino?

«Extraña pregunta de labios de un asesino —reflexionó Declan—. Pero no es momento de distracciones; redúcelo y luego medita sus palabras».

Giró su sable, con intención de dejar a Airman inconsciente con la parte plana de la hoja, y se encontró con que el enemigo apartaba a un lado el arma con ademán indiferente.

—El brindis. ¿Habéis bebido?

Algo en la actitud del desconocido inquietó a Declan, que tuvo la impresión de estar a punto de cometer una terrible equivocación. Era la cara, o acaso la voz. Había algo, desde luego. Decidió no golpearle, ahora asaltado por la incertidumbre.

Catherine no albergaba semejantes dudas. No veía el rostro de Airman. Desde donde se encontraba, sólo veía a su marido y, de espaldas, al hombre que le atacaba. Se subió las faldas del vestido y propinó una consistente patada al costado del intruso, seguida por un brioso golpe con un florero que tenía a mano.

Conor se tambaleó hacia un lado, chorreando agua y cubierto de narcisos.

—Un momento —dijo, falto de aliento, mientras se desembarazaba del arnés y las alas del planeador—. No…

Pero no le dieron respiro. Isabella sacó un sable de samurái de una vitrina y adoptó frente a él una postura de esgrima.

En garde, monsieur —dijo la reina, y a continuación lanzó un ataque devastador. Conor desenvainó su sable justo a tiempo para defenderse de la primera estocada.

—Isabella —jadeó Conor, desorientado por completo—. Tienes que parar.

La reina no se encontraba de humor para detener nada.

—Pararé cuando estés muerto, asesino.

Por fortuna, Conor se las arregló para realizar una contrarrespuesta, la cual le proporcionó el segundo que necesitaba para recobrar el equilibrio.

Isabella había mejorado en la práctica de la esgrima desde que ambos concluyeran sus clases con Victor, pero aún se detectaban signos de las enseñanzas del francés.

—Has estudiado bien a Marozzo —jadeó—. Victor estaría orgulloso. —La hoja del sable de Isabella tembló ligeramente y, luego, se quedó inmóvil.

¿Qué significaba aquello? ¿Quién era aquel hombre que mencionaba el nombre de Victor?

Declan colocó a su mujer y a la reina a sus espaldas y levantó su sable, preparado para la batalla.

—Descubra su rostro, señor —exigió—. Le concedo cinco segundos antes de empezar un duelo a muerte. Y esa muerte será la suya.

Conor giró el brazo con lentitud y, acto seguido, clavó la punta de su arma blanca en el suelo de madera.

—Muy bien; pero, antes, tengo que saber si habéis bebido el vino del brindis.

—No terminamos el brindis —replicó Declan—. Y ahora, quítese esos anteojos, señor.

De pronto, Conor agachó los hombros y dio la impresión de que estaba a punto de derrumbarse, pero en seguida se irguió. Tiró hacia abajo del cuello de su casaca, dejando la barbilla al descubierto, y se subió los anteojos hasta la frente. Su rostro estaba negro por el hollín y el aceite, pero sus ojos estaban limpios, y un rizo de cabello rubio se le había soltado de la gorra de cuero.

Quienes le observaban se quedaron atónitos. Lo que estaban viendo era imposible.

—Padre, sé que juraste matarme si nos volvíamos a encontrar —dijo Conor con tono pausado—, pero hay cosas que desconoces. Victor no mató al rey, y yo tampoco tuve nada que ver. Fue Bonvilain.

—Conor —dijo su madre con un hilo de voz—. ¿Estás vivo?

Declan cayó hincado de rodillas como si le hubieran propinado un puñetazo en el estómago. Le costaba respirar y las lágrimas le corrían por el rostro.

—Mi hijo vive. ¿Cómo es posible?

De repente, Conor entendió la magnitud del engaño de Bonvilain.

«Mis padres me creían muerto. Bonvilain nos contó mentiras diferentes».

Isabella fue la primera persona de las allí presentes en salir lanzada en su dirección. Le abrazó con fuerza y le besó en la mejilla. Las lágrimas de ambos se entremezclaban.

Conor la sujetó junto a sí, embriagado por la fuerza de las emociones dirigidas a él. Había esperado desconfianza, furia; pero no cariño.

—Eras tú el ocupante de la celda —gimió Declan—. Dije que te mataría. Te maldije.

Catherine frotó la espalda de su marido, pero no fue capaz de mantenerse apartada de su hijo. Salió disparada hacia Conor y le rodeó la cara con las manos.

—Oh, Conor. Te has convertido en un hombre —dijo—. A los diecisiete años, ya eres tan alto como tu padre.

Conor se sorprendió vagamente al recordar que, en efecto, tal era su edad. Conor Finn pasaba de los veinte años.

En el rostro de Declan Broekhart apareció de pronto una terrible expresión de cólera.

—Bonvilain es el culpable de todo, y juro por Dios que pagará por ello.

«¡Bonvilain!».

En el torbellino de emociones, Conor había olvidado a Hugo Bonvilain. Se dio la vuelta con cierta dificultad, aún abrazado a su madre y a la reina. Sólo encontró un charco de sangre en el lugar donde Bonvilain había caído. De un tirón, extrajo su arma del suelo de madera y, al recorrer la estancia con la vista, descubrió que su viejo enemigo se deslizaba silenciosamente junto a la pared, en dirección a la puerta.

—Padre —dijo Conor elevando la voz—. Tenemos que atrapar a Bonvilain.

Al caer en la cuenta de que su huida se había echado a perder, Bonvilain metió el brazo detrás de un tapiz y tiró de la palanca oculta. La chimenea se deslizó hacia un lado por medio de un mecanismo de poleas y dejó al descubierto un apiñado grupo de soldados de la Orden de la Sagrada Cruz.

Bonvilain sonrió. Tenía la boca ensangrentada y varias mellas en la dentadura.

—Mi última línea de defensa —dijo, escupiendo saliva de tono carmesí. Luego se dirigió a sus hombres—: Matad a las mujeres. Son impostoras.

Se trataba de una astuta orden cuyo objetivo consistía en que Declan y Conor se alejaran de Bonvilain para defender a Isabella y a Catherine. Los soldados salieron a trompicones del reducido espacio mientras desenfundaban puñales y sables. No portaban armas de fuego, pues alertarían a los centinelas de la muralla, quienes acudirían de inmediato.

Por suerte, el espacio era tan estrecho que los hombres tenían el cuerpo rígido y se encontraban ligeramente mareados, lo que supuso una ventaja para los Broekhart.

Y supieron aprovecharla, pues arrinconaron a la media docena de miembros de la Sagrada Cruz y los condujeron de regreso a su escondite.

—Vigila al mariscal —dijo Conor a Isabella, elevando la voz.

—Ya no es mariscal —repuso la reina, mientras levantaba el sable de samurái—. He aprendido a descuartizar a un hombre en tres pedazos —le dijo a Bonvilain—. Un paso adelante, y se lo demostraré.

Bonvilain se pellizcó el puente de la nariz. En condiciones normales, se habría lanzado sobre aquella mocosa y le habría aplastado la mano que sujetaba el sable, pero el veneno del vino empezaba a hacerle efecto. Los dedos le cosquilleaban y en las tripas notaba un volcán a punto de entrar en erupción. Necesitaba alejarse de allí antes de que los síntomas más potentes aparecieran.

El camino hacia la puerta estaba bloqueado por los Broekhart. El pasadizo secreto era un tumulto de piernas, brazos y espadas en movimiento, y la única otra salida era el balcón.

Bonvilain tropezó con las alas que Conor había abandonado en el suelo y prosiguió su camino hacia el balcón, al que se asomó en un frenético intento de encontrar algo o alguien que pudiera salvarle.

«Es increíble. Hugo Bonvilain necesita que le rescaten. Qué embarazoso».

Más abajo, los centinelas de la muralla desmontaban las ametralladoras Gatling, al parecer sin darse cuenta de la conmoción que estaba teniendo lugar veinte metros más arriba. Era evidente que no habían reparado en la criatura gigantesca con forma de pájaro que se había adentrado en los aposentos del mariscal.

Bonvilain notó que el estómago le daba sacudidas a medida que el veneno le retorcía las entrañas.

«Tengo que escapar. Necesito una forma de bajar de la torre».

¡Allí! Sultan Arif atravesaba el patio con un macuto de lona en una mano y otro colgado a la espalda.

«¿Adónde demonios va ese estúpido?».

—¡Sultán! —gritó—. Capitán Arif. Tienes que ayudarme. ¡Ya!

Sultan aminoró el paso, pero no se detuvo.

—Me marcho a casa, Hugo —respondió a gritos y sin darse la vuelta—. Tengo que expiar muchos pecados.

Por primera vez en muchos años, Bonvilain experimentó una cólera verdadera.

—¡Vuelve ahora mismo! —exigió, golpeando la barandilla de hierro—. No tengo tiempo para tus rabietas. Mándame una cuerda con la ballesta.

Una vez más, Arif desobedeció.

—Si ha bebido el vino, mariscal, mejor será que mantenga la calma —aconsejó Arif al tiempo que apretaba el paso en dirección a la verja—. El corazón acelerado transporta el veneno por las venas a mayor velocidad.

—Miserable traidor —rugió Bonvilain—. Nos volveremos a encontrar, no lo dudes.

—Sé muy bien dónde nos encontraremos —susurró Sultan, dándole la espalda a Bonvilain para siempre.

«El corazón acelerado transporta el veneno por las venas a mayor velocidad».

Bonvilain cayó en la cuenta de la verdad de tales palabras cuando un espasmo le sacudió el cuerpo y empezó a vomitar bilis por encima de la barandilla.

«Tranquilízate, Hugo. Aún queda tiempo».

Agitando el puño en dirección a Sultan una última vez, Bonvilain regresó al comedor, donde Declan y Conor Broekhart se encontraban luchando a brazo partido contra los soldados de la Sagrada Cruz. Tres de los hombres habían sido derribados y estaban inconscientes, o bien se agarraban las heridas. En ese momento, a Declan Broekhart le clavaron una hoja en el hombro, por lo que tuvo que dejar a su hijo solo en la lucha.

Catherine arrastró a su marido a un lado mientras la reina Isabella mantenía su sable dirigido a Bonvilain.

«Esta chica se está volviendo un fastidio. ¿Por qué la habré dejado vivir tanto tiempo?».

Bonvilain entendió ahora que sus planes habían resultado excesivamente enrevesados.

«Esta gente tiene que morir, pero además necesito encontrar un lugar seguro donde recuperar fuerzas. En territorio irlandés tengo dinero y hombres que me apoyan».

Con una amplia estocada, Conor empujó hacia atrás a los tres miembros restantes de la Orden de la Sagrada Cruz y acto seguido sacó una pistola del cinturón, la inclinó hacia abajo y disparó dos veces. Un par de soldados se desplomaron sobre el suelo con la espinilla destrozada.

«¡Disparos! —pensó Bonvilain—. Entre el ruido y la mención del veneno en el patio, la guardia de la muralla acudirá corriendo. Tengo que marcharme».

El veneno le había alcanzado las extremidades inferiores; le clavaba agujas en los dedos de los pies y le provocaba calambres en los músculos.

Al otro lado de la estancia, Conor Broekhart forcejeaba con el último soldado, un enorme escocés que empuñaba una espada corta y ancha. Era uno de los mercenarios de Bonvilain, un asesino veterano. Por un instante, Bonvilain albergó una chispa de esperanza; luego, Conor esquivó la estocada del formidable escocés y, con la cazoleta del sable, le tumbó de espaldas en el suelo.

Airman empujó al último soldado hasta introducirle en el hueco. Luego, metió la mano por detrás del tapiz y encerró a los seis hombres, cuyos lamentos se escuchaban desde detrás de la chimenea.

—A tu espalda, hijo —advirtió Declan, apretando los dientes—. El mariscal.

Conor se giró hacia Bonvilain. Tres años de odio brillaban en los ojos del muchacho, quien parecía una figura sacada de la pesadilla de un niño. Un hombre de negro, empuñando una espada ensangrentada y con los labios hacia atrás, formando una horrible mueca.

—Bonvilain —dijo con extraña serenidad.

Por lo general, Hugo Bonvilain habría disfrutado de la oportunidad de intercambiar comentarios ingeniosos, seguidos de un mortal combate contra aquel cachorro; pero ahora su organismo ardía por dentro a causa del acónito. Notaba la lengua inflamada y las piernas se le combaban bajo el peso del cuerpo.

«No tardaré en perder el juicio. Tengo que escapar ahora».

Isabella dio un paso adelante.

—Responderá por sus crímenes, Hugo Bonvilain. Su reinado ha concluido. No tiene escapatoria.

Bonvilain se dobló hasta la cintura, gruñendo como un jabalí. Agarró el arnés de Conor y arrastró el planeador hasta el balcón.

—Voy a escapar —masculló, mientras del labio flácido le goteaba saliva—. Me iré volando. Soy Airman.

Conor le siguió, apuntándole con la pistola.

—Bonvilain, se lo advierto.

El mariscal se las arregló para soltar una risa seca.

—Conor Broekhart. Siempre en mi camino. En París, cuando ordené que derribaran a tiros el globo de tu padre. Cuando prendí fuego a la torre del rey. Incluso ahora. Puede que tengas poderes mágicos, como dice la gente.

Era difícil entender sus palabras; de sus labios desencajados salían pequeñas burbujas de saliva y de sangre. El mariscal balanceó el cuerpo y se encaramó al parapeto del balcón.

—Apártate, o jamás conocerás mis secretos.

Conor suspiraba por rematar a Bonvilain, pero un ligero toque de Isabella se lo impidió.

—Conor, no. Tengo que saber todo lo que ha hecho. Hay muchos asuntos que enmendar —Isabella se volvió hacia el mariscal—. Baje de ahí —ordenó—. Su reina se lo exige.

Bonvilain se puso de pie con dificultad y, con movimientos torpes, se colocó el arnés alrededor de los hombros.

—Yo no tengo reina, ni dios, ni patria —masculló, ajustando el cinturón del pecho con dedos de goma. Tendría que servir; carecía de la destreza necesaria para abrochar el resto de las hebillas—. Lo único que poseo es mi astucia.

Con una determinación nacida del odio, Bonvilain introdujo la mano en la túnica para coger el puñal que llevaba a la cintura, con la intención de atacar. Conor percibió el destello de la hoja al salir de entre la seda.

«¡Isabella! Incluso ahora trata de matar a Isabella».

Conor levantó su pistola, pero Declan Broekhart fue más rápido, a pesar de su hombro herido. Arrojó su sable como si fuera una lanza, con tanta fuerza que atravesó el chaleco de cota de malla de Bonvilain y se le clavó en el corazón.

Bonvilain suspiró, como a quien le aburre el libro que está leyendo; luego, dio un paso atrás y saltó desde el parapeto al vacío de la noche. Una corriente ascendente hinchó las alas del planeador y arrastró a Bonvilain por encima del patio ante los incrédulos ojos de los centinelas de la muralla y de cientos de habitantes de la isla, los cuales se habían levantado de la cama al escuchar el estruendo de las ametralladoras Catling.

Bonvilain se quedó suspendido en el aire unos instantes; la sangre que goteaba pintaba remolinos sobre las losas de piedra. Luego, un viento de costado empujó el planeador, abalanzándolo sobre el mar.

Conor observó cómo desaparecía, cayendo en picado hacia el frío océano. La silueta del sable sobresalía de su corazón muerto. Con él se evaporó la pesadilla en la que se había convertido su vida.

Ninguno de los presentes podía apartar los ojos del cuerpo de Bonvilain, llamativo incluso en la muerte. Fue alejándose de la tierra y empezó a descender hasta rozar la superficie del mar con los pies. Conor deseaba ser testigo de cómo se hundía para asegurarse de que todo había terminado, pero no lo consiguió. Bonvilain desapareció de la vista antes de que el océano lo reclamara para sí.

En el patio reinaba la consternación. Los centinelas aporreaban en la puerta de acceso de la muralla, y un gentío se arremolinó en la base de la torre.

Declan Broekhart cogió a Isabella de la mano y la condujo hasta el parapeto del balcón.

—La reina está a salvo —comunicó, levantando la mano de Isabella—. Larga vida a la reina.

El grito que la multitud exclamó al unísono denotaba una mezcla de alivio y de sincero afecto.

—¡Larga vida a la reina!