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UNA LUZ A LO LEJOS

Este último infortunio provocó que Conor se acurrucara en un rincón de la celda, sollozando como un niño. Estaba solo. Un amigo podría haber otorgado a su encierro una chispa de luz, pero ahora no contaba con nadie. Se fue arrastrando hacia el extremo más alejado de la estancia y se sorprendió al descubrir que ésta se encontraba labrada en la roca en mayor extensión de lo que a simple vista parecía. Detrás del catre de Wynter halló un amplio nicho con las dimensiones aproximadas de cuatro ataúdes apilados. Conor lo supo por el tacto, ya que ni una gota de luz iluminaba el agujero en tinieblas.

Se quedó tumbado durante horas, notando que la determinación se iba apartando de él como se desprenden las algas de un varadero. La nueva identidad que había creado para sí acabó por desaparecer, sacando a la superficie al pobre y desesperado Conor Broekhart.

Y así permaneció, protegido tan sólo por un manto de autocompasión, debatiéndose toda la noche entre sueños de su familia. Sueños inservibles, fútiles. Podría haber fallecido durante los días siguientes por culpa de un corazón destrozado de no haber sido por un pequeño rayo de luz.

De madrugada, se despertó y se fijó en una línea rojiza que parpadeaba en la pared de enfrente. Durante un prolongado y soñoliento instante, Conor quedó desconcertado por esa línea, que recordaba a un difuso número uno y oscilaba levemente. ¿Se trataba de alguna clase de mensaje? ¿Y si la celda estuviese embrujada?

Entonces, acabó de espabilarse y cayó en la cuenta de que la línea era, desde luego, un rayo de luz. Pero ¿de dónde procedía?

Con el fin de abstraerse de su tormento, decidió investigar. Tardó apenas unos minutos en descubrir una estrecha fisura que recorría el empalme entre dos bloques de piedra del nicho y se extendía hasta el exterior, permitiendo que una débil luz se filtrara hasta la celda. Conor dio unos golpecitos con la uña en la piedra situada a la izquierda y se sorprendió al darse cuenta de que se movía y raspaba los bloques colindantes. Empujó con más fuerza y la piedra se movió desde la base, haciendo caer parte de la suciedad acumulada. El propio bloque se resquebrajó, pues en realidad no se trataba de una piedra, sino de un pedazo de barro seco. Conor introdujo un dedo por el lateral de la falsa roca y la sacó del agujero. Una cuña de luz le estalló en los ojos, cegándole durante unos instantes. No es que tuviera un resplandor especial, sino que era la primera luz directa que había visto desde mucho tiempo atrás.

Cerró los ojos, pero no se apartó. La sensación de calor en el rostro resultaba maravillosa, como un regalo llegado de la mano de Dios. Empezó a golpear con los nudillos los bloques de alrededor en busca de otras piedras falsas, pero no encontró más. El resto de la pared tenía la solidez de una montaña. Sólo había un agujero, del tamaño de dos puños.

Y allí se quedó, en cuclillas, notando la calidez del sol en la piel, que le recorrió los párpados hasta que, por fin, estuvo preparado para abrir los ojos. No se decepcionó ante lo que vio, ya que no se había permitido albergar ninguna esperanza. Aquel agujero era endiabladamente pequeño, y también muy profundo, revestido de metro y medio de sólida roca. Al fondo, se vislumbraba un cielo del tamaño de una servilleta. Sólo una rata podría escapar por semejante túnel; incluso un roedor más grande de lo normal tendría problemas para huir. Aunque por algún milagro Conor consiguiera emular al doctor Redmond, el célebre escapista, y atravesar aquel estrecho tubo, ¿adónde iría? El océano se lo tragaría con más rapidez de la que una ballena engulle un pececillo. Aunque consiguiera robar una barca, los tiradores apostados en la muralla se lo pasarían en grande disparándole. Nadie había escapado jamás de Little Saltee. Ni una sola persona, en cientos de años.

«Acepta esto como un pequeño regalo secreto, nada más —pensó Conor—. Deja que te caliente la cara y te consuele del dolor que te atormenta, aunque sólo sea por un momento».

Se apoyó contra un lateral del nicho, disfrutando del exiguo calor. ¿Quién habría fabricado aquella piedra falsa? ¿Cómo se había horadado el agujero? Ambas preguntas podían tener varias respuestas, pero no había manera de confirmarlas.

Quizá las paredes de la prisión hubieran cedido unos centímetros, concentrando en ese punto concreto vectores de fuerza que acabaron por pulverizar el bloque de piedra. O tal vez sucesivas generaciones de convictos se dedicaron a escarbar con toscas herramientas. Acaso era producto de la erosión del agua salada, o de la lluvia, si bien resultaba poco probable en menos de un milenio. Pudiera ser la suma de todo lo anterior, aunque también podrían darse una decena de explicaciones adicionales.

Conor examinó el bloque de arcilla que había mantenido escondido aquel tesoro de luz. Estaba desportillado, pero intacto; sin duda, serviría para ocultar el agujero durante su reclusión. Pero aún no taparía la abertura; Billtoe tardaría un rato en llegar. Hasta entonces, disfrutaría del amanecer, como tantos otros prisioneros antes que él. Al diablo con las consecuencias.

«Agua. Me encantaría beber un tazón de agua».

Conor volvió a cerrar los ojos, pero las imágenes de sus padres le atormentaban, por lo que los abrió de nuevo y durante un prolongado instante creyó que o bien estaba soñando, o se había vuelto loco. Lo que estaba ocurriendo no debía, no podía estar sucediendo. La pared del nicho oculto resplandecía, y no sólo por la luz solar, sino que emitía un extraño y espectral resplandor de color verde. No brillaba la pared al completo, únicamente una serie de líneas y puntos. Los signos le resultaban familiares, y cayó en la cuenta de que estaba contemplando una partitura musical. Las paredes y el techo de aquella pequeña hornacina estaban cubiertos de música.

«El señor Wynter me dijo que tenía una ópera en la cabeza, y en otro lugar».

El otro lugar era aquel nicho oculto. Si no le hubieran matado, seguro que el norteamericano le habría desvelado su secreto.

Conor pasó los dedos por varias de las notas. Se elevaban y descendían como una cordillera.

«¿Qué era aquel brillo? ¿Cómo era posible?».

El fantasma de Victor le atormentaba.

«Venga ya, zoquete. Lo hemos estudiado. Es geología básica. ¡Y te consideras un hombre preparado para el nuevo siglo!».

Pues claro. Se trataba de coral luminoso. Sólo se desarrollaba bajo ciertas condiciones específicas, que de alguna extraña manera se debían haber reproducido en aquel ambiente húmedo y cerrado.

Conor raspó con la uña una fina capa de barro y dejó al descubierto las toscas láminas de coral que se ocultaban debajo. Aquella parte de la celda estaba formada de coral vivo, alimentado por el goteo constante de agua salada. Debía de haber ido creciendo a través de la roca con el transcurso de los siglos y se activaba con la luz del sol. Una auténtica maravilla. No había esperado encontrarse con ninguna maravilla en Little Saltee.

Se percibían otras muescas más débiles que las notas musicales, fruto de manos más antiguas y en un lenguaje más peculiar. Conor encontró el diario de Zachary Cord, un envenenador confeso. Y también una farragosa maldición grabada por Tom Burly, con la que condenaba al encargado de la prisión en el siglo XVII y le tachaba de enemigo de la justicia. A Conor no le costó creer que el recluso tenía razón.

De modo que así era como Linus había conseguido mantener la cordura durante sus horas de soledad. Había plasmado su música en la única superficie de la que disponía —una cripta cubierta de barro—, sin llegar a saber que su pergamino era luminoso. Los ojos de Conor se anegaron de lágrimas cuando llegó a las últimas notas y leyó la palabra «Fin», tallada con considerable floritura. Linus Wynter había conseguido terminar la obra de su vida antes de que le «excarcelaran».

Aquel registro era una noble tradición y, de pronto, Conor supo que él mismo la continuaría, que aportaría sus propias ideas a las paredes de aquel nicho diminuto. De hecho, la sola idea provocaba que el corazón se le disparara en el pecho. Disponer de un lienzo en el que trazar sus diseños era mucho más de lo que había esperado.

Rebuscó en el camastro de Linus Wynter hasta encontrar lo que sabía con seguridad que estaría allí. Su punzón más reciente, escondido bajo una pata del camastro. El hueso de pollo que Billtoe le había arrojado el día anterior; uno de los extremos estaba aplastado y formaba punta. Perfecto.

A continuación, se introdujo en el nicho, no sin dificultad, y se tumbó de espaldas. Comenzaría por el techo, y sólo dibujaría hasta que se disparase el cañonazo.

Con trazo seguro, Conor Finn grabó su primer modelo sobre el barro húmedo, permitiendo así que el luminoso coral de color verde brillase a través de las hendiduras. Se trataba de un aparato sobre el que había trabajado con Victor: un planeador con timón y alas ajustables para el equilibrio lateral.

En la pared, el diagrama era estático, pero en la mente de Conor remontaba el vuelo como un pájaro.

«Un pájaro en libertad».