8

CONOR FINN

Billtoe y Pike trasladaron a Conor a su celda tumbado en un tablón. No ponían la mínima atención en la tarea y el joven tuvo que soportar topetazos y sacudidas casi equivalentes a la paliza por valor de dos chelines que Malarkey no le había propinado.

En la creencia de que el muchacho se encontraba inconsciente, ambos carceleros charlaban sobre la situación de las islas.

—Bonvilain se llevará de aquí hasta el último pedrusco que se parezca a un diamante —comentó Pike—. Sentiría lástima de los presos si no fueran más insignificantes que los percebes.

—Peores que los percebes, sí señor —coincidió Billtoe—; por lo menos, los percebes no sueltan impertinencias. Y si pisoteas un percebe, no te llaman al despacho del encargado.

Al doblar una esquina especialmente pronunciada, giraron el tablón de tal manera que Conor se despellejó el codo contra la pared.

—Pues a mí me parece que puedes pisotear a todos los prisioneros que quieras, ahora que el Buen Rey Nick está criando malvas. A Bonvilain siempre le ha traído sin cuidado.

—Tienes razón, Pike —dijo Billtoe entre risas, seguidas de un eructo—. Nos esperan buenos tiempos; hasta que Isabella cumpla la mayoría de edad, claro. No me extrañaría que estuviera a favor del pueblo, como su padre. Me han llegado comentarios preocupantes sobre su buen corazón.

—Ah, sí, la princesa Isabella —repuso Pike—. Yo que tú, no me preocuparía por ella. No llevará la corona hasta que cumpla los diecisiete, y aún quedan dos años por delante. Apostaría mis mejores botas a que, cuando llegue ese momento, la princesita sufrirá alguna tragedia si empieza a ponerle las cosas difíciles al mariscal.

Conor tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no agarrar por sorpresa el arma de Billtoe y salir huyendo a toda velocidad, pero un Conor Finn moribundo sobre el frío suelo de la prisión no podría hacer gran cosa para ayudar a Isabella. Tenía que ser paciente, aguardar la oportunidad.

Los guardianes llegaron a la celda de Conor y, sin más miramientos, elevaron un extremo del tablón y el muchacho atravesó el umbral resbalando. Alcanzó la pared dando tumbos y allí se quedó tendido, sollozando. Los sollozos no eran fingidos.

Las siluetas de sus carceleros se recortaban bajo el marco de la puerta.

—¿Sabes una cosa, Pike? —dijo Billtoe mientras se rascaba la clavícula, que le picaba—. Puede que me esté volviendo blando con la edad, pero el joven Conor Finn me empieza a caer simpático.

Pike se quedó perplejo. Mostrar simpatía hacia los prisioneros no era en absoluto propio de Billtoe.

—¿En serio?

—No —respondió Billtoe—. La verdad es que no.

Conor siguió tumbado, sin moverse, hasta que las pisadas de los guardianes se fueron apagando y reinó el silencio. Esperó otro minuto, para mayor seguridad, y luego se arrastró hasta su camastro y se tapó la cara con el brazo, aunque se encontraba a solas en la celda. De pronto, empezaron las convulsiones. Le sacudían con violencia de la cabeza a los pies como si hubiera agarrado un cable eléctrico, al igual que un obrero al que había visto trabajando en Coronation Square, años atrás. En otra isla, en otra vida.

Los recuerdos se le amontonaban en la memoria: su padre y su madre, el rey Nicholas e Isabella, su propio tormento en aquella cárcel, Bonvilain y los Carneros Rampantes, Billtoe y Pike. Las imágenes de sus seres queridos y de sus enemigos iban pasando por su mente, dejándole una marca más dolorosa que un beso de Little Saltee.

Recordó las ocasiones en que sus padres le llevaban a Hook Head a volar su cometa de papel; las historias de la guerra civil norteamericana que le contaba el rey Nicholas, y las razones por las que tomó parte en la batalla; el rostro de Bonvilain, con una permanente expresión de desdén; los ojos oscuros de Otto Malarkey, que denotaban el miedo a la muerte.

«Demasiados recuerdos. Demasiados».

Conor apretó los dientes e imaginó que surcaba el aire volando. Poco a poco, las convulsiones cesaron.

Horas más tarde, Pike metió a Linus en la celda de un puntapié, en el momento en que Conor terminaba su primera comida del día.

—He colocado su escudilla en la repisa de piedra, junto a la ventana —le dijo al larguirucho norteamericano—. Es el sitio más resguardado. Siéntese, yo la cogeré.

Wynter chasqueó la lengua y se encaminó directamente al saliente de piedra.

—No hace falta; sé dónde está. Llevo casi un año aquí encerrado, jovencito —se inclinó y fue palpando el aire con dos dedos hasta encontrar el recipiente—. Pero te lo agradezco; ha sido muy amable por tu parte.

Wynter tomó asiento en su camastro y seleccionó un pedazo de cartílago empapado de grasa.

—Ay, Señor; no es precisamente el Savoy. Me alojé una noche en ese hotel, en el ochenta y nueve. Impresionante. Luz eléctrica por todo el edificio; un baño en cada suite. Y los inodoros… Sueño con esos inodoros.

—En Great Saltee tenemos luz eléctrica desde el ochenta y siete —explicó Conor—. El rey Nicholas dice que hay que abrazar el progreso —una expresión desolada le cruzó el semblante—. Bueno, lo decía.

Wynter no respondió al comentario. Masticaba la aceitosa carne a conciencia, no se fuera a asfixiar al tragar.

—Bueno, joven Finn. ¿Vamos a pasarnos la noche intercambiando historias sobre retretes, o piensas contarme tus aventuras en la campana?

—He perdonado la vida a Malarkey —respondió Conor—, pero le he propinado una buena paliza y sabe que puedo volver a hacerlo. La próxima vez no voy a callarme, y entonces veremos cuánto tiempo le queda como cabecilla de los Carneros.

Wynter se quedó atónito, y un pedacito de carne sebosa permaneció inmóvil, a medio camino de su boca.

—Por todas las campanas del infierno, muchacho. Te miraría con admiración si pudiera. Nick tenía razón sobre ti.

—¿Nick? ¿El rey Nicholas? ¿Conocías al rey?

—Nos conocimos en Misuri. Él estaba en el cuerpo militar de globos aerostáticos; de hecho, era el único integrante. Trasladaba a los campos de batalla un par de destartalados globos de aire caliente. Nuestros caminos se cruzaron en Petersburgo, en el sesenta y cinco. Yo no servía para gran cosa en aquel entonces; el joven Jesse James ya me había sacado los ojos. Y Nick no les caía demasiado bien a los generales, así que nos hicimos amigos. Me enseñó a atar nudos y a llenar bolsas de lastre. Incluso me invitó a volar en varias ocasiones. Yo ignoraba que pertenecía a la realeza; pero, claro, él también.

Conor siempre había destacado por su agilidad mental.

—Entonces, usted no está en esta cárcel por casualidad.

Wynter inclinó la cabeza hacia un lado y aguzó el oído.

—No, Conor; no estoy por casualidad. Nick me envió a que espiara.

—¿Es usted espía? No debería decírmelo. Yo podría ser cualquiera; otro espía con la misión de encontrarle, por ejemplo.

—Podrías serlo, es verdad; pero no es así. Supe de ti por Victor Vigny. Vino a verme hace unos días y luego trasladó mi información al rey. El pretexto de la visita era que yo le había robado; todo muy clandestino —Wynter alargó sus largos dedos hasta posarlos en el hombro de Conor—. Nicholas te consideraba como un hijo. Victor aseguró que eras la mayor esperanza del rey de cara al futuro. No, no eres ningún espía.

Conor sintió una punzada de tristeza. El rey había sido como un segundo padre para él.

Un terrible pensamiento le asaltó de pronto.

—Pero ahora, señor Wynter, usted está preso de verdad, como el resto de nosotros.

Wynter exhaló un suspiro.

—Eso parece. Como comprenderás, no voy a decirle a Billtoe que soy un espía profesional que se hace pasar por un músico vagabundo.

—Me figuro que no —coincidió Conor—. ¿A quién espiaba?

De nuevo, Linus aguzó el oído antes de responder.

—Al mariscal Bonvilain. Nicholas sospechaba que Bonvilain le traicionaba en muchos aspectos, sobre todo en lo tocante a Little Saltee. Dirigía la mina como si de un campo de esclavos de su propiedad se tratara. Las reformas en el reglamento de la prisión sólo se ejecutaban cuando Nicholas o alguno de sus enviados venían de visita. El rey necesitaba un hombre infiltrado, y quién mejor para espiar a un encargado amante de la música que un músico ciego. Nadie sospecharía que un invidente pudiera ser espía.

—Ya veo —repuso Conor.

—¿Ah, sí? Y dime, ¿qué aspecto tiene?

Conor esbozó una sonrisa, la primera en varios días. Fue como un centelleo en la penumbra, mas no tardó en apagarse.

—Creo que no podré resistirlo, señor Wynter. No soy lo bastante fuerte.

—Tonterías —espetó Wynter—. Hoy has dado muestras de coraje y de ingenio, además. Cualquier hombre capaz de dar una paliza a ese bruto de Malarkey puede acopiar el valor para sobrevivir en Little Saltee, no lo dudes.

Conor asintió con la cabeza. Había presos en situaciones mucho peores. Al menos, él contaba con la ventaja de la fuerza y la juventud.

—Dígame, señor Wynter, ¿cómo realiza su trabajo?

—¿De qué trabajo me hablas? —preguntó el ciego con tono inocente.

—Del trabajo de espía, claro está.

Wynter puso una convincente expresión de horror.

—¿Espía, yo? ¡Pero qué dices, insensato! Soy ciego, lo que equivale a descerebrado y sólo supera ligeramente la condición de muerto. Mira, podría sentarme al piano del despacho del encargado y él seguiría con sus asuntos como si nada, como si yo no estuviera.

—Pero ahora no hay nadie a quien pasar la información, ¿verdad?

—Exacto. Tiempo atrás, Nicholas pidió mi excarcelación temporal para que tocase en su orquesta. Fue entonces cuando le informé por primera vez. Había otro encuentro programado para mañana. No podré dar ese informe, ni ningún otro a partir de ahora.

Conor sintió una repentina afinidad con aquel norteamericano de alta estatura.

—Entonces, nos haremos compañía.

—Hasta que excarcelen a uno de nosotros. Y cuando hablo de «excarcelar», lo hago en el sentido de Little Saltee. De vez en cuando, un prisionero desaparece y los guardianes nos dicen que le han excarcelado.

—Es decir, que está muerto.

—Yo diría que sí. El asesinato es el camino más rápido para frenar el hacinamiento. Rezo para que nunca nos excarcelen a ti o a mí, que tan afortunados somos.

Conor se mostró sorprendido.

—¿Afortunados? Curiosa elección de calificativo.

Wynter agitó un dedo nudoso, delgado como un junco.

—En absoluto. Ambos somos hombres civilizados, con ideas afines. Piensa en quién nos podría haber tocado como compañero de celda.

Conor recordó el rostro de Malarkey, moldeado por la violencia que marcaba su vida.

—Tiene razón, señor Wynter. En efecto, somos afortunados.

Wynter elevó una imaginaria copa de champán.

—Salud —dijo.

—Salud —respondió Conor, y añadió—: Chinchín.

La celda en sí era espartana, poco más que un agujero perforado en la isla. Había una ventana del tamaño de un buzón en lo alto de la pared. La luz que entraba por la ranura era débil, acuosa, sin la fuerza necesaria para atravesar más que un metro de sombras.

Las paredes estaban talladas con pericia; apenas necesitaban argamasa. De hecho, la capa de mortero que cubriera la piedra se había desmoronado mucho tiempo atrás, permitiendo que una variedad de hongos se extendiera entre las juntas. Conor calculó unas dimensiones de tres metros por cuatro. Demasiado reducidas para que dos hombres de buena estatura pudieran sentirse cómodos; pero, claro, la comodidad no era precisamente la cuestión.

Mientras yacía en su duro catre aquella noche, Conor soñó con su familia. Al cabo de un rato, sus pensamientos le resultaron tan dolorosos que un patético grito ahogado se le escapó de los labios.

Linus Wynter no hizo ningún comentario; se limitó a agitarse en la cama para dar a entender que estaba despierto, por si Conor sentía la necesidad de hablar.

—Dijo usted que me enseñaría —susurró Conor—. Dígame cómo sobrevivir en este lugar.

Wynter se recostó de espaldas, juntó las manos sobre el pecho y suspiró.

—Lo que tienes que hacer, lo que los dos tenemos que hacer, es tan difícil que raya lo imposible. Sólo los más decididos son capaces de conseguirlo.

Conor se sintió capaz de hacer lo imposible, si ello significaba que sobreviviría a Little Saltee.

—¿Qué es, señor Wynter? Dígamelo. Necesito ayuda.

—Muy bien, Conor. El plan consta de dos partes. La primera parece fácil pero, créeme, no lo es. Tienes que olvidar tu antigua vida. Ha muerto, se ha esfumado. Soñar con tu familia, con tus amigos, te sumirá en un infierno de desesperación. Así que debes construir un muro alrededor de tus recuerdos y convertirte en una persona nueva.

—No sé si podré… —comenzó a decir Conor.

—¡Ahora eres Conor Finn! —siseó Wynter—. Convéncete de una vez. Sí, eres Conor Finn, tienes diecisiete años, eres cabo del ejército, contrabandista y espadachín. Conor Finn sobrevivirá a Little Saltee. El cuerpo de Conor Broekhart podría subsistir, pero su espíritu quedaría destrozado, como si Bonvilain lo aplastara con una prensa.

—Conor Finn —dijo el muchacho con voz entrecortada—. Soy Conor Finn.

—Eres un asesino. Muy joven y de aspecto endeble, es verdad; pero despiadado con la espada. Tu brazo tiene la fortaleza de una banda de acero. Te gusta la soledad, y no tolerarás ninguna clase de ofensa; ni siquiera una mirada de desprecio. Has matado en otras ocasiones. La primera, a los quince años. Liquidaste a un borracho que echó mano de tu bolsillo. Todo lo que acabo de decir es verdad.

—Es verdad —murmuró Conor—. Todo es verdad.

—No tienes familia —prosiguió Wynter—. Nadie a quien querer, nadie que te quiera.

—Nadie… —dijo Conor, pero le costaba pronunciar las palabras—. Nadie me quiere.

Wynter hizo una pausa; ladeó la cabeza y prestó atención a la angustia de Conor.

—Así tiene que ser. En esta cárcel, el amor te pudrirá el cerebro. Lo sé de primera mano. Tuve una esposa, Aishwarya; era encantadora. Sus recuerdos alimentaron mis días durante los cinco años que pasé en una cárcel bengalí. Fueron lo suficiente para sustentarme durante una temporada, pero el amor que por ella sentía se tornó en sospecha y, después, en odio. Cuando me enteré de que había muerto de fiebre tifoidea, el remordimiento estuvo a punto de matarme. De hecho, habría muerto si no me hubieran soltado.

Wynter se quedó en silencio mientras revivía aquellos terribles días.

—El amor tiene que morir mientras estés aquí, Conor; es la única manera. Una vez que abres tu corazón…

—El amor tiene que morir —repitió Conor, almacenando las imágenes de sus padres al fondo de su mente, en un cofre sellado.

—Pero otra cosa debe ocupar su lugar —prosiguió Wynter con un tono más contundente—. Una obsesión que estimule tu entusiasmo. Una razón para vivir, llámalo así. En mi caso, es la música. Una ópera está presente constantemente en mi cabeza, y en otros lugares. El mismísimo Amadeus se echaría a llorar. Mi música nunca está lejos de mis pensamientos. Mi deseo más ferviente es que sea interpretada en Salzburgo. Algún día será, joven Conor, algún día será. Mi ópera me mantiene vivo, ¿lo entiendes? —Wynter deslizó dos dedos por debajo del vendaje que le tapaba los ojos y se frotó las cuencas vacías—. Veo la música de la misma manera que tú ves los colores. Cada instrumento es un golpe de pincel: el dorado de las cuerdas, el azul oscuro del fagot. Incluso cuando interpreto fastuosas marchas militares para el encargado de la prisión en su destartalado piano (la caja de resonancia no es precisamente de madera de pícea), sueño con mi ópera.

Los labios de Wynter murmuraron las notas de su amada sinfonía.

—¿Y tú, Conor? —preguntó tras varios compases—. ¿Tienes un sueño? Piensa en algo que llene tu mente de esperanza, y no de dolor.

La respuesta se le ocurrió a Conor en ese instante.

«Quiero volar».

—Sí —respondió—. Tengo un sueño.

Llegó la noche cerrada, aunque en la celda apenas se notó una disminución en la luz. La turbia oscuridad se volvía un poco más densa; eso era todo. Estaban atrapados en un limbo de penumbra, en el que sólo la comida y el trabajo marcaban las horas del día. Conor permaneció tumbado en su camastro, tratando de apartar los pensamientos sobre su familia, que en teoría no debía tener. Liberarse de la antigua persona que uno ha sido no es tan fácil como despojarse de una camisa. Los recuerdos surgían de manera espontánea, pidiendo a gritos que se les hiciera caso. El señor Wynter estaba en lo cierto: aquello era de veras lo más difícil que había tenido que hacer. Conor notaba que el sudor le empapaba el rostro como una manopla mojada, y la voz de su madre se le antojaba tan real como las paredes de la celda.

«¿Cómo has podido hacerlo, hijo mío? ¿Cómo has podido traicionarnos a todos?».

Conor se mordió los nudillos hasta que la voz se desvaneció. Necesitaba algo que le distrajera, así como una prueba de que esta estrategia de una nueva vida daría sus frutos.

—Señor Wynter —susurró—. ¿Duerme usted?

Se escuchó un ruido en el camastro de al lado y, luego, Linus respondió:

—No, Conor; estoy despierto. A veces, pienso que nunca llego a dormirme. Mantengo un ojo en el mundo real, por así decirlo. Es el legado de toda una vida como espía. ¿Te cuesta enterrar a Conor Broekhart?

Conor soltó una risa teñida de amargura.

—Más que costarme, me resulta imposible, señor Wynter.

—No, imposible no; pero muy, muy complicado. Tardé meses en olvidarme de mi verdadero yo. Hasta que me convertí en el galán libertino y despreocupado que hoy finjo ser. El hecho mismo de hablar contigo está abriendo un resquicio en la puerta de mi antigua persona.

—Lo siento —se disculpó Conor—. Hábleme de su sueño, de la ópera.

Wynter se incorporó.

—¿De veras te apetece escuchar mi música?

—Sí. Quizá me anime a llevar a cabo mi nuevo proyecto.

De pronto, Wynter empezó a tartamudear.

—M–m–muy bien, Conor. Pero eres la primera persona que… Quiero decir, no estamos en el entorno adecuado. La acústica de este agujero es pésima; la misma voz humana quedaría estropeada por este recinto cerrado.

Conor esbozó una sonrisa bajo la oscuridad.

—Soy un espectador complaciente, señor Wynter. Lo único que pido es que su música esté a mayor altura que sus dotes como espía.

—¡Ah! —exclamó Wynter, golpeándose el pecho con un puño—. Un crítico. De todos los posibles compañeros de celda, me tiene que tocar un crítico.

Pero la broma le había tranquilizado, y dio comienzo a su actuación con tono optimista.

—Nuestra historia se titula El regreso del soldado. Imagina, si no te importa, el gran estado de Nueva York. La guerra civil ha terminado y los hombres del ciento treinta y siete regimiento de infantería han regresado a sus hogares, en Binghamton. Es una época de sentimientos encontrados, de inmensa alegría y profundo dolor. Para estos hombres y sus familias, nada puede volver a ser lo mismo…

Tras esta escueta introducción, Linus Wynter se lanzó a su obertura.

Era una pieza ambiciosa, si bien carente de ostentación, que iba alternando diferentes estados de ánimo. Desde la alegría y el alivio más delirantes a una aflicción insondable.

La situación podría haber resultado cómica: un ciego tocando los diferentes instrumentos de una orquesta para un chico asustado. Pero, por alguna razón, no fue así. Conor se quedó absorto en la música y, mientras escuchaba, la historia se iba revelando.

Era una narración triste, si bien triunfante, con espléndidas arias y marchas ambiciosas, y Conor la escuchaba con atención, aunque al cabo de un rato la historia se fue desvaneciendo y sólo quedó la música. Pero la música necesitaba imágenes que la acompañaran, y en la mente de Conor las imágenes eran las de una máquina voladora. Más pesada que el aire, sin embargo se elevaba entre las nubes, y el propio Conor manejaba el timón. Era un sueño posible, y él lo conseguiría.

«Lo haré —pensó—. Volaré, y Conor Finn sobrevivirá a Little Saltee».

Llegó el tercer día. Billtoe se presentó después del cañonazo, con el aspecto de quien ha estado trabajando entre alcantarillas. Conor empezó a darse cuenta de que aquélla era su apariencia habitual.

Wynter olisqueó el aire al oír las bisagras.

—Ah, guardián Billtoe. Justo a tiempo.

Billtoe lanzó al prisionero ciego un hueso de pollo que había estado royendo.

—Toma, Wynter, prepárate un poco de sopa. Y tú, Conor Finn, espabila. El tubo te aguarda. Puede que hoy consigamos que trabajes un poco, si es que no estás demasiado ocupado flotando a la deriva en el agua, inconsciente.

Conor se incorporó en el camastro, notando en la espalda el picor de la sal y la mugre.

—Ya voy, señor Billtoe.

Se encaminó hacia la puerta, tratando de encontrar una mínima chispa de entusiasmo. Linus Wynter se la proporcionó con una despedida y un movimiento de la cabeza hacia un lado, que tenía el significado de un guiño.

—Nos vemos esta tarde, Conor «Finn».

Conor no pudo evitar una sonrisa. Formar parte de un secreto es una importante fuente de entereza.

—Hasta esta tarde, con el «regreso del soldado».

Wynter esbozó una amplia sonrisa y las cicatrices que le rodeaban las cuencas de los ojos se expandieron como rayos de sol.

—Sí, esperaré El regreso del soldado.

Billtoe frunció el ceño, incómodo al percatarse de que los prisioneros no estaban hundidos en la miseria.

—Basta ya de charla y sal por la puerta, Finn.

Conor Finn abandonó la húmeda y oscura celda. A cada paso que daba, se alejaba más y más de Conor Broekhart.

Malarkey ya se encontraba en la campana cuando Conor se zambulló en el agua. El gigantesco individuo estrujaba su larga cabellera para quitarle el agua, como la lavandera que escurre toallas.

—La sal provoca que el pelo se encrespe —explicó, mirando a Conor bajo el hueco de su codo doblado—. Si te gusta llevarlo largo, tienes que quitarle toda la que puedas. A veces pienso que es una pérdida de tiempo, porque en esta maldita isla nadie se fija en mi pelo.

Conor no supo cómo reaccionar ante aquel cordial caballero que había sustituido al matón a sueldo del día anterior.

—Eh… Mi madre dice que el aceite es bueno para el pelo encrespado.

Malarkey suspiró.

—Sí, claro, aceite. Pero de dónde voy a sacarlo; he ahí el acertijo que llevo tratando de resolver desde hace diez años.

Conor se percató de que el hombre hablaba en serio. Aquel asunto era importante para él.

—Creo que Billtoe tiene aceite, y en cantidad. Lleva la cabeza más grasienta que un palo de lucha libre.

—¡Billtoe! —espetó Malarkey—. Menuda serpiente. No le daría la satisfacción de suplicarle.

A Conor se le ocurrió una idea.

—Pues mira, me he dado cuenta de que el rancho que nos dan de comer a diario está lleno de una especie de aceite de cocina; siempre forma un charquito en la escudilla. Debe de ser mejor para el pelo que para el estómago.

Malarkey se quedó estupefacto.

—¡Dios mío!, tienes razón, soldado. Ahí lo tengo, delante de mis narices, tres veces al día. Y yo buscando aceite. Me has dado un buen consejo.

—Y además, gratis —añadió Conor—. Aunque puede que luego apestes a estofado.

—¿Y qué más da? —replicó Malarkey—. Mi pelo quedará tan brillante como para dar un paseo por Picadilly.

Conor se sacudió el agua de su propio cabello. Se le ocurrió que entre la sacudida y la suciedad incrustada debía de parecer un chucho vagabundo. Ya era hora de recobrar su verdadera apariencia. Tal vez Otto Malarkey era el hombre apropiado al que pedir asesoramiento acerca de la higiene.

Malarkey terminó de estrujarse el pelo y arrojó la cabeza hacia atrás.

—Y ahora —dijo con tono más serio—, tenemos asuntos pendientes.

Conor se puso en tensión. ¿Había llegado el momento de otra pelea? Algunos estudiantes necesitan que les repitan la lección antes de llegar a entenderla. Colocó una mano en el mango de la horquilla del diablo que llevaba en el cinturón.

—¿De qué asuntos me hablas? ¿Más palizas pagadas, quizá?

—No, soldadito, nada de eso —se apresuró a aclarar Malarkey—. La solución que propusiste me parece razonable. Hacemos teatro durante un par de semanas, tú no sueltas prenda y se acabó. Yo mantengo a salvo los nudillos y tú, la cabeza; un plan perfecto. Lástima que no se me ocurriera antes. Podía haberme ahorrado las molestias de la artritis. Entre el dolor en las articulaciones y el pelo encrespado, este agujero va a acabar conmigo.

Conor se relajó en cierta manera, aunque no retiró la mano del tridente.

—Conocí a una cocinera en Great Saltee que padecía de artritis. Aseguraba que lo mejor para el dolor de articulaciones es la corteza de sauce, si es que puedes conseguirla.

Malarkey asintió con un cabeceo.

—¿Corteza de sauce?

—Tritúrala y añádela al guiso o, simplemente, mastica un pedazo. Pero hay que tener en cuenta que irrita el estómago.

—Eso no me preocupa. Digeriría un oso vivo sin apenas inmutarme.

Conor frunció el ceño.

—Pero, dime, ¿cuáles son esos asuntos?

—He estado hablando con Pike —respondió Malarkey, señalando la portilla de la campana con el pulgar—. Decidimos que lo mejor será que tú y yo trabajemos un poco antes de que te deje inconsciente. Se me ha ocurrido que podríamos excavar un rato, encontrar unos cuantos pedruscos y, después, a descansar. Luego, te lanzo al agua y nadie se entera de nada. ¿Qué te parece el plan?

Conor estaba a punto de acceder, pero luego se acordó de su nueva identidad. Conor Finn era un joven diablo, y no quedaría satisfecho sin obtener beneficios.

—El plan no está mal. Parece bastante completo, pero ¿qué pasa con las tres libras que te han pagado para darme palizas?

Malarkey estaba preparado para la pregunta.

—Una para ti, dos para mí.

—Prefiero que sea al revés.

—Tengo una propuesta —dijo Malarkey—. Vamos a medias si me enseñas a usar ese tridente como haces tú. La esgrima es una herramienta poderosa. Podría ganar un montón de dinero, poner en apuros a unos cuantos oficiales.

Por la expresión de Malarkey, estaba claro que el acuerdo le entusiasmaba.

—¿Y evitarás que los Carneros Rampantes me claven una espada entre las costillas? —preguntó Conor.

Otto Malarkey echó hacia atrás su larga melena.

—Sólo hay una forma de garantizarlo —se subió la manga y dejó al descubierto el tatuaje del carnero con cornamenta—. Tienes que tatuarte. Sólo los miembros de la hermandad están a salvo. Te respaldaré si me enseñas a practicar la esgrima. Podría argumentar que resististe las palizas y que tienes sangre irlandesa, aunque tu acento es el propio de la clase alta de las Saltee. Podemos decir que tu madre nació en Kilmore. Me parece que tu edad no alcanza la reglamentaria para el ejército, pero a los Carneros Rampantes eso les trae sin cuidado. Si eres lo bastante grande para empuñar una pistola, eres lo bastante mayor para dispararla.

Unirse a los Carneros era una decisión delicada. Conor Broekhart jamás se vincularía a una banda criminal; pero Conor Finn lo haría, claro que sí.

—Me pondré vuestro tatuaje, pero no pagaré cuota alguna ni formularé un juramento.

Malarkey soltó una carcajada.

—¡Juramento! Los Carneros sólo juramos al soltar palabrotas. Y en cuanto a la cuota, con las lecciones de esgrima bastará.

Conor se frotó el bíceps, donde le practicarían el tatuaje.

—Muy bien, Otto Malarkey, hemos hecho un trato. Quiero el dinero mañana mismo.

—Mañana no —dijo Malarkey—. A partir de ahora te registrarán a diario. Espera hasta que lleves el carnero en el brazo; entonces, comprobarás que ciertos carceleros mantienen lealtades un tanto difusas. El cacheo será menos exhaustivo, siempre que se pague el precio estipulado, claro está.

Malarkey estaba resultando de lo más útil. La charla desenfadada del matón sería un intercambio justo por unas cuantas clases de esgrima.

—De acuerdo; una vez que el tatuaje se haya secado. Hasta entonces, practicaremos el manejo de la espada y buscaremos diamantes. Primero, la esgrima, mientras la mente está despejada.

Conor extendió el tridente y colocó el brazo izquierdo a la espalda.

Malarkey imitó la postura.

—Entonces, Conor Finn, ¿me enseñarás todo lo que sabes?

—Todo no —respondió el muchacho, esbozando una sonrisa tensa—. Si lo hiciera, tú podrías matarme a mí.

Billtoe esperó hasta que Conor, supuestamente, recobró la consciencia antes de llevarle de vuelta a la celda a través de los pasadizos subterráneos de Little Saltee. Por primera vez desde su llegada, el joven tomó buena nota de cuanto le rodeaba, fijándose en cada puerta, en cada ventana.

Aquella zona de la prisión tenía un aspecto arqueado, como si el ala al completo hubiera descendido una planta desde su construcción. Las paredes se inclinaban hacia adentro desde lo alto y el suelo se hundía como un desagüe. Los arcos de piedra habían perdido sus dovelas y estaban torcidos, como en las construcciones que hace un niño con bloques de juguete. Las paredes estaban salpicadas de parches de brea allí donde el agua se había colado por las grietas. Docenas de regueros quedaban aún por tapar. Un burbujeante arroyo de agua salada corría por el centro del suelo hundido.

—Bonito, ¿verdad? —dijo Billtoe, percatándose de la atenta mirada de Conor—. Este lugar podría inundarse en cualquier momento, según comentan; pero llevan diciendo lo mismo desde mucho antes de que yo empezara a trabajar aquí. En tu lugar, trataría de escapar de este infierno. Siempre sirve para echarse unas risas. Deberías ver lo que un hombre desesperado es capaz de intentar. Saltar desde la muralla es uno de los intentos de fuga favoritos. Los cangrejos nunca pasan hambre en Little Saltee. Perforar túneles también resulta habitual. ¡Túneles! ¿Cómo te quedas? No sé dónde se creen que están esos cabezas huecas. ¿En medio de una pradera? Apenas tenemos un puñado de arcilla en esta isla; aun así, unos cuantos presos han perdido la chaveta por culpa del encierro y se pasan el día entero tratando de encontrar una veta. Te digo una cosa, soldadito, si consigues encontrar un poco de tierra en Little Saltee, más te vale plantar hortalizas.

Conor era consciente de que no debía interrumpir. En una existencia previa, había aprendido que la información salvaba vidas y, en aquella cárcel, la información abundaba. Por fortuna, el carcelero Billtoe parecía deseoso de ofrecerla en bandeja a tanta velocidad como conseguía extraerla de sus labios en continuo movimiento.

Empujó a Conor por un pasillo que se hallaba un escalón más bajo que el resto. El suelo se inclinaba en una suave pendiente y el agua se llegaba a colar por debajo de algunas puertas.

—Ya hemos llegado. «El patio de mi casa es particular» —cantó Billtoe—. El ala del manicomio. Aquí tenemos de todo: sordos, mudos, ciegos; mancos, o con una sola pierna. Algunos tienen abollada la cocorota. Verás toda clase de locos que te puedas imaginar. Tenemos un tipo que no habla, sólo dice números. Números y más números todo el día. Decenas y centenas; millares, incluso. Parece un maldito banquero. No sabemos su nombre, por eso le llamamos Numbers. Ingenioso, ¿eh?

Conor almacenó aquel retazo de información. Un hombre experto en números podía resultar de utilidad si sus cuentas tenían algún significado. Todo plan contaba con sus cálculos.

Llegaron a la puerta de la celda de Conor. Éste examinó las bisagras de metal y el sólido cierre.

Billtoe giró una llave en el ojo de la cerradura.

—Buenas puertas, ¿eh? Son lo único que se mantiene en buen estado —hizo un guiño a Conor—. No podríamos permitir que vosotros, los majaretas, os pasarais la noche corriendo de acá para allá, asustando a los demás con vuestros llantos llamando a mamá, vuestras cuentas y todo eso. Prefiero que os quedéis en la celda y lancéis aullidos —Billtoe se secó una lágrima imaginaria de la mejilla—. Suena como un coro de ángeles. Desde que estoy en la isla, me ayuda a dormir.

Aquel hombre era un animal. Bajo y rastrero. En un mundo justo, él sería el prisionero y Conor, el hombre libre. La puerta se abrió de par en par con la ayuda de la inclinación de la pared.

—Adentro, chico. Disfruta de tu soledad.

Conor se encontraba a medio camino del suelo inclinado cuando se percató del significado de aquellas palabras. Se dio la vuelta, pero la puerta ya se estaba cerrando.

—¿Mi soledad? ¿Dónde está el señor Wynter?

La voz de Billtoe le llegó a través de una ranura de luz que iba disminuyendo entre la puerta y el marco.

—¿Wynter? ¿Ese descarado vagabundo ciego? Le hemos soltado. A partir de ahora estarás solo. Órdenes del mariscal.

Conor notó que el cuerpo le flaqueaba y, sin poder evitarlo, se desplomó de rodillas en el suelo.

«El asesinato es el camino más rápido para frenar el hacinamiento —había dicho Linus—. Rezo para que nunca nos excarcelen a ti o a mí, que tan afortunados somos».

—Le han matado —acusó Conor, apenas sin aliento.

Pero le estaba hablando a una puerta cerrada.