11
A LA REINA, SU CORONA
Los habitantes de las Saltee se preparaban para la celebración. El yate real británico, el Victoria and Albert II, un vapor de paletas de cien metros de eslora, efectuó su regia entrada en la bahía de Fulmar Bay mientras las olas del canal de San Jorge lo acariciaban con gentileza, como los dedos de un niño acarician un globo de goma. La propia reina se hallaba instalada con toda comodidad en uno de los suntuosos aposentos de palacio. Su diario recoge el siguiente comentario: «El ambiente de laboriosidad de este reino en miniatura me resulta maravillosamente estimulante. Al contemplar desde la ventana el ajetreo que reina en las calles, se tiene la impresión de estar inmerso en el Liliput de Jonathan Swift».
Las ochenta hectáreas de territorio de Great Saltee se habían destinado a los festejos en su práctica totalidad. La cumbre del sur se hallaba engalanada con lanzas en las que ondeaban banderas de color oro y carmesí. Las calles de Promontory Fort estaban decoradas con franjas de los mismos colores. Todo hombre dueño de un martillo se encontraba clavando tachuelas, y todo aquel que carecía de tal herramienta se dedicaba a colgar adornos. Hasta los dioses de la meteorología se mostraban benévolos aquella jornada, pues el sol daba de lleno sobre el pequeño principado, provocando que el oleaje lanzara destellos al mecerse. Los acantilados meridionales, ahora ribeteados con festones de espuma blanca, suavizaron en parte su aspecto tenebroso.
A los caballeros de la prensa internacional, Great Saltee se les antojaba como un oasis de tranquilidad en medio de las tribulaciones políticas del resto de Europa. Se acomodaban en las tabernas costeras de Fulmar Bay, donde engullían los tradicionales pasteles picantes rellenos de carne de gaviota, que regaban con grandes jarras de oscura cerveza irlandesa. No se permitía la presencia de periodistas en Little Saltee, y no se había invitado a la ceremonia a ningún reportero que pudiera insistir en una visita a la prisión.
A primera vista, la alegría y la satisfacción se encontraban por doquier, pero, como ocurre tantas veces, la visión superficial resultaba engañosa. Muchos eran los desdichados entre los habitantes del reino. Se habían vuelto a aplicar impuestos, y asimismo se imponían gravosos tributos a las importaciones. En cuanto a los servicios públicos, se recortaron de tal manera que resultaban prácticamente inexistentes. Se concedió la residencia en las islas a un heterogéneo conjunto de personajes variopintos que a continuación eran provistos de uniforme y se les nombraba oficiales del ejército de las Saltee; además, también se les entregaban las mejores viviendas. La mayoría eran veteranos de guerra cubiertos de cicatrices que llegaban a puerto con macutos llenos de armas, las cuales sonaban con estrépito al chocar entre sí. Bonvilain estaba nutriendo sus tropas con mercenarios al tiempo que rechazaba a los reclutas sin experiencia. Se comentaba que tenía la intención de crear su ejército particular, aunque el mariscal aseguraba que se limitaba a proteger a la princesa de los revolucionarios.
El capitán Declan Broekhart, tiempo atrás, se habría opuesto con vehemencia a la política de Bonvilain, pero ahora tenía más que suficiente con enfrentarse al asedio de sus propios demonios. Su esposa Catherine también se encontraba sumida en la tristeza, aunque lo ocultaba por el bien de Sean, el hijo del matrimonio, de dieciocho meses de edad.
Declan estaba consumido, destrozado por el sufrimiento, que llevaba sobre sí como una capa. En la actualidad, la angustia formaba parte de su persona en mayor medida que sus ojos o sus oídos. Le arrebataba el apetito y la fuerza. Reducía su complexión y su estatura. Declan Broekhart había envejecido antes de tiempo.
A menudo, Catherine le animaba a acopiar coraje para desprenderse de su ánimo desconsolado.
—Declan, ahora tenemos otro hijo. El pequeño Sean necesita a su padre.
La respuesta de su marido siempre era una u otra versión de lo siguiente:
—No soy un padre. Conor murió mientras me encontraba de servicio, cumpliendo con mi deber. Mi vida ya no existe. Se ha terminado. Soy un muerto que aún respira.
Declan Broekhart rechazaba el contacto cercano, en su afán por sentirse castigado. Se volvió taciturno e irritable. Retomó sus deberes en el palacio, pero su manera de ser ya no era la misma. En otros tiempos había gozado de la devoción de sus subordinados, pero ahora éstos le obedecían por puro temor. Declan hacía trabajar a sus hombres sin descanso, y reprendía a soldados competentes que habían permanecido a su lado durante años. Ninguna negligencia quedaba sin castigo, por leve que fuera. De noche, Declan rondaba la muralla de Great Saltee, vestido de negro de la cabeza a los pies, a la caza de centinelas distraídos. Degradaba a los soldados, les descontaba dinero del salario y, en cierta ocasión, hizo despedir a un guardia por haberse quedado dormido en la garita.
Esto último ocurrió tres días antes de la coronación, cuando Declan se encontraba en un momento de máxima tensión. Al extenderse la noticia de que el centinela estaba agotado porque acababa de tener hijos gemelos y su mujer aún seguía en cama, Catherine pensó que su marido tal vez entraría en razón; por el contrario, Declan Broekhart adoptó una actitud aún más distante.
Se escuchó el llanto del pequeño Sean desde el dormitorio, pues sus padres habían interrumpido su siesta. Catherine se secó los ojos para que el bebé no la viera triste.
—¿Acaso piensas que Conor aprobaría tu actitud? —espetó en un último intento por convencer a su marido—. ¿Crees que nos mira desde el cielo, al que llegó como un héroe, y se regocija al contemplar en qué se ha convertido su padre?
Sus palabras hicieron mella en Declan, si bien no consiguieron que se diera por vencido.
—Y dime, Catherine, ¿en qué me he convertido? ¿Es que no sigo siendo un hombre que cumple con su deber en la medida de sus posibilidades?
Los ojos de Catherine lanzaron chispas a través de las últimas lágrimas.
—Las obligaciones del capitán Broekhart las cumples a rajatabla. Pero ¿y las de Declan Broekhart, esposo y padre? Tú mismo dices que ese deber lleva tiempo abandonado.
Con estas duras palabras, Catherine dejó a su marido solo, meditabundo. Una vez que se hubo asegurado de que su mujer ya no le veía, Declan Broekhart se apretó las sienes con las manos como si de esta manera pudiera liberarse del dolor que le atormentaba.
Declan no había llegado a recuperarse de la supuesta muerte de Conor, y tal vez jamás lo habría hecho de no haber sido por dos acontecimientos que ocurrieron consecutivamente el día de la coronación de Isabella. Por separado, ninguno de los dos habría sido suficiente para sacarle de su estado de estupor, pero juntos se complementaron de tal manera que consiguieron ahuyentar el letargo que le atenazaba.
El primer incidente fue muy simple. Cotidiano y fugaz, se trató de la clase de anécdota familiar que en condiciones normales no se calificaría como acontecimiento. Pero, en el caso de Declan, hubo algo en aquellos escasos segundos que le ablandó el corazón y le hizo dar el primer paso hacia la recuperación. Tiempo después, se preguntaría con frecuencia si Catherine habría organizado aquel pequeño incidente e, incluso, el que vino a continuación. A menudo la interrogaba al respecto, pero ella ni admitía ni negaba nada.
He aquí lo que ocurrió. El pequeño Sean llegó desde su dormitorio caminando con paso tambaleante; a duras penas conseguía mantener erguidas sus rechonchas piernecitas. Cuando Conor tenía su edad, Declan le decía entre risas que sus piernas parecían «dos salchichas gordinflonas», y ambos se echaban a rodar sobre la alfombra como un perro y su cachorro; pero al pequeño Sean apenas le había echado cuenta, dejando su crianza a cargo de Catherine.
—Papá —dijo el niño, un tanto decepcionado por que su madre no se encontrara presente. Papá le ignoraba. Papá no le daba de comer, ni jugaba con él, de modo que el pequeño Sean siguió dando sus torpes pasos en dirección al ventanal, que se hallaba abierto. El ventanal daba a un balcón rodeado de una barandilla baja de hierro forjado, en absoluto lo bastante segura para frenar a un niño curioso.
—¡Catherine! —llamó Declan, pero su mujer no apareció.
Sean rodeó una butaca, bamboleándose ligeramente hacia un lado y, a continuación, prosiguió su marcha hacia la ventana.
—Catherine. El niño se acerca al balcón.
Seguía sin haber señal o respuesta alguna por parte de Catherine, y ahora el pequeño Sean se encontraba junto al ventanal mismo, con un regordete pie en alto, dispuesto a subir el escalón. Declan no tuvo más remedio que actuar. Con un gruñido de irritación dio las dos zancadas necesarias para alcanzar al crío. No parece una tarea de gran trascendencia, a menos que se tenga en cuenta que se trataba, tal vez, de la quinta ocasión en la que Declan Broekhart tocaba a su hijo. En ese preciso instante, el pequeño Sean se dio la vuelta, girando sobre los talones con la facilidad de la que sólo los niños son capaces, y los dedos de Declan rozaron la mejilla del bebé. Las miradas de ambos se encontraron. El niño levantó la mano y agarró el labio inferior de su padre. El contacto resultó mágico. Declan notó que el corazón le daba un vuelco y, por primera vez, vio a Sean como un ser independiente, y no como una sombra de su hermano muerto.
—Ah, hijo mío —dijo al tiempo que lo levantaba y lo apretaba contra su pecho—. No debes acercarte a la ventana; es peligroso. Quédate aquí, conmigo.
Declan se encontraba a medio camino de regreso a la vida. Tal vez habría continuado el viaje a trompicones, a base de esporádicas sonrisas compartidas y algún que otro cuento a la hora de dormir; pero entonces se escuchó una llamada en la puerta principal. Varios golpes con los nudillos. Golpes de sonido regio.
Antes de que Declan tuviera oportunidad de responder a la llamada, la puerta se abrió con brusquedad y uno de sus hombres atravesó el umbral y se colocó a un lado para ceder el paso a la princesa Isabella.
Declan fue sorprendido abrazando a su hijo con ternura, imagen muy poco habitual en él. Frunció el ceño dos veces. La primera, al soldado, como advertencia de que mantuviera silencio sobre lo que acababa de presenciar. La segunda, en dirección a la princesa Isabella, engalanada con sus ropas de ceremonia para la coronación. Iba vestida de seda y satén de tonos oro y carmesí, y estaba más hermosa de lo que su difunto padre hubiera podido soñar. ¿Qué haría allí, aquel día precisamente?
Isabella abrió la boca para dar comienzo a su exposición; llevaba preparada una súplica. Declan había solicitado turno de guardia en la muralla durante la ceremonia, pero la princesa le necesitaba a su lado, más que nunca. Añoraba a Conor y al rey Nicholas con todas sus fuerzas, y sólo se veía capaz de soportar la coronación si recuperaba al hombre a quien consideraba su segundo padre; no sólo en cuerpo, sino también en espíritu. Aquel día en particular Declan Broekhart debía hacer memoria del hombre que había sido.
Un discurso magnífico; era evidente que la joven sería una gran soberana. Sin embargo, nadie llegó a escuchar sus palabras, pues en el momento mismo que vio a Declan con su hijo en brazos, su ademán de reina pasó a ser el de una muchacha y se lanzó al pecho del capitán hecha un mar de lágrimas. Declan Broekhart no tuvo más opción que rodear a la llorosa princesa con el brazo que le quedaba libre.
—Shh, tranquila —dijo con voz vacilante—. Todo saldrá bien.
—Te necesito —sollozó Isabella—. A mi lado. Siempre.
Declan notó que sus propios ojos se cuajaban de lágrimas.
—Desde luego, Majestad.
Isabella golpeó el fornido pecho con su puño delicado.
—Te necesito a ti, Declan. A ti.
—Sí, Isabella —repuso él con tono brusco—. A tu lado. Siempre.
Catherine Broekhart hizo su entrada desde el balcón, donde había estado aguardando, y se unió al abrazo. El guardia apostado a la puerta estuvo tentado de sumarse también a la entrañable escena, pero al final desistió.
La coronación fue una ceremonia suntuosa, con la suficiente cantidad de miembros del clero, ropajes de terciopelo y cantos en latín como para sustentar un monasterio durante décadas. Resultó un tanto borrosa para Declan Broekhart, quien se había colocado a espaldas de su reina, en el altar, con el fin de poder dirigirle sonrisas de ánimo cuando ella le buscara con la vista, lo que hacía con frecuencia.
Poco después de que el nuncio papal hubiera bajado la corona que sostenía en alto, Declan se fijó en el vestido de su mujer.
—¿Vestido nuevo? —susurró—. Creía que no ibas a venir.
Catherine esbozó una sonrisa traviesa.
—Sí, eso creías, ¿verdad?
Declan notó en el pecho una cálida sensación de bienestar que identificó como alegría contenida. Se trataba de un sentimiento agridulce, al no tener a Conor a su lado.
Recorrieron en el carruaje real el trayecto de regreso desde la iglesia de San Christopher a Promontory Fort, aunque en realidad la localidad ocupaba actualmente casi todo el territorio de la isla. A medida que crecía la población, aumentaba el número de viviendas, las cuales se iban encajando en cualquier espacio disponible, por reducido que fuera. Aquel desbarajuste de ciudad hacía pensar a Declan en Giant’s Causeway, o Paso del Gigante, una laberíntica formación de columnas de basalto situada en el norte de Irlanda; aunque las columnas de Promontory Fort contaban con puertas y ventanas y ahora se veían pintadas a franjas con los vivos colores de la bandera de las Saltee. En cuanto a los isleños, daba la impresión de que hubieran salido en masa a las calles, junto con la mitad de los habitantes de Irlanda, dispuestos a quedarse sin voz a base de lanzar vítores a su joven soberana.
Compartían el carruaje con el mariscal Bonvilain, ataviado con el uniforme de ceremonia, sobre el que llevaba el peto distintivo de los caballeros de la Sagrada Cruz. Los templarios de las Saltee conformaban la única rama de la organización que había sobrevivido a la purga llevada a cabo por el papa Clemente V en el siglo XIV. Hasta el propio Vaticano se había mostrado reacio a correr el riesgo de interrumpir el suministro de diamantes.
Bonvilain aprovechó un descuido de la flamante reina para inclinarse hacia delante y dirigirse en susurros a Declan, sentado frente a él.
—¿Cómo estás, Declan? Me sorprende verte aquí.
—A mí también, Hugo —respondió Declan—. No tenía pensado venir, pero me alegro del cambio de planes.
Bonvilain sonrió.
—Yo también me alegro. Es bueno que los soldados te vean; los mantiene alerta. Por cierto, enhorabuena por despedir a ese guardia. Un centinela dormido es justo lo que conviene a los rebeldes. Un resquicio en la muralla y ya están dentro. No tengo que recordarte el daño que pueden causar.
Declan asintió con gesto tirante, pero en realidad las palabras del mariscal no tenían mucho sentido aquel día en particular. Desde muchos meses atrás apenas se había producido movimiento alguno entre los rebeldes, y algunos de los arrestos por parte de Bonvilain se habían llevado a cabo bajo acusaciones por completo inconsistentes.
A Bonvilain no se le escapó la expresión del capitán.
—¿Acaso estás en desacuerdo, Declan? Me figuro que no, con todo lo que los Broekhart habéis tenido que soportar.
Declan notó que su mujer le cogía de la mano con gesto protector. Más allá del radiante rostro de Isabella, Declan dirigió la vista a través de la ventana, por encima de las cabezas de un centenar de isleños, hacia el azul del cielo y el mar.
—No estoy en desacuerdo, mariscal. Es sólo que hoy necesito pensar en otras cosas. Mi mujer, y también mi reina, me necesitan. Aunque sólo sea por hoy.
—Desde luego —respondió Bonvilain cortésmente, aunque su mirada era de acero y apretaba los dientes tras los labios cerrados.
«Broekhart se está recuperando —pensó—. Sus escrúpulos empiezan a regresar. ¿Cuánto tardará el perro en morder a su amo?».
Hugo Bonvilain agitó una enguantada mano a los emocionados ciudadanos, quienes lanzaban vítores sin parar al borde de la carretera.
«Mejor será no arriesgarse. Quizá sea el momento de un poco de chantaje. Declan Broekhart no resistirá la pérdida de su primogénito por segunda vez».
LITTLE SALTEE
Conor se hallaba preparado para remontar el vuelo. Las labores de costura habían finalizado. Un pespunte doble habría sido preferible, pero no quedaba ni una sola hebra de hilo. El artefacto tendría que aguantar.
El bullicio de las festividades llegaba desde la muralla de Great Saltee. Cantos, vítores, zapateos. Una gran fiesta. Un millar de rostros relucía bajo el resplandor de las lámparas de la muralla. Conor imaginó a las multitudes, apiñadas en una docena de hileras, aguardando el fastuoso espectáculo de fuegos artificiales. Daba la impresión de que las paredes mismas de la prisión se estremecieran, a pesar del trecho de océano que separaba a los presos de las celebraciones.
El zumbido de emoción ante la ceremonia resultaba contagioso, y muchos de los reclusos lanzaban gritos desde sus celdas o hacían sonar tazones de hojalata entre los barrotes de las ventanas.
Por sorprendente que pudiera parecer, casi todos los internos mostraban inclinaciones monárquicas, a pesar de encontrarse presos por cortesía de Su Majestad. Una desafinada interpretación del himno nacional de las Saltee, Defender la muralla, resonaba a través de las paredes y se colaba por debajo de la puerta de la celda de Conor.
Éste se descubrió a sí mismo tarareando la melodía. Resultaba extraño que las palabras «rey Nicholas» ya hubieran sido reemplazadas por las de «reina Isabella».
«¿Cómo pudiste creer las mentiras de Bonvilain, Isabella? ¿Por qué no enviaste a buscarme?».
El estado de confusión que le embargaba provocó que la frente le empezara a arder, y sintió que la calentura le nublaba el cerebro. Sus sentidos se amontonaban uno encima del otro: la vista, el tacto, el olfato. La mugre se le acumulaba en las arrugas de la frente. La puerta de la celda parecía agitarse en el marco. El sudor, la humedad y otros hedores inundaban la celda. Cerró los ojos y respiró hondo por la nariz. Era uno de los trucos de Victor, que procedía de Oriente.
«Respira aire frío y aclara la mente».
Conor desechó los pensamientos sobre Isabella. Había llegado el momento de concentrarse. Se escuchaban los pasos de Billtoe en las baldosas del exterior. Un último repaso a la lista.
«¿Barro en la espalda?».
Sí. Notaba cómo le formaba costra por dentro del cuello de la camisa. Por fin, la húmeda pared de la celda le había resultado de utilidad. Siempre se encuentra un uso a las cosas, solía decir Victor. Por dolorosas que resulten.
«¿El dispositivo estaba bien sujeto?».
Conor introdujo la mano por debajo de su amplia casaca y tiró del paquete rectangular que llevaba oculto en el pecho. Las cuerdas gimieron por el tirón, pero es que eran de fabricación casera y, por lo tanto, defectuosas. Las había tejido con harapos y desechos que había empalmado y, luego, embadurnado con cera de vela.
«¿El gancho para las esposas?».
Oculto en la mano. Se trataba de una tosca ganzúa de marfil cuyo tamaño había calculado al apretar con fuerza sobre la palma el trinquete de las esposas cuando Billtoe se las quitaba. Se trataba de un viejo truco de los escapistas que sólo funcionaba con esposas de cerrojo simple y cierta holgura en los pernos, pero las que utilizaba Billtoe eran lo bastante antiguas como para haber pertenecido a Moisés, y Conor ya llevaba seis meses tirando de los pernos para darlos de sí. Había holgura suficiente. Cuando Billtoe le colocara las esposas, Conor se apresuraría en taponar el agujero con el gancho de marfil. El trinquete quedaría desviado, aunque daría la apariencia de cerrarse.
«¡Barro, dispositivos, ganchos! Este plan es una locura».
Y como tal, no podía preverse. Conor pisoteó su incertidumbre con una bota de hierro. No era momento para dudas. Su plan le liberaría, o bien acabaría con él, y ambas circunstancias eran preferibles a seguir encerrado en aquel infierno.
La llave de Billtoe tintineó en la vieja cerradura y giró con cierto esfuerzo. El carcelero abrió la puerta con el hombro, protestando como de costumbre, pero con una cautelosa mano sobre su pistola.
—Un ángel, eso es lo que soy, aguantando a tanto zoquete, cuando un hombre como yo sería bienvenido en cualquier sociedad entendida del mundo. Podría ser un príncipe, ¿sabes, Finn? Un emperador, claro que sí. Pero aquí estoy, para que ahora me vengas con que mi revólver de doce tiros no está listo aún.
—Está listo —soltó Conor de sopetón, adoptando el papel del preso emocionado, ansioso de complacer—. Tengo el proyecto aquí.
Billtoe era lo bastante astuto como para albergar sospechas. Cerebros inferiores se habrían dejado llevar y el precio de su distracción habría consistido en un cráneo machacado; pero el instinto primario de Arthur Billtoe era la autoconservación.
—¿Dónde está ese proyecto exactamente? No pienso agacharme ni moverme a tientas en la sombra.
—No, claro. Está sobre la mesa. ¿Quiere que se lo entregue?
Billtoe se quedó pensando. Mientras tanto, expectoró un pedazo de comida ingerido poco tiempo atrás para volver a masticarlo.
—No, soldadito. Mejor te coloco las esposas, como siempre, y luego echo un vistazo a los planos.
Conor alargó las manos, encantado de agradar.
—¿Voy a poder dar mis paseos, señor Billtoe? Me prometió que podría.
Billtoe esbozó una sonrisa mientras cerraba las esposas y lanzaba una mirada a la mesa.
—Lo que me hace sonreír es esa barba tuya. Una pelusa patética. Aún no está preparada para crecer. Deberías arreglártela, hacerla más espesa. Los Carneros no van a obedecer órdenes de un enano con un matojo despeluchado en la barbilla. Hablaremos de los paseos después de que yo haya examinado bien a fondo este dibujo.
Billtoe arrancó la página de la mesa con dos mugrientos aunque delicados dedos.
—¿Sabes qué? He estado charlando con unos compañeros. Por lo visto, hay un alemán que fabrica revólveres de doce tiros —escupió una flema de tabaco sobre las losetas, para mostrar su disgusto.
—Pero de pequeño calibre —argumentó Conor—, y es difícil acomodar las balas. En mi diseño, el tambor es en realidad una rosca, de modo que las balas pueden ser tan grandes como se quiera, y el peso se distribuye con más eficacia, así que también sirve para los rifles.
El diseño era absurdo y por completo impracticable, pero sobre el papel resultaba atractivo.
—No sé —gruñó Billtoe—. ¿Una rosca, dices?
—Si quiere, encargue que fabriquen uno. Igual que hizo con los globos. Haga una prueba.
Billtoe dobló la hoja toscamente y la introdujo a presión en uno de sus bolsillos.
—Eso haré, señor Finn. Y si resulta que no es más que la fantasía de un idiota, la próxima vez que veas la luz será cuando te arroje desde el muro sur.
Conor asintió con expresión taciturna, albergando la esperanza de que la emoción que le embargaba por dentro no le brillase en la frente como el faro de Hook Head.
Billtoe había cometido un error. En su afán por examinar el proyecto del revólver, no se había fijado en el movimiento de manos por parte de Conor, con el que había conseguido atascar las esposas Bell and Bolton, apartando a un lado el trinquete. Tenía las manos libres, pero aún no era el momento de aprovechar la situación.
—No es ninguna fantasía, señor Billtoe. Es nuestro futuro. Puede usted registrar la patente y luego, quizá, conseguiré salir de aquí con unos cuantos sobornos.
Billtoe simuló indignarse.
—¡Sobornos! Sobornos, pero qué dices. Me ofendes profundamente.
Conor tragó saliva, como el hombre que hace un esfuerzo por no amilanarse.
—Hablemos claro, señor Billtoe. Estoy en este agujero de por vida, a menos que usted me saque de aquí. No espero conseguir la libertad sobre la marcha…
Billtoe se rió entre dientes.
—Me alivia oírte. La presión va en aumento, me digo a mí mismo. Libertad inmediata o el trato se rompe. Pero tú no esperas salir sobre la marcha, así que una preocupación menos.
—Me encantaría una celda en la superficie, señor Billtoe. O cerca de ella. Tal vez un compañero con quien compartirla. Malarkey sería adecuado, creo yo.
—Apuesto que sí. Los dos carneros bien juntitos, en agradable compañía. Nada de contemplaciones por el momento, Finn. Primero encargo que fabriquen el modelo y, si no me explota en la cara, entonces deliberamos.
—Pero, señor…
Billtoe levantó una mano.
—No. Ni una palabra más, soldadito. Tus globos aún no han echado a volar. Puede que mañana tenga que venir a buscarte con una bayoneta.
Conor agachó la cabeza en señal de derrota, en realidad confiando en no haber exagerado su actuación. El concepto del revólver no era más que una estrategia de distracción, el sustento de todo prestidigitador. Se trataba de ocupar la mente de Billtoe para que prestara menos atención a lo que sucedía delante de sus ojos.
—Ahora, a trabajar. Bueno, el trabajo corre de tu cuenta, claro. Yo me marcho arriba a supervisar tus… es decir, mis globos para la coronación.
Conor pasó junto a Billtoe con ademán furtivo y franqueó el umbral de la puerta, con cuidado de que el guardián no le viera la espalda, cubierta de barro. Su plan era un castillo de naipes; toda una ciudadela de naipes. Una mirada desafortunada podría dar al traste con la estructura.
«No hay tiempo para pensar en eso. Empieza la cuenta».
La cuenta. Otro naipe más de la ciudadela basado en la teoría. Tiempo atrás, Conor había descubierto que existía un ángulo ciego en el pasadizo, en el tramo que discurría entre la puerta de su celda y la campana de buceo. Seis meses atrás, uno de los ocupantes del ala del manicomio caminaba por delante de él mientras los reclusos se dirigían a escuchar el discurso mensual que ofrecía el encargado de la prisión. El preso era menudo, con una cabeza desproporcionadamente grande, sobre todo la frente, que descansaba sobre sus cejas como un retrete de porcelana. Se trataba del recluso al que Billtoe llamaba Numbers, es decir, «números», porque en el interior de aquella extraña cabeza todo quedaba reducido a las matemáticas, la más pura de las ciencias. Recitaba largas retahílas de cifras y luego se echaba a reír como si estuviera alternando en un cabaret de París.
Aquella mañana de hacía medio año, Conor observaba cómo el interno caminaba a zancadas por delante de él, mascullando números y midiendo sus pasos.
«Catorce» fue la última cifra que mencionó.
Entonces, Numbers dio un brinco hacia un lado y desapareció.
No es que desapareciera, en realidad, pero no se le veía. Se encontraba bajo una sombra oscura, atacado por la risa que su propia broma le provocaba. Una broma que podía haberle conducido a la horca.
Numbers se mantuvo en posición hasta que Billtoe se percató de su ausencia; entonces, salió de su escondite de un salto.
—¡Catorce! —exclamó con un penetrante chillido—. Catorce, ochenta y cinco, medio.
Pike, que no había entendido la broma, procedió a dar una serie de capones a Numbers.
No hubo más demostraciones por parte del recluso, pero Conor aprendía con celeridad. Había visto el truco una vez, y se dispuso a analizarlo.
«¿Cómo se descubre el truco de un mago?».
«Hay que empezar por el final y avanzar hacia atrás hasta el principio».
Existía un ángulo ciego creado de forma natural en el pasadizo, algo que los magos y los escapistas elaboraban artificialmente sobre el escenario a base de luces, cortinas o espejos. Era un diminuto espacio aislado y en tinieblas, rodeado de estímulos que atraían la vista. Una zona prácticamente invisible. No resistiría un escrutinio detenido, pero durante unos segundos, en circunstancias de revuelo, funcionaría.
Durante las semanas siguientes, Conor observó el espacio y reflexionó sobre las cifras.
«Catorce, ochenta y cinco, medio».
No se trataba de un código enrevesado. Numbers había caminado catorce pasos desde la puerta de su celda y, luego, saltó medio paso, a ochenta y cinco grados a la derecha. Así fue a caer justo en el centro del ángulo ciego. Conor se limitó a añadir los cinco pasos necesarios para encontrar el lugar por sí mismo.
Una vez allí, quedó sorprendido por lo evidente que era. Capas de sombra superpuestas, a salvo de la luz de las antorchas. La oscuridad resultaba aún más intensa gracias a una cornisa de piedra. Además, a unos treinta centímetros a la izquierda había una mancha de pintura carmesí sobre las baldosas. Se trataba de un cilindro de tinieblas que se pasaba de largo en una fracción de segundo, pero, una vez en su interior, formaba una capa de invisibilidad que podía aumentarse con distracciones adicionales.
Billtoe caminaba a su lado, mascullando acerca de la falta de respeto que sus superiores le inspiraban.
«Doce».
—¿Y el encargado? No me hables del encargado. Ese hombre toma decisiones que te dejan con la boca abierta. Demasiado tiempo bajo el sol de la India, me parece a mí. La maldita Calcuta le recalentó el cerebro.
«Quince».
—Y hay que ver el dinero que malgasta ese hombre. Dinero contante y sonante. Me saca de quicio. Me pongo enfermo con sólo mencionarlo, aunque sea a un simple preso como tú.
«Diecinueve».
Billtoe chasqueó los dedos en dirección a Conor, lo que significaba que se detuviera.
«Ahora llega el momento clave. Todas las hebras convergen. Vive o muere en este instante».
Billtoe se acercó a la puerta del ala del manicomio e hizo tintinear la campana con una uña. No hubo respuesta durante un largo rato; luego, una bromista voz familiar se filtró por la mirilla situada más arriba.
—Ah, Billtoe. ¿Qué pasa? ¿Quieres salir del manicomio? ¿Estás seguro de que vas en la dirección correcta?
Billtoe se revolvió. Una docena de veces al día tenía que soportar semejantes burlas.
—¿Es que no puedes abrir el cerrojo y cerrar el pico, Murphy? Gira la rueda y levanta el cerrojo, no te pido más.
—Claro que no me pides más, Arthur. El resto es gratis, el pequeño regalo de todos los días. Soy el duende del buen humor, que te lanza sus bromas a la cabeza.
Dos metros más arriba, la rueda giró y descorrió el cerrojo. La puerta del ala del manicomio se abrió de par en par.
—Si pudiera poner en palabras lo mucho que odio a ese hombre —masculló Billtoe al tiempo que se giraba—, el mismísimo Shakespeare me besaría…
Las últimas palabras de la frase del carcelero se le quedaron clavadas en la garganta, porque su prisionero había desaparecido. Se había esfumado si dejar rastro.
«Mi prisionero no —pensó Arthur Billtoe—. El del mariscal Bonvilain. Soy hombre muerto».
Mientras Billtoe levantaba la vista en dirección a la mirilla, Conor se quedó paralizado. Había imaginado aquel momento con tanta frecuencia que ahora le parecía ilusorio, como si en realidad nunca pudiera llegar a materializarse. Con la imaginación, se había visto a sí mismo poniendo en práctica su plan con toda confianza, pero el Conor Finn de carne y hueso era incapaz de moverse del lugar donde se encontraba, a un paso y medio a la izquierda, en el ángulo ciego del pasadizo.
Entonces, Billtoe comenzó a girarse y Conor tuvo una fulminante visión de la vida que le aguardaba. Cinco décadas más en la oscuridad, bajo el agua, hasta que la piel perdiera todo su color y los ojos se le volvieran como los de una rata de alcantarilla.
«¡Actúa! —se dijo—. Es un buen plan».
Así que empezó a ejecutar los movimientos que había practicado hasta la extenuación. Dio un paso y medio hacia la derecha y giró para que su espalda, cubierta de barro, quedara frente a Billtoe. Acto seguido, se quitó las esposas y las arrojó a la parrilla de la chimenea sellada más cercana. El sonido metálico hizo que Billtoe apartara los ojos del ángulo ciego.
—Estúpido muchacho —gruñó el guardián—. Se ha subido por el tiro.
Billtoe pasó a toda velocidad junto a Conor, quien, camuflado, se acurrucaba en su escondite; su casaca marrón se confundía con las paredes del pasadizo. Billtoe se puso a dar enfurecidas patadas a la parrilla y luego se agachó para gritar hacia arriba por el tiro de la chimenea.
—¡Baja de ahí, imbécil! Todos los tiros están sellados. Lo único que vas a encontrarte ahí arriba son los cadáveres putrefactos de otros idiotas como tú.
No se produjo respuesta, pero a Billtoe le pareció escuchar un ligero rumor.
—¡Ajá! —gritó—. Tu torpeza te delata. Baja ahora mismo, Conor Finn, o te pego un tiro. No lo dudes.
Conor se movía con la suavidad de un gato al tiempo que lanzaba miradas de reojo hacia la puerta abierta del ala del manicomio. No debía desvelar su presencia. Su plan sólo tendría éxito si nadie llegaba a enterarse de que se había marchado. Ser descubierto en ese momento implicaría una breve persecución y una larga recuperación de la paliza que los carceleros sin duda le propinarían. Con sumo cuidado, se colocó debajo de la mirilla del techo, en busca de un rostro. Tan sólo vio la punta de una bota y la curva inferior de una panza con forma de caldero.
Conor franqueó el umbral. La cercanía de la libertad le produjo un ligero mareo. Estuvo a punto de salir corriendo hacia la puerta exterior, si bien frenó sus impulsos. Un tropiezo en ese momento podía suponer la muerte, pero estaba tan próximo a ser libre que la tentación resultaba abrumadora. Sólo una oscura plancha de madera mugrienta le separaba del mundo.
La puerta se abrió y dos guardianes entraron a paso tranquilo, intercambiando risitas por lo bajo.
«Tendré que matarlos —decidió Conor—. Será fácil. Le quito a uno el puñal y los destripo a los dos. Luego, salgo corriendo hacia los globos».
Flexionó los dedos lentamente, preparándose para atacar, pero no fue necesario. Los guardianes no le vieron; giraron en dirección a la mina sin dirigir los ojos ni una sola vez hacia donde el joven se encontraba.
«Podría haberlos asesinado —cayó en la cuenta Conor—. Estaba preparado para atacar».
Este pensamiento no le hizo mella. Los guardianes de Little Saltee no podían considerarse como personas normales. Eran carceleros crueles que no dudarían en arrojarle desde la torre más alta a las fauces de los tiburones que patrullaban por los alrededores de la isla en busca de desperdicios.
Conor se movió a toda velocidad, con la sensación de que sus reservas de buena suerte se iban agotando por momentos, y franqueó la puerta exterior en cuanto los guardianes hubieron doblado la primera esquina. Se encontró al pie de una estrecha escalera al final de la cual se divisaba un rectángulo de noche estrellada. Doce escalones le separaban del aire libre.
Ésta era la parte más imprecisa de su plan. El espacio que discurría hasta los globos de aire caliente le resultaba territorio desconocido. Recordaba vagamente el día que llegó a la prisión, y Malarkey le había hablado de las instalaciones que él conocía; pero los reclusos no subían por aquellas escaleras ni tampoco patrullaban la muralla. No tenía más opción que seguir su instinto y confiar en la suerte que le pudiera quedar.
«Si no me muevo de aquí, fracasaré sin remedio», pensó mientras subía los peldaños de dos en dos.
El aire salado le golpeó el rostro en cuanto emergió a la noche oscura, y el potente olor estuvo a punto de hacerle llorar. En su celda se respiraba aire, por descontado; pero este de ahora era puro, fresco, no estaba contaminado por el olor a comida rancia y a sudor.
«Se me había olvidado lo maravillosa que es la brisa del mar. Bonvilain también me ha robado esta sensación».
Ahora se encontraba dos escalones por debajo de la superficie. Un murete de piedra le separaba del patio principal, el cual era de menor tamaño de lo que recordaba; poco más que un corral tapiado. Dos carniceros provistos de delantal se afanaban con un cerdo muerto y colgado en el rincón que a Conor le quedaba en diagonal. Cortaban grasientas tiras de carne de las patas, las enjuagaban a conciencia en un cubo de agua, introduciendo los pulgares entre los pliegues mientras regueros de sangre les caían de los codos. Conor se quedó ensimismado con aquella imagen, una visión que había añorado sin saberlo. Trabajo honrado. Vida y muerte.
Una explosión tronó en las alturas y numerosas cadenas de chispas multicolores llovieron desde el cielo. Conor se agachó, y luego cayó en la cuenta de que el estallido era de su propia creación. Estaban prendiendo fuego a los globos de aire caliente fabricados para la coronación.
«Demasiado pronto. Es demasiado pronto. Aún no ha terminado de oscurecer».
Uno de los carniceros, asustado por el estruendo, soltó una palabrota; luego, se contuvo y optó por tomárselo a risa.
—Buena cosa que el cerdo ya esté muerto; el susto se lo habría cargado.
Su acompañante, un hombre de menor estatura, se arrancó el pañuelo que llevaba atado sobre la nariz.
—Al diablo con esto, Tom. Voy a subirme a la muralla. Me trae al fresco lo que diga el encargado.
Tom, su compañero, se quitó asimismo el pañuelo.
—¿Sabes qué? Tienes razón. La chica es también nuestra reina. Que el encargado cene media hora más tarde. Grasa no le falta; podrá resistir.
Los carniceros se echaron a reír al unísono y colgaron sus respectivos delantales en uno de los postes de la valla.
Otro globo explotó, lanzando al cielo un enjambre de chispas doradas que danzaban por el aire.
—Vaya, los tiradores de élite de las Saltee se están ganando bien el pan esta noche. Pues sí que está el ambiente animado.
Los carniceros abandonaron su tarea y, a saltos, ascendieron unos empinados escalones de piedra que conducían a las almenas de la muralla, dejando el patio desierto con excepción del prisionero que se ocultaba en el hueco de la escalera. Un tercer globo estalló, arrojando crudas sombras sobre los muros al tiempo que iluminaba el cielo nocturno como el flash de azufre de un fotógrafo.
«Ya van tres —pensó Conor—. Tres. Demasiado pronto».
Subió hasta el patio con cierta dificultad, al tiempo que improvisaba un plan de acción. Tantos meses de proyectos se iban desbaratando ante sus ojos. La clave residía en la elección del momento oportuno, y éste no se había escogido bien. Fue rodeando las murallas al tiempo que lanzaba miradas furtivas hacia las almenas. Había unos cuantos soldados, pero la mayoría debían de encontrarse en el extremo más alejado, disfrutando del espectáculo. La muralla quedaba aún más oscurecida por los destellos de luz de los fuegos artificiales. Nadie que los hubiera mirado directamente habría podido ver nada más a su alrededor durante un rato.
«Todo va mal —pensó Conor, arrancando un delantal de carnicero del poste de la valla—. Tenía que disponer de al menos una hora para examinar la manera en la que están atados los globos. Billtoe piensa que he subido por la chimenea, de modo que nadie me va a buscar aquí afuera. A ese respecto, no tengo que preocuparme».
Pero se preocupaba, si bien no tenía sentido malgastar siquiera un segundo en rebelarse contra la situación. Con cada segundo desperdiciado, otra bala de nitroglicerina podía salir disparada rumbo a su objetivo.
Conor encontró un pañuelo manchado de sangre en el bolsillo del delantal y se lo ató por encima de la nariz; a continuación, introdujo las manos y los brazos en el vientre del cerdo, embadurnándolos de sangre. Ahora era un carnicero en condiciones, manchado hasta las yemas de los dedos.
La escalera más cercana era por la que la pareja había subido momentos atrás, de modo que Conor la pasó por alto e, intrépidamente, atravesó el patio en dirección al muro occidental. Avanzaba sin prisa, imitando el modo de andar de Tom el carnicero, con las piernas en arco.
Nadie le dio el alto. Nadie le vio, o nadie se dio cuenta de nada. Había una verja de madera a los pies de la escalera, pero estaba cerrada con un simple pestillo, más para evitar que se abriera que por motivos de seguridad. Conor la abrió y empezó a subir los escalones; una capa de arena y sal crujía bajo sus botas.
Un guardián se encontraba apostado en lo alto; sus talones, sobre el último escalón, recordaban a dos medias lunas que se mecían levemente al ritmo de la música de orquesta que llegaba desde Great Saltee. Conor no tuvo más opción que pedirle que se apartara, y pasó junto a él mascullando disculpas.
—Madre mía, sí que vas echando sangre, Tom —comentó el guardián—. Pero, hombre, esto es una coronación, y no un campo de batalla. No dejes que el encargado te descubra ahí arriba, apestando de esa manera. Tiene el estómago delicado, aunque por el tamaño no lo parezca.
Conor fingió una risa entre dientes lo bastante convincente y luego prosiguió su marcha a través de la muchedumbre de guardianes y empleados que abarrotaba las almenas. También había mujeres, ataviadas con sus mejores ropas para la coronación. Lucían la moda del momento, supuso Conor; extravagantes corpiños y mangas ajamonadas.
«Hay demasiada gente. El encargado ha organizado una fiesta. Las mejores vistas de las islas. Esto no formaba parte de mis cálculos. La muralla debería estar vacía, por motivos de seguridad. Se lo dije a Billtoe. Se lo dije».
El adarve de la muralla de Little Saltee tenía una anchura de unos tres metros, con un parapeto a la altura del pecho por la parte que miraba al océano y un precipicio que daba al patio principal por el otro lado. Habían atado una cuerda a todo lo largo, entre los postes, para evitar que los miembros de la alta sociedad, achispados por el alcohol, tropezaran y se mataran. Conor reconoció a varios de los guardianes sirviendo bebidas, vestidos como prisioneros con inmaculados uniformes de sarga azul. Era evidente que el encargado confiaba en acabar con los rumores del trato anticristiano que se daba a los reclusos. Aquellos supuestos prisioneros eran tan bien tratados que podía confiarse en ellos para que repartieran champán y pasaran bandejas de aperitivos. No había rincón o hueco donde no se hubiera colocado un brasero de arcilla en el que se asaban brochetas de gambas y de langosta que los invitados degustaban. No había sitio alguno donde un prisionero a la fuga pudiera agazaparse y recuperar el aliento.
Conor se secó la fina capa de espuma salada que le cubría el rostro, efecto de la bruma. La bruma. También se le había olvidado. ¿Cómo podía un isleño olvidarse de ella? Otro asunto más que reclamar a Bonvilain. Bien merecía unos cuantos diamantes, si es que Conor tenía la suerte propia del diablo y se las arreglaba para escapar de aquella maldita isla.
Otro globo explotó, seguido instantes después por una docena de remolinos entrelazados de chispas de tonos oro y carmesí. Los colores de las Saltee. Gran espectáculo para el gentío de espectadores. Las chispas caían revoloteando en forma de chaparrones, arrojando su luz sobre el agua del mar; algunas retenían su luminosidad hasta que una ola caía sobre ellas, como el niño que atrapa una estrella.
Algunas de las chispas tuvieron la osadía de aterrizar sobre la muralla, chamuscando así costosos vestidos de seda. Una gran tragedia, desde luego.
«Se lo dije —pensó Conor, no del todo disgustado por el actual desarrollo de los acontecimientos—. Aquí no se está a salvo».
Un gentil pánico se extendió entre el público. Copas de champán se arrojaron al mar junto con bandejas de marisco, mientras los miembros de la alta sociedad se dirigían a toda prisa hacia las diversas escaleras, ya que no deseaban salir ardiendo por culpa de los fuegos artificiales a baja altura.
«Reina el caos. Perfecto».
En contra de la marea humana, Conor empezó a avanzar en dirección al globo más próximo, y luego alargó el brazo para intentar agarrar la robusta cuerda que mantenía el artefacto atado a una anilla de cobre incrustada en las almenas. Por encima del alboroto, Great Saltee era un derroche de luces y de música. Las melodías de las bandas musicales resonaban a través del agua, haciendo eco, llegando en oleadas. Había tal cantidad de antorchas y lámparas que la isla al completo parecía encontrarse en llamas.
Conor rozó la cuerda con los dedos y segundos después el globo hizo explosión.
Soltó un juramento y apretó el paso. Sólo quedaban seis globos. Se abrió camino a empujones entre la multitud, haciendo caso omiso de las miradas furiosas. Si alguno de aquellos caballeros deseaba retarle a duelo por semejante atropello, tendría que aceptar el envite en otra ocasión.
Gritos y protestas le fueron siguiendo por el camino. Estaba llamando la atención, pero no podía evitarlo.
Ahora se trataba de una competición. Conor contra los tiradores de élite de las Saltee. Albergaba la esperanza de que su propio padre no hubiera empuñado un rifle, ya que Declan Broekhart rara vez erraba el tiro.
El siguiente globo estalló, y la isla al completo pareció estremecerse por la convulsión.
«Ése estaba sobrecargado, seguro».
Ahora había cuatro globos en lo alto y un quinto anclado al muro del muelle, oculto bajo una lona alquitranada. Se trataba del blanco móvil, al que había que disparar en movimiento. Los globos atados a la muralla brillaban como lunas de planetas distantes y se mecían bajo el viento. Objetivos difíciles de alcanzar, pero no demasiado, pues dos más estallaron en rápida sucesión. Conor escuchaba los aplausos que llegaban de Great Saltee. En efecto, el espectáculo era impresionante.
Tomó una decisión. No contaba con el tiempo suficiente para colgarse de uno de los globos que, sujetos con cuerdas, ondeaban en el aire; tenía que ir a por el que se encontraba en tierra. Un guardián sería testigo, pero había que correr el riesgo. Era su última oportunidad en aquella noche de planes fracasados.
Ahora con el camino despejado, Conor echó a correr mientras el delantal de carnicero le aleteaba alrededor de las piernas y el olor a sangre de cerdo le atascaba los orificios nasales. Un guardián le bloqueaba el paso, aunque no intencionadamente; se limitaba a ocupar su puesto. Conor contempló la idea de arrojarle por la muralla de un empujón, pero en el último segundo cambió de idea y le lanzó, en cambio, contra las almenas. Una cabeza dolorida era preferible a un cráneo destrozado.
La muralla se encontraba más o menos desierta. La alta sociedad sabía moverse con diligencia cuando sus elegantes atuendos se encontraban bajo amenaza. Lo único que separaba a Conor del último globo era una cuerda que hacía las veces de barandilla y otro guardián que, por cierto, mantenía entre los dientes una pipa encendida.
«Una pipa encendida al lado de un globo de hidrógeno».
—¡Eh! —exclamó Conor—. ¡Eh, tú, guardián!
El hombre se mantuvo de pie, inmóvil; sus ojos bien abiertos daban a entender su cortedad mental.
—Sí, señor. ¿Qué puedo…? Pero ¿quién eres tú?
Conor saltó por encima de la cuerda sin aminorar el paso. Sus botas taconearon sobre los desiguales adoquines mientras corría en dirección al guardián. El muro del muelle discurría por espacio de unos cien metros, hasta el canal de San Jorge, y actuaba como rompeolas y como estación de comunicaciones por semáforo.
—¡Estás fumando, hombre de Dios! —gritó Conor con autoridad—. Ese globo está lleno de hidrógeno.
El guardián palideció, y soltó un alarido cuando otro globo estalló en llamas multicolores. La cuerda del artefacto se desplomó lentamente a tierra como una serpiente descabezada.
—Yo… no sabía —tartamudeó, desprendiéndose de la pipa como si fuera a morderle—. No pensé…
Conor abofeteó al guardián con fuerza, derribando su sombrero.
—Idiota. Payaso. Huelo una fuga de gas. Y encima, has arrojado chispas al suelo.
Más tartamudeo por parte del hombre, pero ni una sola protesta con respecto a que el hidrógeno es un gas inodoro.
—Tengo… tengo que… salir corriendo —dijo mientras tiraba su rifle a un lado, de modo que la bayoneta chocó contra los adoquines, produciendo aún más chispas.
—¡Imbécil!
—Yo no quería llevar la bayoneta —lloriqueó el guardián—. Sólo es de ceremonia.
—Tenemos que soltar el globo —apremió Conor.
—Encárgate tú. Te recomendaré para una medalla.
Dicho esto, el centinela se lanzó al vacío, agitando las piernas en el aire hasta que encontró apoyo en un grupo de adinerados espectadores situados en el torreón de más abajo. Fueron sucumbiendo uno tras otro, como un conjunto de bolos.
De momento, Conor se encontraba a solas con el globo aerostático, pero un grupo de avispados guardianes subía por los escalones, acaso preguntándose qué hacía un carnicero emitiendo órdenes. Conor arrancó la bayoneta del rifle; no había tiempo para ponerse a deshacer nudos. Tiró hacia atrás de la grasienta lona alquitranada y encontró un reluciente globo encerrado en una red de pesca y amarrado a varias vasijas de langostas.
Conor sujetó el globo con la mano izquierda y procedió a cortar las cuerdas con la derecha, con cuidado de no perforar la envoltura de tela.
—Tom —llamó una voz a sus espaldas—. ¿A qué juegas, Tom? Ese globo está reservado para el apogeo final, ¿es que no lo sabes?
—Se ha rasgado —gritó Conor en respuesta—. Y una chispa ha alcanzado la mecha. Oigo cómo zumba. Echaos hacia atrás.
Así que, como guardias prudentes que ganaban menos que un vendedor ambulante al uso, se mantuvieron apartados unos momentos; pero la verdad es que no presenciaron gran cosa, salvo un carnicero que cortaba cuerdas.
—Eh, Tom. La mecha de esos fuegos artificiales dura dos segundos. Ya tendrías que estar hecho papilla y esparcido por las paredes.
—Oh, Dios mío —gritó Conor por encima del hombro, con la intención de que cundiera la alarma—. Que Dios nos ayude a todos.
Pike se encontraba entre los guardianes allí presentes, y sabía muy bien que Billtoe le echaría la culpa de lo que sucediera con el globo, por lo que, dejando atrás a los demás, empezó a ascender los escalones.
—Deja lo que estás haciendo, carnicero —dijo a gritos, con una voz que temblaba por el miedo y por el forzado valor—. Cesa ya o esparciré tus entrañas por las piedras —Pike abrigó la esperanza de que el imperativo cesa le confiriera más autoridad de la que poseía.
El último hilo de la última cuerda se quebró. El globo empezó a elevarse hacia el cielo a base de sacudidas y estuvo a punto de arrancar de cuajo el brazo izquierdo de Conor. Éste se habría soltado si el brazo no se le hubiera enredado en la red.
—¡Socorro! —gritó, a sabiendas de que no le alcanzarían a tiempo—. Ayudadme, por favor.
Pike contempló la idea de derribar el globo a tiros, pero decidió en contra por dos motivos. Si su bala, en efecto, prendía los fuegos artificiales, él mismo podría morir, y también mataría a los osados miembros menores de la realeza europea que habían acudido a Little Saltee en busca de una visión más cercana del espectáculo. La muerte por un petardo no es una manera agradable de abandonar este mundo. Incluso aunque sobreviviera a los fuegos de artificio, Billtoe usaría la calva cabeza de Pike para sacar brillo a sus botas.
Más valía disparar con la intención de fallar a propósito. Levantó el rifle y apuntó erróneamente.
—Te lo advertí —gritó, apretando el gatillo.
Por desgracia, Pike era un tirador deplorable y su tiro, deliberadamente errado, fue a dar en el talón de la bota de Conor.
—Imbécil —gritó el muchacho; entonces, una ráfaga de viento procedente del este atrapó el globo, que arrastró a Conor consigo.
Los guardianes, boquiabiertos y aturdidos, observaron cómo se alejaba. Era obvio lo que había ocurrido, pero ¿cómo había sucedido exactamente? ¿Y por qué? ¿Robó el carnicero el globo, o el globo había echado a volar llevándoselo a él?
Pike se quedó ensimismado por la extraña belleza de la escena.
—Mira eso —suspiró—. Como el hada que agarró la luna —y entonces, acordándose de Billtoe, añadió—: ¡Estúpido carnicero!
GREAT SALTEE
Los habitantes de las Saltee estaban encantados. Ahora que la hija del Buen Rey Nick había ocupado el lugar de su padre en el trono, las cosas volverían a ser como antes. La reina Isabella se encargaría de enmendar los errores. Era una buena chica, una muchacha bondadosa. ¿Acaso no lo había demostrado en multitud de ocasiones? Enviaba provisiones a los pobres en Irlanda; mandaba a la ciudad a los albañiles de palacio para reparar las viviendas de los menos favorecidos. Aquella joven recordaba el nombre de todos cuantos conocía, y a menudo visitaba el hospital para dar la bienvenida a la isla a los recién nacidos.
Cierto era que Isabella se había mostrado taciturna desde el asesinato del rey Nicholas. La pérdida de Conor Broekhart había aumentado su dolor. Carecía de padre, y también de un hombro sobre el que llorar. Pero ahora su duelo había terminado y el capitán Broekhart se encontraba a su lado, henchido de orgullo, con la isla al completo como testigo.
Era un día para la celebración, sin lugar a dudas. La única persona que mantenía una expresión agria era Bonvilain, ese viejo cascarrabias; pero, en realidad, no había sonreído en público desde que el canciller Bismarck tropezase en la escalinata de la iglesia durante una visita de estado en la década de los setenta.
Isabella se había convertido en reina y el capitán Broekhart volvía a ser el de antes. Pronto se suprimirían los impuestos, y ya no se enviarían inocentes a Little Saltee bajo acusaciones falsas. Ya no llegarían mercenarios al muelle, con sus macutos llenos de armas y sus miradas crueles.
La ceremonia de la coronación se había desarrollado sin el menor contratiempo. La insistencia por parte de Isabella para que se modificara la disposición de los asientos en la mesa del banquete con objeto de acomodar al matrimonio Broekhart había herido las susceptibilidades de algunos miembros de la nobleza, pero la joven soberana no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer. Declan y Catherine se habían sentado a su izquierda durante toda la jornada y la reina Victoria, a su derecha. El mariscal Bonvilain se había visto obligado a desplazarse dos asientos en la mesa principal, lo que no le había satisfecho en gran medida. La ubicación en sí le traía sin cuidado, pero Catherine Broekhart había estado el día entero susurrando al oído de Isabella, y nunca le había agradado aquella mujer, con más ideas políticas de las que convenía.
Bonvilain se pasó la cena con gesto huraño, quejándose de que el vino estaba tibio y la sopa, salada. También declaró que el caparazón de la langosta estaba demasiado blando.
Hasta Sultán Arif, mercenario turco que llevaba con Bonvilain más de quince años y había ascendido al cargo de capitán, elevó una ceja ante el comentario.
—¿Un templario preocupado por el estado de su langosta? —se extrañó—. Me parece que ha pasado usted demasiado tiempo en la corte, mariscal.
Bonvilain se tranquilizó. Para él, Sultan era lo más parecido a un amigo, aunque si fuera necesario mandaría que lo asesinasen sin pensárselo dos veces. Arif era el único hombre de todo el reino lo bastante valiente como para hablarle con sinceridad.
—No es sólo la langosta —repuso el mariscal, señalando a Declan Broekhart con un gesto de cabeza.
—Ah, sí. El perro faldero recuerda de pronto que es un perro guardián.
—Exacto —respondió Bonvilain, encantado con la ocurrencia de Sultan.
Éste arrojó a su plato un hueso pelado de pollo.
—En Turquía, si un perro guardián se vuelve contra su amo, le rajamos el vientre con un cuchillo.
Bonvilain sonrió ante la idea.
—Siempre consigues animarme, capitán. Pero este perro en concreto goza de muchas simpatías, al igual que su ama. Debemos considerar el problema detenidamente.
Sultan asintió con un gesto.
—Pero no descarte mi solución.
Bonvilain se levantó, ya que se acababa de proponer un brindis en honor de la flamante reina.
—No —susurró a Sultan Arif—. Jamás descarto un cuchillo en el vientre.
Sultan esbozó una sonrisa, si bien sus ojos denotaban frialdad. Con la llegada de cada nueva estación, se prometía a sí mismo que abandonaría a aquel demente y regresaría a Ushak. De hecho, Bonvilain apenas era ya un ser humano; se había convertido en un diablo. Antes o después, el diablo destrozaría todo cuanto tuviera al alcance, pues tal era su naturaleza.
Tras el banquete de la coronación comenzaron las celebraciones oficiales, aunque para los tres mil habitantes de las Saltee y los más de seis mil visitantes habían empezado con todo su apogeo desde el momento mismo en que el nuncio papal colocara la corona ribeteada de armiño sobre la cabeza de Isabella.
Se notaba una fuerte presencia del ejército en las calles. Ningún militar con rango inferior al de teniente había obtenido permiso para disfrutar de las festividades. De hecho, Bonvilain había contratado los servicios de una compañía estacionada en Dublín, a cargo del general inglés Eustace Fitzmorris, pagando generosamente por el alquiler. Una tropa adicional de ciento treinta soldados con instrucciones de no tolerar abusos verbales o embriaguez en público, y de mantener vigilados a los ciudadanos franceses que efectuaran movimientos sospechosos.
Reinaba un animado ambiente de carnaval cuando las reinas Isabella y Victoria subieron al estrado erigido a las puertas del palacio, en Promontory Fort. Los ciudadanos se hallaban congregados en la plaza principal y escuchaban embelesados el primer discurso de su soberana.
A Bonvilain no le pasó inadvertido el hecho de que la joven reina mantuviera agarrada la mano de Catherine Broekhart durante su disertación, sin duda con objeto de acopiar valor.
Sultan se inclinó hacia el mariscal para hacer un comentario.
—Espléndido discurso —observó—. Me han gustado especialmente las referencias a la «revisión de los impuestos» y la «amnistía política».
Bonvilain no respondió. Empezaba a preguntarse si habría obrado mal al permitir que Isabella continuara con vida. Había dado por sentado que la joven se dejaría manipular con facilidad y, hasta el momento, así había sido. Además, el mariscal necesitaba un heredero legítimo para el trono. Resultaría de lo más inconveniente que un puñado de aspirantes se presentara en el muelle de Great Saltee con un árbol genealógico debajo del brazo, en busca de fortuna y con sus propias ideas sobre los diamantes de las islas. Gran Bretaña y, desde luego, Francia estarían encantadas de detectar incertidumbre política en las Saltee; podía ser la excusa que esperaban para intervenir y apoyar un nuevo régimen. Se trataba del reino de Hugo Bonvilain, pero éste necesitaba una cabeza visible que le mantuviera en el poder.
No, decidió el mariscal. Isabella tenía que vivir, al menos hasta que proporcionara un heredero que la sucediera.
Entonces, ocurriría un desafortunado accidente. Tal vez en el yate real.
Sultan volvió a tomar la palabra.
—Ah, sonríe usted. En público, además.
—Doy vueltas a pensamientos agradables —respondió el mariscal, haciendo un alegre gesto de la mano en dirección a Declan Broekhart.
Declan Broekhart experimentaba una cierta diversión, aunque cada vez que una sonrisa le asomaba a los labios sentía una punzada de remordimiento al acordarse de su hijo muerto.
«¿Qué hacías en el palacio, Conor? ¿Cómo pude dejarte al cuidado de ese hombre?».
Aún le costaba dar crédito a la facilidad con la que Victor Vigny los había engañado a todos. Catherine se había negado a creer que Vigny fuera un espía y asesino, hasta que un registro en las habitaciones del francés dejó al descubierto un baúl repleto de armas y de veneno, así como planos detallados de las defensas de las Saltee y una carta en la que un autor anónimo amenazaba con matar a su familia si no obedecía las órdenes recibidas.
Catherine notó que los ojos de su marido se nublaban, y cayó en la cuenta de que volvía a sumirse en los recuerdos.
—¿Verdad que es fabuloso, Declan? —dijo, al tiempo que le acariciaba la mano—. Isabella ya es reina. Un gran día para las islas.
—Mmm —repuso Declan—. Esos soldados ingleses son una vergüenza. Unos rufianes, desde el primero hasta el último. No me sorprendería que Fitzmorris los hubiera sacado de la cárcel. Míralos, parecen vagabundos desgreñados de tres al cuarto…
—Tus tiradores de élite tiene muy buena planta.
—Sí, es verdad —repuso Declan, con una nota de orgullo en la voz.
Una docena de sus hombres se encontraban apostados sobre la muralla de Great Saltee, al otro extremo de la plaza, a la altura del escalón superior del estrado real. Iban limpios y aseados, ataviados con sus elegantes uniformes reglamentarios, cuyas charreteras doradas relucían bajo la luz de las lámparas. Parecían soldaditos de plomo idénticos, salvo por una excepción: cada uno llevaba su propio rifle, diferente a los demás. Casi todos eran Sharps, aunque había un par de Remingtons, un Enfield e, incluso, varias armas de fuego modificadas. Los tiradores de élite eran los militares con mejor puntería de las islas y, por tradición, el ejército permitía que utilizaran el fusil de su elección.
Uno de los ayudantes de Isabella entregó una nota doblada a Declan. Éste la leyó con rapidez y luego suspiró, aliviado porque no se trataba de una emergencia.
—La reina Victoria está fatigada —explicó a su mujer—, pero le gustaría ver el espectáculo de los globos antes de retirarse al yate real.
Catherine sonrió.
—Todo el mundo quiere ver esos globos, Declan. Globos de aire caliente cargados de fuegos artificiales. Qué idea tan ingeniosa. Usarán balas de nitroglicerina, me imagino.
—Tienes razón, como de costumbre —repuso Declan, al tiempo que pensaba: «A Conor le habrían encantado. Es la clase de proyecto descabellado que a él se le habría ocurrido»—. Aunque es un poco temprano para conseguir el efecto deseado; aún no ha terminado de anochecer.
Catherine le pellizcó en el hombro.
—Venga, marido mío; vete con tus hombres. Hoy no es un día para decepcionar a las reinas.
—Ni tampoco a las esposas —replicó Declan, con una sonrisa poco frecuente.
Declan atravesó la abarrotada plaza sin dificultad. Hasta los más fanfarrones y borrachos entre el gentío se apartaban a toda prisa para dejarle paso. No convenía jugársela con un oficial encargado de la vigilancia de la muralla que lucía en el hombro el distintivo de los Tiradores de Élite de las Saltee. Sobre todo, en el caso de Declan Broekhart, a quien la vida le importaba bien poco desde que su hijo muriera a manos de un rebelde.
En la muralla le esperaban sus hombres, cuyos rostros se veían empapados de sudor a causa del rígido cuello del uniforme y el duro gorro militar.
—Ya queda poco, muchachos —dijo Declan, ahondando en su interior en busca de la camaradería que antaño fluyera de manera natural—. Una pinta de Guinness para los que den en el blanco —por encima del estruendo de la multitud, volvió la vista hacia los relucientes globos, que, situados a más de un kilómetro bajo la penumbra de la tarde, parecían querer soltarse de sus respectivas cuerdas—. Que sean dos pintas de Guinness.
—Eso está mejor —masculló un valeroso teniente, un flaco soldado nativo de Kilmore cuyo padre había prestado servicio en la muralla antes que él.
El capitán Broekhart soltó un gruñido.
—Todo suyo, Bates.
Bates apoyó un Winchester modificado sobre las almenas y ajustó la mira.
—¿Un cañón de su invención? —preguntó su capitán.
—Sí, señor —respondió el tirador—. Me lo hicieron por encargo; le añadí ocho centímetros de longitud. Alarga el trayecto de la bala unos cien metros.
Declan se quedó impresionado.
—Estupenda idea, teniente. ¿De quién la aprendió?
—De usted, señor —respondió Bates, y acto seguido apretó el gatillo.
Se trataba de un tiro de gran alcance, tanto es así que se escuchó el disparo antes de que la bala alcanzase el blanco. El reluciente globo estalló por los aires con una estrepitosa explosión de fuegos de artificio.
—Me he ganado dos pintas —comentó Bates con una sonrisa.
Declan soltó un bufido.
—Creo que me voy a quedar sin blanca antes de que acabe la noche.
Se dio la vuelta para saludar con la mano a Catherine, al otro lado de la plaza. Su mujer se encontraba de pie, aplaudiendo, como todos cuantos ocupaban el estrado, incluida la reina Victoria, tan circunspecta por lo general. Isabella, que aún no estaba acostumbrada al decoro propio de la realeza, lanzaba vítores sin parar.
Declan se giró hacia sus soldados.
—Da la impresión de que mis hombres son los héroes de la fiesta. A ver, ¿quién es el siguiente que va a beberse una cerveza a mi costa?
Una docena de rifles se alzaron de inmediato.
Conor surcaba el cielo a tal velocidad que tenía la sensación de estar descendiendo. Ninguno de sus cálculos le había preparado para un vuelo tan sumamente caótico. Había imaginado una elevación un tanto brusca, si bien tranquila y constante, que le proporcionaría tiempo para recobrar el dominio de sí mismo y observar sus alrededores. En resumen, contaba con hacerse dueño de la situación.
Pero aquello era una auténtica pesadilla. Conor no conseguía hacerse con el mínimo control. El viento le sacudía en la cara; le golpeaba los ojos y se le metía por los oídos. No oía nada en absoluto, y apenas conseguía ver. Tenía el brazo sometido a la máxima tensión y, al final, una violenta ráfaga de aire hizo que el hombro se le dislocara. El dolor fue como un martillazo al rojo vivo que se le extendió por el pecho.
«He fracasado. No puedo escapar con vida. Permíteme perder la consciencia y despertar en el Paraíso».
Esta clase de pensamientos fatalistas no eran habituales en Conor, pero las circunstancias resultaban extraordinarias.
Le dio la impresión de que el brazo se le iba a desgarrar por completo del cuerpo, y cuando esto no ocurrió, sus penetrantes sentidos consiguieron atravesar la bruma de dolor y desconcierto que le embargaba.
El globo seguía ganando altura, pero la aceleración había aminorado y las corrientes de aire eran más tranquilas en aquella altitud en particular. Conor sabía que tenía que ir tomando nota de todo cuanto pudiera observar durante aquel momento de calma.
«¿Altitud? Unos mil quinientos pies. En dirección a Great Saltee».
Vistas desde lo alto, las islas relucían como diamantes en el mar tenebroso. Cientos de lámparas se mecían en las cubiertas de las embarcaciones visitantes, ancladas en el puerto de Great Saltee. Estrellas en el cielo, y también en la tierra.
Ahora, tenía que separarse del globo. Se encontraba a menor altura de lo que le habría gustado, pero el viento le arrastraba hacia el mar a más velocidad de la que había calculado y, con el hombro lesionado, le costaría mantenerse a flote un tiempo prolongado.
Era vital para Conor desenredar el brazo de la red, pero descubrió que el simple hecho de unir una mano con la otra resultaba casi imposible en semejante situación. El dolor, la desorientación y al azote del viento impedirían la motricidad de un hombre en la cumbre de su forma física, y mucho más la de un convicto herido y al límite de sus fuerzas.
No conseguía control sobre sus dedos o articulaciones, y ahora el dolor parecía provenirle del corazón. Había perdido la bayoneta, por lo que se veía forzado a tirar de la red con dedos torpes. Imposible. Su brazo estaba atado con más firmeza que un pavo listo para el congelador. Conor Finn se dirigía al océano. Su única esperanza era que el globo estuviera mal confeccionado y las costuras reventaran de un momento a otro.
Por debajo de él explotó el penúltimo globo, que tiñó el negro firmamento de oro y carmesí antes de que la oscuridad volviera a reinar en la noche.
«Perfecto —pensó Conor, esbozando una sonrisa entumecida—. Ha funcionado a la perfección. Son fuegos artificiales de primera clase; mantienen la luz varios segundos. Lástima que no esté colgado debajo de ese globo, en lugar de varado en el cielo de la noche».
En su plan original, se encontraría suspendido a una prudente distancia debajo de uno de los globos amarrados a la muralla cuando el tirador lo alcanzara. El globo le apartaría por el aire de la prisión y, luego, una bala le devolvería a tierra.
Se preguntó distraídamente si sería la primera persona en observar fuegos de artificio desde lo alto. Probablemente no. Sin duda, algún intrépido aeronauta se había elevado en un globo provisto de ancla.
De pronto, un pensamiento le vino a la mente.
«Estoy volando como ningún otro hombre ha hecho antes. Sin barquilla, sin lastre. Un hombre y su globo, nada más».
De alguna manera, a pesar de su desesperada situación, este pensamiento le proporcionó un cierto consuelo. Se encontraba a solas en el cielo, el único ser humano en las alturas. Respiraba un aire enrarecido, mientras a su alrededor se extendía un amplio firmamento azul oscuro. Sin paredes. Sin puertas. Lejos de la prisión.
«¿Dónde me encontrarán? ¿En Gales? ¿En Francia? Si el viento cambia, tal vez en Irlanda. ¿Qué pensarán que es el dispositivo que llevo atado al pecho? ¿Uno de mis inventos?».
Conor también sintió una cierta sensación de triunfo.
«Te he derrotado, Bonvilain. No me utilizarás, ni me torturarás a tu placer. Soy libre».
También sentía pesar.
«Madre. Padre. Nunca tendré la oportunidad de daros una explicación».
Incluso bajo peligro de muerte, Conor conservaba un punto de amargura.
«¿Cómo pudiste creer a Bonvilain, padre? ¿Por qué no me has salvado?».
El espectáculo de los globos fue un éxito rotundo, y cada tiro certero arrancaba entusiasmados aplausos por parte de la multitud. Los tiradores de élite estaban llevando a cabo una demostración impresionante; sólo Keevers falló el blanco, y fue porque su bala de nitroglicerina explotó en el tambor, dejando su rifle doblado como una pajita de centeno.
Declan tuvo que admitir que los muchachos que habían preparado los fuegos artificiales eran ingeniosos. Cada globo producía una explosión más espectacular que la anterior, minuciosamente secuenciada. El último había hecho temblar la mismísima muralla. Si la reina Isabella no se andaba con cuidado, se le podía caer la corona.
Catherine estaba preciosa aquella noche, allí, junto a la reina. En realidad, estaba hermosa todas las noches, pero Declan llevaba un tiempo sin fijarse. Dos años, para ser exactos.
«Conor querría que su madre fuera feliz; quizá también lo desearía para su padre».
—Disculpe, señor.
Era Bates. Sin duda, iba en busca de su Guinness.
—Un momento, Bates. Estoy reflexionando; pensando en mi mujer. Debería usted hacer lo mismo, en vez de hostigar a un superior reclamándole una cerveza.
—No señor, no se trata de la Guinness, aunque no la he olvidado.
—Entonces, ¿qué pasa? —espetó Declan, tratando de aferrarse a su buen estado de ánimo.
—Es el blanco móvil. El que se ha preparado como fin de fiesta. Lo han soltado demasiado pronto. No es culpa mía, debo añadir. Nadie puede acertar ese blanco. Debe de encontrarse a unos dos kilómetros, y la brisa del mar lo está arrastrando.
Declan miró al otro lado de la plaza, en dirección a Catherine. Estaba radiante, y Declan conocía la razón. Confiaba en que su marido regresara a casa. Necesitaba una señal.
Alargó la mano hacia Bates.
—Deme su rifle, soldado.
En cuanto los dedos de Declan rodearon la culata, supo que dispararía. Se trataba del destino. Aquélla era la noche.
—¿Está preparada el arma?
—Sí, señor. Una bala en la recámara, lista para salir. El culatazo resulta un tanto brusco. Confío en que el hombro no se le haya debilitado, al ser un capitán y todo eso.
Declan soltó un gruñido. Bates era un parlanchín como el que más, de eso no había duda. Cualquier otra noche, el joven teniente estaría fregando las letrinas.
—¿Blanco?
—Gran bola brillante en el cielo, señor.
—Su sentido de la autopreservación debería encontrarse alerta en este momento, Bates.
El teniente tosió.
—Sí, señor. Quiero decir, blanco a las once en punto, señor, capitán, señor.
Declan captó el globo con la mira del rifle. Era apenas una mota. Una pálida luna en un océano de estrellas.
«Dios santísimo —pensó—. Confío en que este rifle funcione».
Pero conocía bien a Bates. Sólo su puntería era más certera que su lengua.
Declan subió el morro del rifle varios centímetros para permitir el descenso y, luego, lo trasladó unos centímetros a la izquierda para compensar el empuje de la brisa. El arte de la puntería podía aprenderse hasta cierto punto; después, todo dependía del talento innato.
«Globos y rifles —pensó Declan—. Como en París, el día que naciste, Conor. Pero aquella vez bajaste a la tierra montado en el globo».
Declan notó que los ojos se le empañaban y parpadeó para aclararlos. No era momento para lágrimas.
«Conor, hijo mío, tu madre y tu hermano me necesitan; pero nunca te olvidaré, ni olvidaré lo que hiciste por las Saltee. Mira hacia abajo y toma esto como una señal».
Declan respiró hondo, contuvo el aliento y luego acarició el gatillo al tiempo que se inclinaba hacia el pie derecho para absorber el culatazo. La bala de nitroglicerina salió disparada del tambor adaptado en dirección a su blanco.
«Va por ti, Conor», pensó.
Y el último globo de la coronación explotó, con el brillo suficiente para ser divisado desde el cielo.
A espaldas de Declan, la isla al completo elevó un clamor de admiración, con la excepción de Bonvilain, quien parecía sumido en sus pensamientos, lo que nunca era beneficioso para la persona objeto de su reflexión.
Declan arrojó el rifle a Bates.
—Estupendo rifle, teniente; casi tan peligroso como su lengua.
Hasta el propio Bates se había quedado estupefacto ante aquel tiro imposible.
—Sí, señor. Gracias, señor. Ha sido un disparo histórico, capitán. Y ahora, ¿quién paga la cerveza?
Pero Declan no le escuchaba; dirigía la vista hacia el otro lado de la plaza, por encima de las cabezas de la multitud enardecida. Catherine le sostuvo la mirada a través de la distancia. Se tapaba la boca y la nariz con las manos; lo único que se veía de su hermoso rostro eran los ojos oscuros. Bajo el resplandor anaranjado de las lámparas, Declan se percató de que su mujer estaba llorando.
«Su marido ha vuelto a casa».
El globo explotó; las llamas prendieron fuego al paquete de fuegos artificiales antes de que la mecha tuviera la oportunidad de alcanzarlos. El impacto perforó uno de los tímpanos de Conor y un derroche de chispas le acribilló la piel como si de un millón de aguijones de abeja se tratase. Se encontraba sumergido en un capullo de furiosas llamas que devoraban su ropa y le chamuscaban el vello de los brazos y las piernas, quemándole la barba hasta la misma mandíbula. Por graves que fueran estas lesiones, Conor había esperado algo mucho peor.
Entonces, la ley de la gravedad tomó las riendas y tiró de él por medio de hilos invisibles. Empezó a descender, demasiado conmocionado para gritar. Aquello no era lo previsto. Se suponía que debía haber diez brazas de cuerda entre su cuerpo y el globo; peligroso, desde luego, pero mucho más seguro que ir amarrado al globo mismo.
Y ahora, ¿cuál era el siguiente paso? El plan debía tener una continuación.
«¡Claro! ¡El dispositivo!».
Conor forzó su mano sana hacia abajo, en contra del flujo de aire, apartando a un lado los restos ardientes de su casaca.
«¡Dios santo! Las chispas han alcanzado el dispositivo».
Se trataba, claro está, de un paracaídas. Los aeronautas llevaban casi un siglo saltando de los globos aerostáticos con diferentes grados de éxito. En Norteamérica, soltar animales desde las alturas se había convertido en un espectáculo muy aplaudido a partir de la guerra civil. Pero los saltos sólo se habían realizado a modo de entretenimiento, bajo condiciones climatológicas perfectas. Rara vez por la noche, casi nunca desde una altitud de seis mil pies y, por descontado, jamás con un paracaídas envuelto en llamas.
Conor localizó el cordón de apertura y tiró de él. Se había visto obligado a embalar su paracaídas cuidadosamente en un saco de harina, que después se había amarrado al pecho. Elevó una plegaria para que las cuerdas no se enmarañaran, pues de ser así el velamen no conseguiría abrirse. Tal como estaban las cosas, a aquella escasa altitud era muy posible que el paracaídas no dispusiese del tiempo suficiente para extenderse como era debido, en cuyo caso tan sólo le proporcionaría una mortaja para su sepultura en el mar.
El cordón de apertura estaba cosido a la punta de otro paracaídas de pequeño tamaño, muy parecido a los que Victor y Conor solían emplear para lanzar al vuelo maniquíes de madera desde los torreones del palacio. En teoría, este dispositivo de menor tamaño saldría despedido y arrastraría el paracaídas principal. Se trataba de una de las muchas ideas novedosas que Conor había garabateado sobre el barro, al fondo de su celda. En aquel momento, había albergado la esperanza de que sus inventos no tuvieran que ser probados en circunstancias tan atroces.
Aunque Conor no pudo verlo, el pequeño paracaídas funcionó a la perfección, deslizándose de su refugio como el cachorro de canguro abandona la bolsa de su madre. Zozobró bajo el viento unos segundos; luego, se abrió y atrapó el aire en movimiento. El descenso del dispositivo aminoró al instante, si bien no fue así en el caso de Conor, que seguía cayendo a toda velocidad. La tensión resultante arrastró el paracaídas de mayor tamaño a la oscuridad de la noche. El velamen de seda pasó rozando el rostro de Conor, mientras se iban hinchando sus pliegues con el viento.
«Que no se enreden las cuerdas. Que no se enganchen los pliegues. Te lo ruego, Dios mío».
Sus plegarias fueron atendidas. De pronto, la seda blanca del paracaídas se abrió al máximo de su capacidad, limpiamente, emitiendo un ruido que recordaba al disparo de un cañón. La violenta deceleración causó que las correas de sujeción se le clavaran con fuerza sobre la espalda, dejándole en la piel una quemadura en forma de equis que llevaría el resto de su vida.
Llegado este momento, Conor era incapaz de albergar cualquier pensamiento racional, y sólo se preguntaba por qué la luna parecía perseguirle; además, estaba envuelta en llamas. Furiosas chispas anaranjadas iban engullendo los paneles de seda, de modo que se veían las estrellas a través de los agujeros.
«No es la luna. Es mi paracaídas».
En ese instante, Conor tuvo la sensación de encontrarse de nuevo en su celda, en los estadios de planificación, y de que su imaginación iba planteando posibles problemas.
«Si las chispas del globo prenden la vela del paracaídas, será una pésima señal, pues significará que han disparado al globo, a pesar de que yo lo haya soltado del muro. Si esto sucede, sólo me queda confiar en que mi velocidad haya aminorado lo suficiente como para efectuar un amerizaje al que pueda sobrevivir».
El descenso de Conor era ahora lo bastante uniforme como para poder distinguir el cielo del mar. A sus pies, las islas pasaban a toda velocidad. Vio el palacio de Isabella y, cómo no, la muralla de Great Saltee, con sus hileras de lámparas eléctricas, que habían sido descritas por The New York Times como «la primera maravilla del mundo industrial».
«Si pudiera dirigir el paracaídas —pensó Conor—, las luces me servirían de guía para aterrizar».
Las embarcaciones giraban a sus pies formando un remolino de luz. En seguida, la más grande de ellas ocupó su campo de visión al completo y Conor comprendió que iba a aterrizar allí. No había forma alguna de esquivar la nave. Descollaba desde las negras profundidades como una de las medusas fosforescentes de Darwin.
Conor no se sentía especialmente triste; se trataba más bien de la decepción del científico cuyo experimento ha fracasado.
«Tres metros a la izquierda y podría haber sobrevivido —reflexionó—. La ciencia es, en efecto, esclava de la naturaleza».
Pero el azar tenía una última y extravagante carta que jugar aquella noche de extremos inconcebibles. Un segundo después de que su paracaídas se volatilizara en oscuras cenizas ardientes, Conor se estrelló contra el yate real Victoria and Albert II a una velocidad que rondaba los sesenta kilómetros por hora. Fue a caer sobre el tercer bote salvavidas de estribor, cortando una limpia rasgadura en la lona alquitranada de color azul, en la que nadie repararía hasta pasados dos días. Bajo la lona había un lecho de chalecos salvavidas confeccionados con corcho, almacenados allí de manera provisional hasta que se instalaran los ganchos correspondientes de los que colgarlos.
Dos días antes y los chalecos recientemente apilados no se habrían encontrado en la lancha salvavidas; tres días después y habrían sido distribuidos por todo el barco.
A pesar del freno del paracaídas y la lona alquitranada, la corpulencia de Conor y la velocidad a la que se desplazaba le hicieron atravesar la densa capa de corcho. Su hombro dislocado llegó hasta los tablones del suelo de la pequeña embarcación, donde rebotó una vez y, luego, se quedó inmóvil.
«El pantoque debe de estar inmaculado —pensó como entre sueños—. No huele más que a madera y pintura».
Y luego: «Creo que el impacto me ha recolocado el hombro. ¿Qué probabilidades hay? Astronómicas».
Éste fue su último pensamiento antes de que el olvido reclamase su presencia. Conor Broekhart no movió un músculo durante el resto de la noche. Tuvo vívidos sueños, pero sólo en dos colores: oro y carmesí.