6

WYNTER, CON «Y»

La mañana llegó temprano a Little Saltee, anunciada por un único disparo de cañón dirigido hacia Irlanda. En la isla, el cañonazo era una tradición que sólo se había pasado por alto dos veces en los seiscientos años transcurridos desde que el rey Raymond II la hubiera instaurado. Una de estas ocasiones tuvo lugar en 1348, año en que un brote de peste acabó con la mitad de la población en menos de un mes; la otra, durante la Edad Media, cuando la flota pirata de Eusebius Crow invadió Great Saltee. El disparo servía tanto para despertar a los prisioneros como para recordar a los contrabandistas y bandoleros irlandeses, incluso al gobierno de aquel país, que las fuerzas armadas de las Saltee se encontraban alerta, dispuestas a repeler cualquier ataque.

El estruendo del cañonazo despertó a Conor Broekhart, que yacía sobre un catre de madera. A pesar de todo lo ocurrido, había dormido profundamente. Su cuerpo, que necesitaba tiempo para recuperarse, le había proporcionado una noche tranquila, carente de pesadillas. Innumerables dolores de diferente índole le asaltaron los sentidos, si bien el más insistente procedía de su mano izquierda.

«Un beso de Little Saltee».

Por lo tanto, todo era real: el magnicidio del rey, la consiguiente orfandad de Isabella y las amenazas de muerte por parte de su propio padre.

«Todo es real».

Con un estremecimiento, Conor levantó la mano para inspeccionar la herida, y se sorprendió al encontrarla cuidadosamente vendada. Un fluido verde rezumaba por el borde de la gasa.

—¿Te gusta el vendaje, muchacho? —preguntó una voz—. Ese mejunje verde es Plantago lanceolata. También te he puesto un poco en la cara. Para conseguirlo, tuve que entregar mi último rollo de tabaco a uno de los carceleros.

Con los ojos entrecerrados, Conor recorrió la celda sumida en la penumbra. Unas piernas largas y delgadas destacaban entre las sombras. Una muñeca escuálida cubría una de las rodillas, y largos dedos pulsaban imaginarias teclas de piano.

—¿Me ha puesto usted la venda? —preguntó Conor—. Tengo… Tenía un amigo que sabía mucho de remedios medicinales.

—De joven, pasé un año con los Rufianes de Misuri durante la guerra civil norteamericana —prosiguió el hombre con acento estadounidense—. Aprendí algo de medicina. Pero, claro, cuando descubrieron que era un espía de los yanquis, el mismísimo Jesse James me clavó un atizador en los ojos. Pensaría que ya había visto lo suficiente, digo yo.

—Gracias, señor. No esperaba encontrar compasión en un lugar como éste.

—Y no la encontrarás con demasiada frecuencia —advirtió el yanqui—. Por eso, cualquier pequeña muestra de amabilidad reluce como un diamante en un cubo de carbón. Naturalmente nosotros, los locos, somos los más atentos de todos.

Durante unos instantes, Conor se quedó perplejo. «¿Nosotros los locos?».

Entonces, le vino a la memoria que Bonvilain le había declarado demente. Chiflado. Como una regadera.

El norteamericano continuaba hablando.

—Aunque, claro, en sentido estricto, soy un disminuido físico, y no un loco; pero aquí, en Little Saltee, nos meten a todos en el mismo saco: locos, inválidos y violentos —se levantó con lentitud, al tiempo que alargaba una mano—. Permíteme presentarme. Me llamo Linus Wynter, con «y». A partir de ahora, me verás muy a menudo; pero me temo que yo no voy a verte a ti.

Wynter emergió de las sombras como un revoltijo de escobas que se desploman al abrir un armario. Era un hombre larguirucho y desgarbado de más de cincuenta años, vestido con los andrajosos restos de lo que tiempo atrás fuera un exquisito traje de etiqueta. Al igual que Conor, llevaba un vendaje; pero en su caso le cubría las cuencas vacías de los ojos. Jesse James se había empleado a conciencia con el atizador, el cual había dejado en la frente despejada del estadounidense varias cicatrices de color púrpura.

Wynter dio un tirón a la venda.

—Cuando actuaba, solía llevar una máscara. Muy melodramático. Muy al estilo de Dickens.

Conor estrechó la mano de Linus Wynter con toda la firmeza que le resultó posible.

—Conor… Finn. Ahora me llaman así.

Wynter asintió con un gesto; su nariz y su nuez, ambas prominentes, proyectaban sombras angulares que le bailaban por el rostro y el cuello.

—Entiendo. Un nombre nuevo. En Little Saltee, más vale convertirse en una persona diferente. El viejo Conor se ha esfumado, ha muerto. Todo hombre necesita una sensibilidad diferente para sobrevivir en esta isla. Por muy joven que sea.

«¿Por muy joven que sea?».

Conor agitó una mano frente al rostro de Wynter.

—¿Cómo puede saber mi edad? ¿Es que el resto de sus sentidos se han agudizado?

—Sí, para compensar la falta de visión. Y ahora, por favor, baja la mano. En fin, el caso es que lo sé todo sobre ti, joven Conor Broekhart, o Conor Finn, porque te has pasado la noche delirando y no he podido dormir con tus balbuceos. Entonces, ¿es verdad que ha muerto el rey?

Los ojos de Conor se cuajaron de lágrimas. Al escuchar a un desconocido mencionar en voz alta la muerte del monarca, tuvo la impresión de que el crimen de Bonvilain aterrizaba en el mundo real.

—Sí. Yo le vi muerto.

Wynter exhaló un suspiro prolongado y afligido al tiempo que se pasaba los dedos por su mata de cabello grisáceo.

—Es una noticia terrible. Más de lo que te imaginas. Con Bonvilain, estas islas regresarán a los tiempos oscuros.

—¿Conoce a Bonvilain?

—Conozco muchas cosas sobre los asuntos de las Saltee —Wynter, con la boca entreabierta como para seguir hablando, parecía dispuesto a embarcarse en una larga explicación, pero de pronto se detuvo y ladeó la cabeza como el ciervo que intuye la presencia de cazadores—. Ya seguiremos con las historias esta noche. Durante la cena, tal vez —se inclinó hacia delante y sus dedos se agitaron como arañas en el aire hasta posarse sobre los hombros de Conor—. Ahora, Conor Finn, escúchame bien —dijo con una nota de urgencia en la voz—. El carcelero se acerca. Hoy tratarán de someterte. Mantente alerta de cualquier peligro: una puñalada imprevista, un estacazo en las espinillas. Acaba el día sano y salvo y por la noche te enseñaré a sobrevivir en este infierno. Existe un final, y nosotros lo veremos; confía en mí.

—¿Someterme? —se extrañó Conor—. ¿Por qué?

—Es la costumbre aquí. Un hombre sometido, incluso un muchacho, no suele perjudicar el rendimiento de la mina. Y en Little Saltee, el auténtico rey es el rendimiento, y no Arthur Billtoe.

Conor se acordó del estrafalario pirata que le había transportado hasta la prisión. No había parecido dispuesto a mover uno de sus enjoyados dedos para proteger a Conor.

—¿Qué debo hacer?

—Trabaja a conciencia —replicó Wynter—, y no te fíes de hombre o animal alguno. Y mucho menos de las ovejas.

Antes de que Linus Wynter tuviera ocasión de explicar tan insólito comentario, el pesado cerrojo de la puerta, al raspar las anillas de hierro, produjo un chirrido casi armónico.

—Do mayor —indicó Wynter con tono distraído—. Todas las mañanas. Maravilloso.

Se trataba de un sonido que Conor anhelaría durante los meses por venir, una melodía que escuchaba en sus sueños. La apertura del cerrojo significaba la liberación de la húmeda y oscura celda, pero también servía como recordatorio de que semejante libertad sólo era temporal. Los cronistas de la época han dejado constancia de que los supervivientes de Little Saltee solían sufrir de insomnio, que desaparecía al instalar un cerrojo oxidado en la puerta de sus respectivos dormitorios.

Arthur Billtoe asomó la cabeza por detrás de la puerta, mostrando en el rostro la jovial expresión del tío cariñoso que despierta a su sobrino para ir a nadar a la charca. Llevaba el cabello peinado hacia atrás con un pegote de grasa, y los gruesos pelos de la barba le salían disparados como clavos martilleados desde el interior de la piel.

—¿Preparado para el tubo, Conor Finn? —preguntó, haciendo tintinear un par de esposas.

Los dedos de Wynter se aferraron a los hombros de Conor como tenazas de hierro.

—La boca cerrada. Trabaja sin parar. Cuidado con las ovejas. Y no hagas enfadar al señor Billtoe.

Billtoe entró en la celda y colocó las esposas en las muñecas de Conor.

—Ah, sí; no me hagas enfadar nunca, soldadito. Ponme un dedo encima y te amarro a una argolla de la muralla inferior durante la marea alta. Y con respecto a las ovejas, el ciego tiene razón. Aquí, en Little Saltee, las ovejas no se usan para hacer estofado.

Toda aquella charla sobre ovejas resultaba insólita, siniestra. Conor imaginó que le aguardaba una sorpresa, y no precisamente agradable.

Por lo general, en las posadas, incluso en las cárceles, se sirve el desayuno antes de que comience el trabajo de la jornada. En Little Saltee era diferente. En la isla, el primer alimento del día se utilizaba como incentivo para trabajar con más ahínco. Sin diamantes, no había pan. Era un planteamiento bien sencillo que durante siglos había demostrado su efectividad. Conor había esperado una primera parada en un comedor, pero le condujeron directamente a la mina de diamantes, o el tubo, como la denominaban los residentes en la prisión.

Por el camino, Billtoe le fue explicando la rutina diaria en Little Saltee.

—Los salts con el estómago lleno tienden a mostrarse perezosos, atontados —comentó mientras masticaba un pedazo de pan que se guardaba en el bolsillo entre mordisco y mordisco.

Para Conor, que no había probado bocado en las últimas veinticuatro horas, se trataba de otra forma de tortura. Las punzadas de hambre quedaron pronto atenuadas por la repugnante costumbre de Billtoe, consistente en que después de tragarse un bocado lo regurgitaba para volver a saborearlo. Cada regurgitación iba acompañada de un estremecimiento que recorría la espina dorsal del carcelero como un latigazo.

Aunque Conor se sentía asqueado, sabía que el hambre no tardaría en regresar, que le carcomería la pared interior del estómago como si su cuerpo, desesperado, se hubiera rebelado en contra de sí mismo. El repique de una campana de iglesia en la distancia le distrajo de sus pensamientos. En aquel lugar dejado de la mano de Dios, resultaba un auténtico misterio.

Billtoe pareció animarse al escuchar el sonido.

—Entona tus oraciones, muchacho —dijo entre carcajadas.

El carcelero clavó la culata de su rifle en la espalda de Conor y le fue empujando por un pasadizo de adoquines iluminado por antorchas y por la difusa luz del amanecer, que entraba por las claraboyas del techo. El oleaje chocaba contra el muro de granito que discurría por la izquierda, en parte natural y en parte labrado, como si la isla se elevara a partir de la estructura. Con la fuerza de las olas, el pasadizo se estremecía y un centenar de regueros penetraba a través de la argamasa, quebradiza como el queso.

—Nos encontramos por debajo del nivel del mar —explicó Billtoe, como si Conor no se hubiera percatado—. Hace un tiempo, la prisión y la mina estaban separadas, pero la avaricia de los Trudeau y el trabajo de los presos acabaron por juntarlas. El sótano de la prisión estaba situado en aquella dirección y, con el tiempo, ambas se encontraron. Fue cuestión de derribar una pared, nada más. Para nosotros, los guardianes del ala del manicomio, resultó una suerte. Ahora no tenemos que aventurarnos a la intemperie; dejamos que los locos trabajen en la mina. En muchos casos, ni siquiera saben que resulta peligroso, y casi todos trabajan hasta que les sangran las manos si te los sabes camelar.

Billtoe realizaba esta disertación con un tono risueño que se contradecía con su naturaleza cruel. De no haber sido por los culatazos en la espalda y el beso de Little Saltee que le abrasaba la mano, Conor podría haber tomado al carcelero por un hombre amable.

Recorrieron un laberinto de pasillos salpicados de fornidas puertas y bóvedas resquebrajadas. El sótano de la prisión parecía en peligro de un derrumbamiento inminente.

—Parece que todo esto está a punto de hundirse, ¿verdad? —observó Billtoe, interpretando la expresión de Conor—. Pues sigue con el mismo aspecto desde que yo llegué aquí. No te engañes, este agujero te sobrevivirá. Aunque claro, siendo como eres un salt, no significa gran cosa.

Un salt. Conor ya había escuchado ese término. Así llamaban a los presos de Little Saltee. Quedaban marcados para siempre con una «S» en la mano. Ahora, Conor era un salt.

Al final del pasadizo se encontraron en una zona abierta que siglos atrás podía haber sido un almacén de alimentos. En las paredes se apreciaban descoloridas manchas de especias y de harina. Las losetas centrales habían sido levantadas y por el hueco se habían introducido escaleras de mano. Unos veinte guardianes se encontraban en el lugar, pertrechados con rifles corrientes, pero también con armas más particulares. Conor divisó cuchillos indios, látigos, puñales, alfanjes, revólveres norteamericanos, cachiporras y hasta una espada samurái. La tradición de contratar mercenarios había dejado su huella en el arsenal de las islas. Los guardias mataban el tiempo fumando, mascando tabaco y escupiendo. Fingían despreocupación, pero Conor se percató de que desde el primero hasta el último mantenían el puño sobre un arma u otra. Era un lugar peligroso; no convenía olvidarlo.

Las escaleras de mano descendían hasta aguas profundas y oscuras, delimitadas por la escasa luz que conseguía penetrar. Otros guardianes estaban alineados junto a las paredes de la gruta inferior, por encima de la superficie del agua. Varios convictos forcejeaban con un andamio que encerraba una gigantesca campana de bronce, la cual oscilaba en el reducido espacio como un péndulo y, al chocar, arrancaba fragmentos de piedra de la pared de la cueva mientras provocaba estrepitosos sonidos que recordaban al redoble de campanas de una catedral y llegaban hasta el nivel superior.

—Bienvenido al tubo —dijo Billtoe, escupiendo migajas de pan al hablar.

Conor tenía conocimientos sobre la geología de la isla gracias a las clases de Victor, y no tardó en darse cuenta de lo que allí se llevaba a cabo. La mina de diamantes de Saltee procedía del conducto de un volcán del otro extremo del mundo que había sido escindido por un glaciar y depositado en la costa irlandesa. Eso significaba que algún día las reservas de diamantes se agotarían, sobre todo teniendo en cuenta la extracción ávida y constante por parte de la familia Trudeau. No era la primera vez que se recurría a la minería submarina para aumentar las reservas de diamantes, pero el rey Nicholas había prohibido semejante práctica a los seis meses de su coronación. Aquella estructura de bronce era una campana de buceo, desde cuyo interior los prisioneros arrancaban diamantes en bruto de la parte de la mina que quedaba bajo el agua. Los decretos del rey Nicholas estaban siendo anulados antes de que su cadáver se enfriara. Era evidente que Bonvilain llevaba largos y amargos años tramando sus planes.

—Esa campana es muy antigua —comentó Conor en voz baja—. Debe de tener unos cien años.

Billtoe se encogió de hombros con gesto teatral y luego abrió las esposas de Conor.

—A mí me trae sin cuidado; no soy yo quien tiene que sumergirse, a Dios gracias. Es fácil hacerse daño, y cosas peores, como tú mismo descubrirás esta bonita mañana. Venga, abajo.

Otro empujón con la culata de su rifle provocó que Conor saliera tambaleándose en dirección a la ancha escalera que sobresalía desde las sombras de la gruta. Los largueros de la escalera se le clavaron en el pecho, evitando un resbalón que le hiciera caer en el pozo, así como el final de una incipiente carrera como minero.

—¡Baja un preso! —gritó Billtoe.

El guardián de más antigüedad levantó la vista a través de la penumbra al tiempo que torcía el gesto. Conor se percató de que era el hombre que había acompañado a Billtoe la tarde anterior. Sus rasgos más sobresalientes eran una falta casi absoluta de cabello y una postura encorvada que le hacía parecer jorobado.

—No necesitamos ninguno más, Arthur —gritó en respuesta—. Estamos al completo, aunque algunos terminen estirando la pata en la campana.

Billtoe agarró a Conor por el cogote, apremiándole para que se montara en la escalera.

—Basta ya, Pike. Éste es el chico especial de Bonvilain, ¿te acuerdas? Hay que vigilarle de cerca.

El enfurruñado gesto de Pike dio paso a una expresión cruel.

—Ah, sí; el chico especial. El principito. Mándale aquí abajo. Tengo unos cuantos carneros ansiosos por embestirle con su cornamenta.

«¿Carneros, ovejas? ¿A qué se referiría?».

Billtoe pisó una mano de Conor, forzándole a descender un travesaño.

—Abajo, Conor Finn. No me obligues a romperte los dedos. Calzo unas buenas botas y la sangre de un salt las estropearía.

Se produjo un curioso y expectante silencio mientras Conor se adentraba en el abismo. Notaba que la temperatura iba en descenso a cada escalón que bajaba, hasta que el frío del agua empezó a elevarse de la superficie y le envolvió los hombros como si de una pesada capa invisible se tratara. Conor se sentía asustado a más no poder, casi petrificado, incapaz de moverse; pero al cabo de unos instantes la gravedad le tiró de los huesos, ayudándole a bajar.

Los convictos del ala del manicomio formaban una pandilla de lo más variopinto, en la que abundaban las miradas ausentes y las mandíbulas flácidas. Se quedaron contemplando a Conor con odio, con miedo, y la amenaza de peligro se palpaba en el salobre ambiente. Durante un buen rato, el silencio reinante tan sólo fue interrumpido por el chirrido de la escalera y el lamido del agua contra la roca.

Por fin, Conor pisó el suelo de la gruta, donde se sintió como una bandera enemiga bajo la mirada penetrante de tantos antagonistas. Billtoe bajó la escalera detrás de él y señaló la campana con un gesto.

—Te presento a Flora. ¿Sabes qué es?

—Una campana de buceo —masculló Conor en respuesta.

—No, cabeza hueca. Es… —Billtoe se disgustó al darse cuenta de que le habían robado la información. Clavó un rígido dedo en el pecho de Conor—. Sí, es verdad. Es una campana de buceo. Y ya que eres tan listo, serás el primero en meterte dentro. Flora ha estado varios años fuera de servicio, pero seguro que todas las piezas están en condiciones.

Conor se obligó a sí mismo a examinar la campana, aunque lo único que deseaba era acurrucarse en un rincón y echarse a llorar por la mala suerte que le perseguía. Parecía en buen estado, si bien en varios lugares mostraba hondas abolladuras provocadas por la roca. Se encontraba suspendida de una serie de cadenas amarradas a una argolla de hierro que, a su vez, se sujetaba por medio de otra media docena de cadenas atadas a la estructura del andamio que quedaba por encima. Las cadenas parecían tan antiguas como la propia campana y, al oscilar, algunos de los eslabones corroídos soltaban escamas de óxido. Una agrietada manguera de goma emergía de la parte superior de la campana y serpenteaba hacia arriba, en dirección a una especie de fuelle con manivela que, según imaginó Conor, debía de ser una antiquísima bomba de aire. Dos de los presos accionaban la manivela. Uno de ellos sufría continuos ataques de tos tísica y el otro se detenía a intervalos regulares para escupir sobre las rocas esputos de tabaco. Por descontado, no era el dúo ideal para la tarea. Conor no se fiaría de ninguno ni para proporcionar oxígeno a los pulmones de un cachorro.

Billtoe dio unos pasos atrás y, a gritos, se dirigió a un guardián que tenía por encima.

—Que la bajen. Que no se rompa la manguera, o el encargado nos dará una buena tunda.

La campana de buceo fue descendiendo a trompicones, de acuerdo con la fortaleza de los prisioneros que soportaban el peso y los chapuceros enredos en las cadenas provocados en la inmersión anterior. Algunos de los eslabones se habían apiñado formando enmarañados nudos y ahora, al soltarse, salían disparados y provocaban que la campana diera bandazos y sacudidas. Las paredes de la gruta hacían eco de los disonantes ruidos metálicos, causando que todos cuantos tuvieran las manos libres se taparan los oídos.

—¡Menudo jaleo estáis armando! —increpó Billtoe a su camarada—. Aquí abajo armáis más jaleo que una panda de borrachos el día de San Christopher.

San Christopher había sido adoptado por los Trudeau como el santo patrón de las Saltee. La iglesia de Great Saltee llevaba su nombre.

—No es culpa mía, Billtoe —replicó el guardián—. Está bajando, ¿no? Cuidado, a ver si te va a aterrizar en la cabeza.

El comentario era en broma, pero, por si acaso, Billtoe se desplazó hacia un lado a toda prisa. Flora descendía balanceándose, como una inquieta cría de mono colgada de una liana, hasta que por fin cayó con un chapoteo sobre el agua oscura, formando ondas concéntricas que se precipitaban contra las rocas.

—¡Todos los días! —suspiró Billtoe mientras se limpiaba la frente con un pañuelo—. A partir de ahora, tendremos que aguantar este maldito follón todos los días —dirigió su atención, y también su enojo, a los prisioneros encargados de las bombas—. ¡Esa manivela! ¡Estúpidos ignorantes, cabezas de chorlito!

—Sí, jefe —mascullaron, y se dispusieron a bombear el fuelle, enviando aire a través de la manguera de goma hasta el interior de la campana. La manguera se retorcía y aleteaba a medida que el aire la inflaba ligeramente.

La campana se fue hundiendo poco a poco en el mar, emitiendo un curioso y estremecedor zumbido a medida que el agua acariciaba su superficie.

Billtoe propinó un codazo a Conor.

—¿Has oído eso, soldadito? Lo llamamos «canto de sirena», porque es el último sonido que escuchan muchos salts. Ay, Señor; se me había olvidado lo agradable que resulta.

En la parte superior de la campana se distinguía una banda de cristal sellada con caucho. Esta ventana estaba cubierta de una gruesa capa de algas y suciedad que hacía imposible ver a través de ella.

Billtoe siguió la mirada de Conor.

—Sí, es una lástima lo de esa portilla. Más sucia que los calzones de un pordiosero. Hoy no vamos a ver gran cosa de lo que pasa ahí dentro. Ojalá no se produzcan accidentes desafortunados.

Conor albergaba pocas dudas con respecto al infortunio de lo que le esperaba, y estaba convencido de que no sería por accidente. Billtoe tenía la intención de someterle en el interior de la campana. Todo aquel asunto era una auténtica pesadilla. Espantado, retrocedió de su guardián como lo haría de una antorcha en llamas.

—¿A qué viene tanto aspaviento, muchacho? —preguntó Billtoe—. ¿Tan poco has tardado en volverte loco? Pues más te vale no perder la cabeza dentro de la campana.

Por sorprendente que fuera, este último comentario tenía visos de sabio consejo por parte del carcelero. Suponía una advertencia, y Conor lo tomó como tal. Fueran cuales fuesen sus problemas, tenía que olvidarlos hasta encontrarse a salvo, de regreso en su celda. Linus Wynter le ayudaría a subsistir en aquel infierno, pero sólo si Conor vivía lo suficiente para volver a encontrarse con él. Seguro que Bonvilain, el muy traidor, no deseaba su muerte; pero tal vez las misteriosas ovejas no siempre obedecían las órdenes al pie de la letra.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó a Billtoe; más valía prepararse lo mejor posible.

Billtoe estaba deseoso de soltar un discurso.

—Bajamos a Flora al tubo; luego, te sumerges con tu compañero y empiezas a extraer diamantes. Es cuestión de coser y cantar —soltó un ladrido a un prisionero que se rezagaba junto a la superficie del agua—. Tú, merluzo, entrégale tu cinturón.

El hombre colocó una mano protectora sobre su cinturón de cuero.

—Pero, jefe, llevo años utilizando estas herramientas. Las heredé de mi padre.

Billtoe se dio unos golpecitos en la cabeza, como si tuviera agua en los oídos.

—¿Qué es esa cháchara? Oigo el parloteo de un muerto. Debe de filtrarse por los balazos en el cuello.

Dos segundos más tarde, el cinturón se encontraba en manos de Conor. Billtoe repasó las herramientas.

—Tienes un martillo picador para romper la roca. Golpeas la piedra con el martillo y luego extraes los diamantes, que parecen más bien canicas de vidrio. No tengas miedo de romperlos, es imposible, porque están hechos de…

—La materia natural más dura —concluyó Conor sin apenas darse cuenta.

—La materia natural más dura —prosiguió Billtoe, y luego frunció el ceño. Alargó la mano y abofeteó al muchacho en la sien—. Deja ya de darme las lecciones que yo te estoy dando a ti. Es una característica tuya de lo más irritante, y me encantaría quitártela con una buena paliza.

Conor asintió, haciendo caso omiso del dolor en la cabeza, al igual que ignoraba los demás dolores.

—Esto de aquí —prosiguió Billtoe con tono de orgullo, señalando una pequeña herramienta con forma de tridente— es una horquilla del diablo. Fue inventada en esta misma isla por un tal Arthur Billtoe, hace más de veinte años. Esta preciosidad me consiguió un empleo de por vida. Además, el mismísimo mariscal Bonvilain me otorgó una casa en Great Saltee. Es tele… tele…

—Telescópica —resolvió Conor, pensando que si Billtoe ni siquiera era capaz de pronunciar la palabra, era poco probable que hubiera inventado una herramienta con semejante característica. Lo más seguro es que le hubiera robado la idea a uno de los presos.

—Exacto, telescópica. Lo tenía en la punta de la lengua, a ver qué te crees.

Billtoe sacó la horquilla de su funda, giró unas cuantas anillas y la herramienta pasó de una longitud de veinte centímetros a otra de noventa.

—Ahora, se introduce esta preciosidad por las grietas para agarrar las piedras que hayan caído por dentro. Impresionante, ¿verdad?

Conor asintió, pues sabía lo que le convenía, aunque un tridente extensible a duras penas podía calificarse como impresionante. Sin embargo, era práctico e ingenioso, y venía a demostrar que Bonvilain sabía detectar las buenas ideas cuando se le presentaban.

—Así que lo único que tienes que hacer es sumergirte ahí abajo, meterte en la campana y excavar tantos diamantes como puedas hasta que acabe tu turno. Los guardas en tu red y los subes aquí arriba. Es coser y cantar. Naturalmente, registramos a todos los buzos, y si encontramos alguna piedra fuera de esa red, busco al guardián más brutal de la isla y le ordeno que te azote hasta que se te quiten las ganas de robar. ¿Está claro, soldadito?

Conor asintió, preguntándose si la mina se encontraría cerca del mar abierto.

Una vez más, Billtoe hizo gala de una inquietante habilidad para anticipar los pensamientos de Conor.

—Por descontado, puedes optar por seguir nadando para huir. Tal vez el señuelo de la libertad resulte demasiado tentador para ti. Eres muy libre de intentarlo. Podrías incluso conseguirlo; eso sí, serías el primero, y hombres más fuertes que tú lo han intentado. Nos siguen llegando cuerpos a la gruta, arrastrados por el agua, décadas después de que se ahogaran. ¿Y sabes qué? Todos los cadáveres parecen iguales.

Conor se abrochó el cinturón a las caderas, ajustándolo hasta el último agujero. No podía imaginarse manera alguna de escapar de semejante tarea. En la mitología griega, cuando los héroes se enfrentaban a pruebas abrumadoras, se aplicaban a ellas con estoica resolución y salían victoriosos. Conor no podía reunir ni una pizca de determinación para semejante prueba; lo único que sentía era un agotamiento insoportable. E incluso aunque saliera victorioso, su única recompensa sería más de lo mismo al día siguiente, y así un día tras otro.

Billtoe le animó con un amigable guiño y dio unas alegres palmaditas en la pistola que llevaba a la cintura. Conor introdujo un pie en el agua y el frío le agarró con su puño helado, arrebatándole la vida de los dedos. Se le escapó de los labios un ahogado grito involuntario que provocó risotadas entre los hombres allí reunidos.

Tardó unos instantes en acostumbrarse a la temperatura del agua y paseó la vista rápidamente por la cueva, preguntándose si encontraría una sola persona dispuesta a acudir en su ayuda. Todas las miradas con las que se cruzó se le antojaron hostiles. Eran hombres toscos en un entorno malvado, poco dispuestos a malgastar el tiempo en sentir compasión. Conor reflexionó que, de no ser por los uniformes, los carceleros no se distinguirían de los presos. Se encontraba solo en aquel trance; eran catorce, y se encontraba solo. Se trataba de una de las escasas ocasiones en su vida en las que su padre no estaba a su lado para ofrecerle consejo. Y si Declan Broekhart hubiera estado allí, tal vez se habría reído junto con los demás. El mero pensamiento le resultaba insoportable.

Aunque sin duda estaba solo, había algo en su interior que no le permitía darse por vencido. La inteligencia de su madre y el empuje de su padre ejercían una fuerte presencia en su espíritu. De alguna manera, resistiría, conseguiría sobrevivir. Si fuera capaz de regresar a la celda con un hálito de vida, Linus Wynter, el norteamericano, podría enseñarle un par de cosas sobre Little Saltee.

«Aparta todo eso de tu mente —se dijo—. Olvida a tu familia, al rey, a Isabella. Olvídalos a todos. Concéntrate en vivir; sólo así podrás pensar en ellos otro día».

La teoría era más fácil que la práctica, pero Conor se esforzó cuanto pudo y se concentró en la escena que tenía ante sus ojos, dejando a un lado su tormento. Dio un paso adelante en el saliente rocoso y con toda rapidez se hundió en las aguas frías y oscuras de Little Saltee.

Por un instante, el frío le resultó inaguantable y parecía que nada, nunca, podría superarlo en intensidad. Conor empezó a agitar las piernas y los brazos de un lado a otro, no por miedo, sino para generar algo de calor. Con frecuencia había nadado en las playas de las Saltee con anterioridad, pero el agua en la que ahora se encontraba sumergido jamás había visto la luz del sol. Nada podía elevar la temperatura unos cuantos grados.

Conor abrió los ojos y fijó la vista a través de la líquida penumbra. Por debajo de él descubrió una mancha anaranjada, como un sol desvaído atrapado en el espacio negro.

«La campana. No está tan lejos —se dijo—. Habría que ser muy mal nadador para no cubrir la distancia. Diez brazadas, como mucho».

Conor se zambulló y nadó ahuecando las manos para batir el agua con mayor eficacia. Siempre había sido un buen nadador, por lo que de inmediato advirtió que la mancha anaranjada adquiría su forma de campana y pudo distinguir la textura de la superficie. Este pequeño éxito le confortó en cierta forma.

«No estoy indefenso. Aún puedo hacer cosas».

La campana oscilaba con suavidad a unos sesenta centímetros por encima del lecho de la cueva y burbujas de aire escapaban del interior, como hebras de perlas, a través de una docena de brechas diminutas. Conor se agarró del cerco curvado de la estructura de bronce y, retorciéndose, se coló dentro. Sus esfuerzos se vieron recompensados con el aire del habitáculo; no agradable o fresco, en absoluto, pero aire al fin y al cabo. Conor llenó sus pulmones al máximo, ignorando el olor a caucho y la película grasienta que instantáneamente le cubrió la nariz y la garganta.

El agua se elevaba unos quince centímetros en el interior de la campana de buceo, y la superficie en la que Conor apoyaba los pies resultaba tan irregular y resbaladiza como peligrosa. No era el entorno ideal para trabajar. La propia campana tenía un diámetro de apenas tres metros, y al oscilar trazando arcos irregulares por efecto de la corriente, golpeaba a Conor en el hombro y el codo. Se encorvó todo lo que pudo y trató de protegerse la cabeza. La luz era macilenta y trémula.

Levantó la vista hacia la portilla, pero no se distinguía nada, salvo unas cuantas siluetas borrosas y ondulantes. ¿Serían hombres? ¿O acaso rocas? Imposible averiguarlo. Entonces, una de las siluetas se separó de las demás.

Con un miedo más gélido que el agua del mar, Conor observó cómo la figura saltaba al océano, haciendo estallar su superficie en un rompecabezas de esquirlas plateadas. El rumor del chapoteo llegó por el conducto de aire de la campana. También se escuchó otro sonido: el de carcajadas, que flotaban por la mina como una presencia fantasmal. Era una risa oscura, cruel, amenazadora.

Conor trató de poner freno al terror más absoluto.

«Sobrevive. Puedes hacer cosas. Sobrevive».

Entonces, algo pasó junto a la portilla a toda velocidad. Un brazo pálido, grueso y musculoso que daba palmetazos en el agua. En el antebrazo, dibujado con marcadas perforaciones, lo bastante visible incluso a través de la capa de suciedad, se apreciaba el tatuaje de un carnero con cornamenta.

«Un carnero, el macho de la oveja —pensó Conor—. Aquí, en Little Saltee, las ovejas no se usan para hacer estofado».

La figura desapareció de la vista y se colocó por debajo del borde inferior de la campana. Unas manos dieron una palmada en el bronce, provocando una cacofonía de estremecedores sonidos metálicos en el interior. Los ruidos reverberaron en la campana de buceo hasta tal punto que Conor se puso a rezar rogando silencio. Los oídos estaban a punto de estallarle. A continuación, cuatro dedos gruesos se curvaron bajo el borde de la campana; bajo el agua, emitían un resplandor blanquecino.

Cada dedo estaba tatuado con una sola letra. Incluso mirándolos al revés, no hacía falta ser un erudito para leer lo que las letras prometían.

P. A. I. N. Es decir, «dolor».

Conor no dudó ni un segundo que, en efecto, era dolor lo que le aguardaba.

Un hombre de proporciones formidables se arrastró junto al lecho marino, haciendo caso omiso de las afiladas rocas que le arañaban la carne. Cuando se puso de pie en el interior de la campana, una docena de arroyuelos rojos le asomaban por el pecho. De pronto, Conor tuvo la impresión de que le faltaba el aire. Retrocedió hasta que el frío metal de la campana se le quedó pegado a la espalda.

El tamaño del hombre quedaba sin duda exagerado por el reducido espacio; aun así, a Conor le parecía un gigante. El recién llegado abrió los brazos de par en par, haciendo tintinear con los dedos las paredes de bronce como si de un piano de cola se tratara. El delicado sonido no era lo más apropiado dada la situación. Fueran cuales fuesen las intenciones de aquel hombre, no parecía tener prisa en llevar a cabo su misión. Se estiraba de un lado a otro, chasqueando sin parar el cuello y los nudillos mientras mostraba una expresión de serena satisfacción. Conor descifró muchas cosas en esa mueca: la confianza en sus facultades sanguinarias, el recuerdo de actos violentos en el pasado y la expectación ante la tarea que tenía por delante.

El hombre sonrió, dejando a la vista una dentadura amarillenta por el tabaco, pero su animado gesto se vino abajo al reparar en la juventud de Conor.

—Por todas las campanas del infierno, no eres más que un muchacho. ¿Qué has hecho? ¿Exagerar tu edad para entrar en el ejército? ¿Tan desesperado estás por patrullar una muralla? ¡Si ni siquiera estamos en guerra!

—Eres una oveja —dijo Conor, paralizado de miedo—. En Little Saltee, las ovejas no se usan para hacer estofado.

El hombre acarició su tatuaje con afecto.

—Hay quien nos llama ovejas, es verdad; pero en realidad somos los Carneros Rampantes, porque nuestro trabajo preferido consiste en atacar.

Ahora Conor entendió las continuas referencias a las ovejas. Los Carneros Rampantes constituían una conocida banda de irlandeses residentes en la capital de Inglaterra que ejercía el contrabando en numerosos puertos, desde Londres hasta Boston. Otra fuente de ingresos era el alquiler de matones. Daba la impresión de que aquel carnero en particular se ganaba bien el sueldo.

—Pero bueno, qué le vamos a hacer —prosiguió el hombre—. Ya me han pagado, y no me gusta decepcionar a mis clientes, así que no tendrás más remedio que aguantar la paliza, por muy joven que seas.

—¿Vas a matarme? —preguntó Conor. El olor que aquel hombre emanaba inundaba la campana, provocando una sensación de asfixia en el reducido espacio. Apestaba a sangre, sudor, tabaco y aliento rancio.

El hombre se abrió la camisa y dejó al descubierto una lista tatuada en el pecho.

—Si te matara, mi cliente no estaría en deuda conmigo porque me ha pagado tres libras.

Conor leyó las palabras grabadas en la pálida piel del hombre:

Puñetazos: 2 chelines.

Dos ojos morados: 4 chelines.

Romper nariz y mandíbula: 10 chelines.

K. O. (con garrote): 15 chelines.

Arrancar oreja de un mordisco: igual que anterior.

Romper pierna o brazo: 19 chelines.

Disparo en una pierna: 25 chelines.

Puñalada: igual que anterior.

Mandar al otro barrio: a partir de 3 libras.

El hombre se abotonó la camisa.

—Me pagó tres libras, sí; pero dijo que lo alargara. Que te golpeara a diario hasta que el crédito se agotase. Son un montón de puñetazos, claro está; pero como no eres más que un chiquillo, me imagino que con un guantazo al día tendremos suficiente. Si el trabajo se vuelve aburrido pasadas unas semanas, puede que te arranque la oreja de un mordisco para rematar.

Conor no daba crédito a lo que escuchaba. La actitud de aquel hombre era la de un profesional; se comportaba como el maestro de obras que detalla el presupuesto para reparar un tejado.

—¿Qué harás cuando suban los precios?

El hombre frunció el ceño.

—¿Te refieres al tatuaje? No se me había ocurrido. Me figuro que me lo tendrán que escribir por encima. Hay un tipo bajito de Galway; se le dan bien las agujas. Bueno, pues hasta mañana…

—¿Cómo? —dijo Conor, pero antes de terminar de pronunciar la palabra el gigantesco puño del hombre ya había empezado a trazar un arco, y acto seguido le golpeó en la cabeza como un cañonazo. Lo último que Conor consiguió ver fueron las letras tatuadas en los dedos de su atacante, aunque mantuvo la consciencia el tiempo suficiente para escuchar la salvaje cancioncilla que entonaba el carnero rampante:

Los golpeamos,

los apuñalamos,

los mordemos,

los lisiamos.

Nuestra violencia no tiene fin,

paga tu precio y lo haremos por ti.

Si estás en apuros,

si alguien te molesta,

los Carneros Rampantes

tenemos la respuesta.

A continuación, el mundo entero se inundó de agua y Conor, de buena gana, se dejó arrastrar por la corriente.

«Quizá esta vez no me despierte —pensó—. No quiero volver a despertarme, nunca más».

Pero se despertó, muchas horas después. Linus estaba inclinado sobre él, con los dedos manchados de una pasta verde.

—Más plantago, me temo —explicó—. Empieza a convertirse en una costumbre.

Conor volvió a cerrar los ojos, temeroso de echarse a llorar. Se mantuvo inmóvil durante un buen rato, respirando en silencio por la nariz. Notaba el frío emplasto en la sien, donde el carnero le había golpeado, y en la mano, donde la marca con hierro candente aún le quemaba.

«Tiene que existir un final para esto. ¿Cuánto tiempo se puede soportar semejante tortura sin perder la razón?».

—Has dormido casi doce horas. Te he guardado la comida. Al menos, bebe un poco de agua.

«Agua». La sola palabra consiguió espabilar a Conor por completo. La garganta se le despellejaba de pura sed.

«El principal instinto humano es la supervivencia —había asegurado Victor en cierta ocasión—. El hombre es capaz de soportar casi cualquier cosa con tal de seguir sus instintos».

—Agua —carraspeó el muchacho. Al levantar la cabeza, el jugo del plantago le bajó como un reguero por la frente.

Wynter colocó un tosco tazón de barro junto a los labios de Conor y le ayudó a beber. Para Conor, el agua sabía a la vida misma, y de inmediato se sintió lo bastante fuerte para sujetar el tazón. Lentamente, se incorporó hasta quedarse sentado y suspiró, agradecido, por el simple placer de aplacar su sed.

—Ahora, tienes que comer algo —dijo Wynter—. Debes mantenerte fuerte. En esta prisión, un ataque de fiebre podría acabar con tu vida.

Conor soltó una risita; un débil estremecimiento. La fiebre no tendría la oportunidad de matarle. Al carnero rampante le quedaban casi tres libras para propinarle palizas, y era poco probable que Conor sobreviviera a todas.

Wynter colocó una escudilla en las manos de Conor.

—Te ocurra lo que te ocurra, y seguro que algo te va a pasar, si no tienes fuerza, ni siquiera serás capaz de rezar.

Conor acabó por ceder y escogió un trozo de carne fría del plato de estofado. Aquel guiso no podía haber sido apetitoso ni siquiera recién hecho. La carne estaba dura, quemada, llena de grasa y de nervios; pero le aportaría energía, y energía era lo que iba a necesitar para regresar a la campana a encontrarse con un carnero demente.

—Y ahora —dijo Wynter—, cuéntame qué ha pasado. Te trajeron a la celda tumbado sobre una tabla. Al principio, ni siquiera pude encontrarte el pulso.

Conor masticó un pedazo de carne. La grasa resultaba viscosa y, al masticarla, parecía un trozo de goma.

—Me colocaron en una campana de buceo con uno de esos carneros rampantes.

—Descríbemelo —indicó Wynter.

—Es un hombre grande, enorme. Con tatuajes por todo el cuerpo. En los nudillos lleva las letras P. A. I. N., es decir, «dolor», y…

—Y una lista de precios en el pecho —concluyó el compañero de celda de Conor—. Es Otto Malarkey, el carnero principal. Ese animal ha propinado palizas a más hombres de los que puede contar. Y eso que se le dan bien las cuentas, sobre todo cuando hay monedas por medio.

—Le han pagado mucho dinero para que me pegue todos los días. Así es como piensan someterme.

—Un plan sencillo, pero efectivo —admitió Wynter—. El hombre grande ataca al pequeño. La táctica siempre ha funcionado, hasta en el caso de Napoleón.

Conor dio un sorbo de agua. Ahora que empezaba a recuperar los sentidos, percibía el sabor a salitre.

—Tiene que haber algo que yo pueda hacer.

Wynter reflexionó sobre el comentario mientras se ajustaba la venda que le tapaba los ojos con sus largos dedos de pianista.

—Este asunto es más importante que las dificultades habituales en la prisión, sobre las que había pensado aconsejarte esta noche. Si quieres sobrevivir, joven Conor, debes encargarte de Malarkey.

—Sí, pero ¿qué hago?

—Primero, tienes que descansar. Túmbate y reflexiona sobre tus puntos fuertes. Saca de ti cuanto has aprendido a lo largo de tu vida. Desentierra todos los deseos de venganza que has alimentado en tus horas más oscuras. Seguro que tienes aptitudes. Eres un chico alto y fuerte.

—Y si las tuviera, ¿entonces qué? —insistió Conor.

—Otro plan sencillo —susurró Wynter—. Más antiguo incluso que el anterior. Cuando vuelvas a encontrarte con Malarkey, tienes que matarle sobre la marcha.

«Matarle».

—No puedo. Jamás podría…

Wynter esbozó una sonrisa indulgente.

—Eres un buen chico, Conor. Bondadoso. La idea de matar te espanta, y el solo pensamiento de que tú, precisamente, tengas que acabar con la vida de otra persona resulta terrible.

—Es verdad. Yo no soy de esa clase de…

Wynter levantó un dedo con el ademán de un director de orquesta.

—Todos somos de esa clase de personas; la supervivencia es el instinto más básico. Pero tú eres sensible, se te nota, de modo que te serviré de guía en tu ruta hacia el asesinato. Desde que me arrancaron los ojos, me he hecho un experto en recrear imágenes en la mente. Puedo ver las salas de conciertos de mi juventud. Con la ayuda del tiempo y la concentración voy llenando los huecos hasta que la imagen queda completa, hasta que veo cada una de las sillas tapizadas de terciopelo, cada candileja, cada querubín recubierto de oro —durante un prolongado instante, Wynter se perdió en su pintoresco pasado; luego, los sonidos y los olores de Little Saltee convirtieron en añicos su imagen mental—. Tienes que cerrar los ojos e imaginarte al hombre que te envió aquí. Utiliza el odio que sientes hacia él para despertar tu instinto asesino.

Conor no tuvo que concentrarse mucho rato. El rostro de Bonvilain le saltó a la mente con todo lujo de detalles, con sus ojos infames y su sonrisa burlona.

—Y ahora, Conor, dime, ¿te consideras capaz de matar?

Conor reflexionó sobre todo lo que Bonvilain le había hecho a la familia Broekhart.

—Sí —respondió—. Soy capaz de matar.

Linus Wynter sonrió con melancolía.

—Todos somos capaces —replicó—. Que Dios guarde nuestras almas.