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TRAICIÓN Y COMPLOT

Conor no regresó a casa tras su encuentro con Isabella; estaba demasiado emocionado. Notaba como si el peso del corazón se le hubiera reducido a la mitad. De alguna manera, en contra de las leyes científicas, el simple hecho de haberse sincerado con la princesa le hacía sentirse más ligero. Así, aunque ya era tarde, Conor decidió conservar esa sensación pasando una hora a solas en su escondite favorito, al que no acudía desde hacía meses.

En más ocasiones de las que podía recordar, sus padres le habían prohibido subir a la garita de la torre del homenaje. Por lo general, Conor respetaba sus deseos; pero para todo joven existe una transgresión secreta a la que no puede renunciar. En el caso de Conor consistía en encaramarse en las alturas, sobre el alero que discurría por debajo de la garita. Era el lugar en el que se encontraba más identificado con su propia naturaleza, donde advertía que, efectivamente, un muchacho y su maestro podían alcanzar la victoria en la carrera aeronáutica.

Pero aquel anochecer no pensaba en máquinas voladoras más pesadas que el aire mientras salía al exterior por una estrecha buhedera medieval y trepaba por la hiedra hasta los caballetes de madera que se habían instalado tras el incendio que asolara los aposentos privados del rey Nicholas. Aquella noche pensaba en Isabella. Nada en particular le ocupaba la mente; sólo tenía pensamientos agradables, cordiales. En cuanto apoyó la espalda sobre la familiar mampostería de la torre, una conocida sensación de paz descendió sobre él. Se sorprendió al descubrir lo estrecho que ahora resultaba el escondite; pronto se le quedaría pequeño y tendría que encontrar otro lugar elevado donde acariciar sus sueños de remontar el vuelo.

Permaneció sentado, contemplando cómo el sol se ponía sobre el océano y compartiendo el panorama con una docena de gaviotas que esperaban en vano a que alguien abandonara un barril lleno de pescado en la parte interior del muro cortina. Al otro lado de la bahía, en los alrededores de Kilmore, divisaba una hoguera de grandes proporciones, y el faro de Hook Head ya arrojaba su cono de luz sobre el canal de San Jorge. Era una hermosa noche de comienzos de verano y la estrecha franja de agua que separaba las dos islas brillaba trémulamente bajo la luna como si ambas orillas estuvieran unidas por un puente.

Abajo, a sus pies, una tropa de guardias hacía instrucción. Y sobre la muralla de Great Saltee, Conor divisó a su padre, que caminaba a grandes zancadas entre los puestos de vigilancia mientras su capa de oscuro paño aleteaba a sus espaldas.

No se sintió tentado a llamarle. Mejor sería retrasar lo más posible el castigo con el que tendría que pagar por su desobediencia.

«Podría recorrer el mundo en busca de otro científico espadachín, pero dudo que encontrara ninguno como tú».

Conor esbozó una sonrisa al recordar las palabras de Isabella.

Sus pensamientos quedaron interrumpidos por un taconeo sobre la piedra del interior de la torre; alguien subía las escaleras. En las ocasiones que Conor había escalado hasta su elevado escondite, las únicas pisadas que había escuchado en esos peldaños eran las de su padre, que acudía a buscarle. Declan Broekhart se encontraba quince metros más abajo, sobre la muralla, de modo que no podía tratarse de él.

Conor se giró levemente sobre el estrecho alero y, agarrándose a la enredadera, miró a hurtadillas a través del cristal emplomado de la buhedera. Al inclinarse y abandonar el abrigo de su guarida, el viento le alborotó el cabello y, de golpe, le vino a la memoria cómo, de niño, solía adoptar aquella posición.

«Fingía que volaba. Me acuerdo».

Conor sonrió al recordarlo.

«Muy pronto, ya no hará falta fingir. Victor y yo diseñaremos nuestra máquina y pasaré volando junto a la ventana de Isabella».

Una figura se movió en el interior de la garita. Conor vio en primer lugar una sombra que fluctuaba por el movimiento de una lámpara; luego, percibió la oscura silueta del farol, que alguien mantenía a baja altura para iluminar los escalones. Fragmentos de luz parpadeaban sobre los pliegues de la ropa del recién llegado, y también sobre su rostro. Bajo el resplandor, una forma de color rojo cobró vida: era una cruz. Luego, una frente pronunciada sobre ojos relucientes. Bonvilain.

Conor se mantuvo inmóvil como una gárgola. La capacidad de percepción del mariscal era casi sobrehumana. Podía distinguir la cabeza de una foca en medio del mar tormentoso. Bonvilain contaría con sobradas razones para censurar el hecho de que Conor anduviese rondando a tan corta distancia de la residencia del rey, y estaría justificado que le matase de un tiro, por traidor.

«Me quedaré sentado sin moverme, sin respirar, hasta que el mariscal se haya ido. Luego, me marcharé a casa corriendo».

La visión de las marcadas facciones de Bonvilain envueltas en las sombras había dado al traste con la alegría de la jornada. Y ahí habrían terminado las aventuras del día si otro objeto diferente no hubiera lanzado un destello bajo la luz de la lámpara. Se trataba de algo que Conor conocía bien. Bonvilain agarraba entre sus dedos un revólver de cañón largo con empuñadura de nácar.

Sin lugar a dudas, era el Colt Peacemaker de Victor. Qué extraño. ¿Qué haría el mariscal Bonvilain recorriendo los pasillos de servicio del castillo con el arma de Victor?

«Estás confundido. No puede ser el arma de Victor».

Pero lo era. La aguda vista de Conor había reparado en los detalles suficientes para asegurar que no estaba confundido. Había examinado el revólver infinidad de veces, empañando con su aliento la vitrina de cristal.

«Debe de haber alguna explicación. Desconocer el motivo no implica que éste no exista».

El razonamiento resultaba lógico y sensato; pero Conor era joven, además de científico, combinación que da como resultado la especie con la mayor curiosidad del género humano. No podía desentenderse de la situación, de la misma forma que un convicto es incapaz de pasar por alto una puerta abierta. Si Bonvilain estaba en posesión del arma de Victor, éste lo sabría, y conocería el porqué. Desde tiempo atrás, el francés venía sospechando que el mariscal no era de fiar, y ahí podía estar la prueba.

Conor aguardó unos momentos hasta que el último rastro de luz del farol hubo pasado y la espalda de Bonvilain se hubo sumido en las tinieblas. Luego, con la agilidad de un mono, se impulsó hasta el alféizar de la buhedera, acción que habría provocado que a sus padres, horrorizados, se les encogiera el corazón.

¿Había chirriado la ventana cuando Conor salió por la buhedera? No lo recordaba, pues en aquel momento no había resultado de vital importancia. Dio un ligero empujón al cristal para ponerlo a prueba. Nada de chirridos; sólo el ligero rumor de las bisagras, cubiertas de polvo. No existía riesgo alguno.

Se dispuso a entrar por la ventana. Primero introdujo los brazos y luego fue avanzando con las manos por el suelo hasta que los pies se desplomaron con un golpe.

Conor se agachó sobre las irregulares losetas de granito y aguzó el oído. El sonido de su propio aliento al chocar contra la piedra le resultaba escandaloso. Seguro que Bonvilain lo escucharía.

Pero no fue así. Las pisadas del mariscal proseguían al mismo ritmo y Conor distinguía tenues destellos de la lámpara que llevaba por delante. Giró la cara en dirección a la luz y acto seguido empezó a seguir a Bonvilain, ascendiendo por la escalera de caracol a cuatro patas, avanzando a tientas, manteniéndose al ras del suelo.

Aquel pasaje conducía a la puerta de servicio de los aposentos privados del rey Nicholas, que permanecía con el cerrojo echado y custodiada por un centinela siempre que el monarca se hallaba en su residencia. Pero cuando Conor asomó la cabeza por una esquina, la puerta se encontraba sin vigilancia y abierta de par en par. Si no había guardia, no estaba el rey. Y si el rey Nicholas no se hallaba en sus aposentos, ¿qué hacía Bonvilain acechando ahí arriba, armado con el revólver de otro hombre?

«Infinidad de razones. Hay cosas que desconoces. Por ejemplo, puede que el rey Nicholas haya pedido el arma con objeto de encargar una reproducción, para que Victor tenga una pareja. Un regalo de cumpleaños, tal vez».

Improbable, pero no imposible.

Conor fue arrastrándose hasta el umbral de la puerta, tan silencioso como los curiosos gatos sin cola de la isla de Man que ahora proliferaban en las Saltee. La luz que divisaba por delante era débil, pero uniforme. Bonvilain se había detenido. ¿Habría escuchado algo, o acaso aguzaba el oído? ¿Aguardaba, o espiaba?

Conor notó una punzada en el estómago. Debería volver sobre sus pasos. Sin lugar a dudas. Inmiscuirse en los asuntos del mariscal era un asunto muy serio. Bonvilain no tenía reparos a la hora de lanzar acusaciones de traición y, por mucho menos, había encerrado en un calabozo a hombres honrados.

«Pero ¿por qué lleva el revólver de Victor?».

«Unos cuantos pasos más —prometió Conor a su mitad prudente—. Me asomaré por el próximo recodo y luego me marcharé. Correré poco peligro; tal vez ninguno».

No era verdad, exactamente. De todas formas, Conor prosiguió camino, palpando cada peldaño antes de subirlo. Se mantuvo arrimado a la pared, buscando las sombras más oscuras, y por fin, muy despacio, asomó la cara por el giro final de la escalera de caracol.

Bonvilain se encontraba a unos doce peldaños por encima de él; el farol que descansaba a sus pies lanzaba hacia lo alto afilados triángulos de luz. Bajo el resplandor, el rostro del mariscal parecía el de un demonio. Pero sólo se trataba de un efecto óptico; seguro que sí.

De pronto, Bonvilain giró la cabeza en dirección al lugar donde Conor se encontraba y el muchacho tuvo que frenar el impulso de levantarse y salir huyendo. Al amparo de la oscuridad, resultaba invisible. Tras unos prolongados y angustiosos instantes, Conor cayó en la cuenta de que la intención del mariscal no consistía en bajar la vista hacia la escalera, sino acercar la oreja a la pared. Escuchaba algo. O, mejor, a alguien.

Otra cosa más. En la mano izquierda sujetaba un bulto oscuro. La luz brilló sobre un borde cincelado y Conor vio que se trataba de un ladrillo. Sir Hugo había retirado un ladrillo de la pared y estaba espiando a quienquiera que se encontrara en los aposentos reales.

Un torrente de palabras empezó a descender por la escalera y, debido a la acústica de la torre, resultaban tan nítidas para Conor como, sin duda, para el propio Bonvilain.

«Es la voz de Nicholas. Y la de Victor. Así que el mariscal está espiando a su propio rey».

Conor cerró los ojos y aguzó el oído tratando de encontrar sentido a lo que escuchaba, cuando en realidad debería haber salido corriendo lo más rápidamente que sus jóvenes piernas le permitieran. Debería haber huido en busca de su padre.

En la residencia del rey, Victor Vigny se encontraba sentado en una de las dos butacas de estilo Luis XV situadas junto al fuego. La puerta principal se abrió de golpe e hizo su aparición el monarca, que transportaba en una bandeja dos jarras de cerveza cubiertas de escarcha. Con gran pompa y no pocas reverencias, el rey Nicholas I ofreció a su amigo una cerveza gélida.

—Impresionante —comentó Victor tras un largo trago—. Más fría que el trasero de un oso polar. Ya veo que el frigorífico funciona.

Nicholas tomó asiento y probó la cerveza.

—Perfectamente, aunque el amoniaco es un poco peligroso. Esos alemanes tienen que encontrar otra clase de gas.

—Alguien se encargará —aseguró Victor, limpiándose el bigote lleno de espuma—. En eso precisamente consiste el progreso.

—¿Te imaginas las ventajas de una refrigeración fiable?

—¿Además de la cerveza fría, te refieres? —bromeó Victor.

Nicholas se levantó y empezó a recorrer la estancia de un lado a otro. El tema del progreso nunca dejaba de emocionarle.

—Podremos comerciar con Estados Unidos. Importar productos frescos. Y exportarlos.

—Los diamantes no necesitan el frío —se burló Victor.

—Me refiero a otras cosas. El llantén, por ejemplo. Y contaremos con productos congelados fuera de temporada, en un almacén gigante. Tendríamos fresas y salmón los doce meses del año.

De repente, Victor se puso serio.

—Amigo mío, tienes peces más gordos de los que preocuparte.

—¿Qué rumores te han llegado? —preguntó Nicholas, tomando asiento de nuevo.

Victor exhaló un suspiro.

—La situación es tan mala como esperabas; peor aún. Mi hombre en Little Saltee me comunica que Bonvilain somete a los prisioneros a trabajos tan duros que acaban muriendo. Por lo visto, muchos de los reclusos han sido arrestados sólo por ser vagabundos. Todavía no podemos demostrarlo, pero, según mis cálculos, la mitad de los diamantes desaparecen en el trayecto entre la mina y las arcas reales.

—Maldita sea —soltó Nicholas, arrojando la jarra de cerveza a la chimenea—. Bonvilain es como la peste; la plaga de las Saltee. Trata las islas como si fueran de su exclusiva propiedad. Tengo que librarme de él.

Con un gesto de la cabeza, Victor señaló la chimenea.

—Un comienzo perfecto. Los cristales en el fuego harán que el mariscal se eche a temblar.

Los ojos del rey soltaron un destello de ira, pero luego se tranquilizaron y se dirigieron a la chimenea, acaso lamentando la pérdida de una cerveza helada.

—¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, Victor?

—Si te respondo, ¿me soltarás un discurso?

—Ay, echo de menos mi cerveza.

Victor se ablandó.

—Veinte años, Nick. Hemos recorrido juntos todas las ferias de los fabulosos Estados Unidos y ahora aquí estamos, en lo alto de este espléndido castillo.

—Todo ese tiempo y, dime, ¿qué hemos conseguido? Victor, aquí podemos ayudar a la gente. No se trata de arrojar unos cuantos chelines a los pobres; me refiero a una ayuda de verdad. Conseguir que la vida sea mejor, indefinidamente. Todo está en las máquinas. Podemos construirlas. Mira al joven Conor Broekhart. ¿Has visto alguna vez una mente parecida?

—Ya lo sé —dijo Victor con un toque de orgullo—. Isabella también está al tanto.

Nicholas sonrió.

—Pobre Conor.

—Creo que el pobre Conor no tiene ni idea de los aros por los que Isabella le hará saltar.

El rey no tardó en volver a indignarse.

—¡Maldito sea Bonvilain! Es un tirano. ¿Acaso no soy yo el rey? Me libraré de él.

—Cuidado, Nicholas. Sir Hugo tiene al ejército de su parte. Declan Broekhart es el único que puede influir en las tropas. Deberíamos invitarle a una de nuestras charlas.

El rey asintió.

—Muy bien. Esta misma noche. No puedo esperar ni un solo día más. Veré a Bonvilain entre rejas antes de que acabe el mes. El futuro no puede esperar. Las islas están atrapadas en la Edad Media por culpa de ese hombre. Sus guardias son matones peligrosos y su manera de impartir justicia es egoísta, cruel. Después de setecientos años, la alianza entre los Trudeau y los Bonvilain está a punto de romperse.

—Brindo por ello —dijo Victor, acabándose la cerveza de un trago.

Bonvilain entró por la puerta de servicio con el revólver en posición horizontal, a paso seguro y acompasado. Se abstuvo de realizar preámbulo ostentoso alguno; no en vano había vivido demasiadas situaciones de vida o muerte. Tan sólo se permitió pronunciar una frase.

—Victor Vigny, usted ha matado al rey.

Tanto el francés como el monarca reaccionaron con rapidez, y ninguno perdió el tiempo con súplicas o protestas. En los ojos de Bonvilain se leía su intención de asesinar, sin lugar a dudas. Victor arrojó su cuerpo al aire para proteger a su amigo, mientras Nicholas se llevaba una mano al Smith & Wesson que siempre llevaba colgado de la cadera, al estilo norteamericano.

Victor, unos años más joven, estuvo a punto de lograr su objetivo; pero por muy rápido que sea un hombre, un arma siempre le toma la delantera. Bonvilain disparó y la bala fue a clavarse entre los extendidos dedos pulgar e índice del francés, lo que desvió la trayectoria ligeramente, pero no lo suficiente para salvar al rey. Nicholas cayó hacia atrás y murió antes de que el revólver se le cayera de la mano.

Bonvilain, satisfecho, soltó un gruñido. A continuación, recogió el arma del rey y la giró en dirección a Victor Vigny, que yacía sobre la alfombra de la chimenea. Un torrente de sangre le brotaba de la mano.

—Por poco lo consigue —comentó Bonvilain con admiración—. Un esfuerzo encomiable.

Victor miró al mariscal de hito en hito y supo que su propia vida había terminado.

—Entonces, ¿yo soy el asesino?

—Sí. Ha disparado al rey con su revólver. En Scotland Yard están desarrollando una prueba que identifica el arma a través de la bala. Haré venir a un experto. También he contratado a un holandés especialista en escritura que falsificará cartas firmadas por usted y dirigidas al gobierno francés en las que se detallen las defensas de las islas Saltee. Y ahora le pregunto, señor Vigny, ¿son estas acciones propias de un hombre que ha atrapado a las islas en la Edad Media?

—Nadie creerá que he matado al rey —declaró Victor—. Era como un hermano para mí.

Bonvilain se encogió de hombros.

—No muchos lo saben. Era usted su espía secreto, ¿acaso se ha olvidado? Me espiaba a mí. Ahora, a trabajar. Seguro que lleva un puñal en la bota, o un Derringer en la barba, o guarda algún otro truco de espionaje; así que me despido, Victor Vigny. Dígale a su señor que la alianza entre los Trudeau y los Bonvilain va a continuar una temporada.

—Nunca nos detendrá a todos —gritó Victor, quien con ademán valiente se levantó de su salto, sujetando un puñal que había sacado de entre la ropa.

Bonvilain chasqueó la lengua y disparó cuatro tiros al pecho del francés. Un tanto excesivo, tal vez; pero su indignación era lógica. Al fin y al cabo, el rey había muerto asesinado.

Un pensamiento le asaltó la mente.

«Nunca nos detendrá a todos. ¿A qué se refería Vigny? ¿Acaso había más espías en las islas?».

—¿Es que me querías tomar el pelo, francés? —preguntó en voz alta. Entonces, se puso en cuclillas y colocó los dedos de Victor alrededor de la empuñadura de su propio Colt Peacemaker—. ¿Querías dejarme con la duda, obsesionarme?

La puerta principal se abrió y entró un centinela.

—¿Se supone que tengo que aparecer ahora? —preguntó.

—Sí, claro —respondió Bonvilain, molesto por haberse visto obligado a involucrar a un subalterno. Habría que librarse de aquel hombre a la primera oportunidad—. Ves lo que ha ocurrido aquí, ¿verdad? Escuchaste los disparos y entraste en los aposentos del rey. Se dispararon mutuamente, tan sencillo como eso. No hace falta que facilites tu opinión sobre el asunto. Di lo que has visto, y punto.

El centinela asintió con lentitud, aunque no era la primera vez que escuchaba aquellas sencillas instrucciones.

—Digo lo que he visto. Sí, mariscal. No me matará usted, ¿verdad?

—Pues claro que no, Muldoon. Llevas la cruz roja de nuestra Orden. No mato a mis propios guardias.

Muldoon mostró un indudable alivio.

—Buenas noticias para mí. Gracias, mariscal. Agradezco que me permita proseguir con mi insignificante vida.

Bonvilain se esforzaba por no acabar de inmediato con la insignificante vida de Muldoon.

—Deberías ir a dar la alarma, ¿no te parece?

Muldoon movió la cabeza de arriba abajo.

—Sí, mariscal. Desde luego. Pero, señor, ¿quién es ese chico que tiene usted detrás?

Bonvilain pestañeó.

—¿Cómo dices?

Conor era un joven inteligente y no tardó en percatarse de lo que sucedía. Por lo visto, Victor no sólo era el tutor de palacio, sino también un espía del rey Nicholas. Bonvilain debía de haber escuchado la conspiración desde su escondite, detrás de la pared, y había decidido ponerle fin antes de que acabaran con él.

«Pero ¿por qué el revólver de Victor?».

La voz de su maestro le reprendió.

«Por todos los santos, muchacho. ¿Acaso no es evidente?».

Conor empalideció bajo la oscuridad.

«¡Pues claro! El arma de Victor. El crimen de Victor».

Para cuando Bonvilain hubo franqueado la puerta, Conor ya había trazado un plan rudimentario. Saldría corriendo dos pasos por detrás del mariscal, lanzando a gritos una advertencia. Victor reaccionaría a toda prisa y desarmaría a Bonvilain sin mayor dificultad.

Se encontraba de pie, a medio camino del tramo de la escalera, cuando retumbó el primer disparo.

«¿Tan deprisa? ¿Por qué tan deprisa? ¿Quién había recibido la bala? Tal vez el rey Nicholas había disparado primero y todo iba bien. Sólo un tiro, al fin y al cabo. Un tiro, un hombre».

Conor siguió avanzando, ahora con mayor cautela. No deseaba que su rey o su maestro le dispararan por traidor. Estarían nerviosos, pendientes de la llegada de los hombres de Bonvilain, y ya no había necesidad de advertirles. Fuera cual fuese la situación, era demasiado tarde.

El muchacho atravesó el umbral con precaución, entornando los ojos por la repentina luz. Enfocó la mirada justo a tiempo de presenciar cómo Victor era abatido a tiros al lanzarse sobre Bonvilain. Conor se quedó inmóvil, incapaz de articular palabra al percatarse de la pavorosa escena que tenía ante sí. El rey, muerto. Victor, también. Qué horror. Y Bonvilain, sonriendo abiertamente y hablando a solas como un lunático. Ahora colocaba el revólver entre los dedos de Victor; el propio revólver del francés. Aquello era una auténtica pesadilla. Todo sucedía demasiado deprisa para ser verdad. Apenas rozaba la superficie de la realidad, como la piedra que se arroja y avanza a saltos sobre el mar en calma.

Un golpe de nudillos en la puerta y aparece un centinela. Conor recordó haberle visto durante sus andanzas por los pasillos con Isabella. Tenía el cerebro de un mosquito. Había accedido a la guardia por recomendación de algún pariente; pero, en cualquier caso, se trataba de un súbdito, por lo que debía ser advertido.

Conor estaba a punto de soltar un grito de aviso cuando el centinela se puso a conversar con Bonvilain. ¡Era un cómplice! Bonvilain escaparía sin problemas. El rey estaría muerto y la memoria de Victor, mancillada. La sola idea resultaba insoportable.

Había que detener aquel complot. No se podía permitir que Bonvilain se acercase a Isabella. Conor se agachó y, ocultándose tras los muebles, avanzó con lentitud hasta llegar junto a Victor. El parisino yacía de costado, como si descansara confortablemente. Sus ojos abiertos denotaban sorpresa y de los labios le brotaba sangre. Muerto. Estaba muerto.

Conor reprimió el llanto. ¿Qué le pediría Victor que hiciera? ¿Qué le pediría su propio padre? Que detuviera aquella conspiración. Se había entrenado de sobra para hacerlo, y un arma cargada se encontraba a escasos centímetros de su alcance.

Entonces, los ojos de Victor parpadearon y lograron enfocarse. El francés consiguió arrebatarle unos instantes a la vida.

—No lo hagas, muchacho —susurró, haciendo gala de un extraordinario dominio de la situación—. La torre de vigilancia en Kilmore. Encuéntrala y préndele fuego. Bonvilain no debe enterarse de nuestro secreto. El águila tiene la llave. Ahora, vete. Vete ya.

Conor asintió. Las lágrimas le corrían a raudales por el rostro, le goteaban de la nariz y la barbilla.

«La torre de vigilancia, en Kilmore. Préndele fuego. Ahora, vete».

Podría haberse marchado en ese momento, evitando así futuros años de sufrimiento, si el francés no hubiera exhalado su último aliento.

«Muerto. Otra vez».

Conor estaba estupefacto. Había perdido a su amigo y mentor por dos veces en igual cantidad de minutos. Jamás volarían juntos.

«Jamás volaremos».

El Broekhart que llevaba dentro asumió el mando, dejando a un lado al científico. Victor había tratado de protegerle, pero no había necesidad; Conor estaba entrenado para el uso de todas las armas de combate, incluyendo las orientales y las indias, de haber estado disponibles.

Haciendo palanca, arrancó el Colt de los dedos de Vigny. El roce de la empuñadura de nácar contra la palma de su mano le proporcionaba seguridad y tristeza al mismo tiempo. Era una pistola a la que había hecho girar alrededor del dedo índice en multitud de ocasiones, mientras Victor le amonestaba y le tachaba de fanfarrón.

Volvió a girarla de nuevo para tranquilizarse. Luego, extrajo el tambor y comprobó la munición. Quedaban cinco balas. De sobra para infligir alguna que otra herida. Conor se levantó; las lágrimas en su rostro se secaban a toda prisa.

El centinela le vio primero.

—Pero, señor, ¿quién es ese chico que tiene usted detrás? —preguntó con voz apagada.

Bonvilain se dio la vuelta lentamente; una expresión de tristeza le cruzaba ya el semblante.

—Ah, joven Broekhart —dijo, como si la presencia de Conor no le sorprendiera—. Una tragedia terrible.

Conor apuntó el Colt al pecho de Bonvilain, un blanco de proporciones considerables.

—Lo escuché todo, mariscal. Vi cómo disparó a Victor.

Bonvilain dejó de hacer teatro. Su rostro recuperó su carácter afilado, sus ángulos y sombras.

—Nadie te creerá.

—Algunos sí lo harán —replicó Conor—. Mi padre, por ejemplo.

El mariscal reflexionó sobre ello.

—¿Sabes? Puede que tengas razón. Lo que significa que tendré que matarte a ti también, a menos que tú me mates a mí primero.

—Podría acabar con usted, y con ese zoquete —repuso Conor, señalando al centinela con el revólver.

—En teoría, seguro que podrías; pero el tiempo de las teorías se ha terminado. Esto no es la galería de tiro, Conor. Ahora, estamos en guerra.

—Quédese donde está, mariscal. Alguien habrá oído los disparos y acudirá.

—A través de estos muros, imposible. No va a venir nadie.

Era verdad, y Conor lo sabía. Victor le había contado que, cierta noche, él y Nicholas estuvieron probando material pirotécnico en la chimenea y en el palacio no les oyó ni un alma.

—Tú, soldado. Suelta el rifle y siéntate en la silla.

Al centinela no le agradaba gran cosa que un chico de catorce años le diera órdenes; aunque, por otra parte, el muchacho parecía muy familiarizado con el arma que empuñaba.

—¿Esta silla? Tiene manchas de sangre.

—No, idiota. Aquélla, la de la pared.

El centinela colocó su arma en el suelo de piedra y, arrastrando los pies, se dirigió al taburete situado junto a la pared.

—Es un taburete —masculló—. Dijiste «silla».

Bonvilain dio un furtivo paso al frente, albergando la esperanza de que Conor se distrajera con las sandeces del centinela. Pero no fue así.

—No se mueva, traidor, asesino.

Bonvilain esbozó una sonrisa. Sus dientes brillaban como perlas amarillas.

—Bueno, Conor, te explicaré lo que estoy a punto de hacer. Tengo la intención, y esto es una promesa, de dar un tranquilo paseo hasta salvar la distancia que nos separa y, luego, estrangularte. La única manera en la que puedes evitar que esto suceda es disparándome. Recuerda, es la guerra; el colegio se ha acabado.

—¡Quédese donde está! —gritó Conor, pero el mariscal ya se encontraba de camino. Cinco pasos les separaban. Ahora, cuatro.

—Dispara, muchacho. Dentro de poco me habré acercado tanto que te resultará difícil clavarme una bala.

«He elegido mal —cayó en la cuenta Conor—. Debería haber salido huyendo por el pasadizo en busca de mi padre».

Nunca había disparado a una persona. Jamás lo había deseado.

«Lo que quiero es construir una máquina voladora. Con Victor».

Pero Victor estaba muerto. Asesinado por Bonvilain.

—Me estoy acercando —advirtió el mariscal.

Conor le disparó dos veces, por debajo de los brazos extendidos, en la parte superior del torso.

«Tenía que hacerlo. No me dio alternativa».

A pesar de que las piernas de Bonvilain flaquearon levemente, el mariscal prosiguió su avance. La frente se le había teñido de escarlata, pero el brillo de sus ojos no vaciló en ningún momento.

—Y ahora —dijo, al tiempo que arrancaba el revólver de los dedos de Conor—, te estrangularé. Tal como te he prometido.

Levantó del suelo a Conor, quien agitaba los brazos y las piernas tratando de apalear sin éxito los costados del mariscal, lo que producía una especie de tintineo metálico.

—Soy un templario, muchacho —explicó Bonvilain—. ¿Es que no has oído hablar de nosotros? En la guerra, vestimos una cota de malla. Sí, una cota de malla. En este momento llevo puesto un chaleco de metal; una medida de precaución, por si las cosas no salían según lo planeado. La prudencia nunca está de más, como bien acabamos de comprobar.

A estas alturas, semejante revelación le traía a Conor sin cuidado. Lo único que sabía era que Bonvilain seguía vivo. Le había disparado, pero vivía.

—¡Sujete al chico, mariscal! —exclamó el centinela al tiempo que recuperaba su rifle—. Manténgalo quieto y le dispararé.

—¡No! —gritó el mariscal, imaginando la indignidad de un epitafio que incluyera la frase: «Muerto por disparo accidentalmente mientras estrangulaba a un joven».

—Ah, prefiere hacerlo usted mismo —razonó el centinela, con visos de mal humor.

Mientras procedía al estrangulamiento, Bonvilain empezó a reflexionar. Entre sus manos sujetaba la solución al problema que el capitán Broekhart le planteaba. Victor Vigny había estado en lo cierto: Declan Broekhart era la única oposición verdadera con la que el mariscal se encontraba en el ejército de las Saltee. Tenía que existir una manera de ganarse la lealtad del capitán a partir de aquella situación. Requeriría ciertas dosis de manipulación, pero ésa era precisamente su especialidad.

De las profundidades del cerebro de Bonvilain emergió una idea, como emerge de una ciénaga la cabeza de una pérfida serpiente. ¿Y si el rebelde Victor Vigny no hubiera actuado a solas? ¿Y si tuviera un cómplice? El centinela, por ejemplo. Por descontado, el centinela era totalmente prescindible.

Bonvilain notó que un escalofrío le recorría la espina dorsal. Se encontraba al borde de la genialidad. Lo percibía. Los momentos como aquél hacían que la vida resultara tolerable. Eran momentos que le ofrecían un desafío digno de sus dotes excepcionales.

—Eh, tú, idiota —le dijo al centinela—. Abre la ventana.

—¿Ésa? —preguntó el hombre, aunque no había más que una ventana en la estancia.

—Sí —respondió Bonvilain con tono cándido—. La que da al acantilado.

Conor volvió en sí —tras superar de milagro un intento de estrangulación— en un húmedo calabozo sin ventana, donde languideció durante horas. Su soledad era interrumpida periódicamente por un par de guardias que pisoteaban con notable entusiasmo el delgado cuerpo del encarcelado. En la última visita, la pareja le desnudó y le enfundó un uniforme del ejército de las Saltee.

«Esa ropa tuya apesta a sangre y a miedo».

Conor, dolorido por las magulladuras, se preguntó sobre esta circunstancia. ¿Por qué un uniforme de soldado? Antes de que su confuso cerebro pudiera llegar a una conclusión, los golpes se reanudaron, así como las bofetadas con el dorso de la mano. Un ojo se le quedó cerrado y le brotaba sangre de la nariz. Los guardias le colocaron algo blando sobre la cabeza. ¿Una toalla, quizá? Resultaba un insólito gesto de compasión.

Se produjeron otras extrañas manipulaciones con su persona. Uno de los soldados le frotó las mejillas con algo que olía a pólvora. El otro le hacía rasguños en el brazo con una pluma estilográfica. El proceso se prolongó durante lo que parecieron horas.

Una vez que los guardias hubieron quedado satisfechos con sus preparativos, el más grueso de los dos sujetó un par de esposas a las muñecas de Conor y le cubrió la cabeza con una jaula de las utilizadas para locos peligrosos, tirando con fuerza de la mordaza de cuero de modo que la dentadura del joven cautivo quedase totalmente separada, trabada entre las mandíbulas. Los únicos sonidos que podía emitir eran gemidos y gruñidos.

La celda en sí era un infierno de tres metros cuadrados, y Conor no daba crédito a que en Great Saltee existiera un lugar como aquél.

Las paredes y el suelo eran de granito, tallado en el subsuelo mismo de la isla. Ni rastro de ladrillos o argamasa; tan sólo roca maciza. No había forma de escapar. El agua goteaba a través de surcos formados en la piedra a lo largo de siglos de erosión. Conor no malgastó un segundo en contemplar la posibilidad de apagar su sed. Las esposas le impedían llevarse cualquier cosa a la boca a través de la rejilla metálica de la jaula que le cubría la cabeza. Además, alrededor de los surcos se apreciaban escamas de sal. Era agua del mar.

Le dejaron a solas, hundido en la miseria, durante una eternidad. El rey estaba muerto. Bonvilain había asesinado al padre de Isabella. También Victor había desaparecido. En un abrir y cerrar de ojos, su amigo y mentor había perdido la vida. ¿Qué sería del propio Conor? El mariscal jamás permitiría sobrevivir a un testigo de su crimen. Notaba el peso de la jaula en la cabeza, la raspadura de las esposas en las muñecas y la amenaza de su inminente asesinato en el corazón.

La puerta de metal se abrió de par en par, forzando al máximo las bisagras. Una luz amarillenta como el sebo inundó la estancia con un pálido resplandor, en el que se recortaba la inconfundible silueta de sir Hugo Bonvilain. El mariscal y asesino del rey. Por culpa de ese hombre, Isabella se había quedado huérfana.

La rabia se apoderó del cuerpo de Conor y aportó fortaleza a sus extremidades. Se levantó, tambaleándose, con los brazos extendidos en dirección a Bonvilain.

La visión alegró al mariscal sobremanera, hasta tal punto que se puso a silbar mientras sujetaba la jaula que atrapaba la cabeza de Conor y metía sus gruesos dedos entre las rejas. Dio un paso hacia un lado y, con aire indiferente, proyectó a Conor contra la pared, dando un respingo al escuchar el estrépito metálico.

—He utilizado tu propio ímpetu para perjudicarte —explicó, como si de una clase escolar se tratara—. Un principio básico. Básico, en efecto. Si uno de mis hombres cometiera semejante error, mandaría que le azotasen. ¿Es que no te enseñó nada ese dandi francés?

Bonvilain se puso en cuclillas e incorporó a Conor para apoyarle contra la rugosa y húmeda pared.

—Un gran día, ¿no es verdad? Histórico. El rey ha muerto, al parecer asesinado por rebeldes. ¿Sabes lo que eso significa?

Aunque lo hubiera deseado, Conor no podía responder. De no haber sido por el dolor que le atormentaba, habría tomado todo aquello por un sueño cruel. La peor de las pesadillas.

Bonvilain zarandeó la jaula de metal para asegurarse la atención de Conor.

—¡Eh, joven Broekhart! ¿Aún estás ahí?

Conor trató de escupir a su captor, pero sólo consiguió provocarse arcadas.

—Bien. Por ahora, sigues vivo. Bueno, con respecto a la muerte del rey, déjame explicarte lo que significa. Significa el final de todas esas reformas absurdas. Dinero para el pueblo. El pueblo, ¡bah! Chusma mugrienta e ignorante. Se terminó el dinero para el pueblo, puedes estar bien seguro.

«Acabará con todo lo que hizo el rey Nicholas —pensó Conor con tristeza—. No habrá servido para nada».

—Isabella accederá al trono. Será una reina títere, claro está; pero reina, al fin y al cabo. ¿Te imaginas cuál será su obsesión?

Por supuesto. Era tan evidente que hasta un niño se daría cuenta, incluso en el estado de aturdimiento en que Conor se encontraba.

—Veo en tus ojos que sí te lo imaginas. Dedicará su vida a erradicar a los rebeldes. Su empeño la consumirá; me encargaré de ello. No habrá límite en el número de rebeldes que desenterraré. Cualquier comerciante que se niegue a pagar mis impuestos. Cualquier joven resentido. Todos serán acusados de rebeldía. Todos morirán en la horca. Ahora estoy más cerca de convertirme en rey de lo que jamás ha estado ningún Bonvilain.

Esta última frase se quedó flotando entre ellos, cargada de siglos de traición. Se escuchaba el chirrido de las esposas, el goteo del agua.

Bonvilain tiró hacia sí de la cabeza de Conor, lo más cerca que la rejilla permitía, y desenganchó la mordaza de cuero.

—Antes de morir, tu profesor dijo que nunca los detendría a todos ellos. ¿Trabajaba Victor Vigny con los aeronautas franceses? ¿O con la Légion Noir, es decir, la Legión Negra?

Los labios de Conor estaban inflamados por los puñetazos, y las mandíbulas le dolían a rabiar; pero se las arregló para responder.

—No existe ninguna Legión Negra. Usted destruirá las Saltee luchando contra un enemigo imaginario.

—Permíteme que te diga una cosa, jovencito —replicó el mariscal entre gruñidos—. De no haber sido por los Bonvilain, estas islas sólo serían rocas en mitad del océano. Sal y excrementos de pájaros, nada más. Hemos actuado como niñeras de los Trudeau durante siglos; pero se acabó. Ahora, las islas me pertenecen. Sacaré de ellas todo el provecho posible, y la reina Isabella permanecerá con vida siempre y cuando no interfiera en mis proyectos —Bonvilain volvió a zarandear la jaula de Conor—. Me interesa saber tu opinión sobre mis planes, joven Broekhart.

—¿Por qué me los cuenta, asesino? No soy su sacerdote.

Bonvilain agitó la jaula como si de un regalo misterioso se tratara.

—«No soy su sacerdote». Muy bueno, sí. Echaré de menos nuestras conversaciones. Te lo digo, pequeño Broekhart, porque son precisamente estos momentos los que hacen que la vida merezca la pena. Como más disfruto es en el meollo de la acción. Apuñalar, disparar, conspirar. Me gusta. Me apasiona. Durante siglos, los Bonvilain han estado detrás del trono, dirigiéndolo con sus maquinaciones. Pero nunca hasta ahora ha ocurrido nada parecido.

Bonvilain se encontraba como en una nube a causa de la dicha que le embargaba. Estaba a punto de conseguir todo cuanto había planeado.

—Y resulta que tú, mi joven entrometido, has transformado un buen plan en un plan perfecto. Verás, se trata de tu padre. Es un gran soldado, he de admitir. Un soldado magnífico. Inspira una profunda lealtad en los soldados. Había pensado en librarme de él, y luego capear el temporal. Pero ahora el rebelde Victor Vigny y tú mismo, su alumno adoctrinado, habéis matado al rey. Tu padre está moralmente obligado a proteger a la nueva reina hasta la muerte. Y dado que le prometeré mantener el nombre de su hijo apartado de la investigación, Declan Broekhart estará en deuda conmigo, me deberá su reputación; por lo tanto, tú habrás conseguido que me entregue su lealtad. Y te lo agradezco —Bonvilain se inclinó hacia delante un poco más, con el rostro contorsionado por una simulada tristeza—. Pero tengo que decirte que ahora te odia, igual que te odiará Isabella cuando le cuente mi versión de los acontecimientos de esta noche. Me atrevería a asegurar que tu padre te mataría con sus propias manos si yo se lo permitiera. Pero son asuntos de familia con los que no tengo nada que ver. Debería permitir que él mismo te lo dijera.

Dicho esto, Bonvilain volvió a trabar la mordaza de la jaula que cubría la cabeza de Conor y ensartó la cadena de las esposas en una anilla encajada en la pared. Cuando se puso de pie, sus rodillas chasquearon, su enorme envergadura pareció ocupar la totalidad de la celda y, de pronto, su amplia frente marcada con cicatrices se mostró meditabunda.

—Pensarás que sufro por toda la gente que he matado, por los cientos de vidas que he destruido. ¿Deberían visitarme los demonios por las noches? ¿Debería atormentarme la culpa? A veces, me quedo quieto en la cama y espero mi sentencia, pero nunca llega.

Bonvilain se encogió de hombros.

—Aunque, por otra parte, ¿por qué habría de ser así? Tal vez yo sea un buen hombre. Ya dijo Sócrates: «Sólo hay un bien: el conocimiento. Sólo hay un mal: la ignorancia». Por lo tanto, como no soy ignorante, debo de ser bueno —hizo un guiño—. ¿Crees que este argumento engañará a San Pedro?

En ese instante, Conor cayó en la cuenta de que Bonvilain estaba loco de atar. Era un demente muy peligroso.

Bonvilain regresó al presente.

—En todo caso, continuaremos esta discusión filosófica en alguna otra ocasión. ¿Y si voy a buscar a tu padre? Imagino que tendrá unas palabras reservadas para su hijo errante.

Bonvilain abandonó el calabozo con aire satisfecho, silbando un vals de Strauss mientras agitaba el dedo índice a modo de batuta.

Conor quedó abandonado en el suelo. El cuello se le resentía por el peso de la jaula, pero, a pesar del dolor, existía ahora una chispa de esperanza. Su padre acabaría por descubrir aquella charada. Declan Broekhart no era un estúpido, y no permitiría que su hijo se pudriera en una celda mugrienta. En cuestión de minutos, con plena seguridad, se encontraría libre y en condiciones de acusar a Bonvilain de asesinato.

El mariscal no se había molestado en cerrar la puerta. Instantes después, condujo a Declan Broekhart al interior de la celda. Conor jamás había visto a su padre tan apesadumbrado. Sus hombros, por lo general rectos como una vara, se veían hundidos, se estremecían. Se agarraba a Bonvilain como un anciano se apoya en su enfermero. Lo peor era su rostro, contorsionado por el sufrimiento. Los ojos, la boca y las arrugas parecían desdibujarse como la cera de una vela encendida.

—Aquí está —indicó Bonvilain con suavidad, con profunda compasión—. Es él. Unos segundos, nada más.

Conor se arrastró unos centímetros a lo largo de la pared y se enderezó.

«Padre —trató de decir—. Padre, ayúdame».

Pero de entre sus labios inflamados, inmovilizados, sólo emergían ligeros gruñidos.

Declan Broekhart se cernía sobre él, mientras las lágrimas le resbalaban de la barbilla.

—Por tu culpa —susurró—. Por tu culpa…

Entonces, se lanzó hacia Conor; no para darle un abrazo, sino con la intención de matarle. Bonvilain estaba preparado para semejante reacción y contuvo a Declan Broekhart con sus fornidos brazos.

—Venga, Declan. Sé fuerte. Por Catherine. Y por la joven Isabella. Todos te necesitamos. Las Saltee te necesitan.

Mientras así hablaba, Bonvilain se asomó por detrás de los hombros del capitán Broekhart y, con ademán risueño, guiñó un ojo al preso.

Aquella combinación de congoja y demencia fue como una bofetada para Conor. Retrocedió para alejarse de su padre, llevándose las rodillas a la barbilla.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Acaso el mundo había enloquecido?

Declan Broekhart recuperó la compostura y se pasó una manga por la frente.

—De acuerdo, Hugo —dijo con voz entrecortada—. Ya estoy tranquilo. Tenías razón. Este miserable no es nada para mí. Nada en absoluto. Su muerte no va a restituir ninguna vida. Little Saltee se encargará de él. Salgamos de aquí; mi esposa me necesita.

¿Miserable? ¡Su padre le había llamado miserable!

—Desde luego, capitán Broekhart. Declan. Desde luego.

Acto seguido, Bonvilain le condujo al exterior de la celda. Dos soldados unidos, camaradas en el dolor.

«¿Cómo? ¿Qué pasa aquí? ¿Declan? ¿Little Saltee?».

Conor empleó la poca fuerza que le quedaba en emitir gemidos a través de la mordaza para captar la atención de su padre. Y éste, en efecto, se volvió hacia él, aunque sólo un instante. Aunque sólo fuera para pronunciar unos cuantos comentarios fulminantes. Dio rienda suelta a sus palabras con los ojos cerrados, como si mirar a su hijo fuera más de lo que podía soportar.

—Con tus acciones repugnantes me has arrebatado a mi rey —espetó—. Y peor aún, mucho peor. Por culpa de lo que has hecho hoy, no tengo hijo. Mi hijo se ha ido y éste… —Declan Broekhart hizo una pausa para poner freno a su furia, y por fin se serenó—. Mi hijo se ha ido y tú sigues aquí. Una advertencia, traidor. Si alguna vez vuelvo a verte, ese mismo día te mataré.

Eran palabras que ningún hombre debería escuchar de labios de otro hombre; pero en el caso de padre e hijo resultaban atroces hasta un punto indescriptible. Conor notó que el corazón le estallaba en pedazos. Indefenso por completo, se llevó las manos esposadas a la rejilla de la jaula que le cubría la cabeza y empezó a dar tirones, sacudiendo su cabeza magullada hasta que el intenso dolor consiguió borrar aquellas palabras de su mente.

—Está loco —comentó Bonvilain con tristeza, conduciendo a Declan Broekhart hacia el exterior de la celda—. Pero, claro, hay que estar loco para hacer lo que hizo.

Mientras abandonaban la celda, Bonvilain a duras penas podía mantener su pantomima de abatimiento. Los guardias apostados a la puerta estaban preparados para blandir sus respectivas espadas, pero el mariscal sacudió la cabeza con un leve gesto. Su manipulación había funcionado, de modo que Declan Broekhart seguiría viviendo por el momento.

—Llevad al capitán a su carruaje —ordenó a los guardias—. Yo mismo vigilaré al prisionero.

Declan agarró a Bonvilain por la muñeca.

—Hugo, hoy has sido un buen amigo. Hemos tenido enfrentamientos en el pasado, pero todo eso queda ahora atrás. No olvidaré la rapidez con la que detuviste al traidor. Tengo la confianza de que pagará por el papel que ha jugado en el asesinato del rey, y por lo que le hizo a Conor, mi hijo.

Una vez más, el rostro de Broekhart se distorsionó por el sufrimiento.

«Qué débil es este hombre —pensó Bonvilain—. No sé a qué viene tanta histeria».

—Por descontado, Declan. Claro que pagará. Cuenta con ello.

Se despidieron con un apretón de manos y Broekhart, a trompicones, empezó a recorrer el pasillo de piedra. Bonvilain regresó a la celda de Conor, donde el desgraciado muchacho yacía inconsciente. Una mosca diminuta en la enorme telaraña.

Bonvilain se arrodilló a su lado y se descubrió a sí mismo sintiendo una cierta lástima por el joven Conor.

«Es una reacción natural, no un signo de debilidad —se dijo—. Al fin y al cabo, soy un ser humano».

La facilidad con la que el plan al completo se había llevado a cabo resultaba verdaderamente increíble. Permitir que el rey se reuniera con Victor y, luego, culpar al parisino del asesinato de Nicholas. Conor Broekhart había sido una excelente baza inesperada, una manera de conseguir la lealtad de su padre. El mariscal tenía que admitir que había jugado con los sentimientos de padre e hijo, pero ahí estaba la gracia. Gozaba de un talento innato para la manipulación.

La parte final del plan sólo se le ocurrió después de que Conor le hubiera sorprendido en los aposentos del rey. Tras estar a punto de morir estrangulado, el rostro del muchacho se veía tan hinchado que apenas resultaba reconocible. Ni su propia madre hubiera sabido de quién se trataba. Siguiendo órdenes de Bonvilain, los guardias le habían vestido con un uniforme militar, y después de plantarle en la cabeza una andrajosa peluca, le tiznaron la barbilla con pólvora para hacerla pasar por un rastrojo de barba. El truco final consistió en ordenar a uno de sus sargentos, hombre habilidoso con la pluma y el tintero, que dibujara en el brazo de Conor una rápida reproducción del tatuaje propio del regimiento. Un pequeño detalle, pero suficiente para conseguir la impresión deseada. Entre la sangre, las sombras, la peluca y el uniforme era poco probable que Broekhart reconociera a su propio hijo. Sobre todo porque acababan de informarle de que había sido arrojado por la ventana del rey cuando trataba de defender a Nicholas, y que el prisionero encerrado en el calabozo era uno de los soldados traidores involucrados en el plan. Habían encontrado el cadáver de un centinela al pie de la muralla; la corriente debía de haber arrastrado el cuerpo sin vida de Conor.

Por descontado, si Declan Broekhart hubiera reconocido a su hijo, el propio Bonvilain le habría cortado el pescuezo y Conor también habría sido acusado de su muerte. Un día ajetreado para el muchacho. Regicidio por la tarde; parricidio al anochecer.

Pero ahora, gracias a las astutas artimañas de Bonvilain, Declan Broekhart creía que su hijo estaba muerto y Conor pensaba que su padre le despreciaba por ser un traidor. Sir Hugo ejercía el control absoluto sobre la familia Broekhart, y en caso de que Declan se volviera contra él alguna vez, Conor sería resucitado y utilizado para chantajear a su padre. Inquebrantable lealtad a cambio de la vida de su hijo. Bonvilain sabía que jugar con los sentimientos de Conor era innecesario y cruel, pero ahí radicaba precisamente la diversión. Su propia audacia, su desvergüenza, le hacían estremecerse de emoción.

Bonvilain batió las palmas con suavidad tres veces seguidas.

«Bravo, maestro. Bravo».

«Me encanta esto —pensó—. Me apasiona».