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Pero el final nunca llegó, al menos entonces.

La andanada se cortó bruscamente, y el súbito silencio que siguió quedó realzado por un par de gorgoteos sofocados y sendos golpes secos.

Los cuatro se miraron mutuamente.

—¿Qué ha pasado? —dijo Arthur.

—Han parado —le contestó Zaphod, encogiéndose de hombros.

—¿Por qué?

—No lo sé. ¿Quieres ir a preguntárselo?

—No.

Esperaron.

—¡Eh! —gritó Ford.

No respondieron.

—¡Qué raro!

—A lo mejor es una trampa.

—No son lo bastante inteligentes.

—¿Qué fueron esos golpes secos?

—No sé.

Aguardaron unos segundos más.

—Muy bien —dijo Ford—, voy a echar una ojeada. Miró a los demás.

—¿Es que nadie va a decir: No, tú no puedes ir, deja que vaya en tu lugar?

Todos los demás menearon la cabeza.

—Bueno, vale —dijo, poniéndose en pie. Durante un momento no pasó nada. Luego, al cabo de un segundo o así, siguió sin pasar nada. Ford atisbó entre la espesa humareda que se elevaba del ordenador en llamas. Con cautela, salió al descubierto. Siguió sin pasar nada.

Entre el humo, vio a unos veinte metros el cuerpo vestido con un traje espacial de uno de los policías. Estaba tendido en el suelo, en un montón arrugado. A veinte metros, en dirección contraria, yacía el segundo hombre. No había nadie más a la vista. Eso le pareció sumamente raro a Ford.

Lenta, nerviosamente, se acercó al primero. Al aproximarse, el cuerpo inmóvil ofrecía un aspecto tranquilizador, y quieto e indiferente estaba cuando llegó a su lado y puso el pie sobre la pistola Mat-O-Mata, que aún colgaba de sus dedos inertes. Se agachó y la recogió, sin encontrar resistencia.

Era evidente que el policía estaba muerto.

Un rápido examen demostró que procedía de Blagulon Kappa: era un ser orgánico que respiraba metano y cuya supervivencia en la tenue atmósfera de oxígeno de Magrathea dependía del traje espacial.

El pequeño ordenador del mecanismo de mantenimiento vital que llevaba en la mochila parecía haber estallado de improviso.

Ford husmeó en su interior con asombro considerable. Aquellos diminutos ordenadores de traje solían estar alimentados por el ordenador principal de la nave, con el que estaban directamente conectados por medio del subeta. Semejante mecanismo era a prueba de fallos en toda circunstancia, a menos que algo fracasara totalmente en la retroacción, cosa que no se conocía.

Se acercó deprisa hacia el otro cuerpo y descubrió que le había ocurrido exactamente el mismo accidente inconcebible, probablemente al mismo tiempo. Llamó a los demás para que lo vieran. Llegaron y compartieron su asombro, pero no su curiosidad.

—Salgamos a escape de este agujero —dijo Zaphod—. Si lo que creo que busco está aquí, no lo quiero.

Cogió la segunda pistola Mat-O-Mata, arrasó un ordenador contable, absolutamente inofensivo, y salió precipitadamente al pasillo, seguido de los demás. Casi destruyó un aerodeslizador que los esperaba a unos metros de distancia. El aerodeslizador estaba vacío, pero Arthur lo reconoció: era el de Slartibarfast. Había una nota para él sujeta a una parte de sus escasos instrumentos de conducción. En la nota había trazada una flecha que apuntaba a uno de los mandos. Decía: Probablemente, éste es el mejor botón para apretar.