16

Arthur se despertó por el ruido de la discusión y se dirigió al puente. Ford estaba agitando los brazos.

—Estás loco, Zaphod —decía—. Magrathea es un mito, un cuento de hadas, es lo que los padres cuentan por la noche a sus hijos si quieren que sean economistas cuando crezcan, es...

—Y en su órbita es donde estamos en estos momentos —insistió Zaphod.

—Escucha, no sé dónde estarás tú en órbita, personalmente, pero esta nave...

—¡Ordenador! —gritó Zaphod. —¡Oh, no!

—¡Hola, chicos! Soy Eddie, vuestro ordenador de a bordo, me siento muy animado y sé que me lo voy a pasar muy bien con cualquier programa que penséis encomendarme. Arthur miró inquisitivamente a Trillian, que le hizo señas de que se acercara, pero que permaneciera callado.

—Ordenador —dijo Zaphod—, vuelve a indicarnos nuestra trayectoria actual.

—Será un auténtico placer, compadre —farfulló. —En estos momentos nos encontramos en órbita a una altitud de cuatrocientos cincuenta kilómetros en tomo al legendario planeta Magrathea.

—Eso no demuestra nada —arguyó Ford—. No me fiaría de este ordenador ni para saber lo que peso.

—Claro que podría decírtelo —dijo el ordenador, entusiasmado, marcando más cinta de teleimpresor—. Incluso podría averiguar qué problemas de personalidad tienes hasta diez puntos decimales, si eso te sirviera de algo.

—Zaphod —dijo Trillian, interrumpiendo al ordenador—, en cualquier momento pasaremos a la parte de ese planeta en que es de día..., sea el que sea. —Oye, ¿qué quieres decir con eso? El planeta está donde yo dije que estaría, ¿no es así?

—Sí, sé que ahí hay un planeta. Yo no discuto cuál sea, sólo que no distinguiría a Magrathea de cualquier otro pedazo de roca inerte. Está amaneciendo, si es que necesitas luz.

—De acuerdo, de acuerdo —murmuró Zaphod—, que por lo menos se regocijen nuestros ojos. ¡Ordenador!

—¡Hola, chicos! ¿Qué puedo hacer...?

—Limítate a cerrar el pico y vuelve a darnos una panorámica del planeta. Las pantallas se llenaron de nuevo con una masa informe y oscura: el planeta giraba bajo ellos.

Durante un momento lo observaron en silencio, pero Zaphod estaba impaciente y nervioso.

—Estamos cruzando el lado de la noche... —dijo con un murmullo. El planeta seguía girando.

—Tenemos la superficie del planeta a cuatrocientos cincuenta Kilómetros debajo de nosotros... —prosiguió Zaphod.

Trataba de crear la sensación de que se hallaban ante un acontecimiento, ante lo que él creía que era un gran momento. ¡Magrathea! Estaba resentido por la reacción escéptica de Ford. ¡Magrathea!

—Dentro de unos segundos —continuó, lo veremos... ¡Allí!

El acontecimiento se produjo por sí solo. Incluso el más avezado vagabundo de las estrellas no podía menos que estremecerse ante la visión espectacular de una aurora del espacio, pero una aurora binaria es una de las maravillas de la Galaxia. Un súbito punto de luz cegadora atravesó la extrema oscuridad. Aumentó gradualmente y se extendió de lado formando un aspa fina y creciente; al cabo de unos segundos se vieron dos soles, dos hornos de luz que tostaron con fuego blanco la línea del horizonte. Bajo ellos, fieras lanzas de color surcaron la fina atmósfera.

—¡Los fuegos de la aurora! —jadeó Zaphod—. ¡Los soles gemelos de Soulianis y Rahm...!

—O cualquier otra cosa —apostilló Ford en voz baja.

—¡Soulianis y Rahm! —insistió Zaphod.

Los soles resplandecieron en la bóveda del espacio y una música sorda y lúgubre flotó por el puente: Marvin canturreaba irónicamente porque odiaba mucho a los humanos. Ford sintió una emoción profunda al contemplar el espectáculo luminoso, pero no era más que el entusiasmo de hallarse ante un planeta nuevo y extraño; le bastaba con verlo tal cual era. Le molestaba un poco que Zaphod hubiera impuesto en la escena una fantasía ridícula para sacarle partido. Todo eso de Magrathea eran camelos para niños.

¿Es que no bastaba ver la belleza de un jardín, sin tener que creer por ello que estaba habitado por las hadas?

A Arthur le parecía incomprensible todo eso de Magrathea. Se acercó a Trillian y le preguntó lo que pasaba.

—Yo sólo sé lo que me ha dicho Zaphod —susurró Trillian—. Al parecer, Magrathea es una especie de leyenda antigua en la que nadie cree verdaderamente. Es algo parecido a la Atlántida de la Tierra, salvo que los magratheanos construían planetas. Arthur miró a las pantallas y parpadeó con la sensación de que echaba de menos algo importante. De pronto comprendió lo que era.

—¿Hay té en esta nave? —preguntó.

Más partes del planeta se desplegaban a sus ojos a medida que el Corazón de Oro proseguía su órbita. Los soles se elevaban ahora en el cielo negro, había acabado la pirotecnia de la aurora y la superficie del planeta parecía yerma y ominosa a la ordinaria luz del día; era gris, polvorienta y de contornos vagos. Parecía muerta y fría como una cripta. De cuando en cuando surgían rasgos prometedores en el horizonte lejano: barrancas, quizá montañas o incluso ciudades. Pero a medida que se aproximaban, las líneas se suavizaban desvaneciéndose en el anonimato, y nada dejaban traslucir. La superficie del planeta estaba empañada por el tiempo, por el leve movimiento del tenue aire estancado que la había envuelto a lo largo de los siglos. No cabía duda de que era viejísimo.

Un momento de incertidumbre asaltó a Ford mientras veía moverse bajo ellos el paisaje gris. Le inquietaba la inmensidad del tiempo, podía sentirlo como una presencia. Carraspeó.

—Bueno, y aun suponiendo que sea...

—Lo es —le interrumpió Zaphod.

—...que no lo es —prosiguió Ford—, ¿qué quieres hacer en él, de todos modos? Ahí no hay nada.

—En la superficie, no —dijo Zaphod.

—Muy bien, supongamos que hay algo. Me figuro que no estarás aquí sólo por su arqueología industrial. ¿Qué es lo que buscas?

Una de las cabezas de Zaphod miró a un lado. La otra giró en la misma dirección para ver qué estaba mirando la primera, pero ésta no miraba nada en particular.

—Pues he venido en parte por curiosidad —dijo Zaphod en tono frívolo—, y en parte por sed de aventuras, pero principalmente creo que por fama y dinero... Ford le lanzó una mirada virulenta. Le daba la muy sólida impresión de que Zaphod no tenía la más mínima idea de por qué había ido allí.

—¿Sabes una cosa? —dijo Trillian, estremeciéndose—, no me gusta nada el aspecto del planeta —¡Bah! No hagas caso —le aconsejó Zaphod—. Con toda la riqueza del antiguo Imperio Galáctico escondida en alguna parte, puede permitirse esa apariencia desaliñada. Tonterías, pensó Ford. Aun suponiendo que fuese la sede de alguna civilización antigua ya convertida en polvo, y dando por sentadas una serie de cosas sumamente improbables, era imposible que allí se guardasen grandes tesoros y riquezas en cualquier forma que siguiera teniendo valor. Se encogió de hombros.

—Creo que es un planeta muerto —dijo.

En la actualidad, la fatiga y la tensión nerviosa constituyen serios problemas sociales en todas las partes de la galaxia, y para que tal situación no se agrave es por lo que se revelarán de antemano los hechos siguientes:

El planeta en cuestión es efectivamente el legendario Magrathea. El mortífero ataque con proyectiles teledirigidos que iba a desencadenarse a continuación por un antiguo dispositivo automático de defensa, se resolverá simplemente en la ruptura de tres tazas de café y de una jaula de ratones, en ciertas magulladuras de alguien en el antebrazo, en la intempestiva creación y súbito fallecimiento de un tiesto de petunias y de una ballena inocente.

Con el fin de preservar cierta sensación de misterio, aún no se harán revelaciones concernientes a la persona que sufrió magulladuras en el antebrazo. Este hecho puede convertirse con toda seguridad en tema de suspense porque no tiene importancia alguna.