24
La pequeña nave se deslizaba silenciosa por la fría oscuridad: un fulgor suave y solitario que surcaba la negra noche magratheana. Viajaba deprisa. El compañero de Arthur parecía sumido en sus propios pensamientos, y cuando en un par de ocasiones trató Arthur de entablar conversación, el anciano se limitó a contestar: preguntándole si estaba cómodo, sin añadir nada más.
Arthur intentó calcular la velocidad a que viajaban, pero la oscuridad exterior era absoluta y carecía de puntos de referencia. La sensación de movimiento era tan suave y ligera, que casi estaba a punto de creer que no se movían en absoluto. Entonces, un tenue destello de luz apareció en el horizonte y al cabo de unos segundos aumentó tanto de tamaño, que Arthur comprendió que se dirigía hacia ellos a velocidad colosal, y trató de averiguar qué clase de vehículo podría ser. Miró pero no pudo distinguir claramente su forma, y de pronto jadeó alarmado cuando el aerodeslizador se inclinó abruptamente y se precipitó hacia abajo en una trayectoria que seguramente acabaría en colisión. Su velocidad relativa parecía increíble, y Arthur apenas tuvo tiempo de respirar antes de que todo terminara. Lo primero que percibió fue una demencial mancha plateada que parecía rodearle. Volvió la cabeza con brusquedad y vio un pequeño punto negro que desaparecía rápidamente tras ellos, a lo lejos, y tardó varios segundos en comprender lo que había pasado.
Se habían introducido en un túnel excavado en el suelo. La velocidad colosal era la que ellos llevaban en dirección al destello luminoso, que era un agujero inmóvil en el suelo, la embocadura del túnel. La demencial mancha plateada era la pared circular del túnel por donde iban disparados, al parecer, a varios centenares de kilómetros a la hora. Aterrado, cerré los ojos.
Al cabo de un tiempo que no trató de calcular, sintió una leve disminución de la velocidad, y un poco más tarde comprendió que iban deteniéndose suavemente, poco a poco.
Volvió a abrir los ojos. Aún seguían en el túnel plateado, abriéndose paso, colándose, entre una intrincada red de túneles convergentes. Finalmente se detuvieron en una pequeña cámara de acero ondulado. Allí iban a parar varios túneles y, al otro extremo de la cámara, Arthur vio un ancho círculo de luz suave e irritante. Era molesta porque jugaba malas pasadas a los ojos, era imposible orientarse bien o decir cuán lejos o cerca estaba. Arthur supuso (equivocándose por completo) que sería ultravioleta. Slartibarfast se dio la vuelta y miró a Arthur con sus graves ojos de anciano.
—Terráqueo —le dijo—, ya estamos en las profundidades de Magrathea.
—¿Cómo sabía que soy terráqueo? —inquirió Arthur.
—Ya comprenderás estas cosas —respondió amablemente el anciano, que añadió con una leve duda en la voz—: Al menos las verás con mayor claridad que en estos momentos. Y prosiguió:
—He de advertirte que la cámara a la que estamos a punto de entrar, no existe literalmente en el interior de nuestro planeta. Es un poco... ancha. Vamos a cruzar una puerta y a entrar en un vasto tramo de hiperespacio. Tal vez te inquiete. Arthur hizo unos ruidos nerviosos.
Slartibarfast tocó un botón y, en un tono que no era muy tranquilizador, añadió:
—A mí me da escalofríos de temor. Agárrate bien.
El vehículo saltó hacia delante, justo por en medio del círculo luminoso, y Arthur tuvo súbitamente una idea bastante clara de lo que era el infinito. En realidad, no era el infinito. El infinito tiene un aspecto plano y sin interés. Si se mira al cielo nocturno, se atisba el infinito: la distancia es incomprensible y, por tanto, carece de sentido. La cámara en que emergió el aerodeslizador era cualquier cosa menos infinita; sólo era extraordinariamente grande, tanto que daba una impresión mucho más aproximada de infinito que el mismo infinito.
Arthur percibió que sus sentidos giraban y danzaban al viajar a la inmensa velocidad que, según sabía, alcanzaba el areodeslizador; ascendían lentamente por el aire dejando tras ellos la puerta por la que habían pasado como un alfilerazo en el débil resplandor de la pared.
La pared.
La pared desafiaba la imaginación, la atraía y la derrotaba. Era tan pasmosamente larga y alta, que su cima, fondo y costados se desvanecían más allá del alcance de la vista: sólo la impresión de vértigo que daba era capaz de matar a un hombre. Parecía absolutamente plana. Se hubiera necesitado el equipo de medición láser más perfecto para descubrir que, a medida que subía, hasta el infinito al parecer, a medida que caía vertiginosamente, y a medida que se extendía a cada lado, se iba haciendo curva. Volvía a encontrarse a sí misma a trece segundos-luz. En otras palabras, la pared formaba la parte interior de una esfera hueca con un diámetro de unos cuatro millones y medio de kilómetros y anegada de una luz increíble.
—Bienvenido —dijo Slartibarfast mientras la manchita diminuta que formaba el aerodeslizador, que ahora viajaba a tres veces la velocidad del sonido, avanzaba de manera imperceptible en el espacio sobrecogedor—, bienvenido a la planta de nuestra fábrica.
Arthur miró a su alrededor con una especie de horror maravillado. Colocados delante de ellos, a una distancia que no podía juzgar ni adivinar siquiera, había una serie de suspensiones curiosas, delicadas tracerías de metal y de luz colgaban junto a vagas formas esféricas que flotaban en el espacio.
—Mira —dijo Slartibarfast—, aquí es donde hacemos la mayor parte de nuestros planetas.-—¿Quiere decir —dijo Arthur, tratando de encontrar las palabras—, quiere decir que ya van a empezar otra vez?
—¡No, no! ¡Santo cielo, no! —exclamó el anciano—. No, la Galaxia todavía no es lo suficientemente rica para mantenernos. No, nos han despertado para realizar solamente un encargo extraordinario para unos... clientes muy especiales de otra dimensión. Quizá te interese... allá, a lo lejos, frente a nosotros.
Arthur siguió la dirección del dedo del anciano hasta distinguir el armazón flotante que señalaba. Efectivamente, era la única estructura que manifestaba indicios de actividad, aunque se trataba más de una impresión subliminal que de algo palpable. Sin embargo, en aquel momento un destello de luz formó un arco en la estructura y mostró con claro relieve los contornos que se formaban en la oscura esfera interior. Contornos que Arthur conocía, formas ásperas y apelmazadas que le resultaban tan familiares corno la configuración de las palabras, que eran parte de los enseres de su mente. Durante unos momentos permaneció en un silencio pasmado mientras las imágenes se agolpaban en su cerebro y trataban de encontrar un sitio donde resolverse y encontrar su sentido.
Parte de su mente le decía que sabía perfectamente lo que estaba buscando y lo que representaban aquellas formas, y otra parte rechazaba con bastante sensatez la admisión de semejante idea, negándose a seguir pensando en tal sentido. Volvió a surgir el destello, y esta vez no cabía duda.
—La Tierra... —musitó Arthur.
—Bueno, en realidad es la Tierra número Dos —dijo alegremente Slartibarfast—. Estamos haciendo una reproducción de nuestra cianocopia original.
Hubo una pausa.
—¿Está tratando de decirme —inquirió Arthur con voz lenta y controlada— que ustedes... hicieron originalmente la Tierra?
—Claro que sí —dijo Slartibarfast—. ¿Has ido alguna vez a un sitio que... me parece que se llamaba Noruega?
—No —contesto Arthur—, no he ido nunca.
—Qué lástima —comentó Slartibarfast—, eso fue obra mía. Ganó un premio, ¿sabes?
¡Qué costas tan encantadoras y arrugadas! Lo sentí mucho al enterarme de su destrucción.
—¡Que lo sintió!
—Sí. Cinco minutos después no me habría importado tanto. Fue un error espantoso.
—¡Cómo! —exclamó Arthur.
—Los ratones se pusieron furiosos.
—¡Que los ratones se pusieron furiosos!
—Pues sí —dijo el anciano con voz suave.
—Y me figuro que lo mismo se pondrían los perros, los gatos y los ornitorrincos, pero...
—¡Ah!, pero ellos no habían pagado para verlo, ¿verdad?
—Mire —dijo Arthur—, ¿no le ahorraría un montón de tiempo si me diera por vencido y me volviese loco ahora mismo?
Durante un rato el aerodeslizador voló en medio de un silencio embarazoso. Luego, el anciano trató pacientemente de dar una explicación.
—Terráqueo, el planeta en el que vivías fue encargado, pagado y gobernado por ratones. Quedó destruido cinco minutos antes de alcanzarse el propósito para el cual se proyectó, y ahora tenemos que construir otro.
Arthur sólo se quedó con una palabra.
—¿Ratones? —dijo.
—Efectivamente, terráqueo.
—Lo siento, escuche.... ¿estamos hablando de las pequeñas criaturas peludas que tienen una fijación con el queso y ante los cuales las mujeres se subían gritando encima de las mesas en las comedias televisivas a principios de los sesenta?
Slartibarfast tosió cortésmente.
—Terráqueo —dijo—, resulta un poco difícil seguir tu manera de hablar. Recuerda que he estado dormido en el interior de este planeta de Magrathea durante cinco millones de años y no sé mucho de esas comedias televisivas de los primeros sesenta de que me hablas. Mira, esas criaturas que tú llamas ratones, no son enteramente lo que parecen. No son más que la proyección en nuestra dimensión de seres pandimensionales sumamente hiperinteligentes. Todo eso del queso y de los gritos no es más que una fachada.
El anciano hizo una pausa y, con una mueca simpática, prosiguió:
—Me temo que han hecho experimentos con vosotros.
Arthur pensó aquello durante un segundo, y luego se le iluminó el rostro.
—¡Ah, no! —dijo—. Ya veo el origen del malentendido. No, mire usted, lo que pasó es que nosotros hacíamos experimentos con ellos. Con frecuencia se les utilizaba en investigaciones conductistas, Pavlov y todas esas cosas. De manera que lo que pasó fue que a los ratones se les presentaba todo tipo de pruebas, aprendían a tocar campanillas y a correr por laberintos y cosas así, para luego analizar todas las características del proceso de aprendizaje. Por la observación de su conducta, nosotros aprendíamos todo tipo de cosas sobre la nuestra...
La voz de Arthur se apagó.
—Es de admirar... —dijo Slartibarfast— semejante sutileza.
—¿Cómo? —dijo Arthur.
—Qué cosa mejor para ocultar su verdadera naturaleza, para guiar mejor vuestras ideas: correr de pronto por el lado erróneo de un laberinto, comer el trozo equivocado de queso, caer repentinamente muertos de mixomatosis...; si eso se calcula adecuadamente, el efecto acumulativo es enorme.
Hizo una pausa para causar efecto.
—Mira, terráqueo, son seres pandimensionales realmente listos y especialmente hiperinteligentes. Vuestro planeta y vuestra gente han formado la matriz de un ordenador orgánico que realizaba un programa de investigación de diez millones de años... Permite que te cuente toda la historia. Llevará un poco de tiempo.
—El tiempo —dijo débilmente Arthur— no suele ser uno de mis problemas.