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Y lo que ocurrió a continuación fue que el Corazón de Oro siguió su ruta con absoluta normalidad y algunas modificaciones bastante atractivas en su interior. Era un poco más amplia, y acabada con unos delicados matices de verde y azul pastel. En el medio, entre un follaje de helechos y flores amarillas se alzaba una escalera de caracol, y junto a ella había un pedestal de piedra que albergaba la terminal del ordenador principal. Luces y espejos hábilmente desplegados creaban la ilusión de estar en un invernadero que daba a una amplia extensión de jardines cuidados con esmero exquisito. En torno a la zona periférico del invernadero había mesas con tablero de mármol y patas de hierro forjado de bello e intrincado dibujo. Cuando se miraba a la superficie reluciente del mármol, se veía la vaga forma de los instrumentos, y cuando se pasaba la mano por encima los aparatos se materializaban al instante. Si se los miraba desde la posición adecuada, los espejos parecían reflejar todos los datos precisos, aunque no estaba nada claro de dónde provenían. Efectivamente, era muy bonito.
Acomodado en un sillón de mimbre, Zaphod Beeblebrox dijo:
—¿Qué demonios ha pasado?
—Pues yo acabo de decir —dijo Arthur, que reposaba junto a un estanque pequeño lleno de peces— que ahí hay un interruptor de esa Energía de Improbabilidad... Señaló a donde estaba antes. Ahora había un tiesto con una planta.
—Pero, ¿dónde estamos? —dijo Ford, que estaba sentado en la escalera de caracol, con un detonador gargárico pangaláctico bien frío en la mano.
—Exactamente donde estábamos, creo... —dijo Trillian, mientras los espejos les mostraban súbitamente una imagen del marchito paisaje de Magrathea, que seguía pasando velozmente bajo ellos.
Zaphod se puso en pie de un salto.
—Entonces, ¿qué ha pasado con los proyectiles atómicos? —preguntó. En los espejos apareció una imagen nueva y pasmosa.
—Resultará —dijo Ford en tono de duda— que se han convertido en un tiesto de petunias y en una ballena muy sorprendida...
—Con un Factor de Improbabilidad —terció Eddie, que no había cambiado en absoluto— de ocho millones setecientos sesenta y siete mil ciento veintiocho contra uno. Zaphod miró fijamente a Arthur.
—¿Pensaste en eso, terráqueo? —le preguntó.
—Pues yo, lo único que hice fue... —dijo Arthur.
—Fue una idea excelente, ¿sabes? Conectar durante un segundo la Energía de Improbabilidad sin activar primero las pantallas aislantes. Oye, muchacho, nos has salvado la vida, ¿lo sabías?
—Pues, bueno —dijo Arthur—, en realidad no fue nada...
—¿De veras? —dijo Zaphod—. Muy bien, entonces olvídalo. Bueno, ordenador, llévanos a tierra.
—Pero...
—He dicho que lo olvides.
Otra cosa que se olvidó fue el hecho de que, contra toda probabilidad, se había creado una ballena a varios Kilómetros por encima de la superficie de un planeta extraño. Y como, naturalmente, ésa no es una situación sostenible para una ballena, la pobre criatura inocente tuvo muy poco tiempo para acostumbrarse a su identidad de ballena antes de perderla para siempre.
Esta es una relación completa de sus pensamientos desde el instante en que comenzó su vida hasta el momento en que terminó.
«¡Ah...! ¿Qué pasa? —pensó.
»Hmm, discúlpeme, ¿quién soy yo?
»¿Hola?» ¿Por qué estoy aquí? ¿Cuál es el objeto de mi vida?
»¿Qué quiere decir quién soy yo?
»Tranquila, cálmate ya... ¡Oh, qué sensación tan interesante! ¿Verdad? Es una especie de... bostezante, hormigueante sensación en mi... mi.... bueno, creo que será mejor empezar a poner nombre a las cosas si quiero abrirme paso en lo que, por mor de lo que llamaré un argumento, denominaré mundo, así que diremos en mi estómago.
»Bien. ¡Oooh, esto marcha muy bien! Pero ¿qué es ese ruido grandísimo y silbante que me pasa por lo que de pronto voy a llamar la cabeza? Quizá lo pueda llamar... ¡viento!
¿Es un buen nombre? Servirá..., tal vez encuentre otro mejor más adelante, cuando averigüe para qué sirve. Debe ser algo muy importante, porque desde luego parece haber muchísimo. ¡Eh! ¿Qué es eso? Eso..., llamémoslo cola; sí, cola. ¡Eh! Puedo sacudirla muy bien, ¿verdad? ¡Vaya! Uy! ¡Qué magnífica sensación! No parece servir de mucho, pero ya descubriré más tarde lo que es. ¿Ya me he hecho alguna idea coherente de las cosas?
»No.
»No importa porque, oye, es tan emocionante tener tanto que descubrir, tanto que esperar, que casi me aturde la impaciencia.
»¿O el viento?
»¿Verdad que ahora hay muchísimo?
»¡Y de qué manera! ¡Eh! ¿Qué es eso que viene tan de prisa hacia mí? Muy deprisa. Tan grande, tan plano y redondo que necesita un gran nombre sonoro, como... sueno... ruedo... ¡suelo! ¡Eso es! Ese sí que es un buen nombre: ¡suelo!
»Me pregunto si se mostrará amistoso conmigo.»
Y el resto, tras un súbito golpe húmedo, fue silencio.
Curiosamente, lo único que pasó por la mente del tiesto de petunias mientras caía fue:
«¡Oh, no! Otra vez, no». Mucha gente ha imaginado que si supiéramos exactamente lo que pensó el tiesto de petunias, conoceríamos mucho más de la naturaleza del universo de lo que sabemos ahora.