20
Cinco figuras vagaban lentamente por el terreno marchito. Había zonas que eran de un gris apagado, y otras de castaño sin brillo; el resto era menos interesante visualmente. Parecía un marjal seco, ahora desprovisto de vegetación y cubierto con una capa de polvo de casi tres centímetros de espesor. Hacía mucho frío. Era evidente que Zaphod se sentía bastante deprimido por todo aquello. Echó a andar por su cuenta y pronto se perdió de vista tras una suave elevación del terreno. El viento le hacía daño a Arthur en los ojos y en los oídos; el tenue aire rancio se le agarraba a la garganta. No obstante, lo que más daño le hacía eran sus pensamientos.
—Es fantástico... —dijo, y su propia voz le retumbó en los oídos. El sonido no se transmitía bien en aquella atmósfera tenue.
—Si quieres mi opinión, es un agujero inmundo —dijo Ford—. Me divertiría más en una cama de gatos.
Sentía una irritación creciente. Entre todos los planetas de los sistemas estelares de toda la galaxia, muchos de ellos salvajes y exóticos, desbordantes de vida, le había tocado aparecer en un montón de basura como aquél, después de quince años de naufragio. Ni siquiera un puesto de salchichas a la vista. Se agachó y recogíó un frío terrón de tierra, pero debajo no había nada por lo que valiera la pena recorrer miles de años-luz.
—No —insistió Arthur—, no lo entiendes; ésta es la primera vez que pongo el pie en la superficie de otro planeta... de un mundo enteramente extraño... ¡Lástima que haya tanta basura!
Trillian apretó los brazos contra el cuerpo, se estremeció y frunció el ceño. Habría jurado ver un movimiento leve e inesperado con el rabillo del ojo, pero cuando miró en aquella dirección, lo único que distinguió fue la nave, inmóvil y silenciosa, a unos cien metros detrás de ellos.
Unos segundos después sintió alivio al ver a Zaphod, de pie en lo alto del promontorio, haciéndoles señas para que se acercaran.
Parecía alborotado, pero no oían claramente lo que les decía por causa del viento y de la poca densidad de la atmósfera.
Al acercarse a la elevación del terreno, se dieron cuenta de que era circular: un cráter de unos ciento cincuenta metros de diámetro. Por fuera del cráter, la pendiente estaba salpicada de terrones rojos y negros. Se pararon a mirar uno. Estaba húmedo. Era como de goma.
Horrorizados, comprendieron de pronto que era carne fresca de ballena. En la cima, al borde del cráter, se reunieron con Zaphod.
—Mirad —dijo éste, señalando el cráter.
En el centro yacía el cadáver desgarrado de una ballena solitaria que no había vivido lo suficiente para estar descontenta con su suerte. El silencio sólo se interrumpió por las contracciones involuntarias de la garganta de Trillian.
—Supongo que no tendrá sentido enterrarla —murmuró Arthur, que en seguida se arrepintió de sus palabras.
—Vamos —ordenó Zaphod, empezando a bajar por el cráter.
—¡Cómo! ¿Ahí abajo? —protestó Trillian con marcada aversión.
—Sí —dijo Zaphod—. Vamos, tengo que enseñaros algo.
—Ya lo vemos —dijo Trillian.
—Eso no —dijo Zaphod—; otra cosa. Venga.
Todos dudaron.
—Vamos —insistió Zaphod—. He descubierto un camino para entrar.
—¿Para entrar? —dijo Arthur, horrorizado.
—¡Al interior del planeta! Un pasaje subterráneo. Se abrió al chocar la ballena contra el suelo, y por ahí es por donde tenemos que ir. Por donde no ha pisado un ser humano durante estos cinco millones de años, hacia el mismo corazón del tiempo... Marvin volvió a iniciar su canturreo irónico.
Zaphod le dio un puñetazo y se calló.
Con pequeños repeluznos de asco siguieron todos a Zaphod por la pendiente del cráter, tratando con todas sus fuerzas de no mirar a su infortunada creadora.
—Se la odie o se la ignore —sentenció tristemente Marvin—, la vida no puede gustarle a nadie.
El terreno se ahondaba por donde había penetrado la ballena, revelando una red de galerías y pasadizos, obstruidos por cascotes y vísceras. Zaphod empezó a limpiar escombros para abrir un camino, pero Marvin logró hacerlo con mayor rapidez. Un aire húmedo emanó de sus cavidades oscuras, y cuando Zaphod encendió una linterna nada se vio entre las tinieblas polvorientas.
—Según la leyenda —dijo—, los magratheanos pasaban en el subsuelo la mayor parte de su vida.
—¿Y por qué? —inquirió Arthur—. ¿Es que la superficie estaba muy contaminada o había exceso de población?
—No, no lo creo —contesto Zaphod—. Creo que únicamente no les gustaba mucho.
—¿Estás seguro de que sabes lo que vas a hacer? —preguntó Trillian, atisbando nerviosamente en la oscuridad—. No sé si sabrás que ya nos han atacado una vez.
—Mira, niña, te prometo que la población viva de este planeta asciende a cero más nosotros cuatro, así que venga, entremos ahí. Hmm, oye, terráqueo...
—Arthur —dijo Arthur.
—Sí, podrías quedarte con el robot y vigilar este extremo del pasaje, ¿de acuerdo?
—¿Vigilar? —dijo Arthur—. ¿De qué? Acabas de decir que aquí no hay nadie.
—Sí, bueno, sólo por seguridad, ¿conforme? —dijo Zaphod.
—¿Por seguridad de quién? ¿Tuya o mía?
—Buen muchacho. Venga, vamos.
Zaphod entró a gatas por el pasadizo, seguido de Trillian y de Ford.
—Pues espero que lo paséis muy mal —se quejó Arthur.
—No te preocupes, así será —le aseguró Marvin.
Al cabo de unos segundos se perdieron de vista.
Arthur comenzó a pasear de mal humor, y luego decidió que el cementerio de una ballena no era un lugar muy adecuado para pasear.
Zaphod caminaba rápidamente por el pasadizo, muy nervioso, pero tratando de ocultarlo con pasos resueltos. Movió la linterna de un lado a otro. Las paredes estaban recubiertas con azulejos oscuros, fríos al tacto, y el aire era sofocante y podrido.
—Mirad, ¿qué os había dicho? Un planeta deshabitado. Magrathea —dijo, siguiendo entre la basura y los cascotes esparcidos por el suelo de baldosas. Inevitablemente, Trillian recordó el metro de Londres, aunque era menos sórdido. De cuando en cuando, los baldosines de la pared daban paso a amplios mosaicos: sencillos dibujos angulosos en colores brillantes. Trillian se detuvo a observar uno de ellos, pero no pudo descubrirle sentido alguno. Llamó a Zaphod.
—Oye, ¿tienes idea de qué son estos símbolos extraños?
—Creo que son símbolos extraños de alguna clase —contesto Zaphod, casi sin volver la vista.
Trillian se encogió de hombros y apretó el paso.
De vez en cuando, a la izquierda o a la derecha había puertas que daban a habitaciones pequeñas, y Ford descubrió que estaban llenas de ordenadores abandonados. Entró con Zaphod para echar una mirada. Trillian los siguió.
—Mira —dijo Ford—, tú crees que esto es Magrathea...
—Sí —dijo Zaphod—, y hemos oído la voz, ¿no es así?
—Muy bien, admitiré el hecho de que esto sea Magrathea; de momento. Pero hasta ahora no has dicho nada de cómo lo has localizado en medio de la Galaxia. Con toda seguridad, no te limitaste a mirarlo en un atlas estelar.
—Investigué. En los archivos del Gobierno. Hice indagaciones y algunas conjeturas acertadas. Fue fácil.
—¿Y entonces robaste el Corazón de Oro para venir a buscarlo?
—Lo robé para buscar un montón de cosas.
—¿Un montón de cosas? —repitió Ford, sorprendido—. ¿Como cuáles?
—No lo sé.
—¿Cómo?
—No sé lo que estoy buscando.
—¿Por qué no?
—Porque... porque..., porque si lo supiera, creo que no sería capaz de buscarlas.
—¡Pero qué dices! ¿Estás loco?
—Es una posibilidad que no he desechado —dijo Zaphod en voz baja—. De mí mismo sólo sé lo que mi inteligencia puede averiguar bajo condiciones normales. Y las condiciones normales no son buenas.
Durante largo rato nadie dijo nada, mientras Ford miraba fijamente a Zaphod con un espíritu súbitamente plagado de preocupaciones.
—Escucha, viejo amigo, si quieres... —empezó a decir finalmente Ford.
—No, espera... Voy a decirte una cosa —le interrumpió Zaphod—. Llevo una vida muy espontánea. Se me ocurre la idea de hacer algo y, ¿por qué no?, la hago. Pienso en ser Presidente de la Galaxia y resulta fácil. Decido robar la nave. Me lanzo a buscar Magrathea, y da la casualidad de que lo encuentro. Sí, pienso en el mejor modo de hacerlo, de acuerdo, pero siempre lo consigo. Es como tener una tarjeta de galacticrédito que sigue teniendo validez aunque nunca envíes los cheques. Y luego, siempre que me pongo a pensar en por qué hago algo y en cómo voy a hacerlo, siento una fuerte inclinación a dejar de pensar en ello. Como ahora. Me cuesta mucho trabajo hablar de esto.
Zaphod hizo una pausa. Hubo silencio durante un rato. Luego frunció el ceño y prosiguió:
—Anoche volví a preocuparme. Por el hecho de que parte de mi mente no funcionaba en su forma debida. Luego se me ocurrió que era como si alguien estuviese utilizando mi inteligencia para producir ideas buenas, sin decírmelo a mí. Relacioné ambas cosas y llegué a la conclusión de que tal vez ese alguien hubiera taponado a propósito una parte de mi mente y ésa fuera la razón por la que no podía usarla. Me pregunté si habría algún medio de comprobarlo.
»Me dirigí a la enfermería de la nave y me conecté a la pantalla encefalográfica. Me apliqué pruebas proyectivas en ambas cabezas, todas las que me hicieron los funcionarios médicos del Gobierno antes de ratificar mi candidatura a la Presidencia. Dieron resultados negativos. Por lo menos, nada extraños. Mostraron que era inteligente, imaginativo, irresponsable, indigno de confianza, extrovertido: nada nuevo. Ninguna otra anomalía. Así que empecé a inventar más pruebas, enteramente al azar. Nada. Luego traté de superponer los resultados de una cabeza sobre los de la otra. Y nada. Finalmente me sentí un poco ridículo, porque lo achaqué a un simple ataque de paranoia. Lo último que hice antes de dejarlo, fue tomar la imagen sobreimpuesta y mirarla a través de un filtro verde. ¿Te acuerdas de que cuando era niño siempre me mostraba supersticioso hacia el color verde? ¿De que quería ser piloto de una nave de exploración comercial?»
Ford asintió con la cabeza.
—Y allí estaba, tan claro como la luz del día —prosiguió Zaphod—. Toda una sección en medio de los dos cerebros que sólo se relacionaban entre sí y con ninguna otra cosa a su alrededor. Algún hijo de puta me había cauterizado todas las sinapsis y había traumatizado electrónicamente dos trozos de cerebelo.
Ford lo miró estupefacto. Trillian había palidecido.
—¿Te hizo eso alguien? —susurró Ford.
—Sí.
—Pero ¿tienes idea de quién fue? ¿O por qué?
—¿Por qué? Sólo puedo adivinarlo. Pero sé quién fue el cabrán que lo hizo.
—¿Lo sabes? ¿Cómo?
—Porque 6 las iniciales grabadas en las sinapsis cauterizadas. Las dejó allí para que yo las viera.
—¿Iniciales? ¿Grabadas a fuego en tu cerebro?
—Sí.
—¡Por amor de Dios! ¿Y cuáles eran?
Zaphod volvió a mirarle en silencio durante un momento. Luego desvió la vista.
—Z. B. —dijo en voz baja.
En aquel instante, un postigo de acero se abatió bajo ellos y empezó a manar gas en la estancia.
—Os lo contaré después —dijo ahogadamente Zaphod mientras los tres se desvanecían.