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Esto es lo que la Enciclopedia Galáctica dice respecto al alcohol. Afirma que es un líquido incoloro y evaporable producido por la fermentación de azúcares, y asimismo observa sus electos intoxicantes sobre ciertos organismos basados en el carbono. La Guía del autoestopista galáctico también menciona el alcohol. Dice que la mejor bebida que existe es el detonador gargárico pangaláctico.

Dice que el efecto producido por una copa de detonador gargárico pangaláctico es como que le aplasten a uno los sesos con una raja de limón doblada alrededor de un gran lingote de oro.

La Guía también indica en qué planetas se prepara el mejor detonador gargárico pangaláctico, cuánto hay que pagar por una copa y qué organizaciones voluntarias existen para ayudarle a uno a la rehabilitación posterior. La Guía señala incluso la manera en que puede prepararse dicha bebida:

«Eche el contenido de una botella de aguardiente añejo Janx.

»Añada una medida de agua de los mares de Santraginus V. ¡Oh, el agua del mar de Santraginus! iiiOh, el pescado de las aguas santragineas!!!

»Deje que se derritan en la mezcla (debe estar bien helada o se perderá la bencina) tres cubos de megaginebra arcturiana.

»Agregue cuatro litros de gas de las marismas falianas y deje que las burbujas penetren en la mezcla, en memoria de todos los felices vagabundos que han muerto de placer en las Marismas de Falia.

»En el dorso de una cuchara de plata vierta una medida de extracto de Hierbahiperbuena de Qualactina, saturada de todos los fragantes olores de las oscuras zonas qualactinas, levemente suaves y místicos.

»Añada el diente de un suntiger algoliano. Observe cómo se disuelve, lanzando el brillo de los soles algolianos a lo más hondo del corazón de la bebida.

»Rocíela con Zamfuor.

»Añada una aceituna.

»Bébalo..., pero... con mucho cuidado...»

La Guía del autoestopista galáctico se vende mucho más que la Enciclopedia Galáctica.

—Seis pintas de cerveza amarga —pidió Ford Prefect al tabernero del Horse and Groom— Y dése prisa, por favor, el mundo está a punto de acabarse. El tabernero del Horse and Groom no se merecía esa forma de trato: era un anciano digno. Se alzó las gafas sobre la nariz y parpadeó hacia Ford Prefect, que lo ignoró y miró fijamente por la ventana, de modo que el tabernero observó a Arthur, quien se encogió de hombros con expresión de impotencia y no dijo nada. Así que el tabernero dijo:

—¡Ah, sí! Hace buen tiempo para eso, señor.

Y empezó a tirar la cerveza. Volvió a intentarlo.

—Entonces, ¿va a ver el partido de esta tarde?

Ford se volvió para mirarle.

—No, no es posible —dijo, y volvió a mirar por la ventana.

—¿Y eso se debe a una conclusión inevitable a la que ha llegado usted, señor? —inquirió el tabernero—. ¿No tiene ni una posibilidad el Arsenal?

—No, no —contesto Ford—, es que el mundo está a punto de acabarse.

—Claro, señor —repuso el tabernero, mirando esta vez a Arthur por encima de las gafas— ya lo ha dicho. Si eso ocurre, el Arsenal tendrá suerte y se salvará. Ford volvió a mirarle con auténtica sorpresa.

—No, no se salvará —replicó frunciendo el entrecejo.

El tabernero respiró fuerte.

—Ahí tiene, señor, seis pintas —dijo.

Arthur le sonrió débilmente y volvió a encogerse de hombros.

Se dio la vuelta y lanzó una leve sonrisa a los demás clientes de la taberna por si alguno de ellos había oído algo de lo que pasaba.

Ninguno de ellos se había enterado, y ninguno comprendió por qué les sonreía. El hombre que se sentaba frente a la barra al lado de Ford miró a los dos hombres y luego a las seis cervezas, hizo un rápido cálculo aritmético, llegó a una conclusión que fue de su agrado y les sonrió con una mueca estúpida y esperanzada.

—Olvídelo, son nuestras —le dijo Ford, lanzándole una mirada que habría enviado de nuevo a sus asuntos a un suntiger algoliano.

Ford dio un palmetazo en la barra con un billete de cinco libras.

—Quédese con el cambio —dijo.

—¡Cómo! ¿De cinco libras? Gracias, señor.

—Le quedan diez minutos para gastarlo.

El tabernero, simplemente, decidió retirarse un rato.

—Ford —dijo Arthur—, ¿querrías decirme qué demonios pasa, por favor?

—Bebe —repuso Ford—, te quedan tres pintas.

—¿Tres pintas? —dijo Arthur—. ¿A la hora del almuerzo?

El hombre que estaba al lado de Ford sonrió y meneó la cabeza de contento. Ford le ignoró.

—El tiempo es una ilusión —dijo—. Y la hora de comer, más todavía.

—Un pensamiento muy profundo —dijo Arthur—. Deberías enviarlo al Reader's Digest. Tiene una página para gente como tú.

—Bebe.

—¿Y por qué tres pintas de repente?

La cerveza relaja los músculos; vas a necesitarlo.

—¿Relaja los músculos?

—Relaja los músculos.

Arthur miró fijamente su cerveza.

—¿Es que he hecho hoy algo malo? —dijo—, ¿o es que el mundo siempre ha sido así y yo he estado demasiado metido en mí mismo para darme cuenta?

—De acuerdo —dijo Ford—. Trataré de explicártelo. ¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos?

—¿Cuánto tiempo? —Arthur se puso a pensarlo—. Pues unos cinco años, quizá seis. En su momento, la mayoría de ellos parecieron tener sentido.

—Muy bien —dijo Ford—. ¿Cómo reaccionarías si te dijera que después de todo no soy de Guilford, sino de un planeta pequeño que está cerca de Betelgeuse?

Arthur se encogió de hombros con cierta indiferencia.

—No lo sé —contesto, bebiendo un trago de cerveza—. ¡Pero bueno! ¿Crees que eso que dices es propio de ti?

Ford se rindió. En realidad no valía la pena molestarse de momento, ahora que se acercaba el fin del mundo. Se limitó a decir:

—Bebe.

Y con un tono enteramente objetivo, añadió:

—El mundo está a punto de acabarse.

Arthur lanzó a los demás clientes otra sonrisa débil. Le miraron con el ceño fruncido. Un hombre le hizo senas para que dejara de sonreírles y se dedicara a sus asuntos.

—Debe ser jueves —dijo Arthur para sí, inclinándose sobre la cerveza—. Nunca puedo aguantar la resaca de los jueves.