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—Así que ahí lo tienes —dijo Slartibarfast, haciendo un intento débil y superficial de ordenar el asombroso revoltijo de su despacho. Cogió una hoja de papel de un montón, pero luego no se le ocurrió ningún otro sitio para ponerla, de manera que volvió a depositarla encima del montón original, que se derrumbó en seguida—. Pensamiento Profundo proyectó la Tierra, nosotros la construimos y vosotros la habitasteis.

—Y los vogones llegaron y la destruyeron cinco minutos antes de que concluyera el programa —añadió Arthur, no sin amargura.

—Sí —dijo el anciano, haciendo una pausa para mirar desalentado por la habitación—. Diez millones de años de planificación y de trabajo echados a perder como si nada. Diez millones de años, terráqueo... ¿Te imaginas un período de tiempo semejante? En ese tiempo, una civilización galáctica podría desarrollarse cinco veces a partir de un simple gusano. Echados a perder.

Hizo una pausa.

—Bueno, para ti eso es burocracia —añadió.

—Mire usted —dijo Arthur con aire pensativo—, todo esto explica un montón de cosas. Durante toda mi vida he tenido la sensación extraña e inexplicable de que en el mundo estaba pasando algo importante, incluso siniestro, y que nadie iba a decirme de qué se trataba.

—No —dijo el anciano—, eso no es más que paranoia absolutamente normal. Todo el mundo la tiene en el Universo.

—¿Todo el mundo? —repitió Arthur—. ¡pues si todo el mundo la tiene, quizá posea algún sentido! Tal vez en algún sitio, fuera del Universo que conocemos...

—Quizá. ¿A quién le importa? —dijo Slartibarfast antes de que Arthur se emocionara demasiado, y prosiguió—: Tal vez esté viejo y cansado, pero siempre he pensado que las posibilidades de descubrir lo que realmente pasa son tan absurdamente remotas, que lo único que puede hacerse es decir: olvídalo y manténte ocupado. Fíjate en mí: yo proyecto líneas costeras. Me dieron un premio por Noruega.

Revolvió entre un montón de despojos y sacó un gran bloque de perspex y un modelo de Noruega montado sobre él.

—¿Qué sentido tiene esto? —prosiguió—. No se me ocurre ninguno. Toda la vida he estado haciendo fiordos. Durante un momento pasajero se pusieron de moda y me dieron un premio importante.

Se encogió de hombros, le dio vueltas en las manos y lo tiró descuidadamente a un lado, pero con el suficiente tiento para que cayera en un sitio blando.

—En la Tierra de recambio que estamos construyendo me han encomendado Africa, y la estoy haciendo con muchos fiordos, porque me gustan y soy lo bastante anticuado para pensar que dan un delicioso toque barroco a un continente. Y me dicen que no es lo bastante ecuatorial. ¡Ecuatorial! —emitió una ronca carcajada—. ¿Qué importa eso? Desde luego, la ciencia ha logrado cosas maravillosas, pero yo preferiría, con mucho, ser feliz a tener razón.

—¿Y lo es?

—No. Ahí reside todo el fracaso, por supuesto.

—Lástima —dijo Arthur con simpatía—. De otro modo, parecía una buena forma de vida. Una pequeña luz blanca destelló en un punto de la pared.

—Vamos —dijo Slartibarfast—, tienes que ver a los ratones. Tu llegada al planeta ha causado una expectación considerable. Según tengo entendido, la han saludado como el tercer acontecimiento más improbable de la historia del Universo.

—¿Cuáles fueron los dos primeros?

—Bueno, probablemente no fueron más que coincidencias —dijo con indiferencia Slartibarfast. Abrió la puerta y esperó a que Arthur lo siguiera. Arthur miró alrededor una vez más, y luego inspeccionó su apariencia, la ropa sudada y desaliñada con la que se había tumbado en el barro el jueves por la mañana.

—Parece que tengo tremendas dificultades con mi forma de vida —murmuró para sí.

—¿Cómo dices? —le preguntó suavemente el anciano.

—Nada, nada —contesto Arthur—, sólo era una broma.