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Aquel jueves en particular, una cosa se movía silenciosamente por la ionosfera a muchos kilómetros por encima de la superficie del planeta; varias cosas, en realidad, unas cuantas docenas de enormes cosas en forma de gruesas rebanadas amarillas, tan grandes como edificios de oficinas y silenciosas como pájaros. Planeaban con desenvoltura, calentándose con los rayos electromagnéticos de la estrella Sol, esperando su oportunidad, agrupándose, preparándose.

El planeta que tenían bajo ellos era casi absolutamente ajeno a su presencia, que era precisamente lo que ellos pretendían por el momento. Las enormes cosas amarillas pasaron inadvertidas por Goonhilly, sobrevolaron Cabo Cañaveral sin que las detectaran; Woomera y Jodrell Bank las miraron sin verlas, lo que era una lástima porque eso era exactamente lo que habían estado buscando durante todos aquellos años. El único sitio en el que se registró su paso fue en un pequeño aparato negro llamado Subeta Sensomático, que se limitó a hacer un guiño silencioso. Estaba guardado en la oscuridad, dentro de un bolso de cuero que Ford Prefect solía llevar colgado al cuello. Efectivamente, el contenido del bolso de Ford Prefect era muy interesante, y a cualquier físico terrestre se le habrían saltado los ojos de las órbitas sólo con verlo, razón por la cual su dueño siempre lo ocultaba poniendo encima unos manoseados guiones de obras que supuestamente estaba ensayando. Aparte del Subeta Sensomático y de los guiones, tenía un Pulgar Electrónico: una varilla gruesa, corta y suave, de color negro, provista en un extremo de dos interruptores planos y unos cuadrantes; también tenía un aparato que parecía una calculadora electrónica más bien grande. Estaba equipada de un centenar de diminutos botones planos y de una pantalla de unos diez centímetros cuadrados en la que en un momento podía verse cualquier cara de su millón de «páginas». Tenía un aspecto demencialmente complicado, y ésa era una de las razones por las cuales estaba escrito en la cubierta de plástico que lo tapaba las palabras NO SE ASUSTE con caracteres grandes y agradables. La otra razón consistía en que tal aparato era el libro más notable que habían publicado las grandes compañías editoras de Osa Menor: la Guía del Autoestopista galáctico. El motivo por el que se publicó en forma de micro submesón electrónico, era porque, si se hubiera impreso como un libro normal, un autoestopista interestelar habría necesitado varios edificios grandes e incómodos para transportarlo. Debajo del libro, Ford Prefect llevaba en el bolso unos biros, un cuaderno de notas y una amplia toalla de baño de Marks y Spencer.

La Guía del autoestopista galáctico tiene varias cosas que decir respecto a las toallas. Dice que una toalla es el objeto de mayor utilidad que puede poseer un autoestopista interestelar. En parte, tiene un gran valor práctico: uno puede envolverse en ella para calentarse mientras viaja por las lunas frías de jaglan Beta; se puede tumbar uno en ella en las refulgentes playas de arena marmórea de Santraginus V, mientras aspira los vapores del mar embriagador; se puede uno tapar con ella mientras duerme bajo las estrellas que arrojan un brillo tan purpúreo sobre el desierto de Kakrafun; se puede usar como vela en una balsa diminuta para navegar por el profundo y lento río Moth; mojada, se puede emplear en la lucha cuerpo a cuerpo; envuelta alrededor de la cabeza, sirve para protegerse de las emanaciones nocivas o para evitar la mirada de la Voraz Bestia Bugblatter de Traal (animal sorprendentemente estúpido, supone que si uno no puede verlo, él tampoco lo ve a uno; es tonto como un cepillo, pero voraz, muy voraz); se puede agitar la toalla en situaciones de peligro como señal de emergencia, y, por supuesto, se puede secar uno con ella si es que aún está lo suficientemente limpia, Y lo que es más importante: una toalla tiene un enorme valor psicológico. Por alguna razón, si un estraj (estraj: no autoestopista) descubre que un autoestopista lleva su toalla consigo, automáticamente supondrá que también está en posesión de cepillo de dientes, toallita para lavarse la cara, jabón, lata de galletas, frasca, brújula, mapa, rollo de cordel, rociador contra los mosquitos, ropa de lluvia, traje espacial, etc. Además, el estraj prestar con mucho gusto al autoestopista cualquiera de dichos artículos o una docena más que el autoestopista haya «perdido» por accidente. Lo que el estraj pensará, es que cualquier hombre que haga autoestop a todo lo largo y ancho de la galaxia, pasando calamidades, divirtiéndose en los barrios bajos, luchando contra adversidades tremendas, saliendo sano y salvo de todo ello, y sabiendo todavía dónde está su toalla, es sin duda un hombre a tener en cuenta.

De ahí la frase que se ha incorporado a la jerga del autoestopismo: «Oye, ¿sass tú a ese jupi Ford Prefect? Es un frud que de verdad sabe dónde está su toalla». (Sass: conocer, estar enterado de, saber, tener relaciones sexuales con; jupi: chico muy sociable; frud: chico sorprendentemente sociabilísimo.)

Tranquilamente acomodado encima de la toalla en el bolso de Ford Prefect, el Subeta Sensomático empezó a parpadear con mayor rapidez. A kilómetros por encima de la superficie del planeta, los enormes algos amarillos comenzaron a desplegarse. En Jodrell Bank alguien decidió que ya era hora de tomar una buena y relajante taza de té.

—¿Llevas una toalla encima? —le preguntó de pronto Ford a Arthur. Arthur, que hacía esfuerzos por terminar la tercera jarra de cerveza, levantó la vista hacia Ford.

—¡Cómo! Pues no.... ¿debería llevar una?

Había renunciado a sorprenderse, parecía que ya no tenía sentido. Ford chasqueó la lengua, irritado. —Bebe —le apremió.

En aquel momento, un estrépito sordo y retumbante de algo que se hacía pedazos en el exterior se oyó entre el suave murmullo de la taberna, el sonido del tocadiscos de monedas y el ruido que el hombre que estaba al lado de Ford hacía al hipar sobre el whisky al que finalmente le habían invitado.

Arthur se atragantó con la cerveza y se puso en pie de un salto.

—¿Qué ha sido eso? —gritó.

—No te preocupes —le dijo Ford—, todavía no han empezado.

—Gracias a Dios —dijo Arthur, tranquilizándose.

—Probablemente sólo se trata de que están derribando tu casa —le informó Ford, terminando su última jarra de cerveza.

—¡Qué! —gritó Arthur.

De pronto se quebró el hechizo de Ford. Arthur lanzó alrededor una mirada furiosa y corrió a la ventana.

—¡Dios mío, la están tirando! ¡Están derribando mi casa! ¿Qué demonios estoy haciendo en la taberna, Ford?

—A éstas alturas ya no importa —sentenció Ford—. Deja que se diviertan.

—¿Que se diviertan? —gritó Arthur—. ¡Que se diviertan!

Se retiró de la ventana y rápidamente comprobó que hablaban de lo mismo.

—¡Maldita sea su diversión! —aulló, y salió corriendo de la taberna agitando con furia una jarra de cerveza medio vacía. Aquel día no hizo ningún amigo en la taberna.

—¡Deteneos, vándalos! ¡Demoledores de casas! —gritó Arthur—. ¡Parad ya, visigodos enloquecidas

Ford tuvo que ir tras él. Se volvió rápidamente hada el tabernero y le pidió cuatro paquetes de cacahuetes.

—Ahí tiene, señor —le dijo el tabernero, arrojando los paquetes encima del mostrador—. Son veinticinco peniques, si es tan amable.

Ford era muy amable; le dio al tabernero otro billete de cinco libras y le dijo que se quedara con el cambio. El tabernero lo observó y luego miró a Ford. Tuvo un estremecimiento súbito: por un instante experimentó una sensación que no entendió, porque nadie en la Tierra la había experimentado antes. En momentos de tensión grande, todos los organismos vivos emiten una minúscula señal subliminal. Tal señal se limita a comunicar la sensación exacta y casi patética de la distancia a que dicho ser se encuentra de su lugar de nacimiento. En la Tierra siempre es imposible estar a más de veinticuatro mil kilómetros del lugar de nacimiento de uno, cosa que no representa mucha distancia, de manera que dichas señales son demasiado pequeñas para que puedan captarse. En aquel momento, Ford Prefect se encontraba bajo una tensión grande, y había nacido a seiscientos años luz, en las proximidades de Betelgeuse.

El tabernero se tambaleó un poco, sacudido por una pasmosa e incomprensible sensación de lejanía. No conocía su significado, pero miró a Ford Prefect con una nueva impresión de respeto, casi con un temor reverente.

—¿Lo dice en serio, señor? —preguntó con un murmullo apagado que tuvo el efecto de silenciar la taberna—. ¿Cree usted que se va a acabar el mundo?

—Sí —contesto Ford.

—Pero... ¿esta tarde?

Ford se había recobrado. Se sentía de lo más frívolo.

—Sí —dijo alegremente—; en menos de dos minutos, según mis cálculos. El tabernero no daba crédito a aquella conversación, y tampoco a la sensación que acababa de experimentar.

—Entonces, ¿no hay nada que podamos hacer? —preguntó.

—No, nada —le contestó Ford guardándose los cacahuetes en el bolsillo. En el silencio del bar alguien empezó a reírse con roncas carcajadas de lo estúpido que se había vuelto todo el mundo.

El hombre que se sentaba al lado de Ford ya estaba como una cuba. Levantó la vista hacia Ford, haciendo vísales con los ojos.

—Yo creía —dijo— que cuando se acercara el fin del mundo, tendríamos que tumbarnos, ponernos una bolsa de papel en la cabeza O algo parecido.

—Si le apetece, sí —le dijo Ford.

—Eso es lo que nos decían en el ejército —informó el hombre, Y sus ojos iniciaron el largo viaje hacia su vaso de whisky.

—¿Nos ayudaría eso? —preguntó el tabernero.

—No —respondió Ford, sonriéndole amistosamente, y añadió—: Discúlpeme, tengo que marcharme.

Se despidió saludando con la mano.

La taberna permaneció silenciosa un momento más y luego, de manera bastante molesta, volvió a reírse el hombre de la ronca carcajada. La muchacha que había arrastrado con él a la taberna había llegado a odiarle profundamente durante la última hora, y para ella habría sido probablemente una gran satisfacción saber que dentro de un minuto y medio su acompañante se convertiría súbitamente en un soplo de hidrógeno, ozono y monóxido de carbono. Sin embargo, cuando llegara ese momento, ella estaría demasiado ocupada evaporándose para darse cuenta.

El tabernero carraspeó. Se oyó decir:

—Pidan la última consumición, por favor.

Las enormes máquinas amarillas alzaron a descender en picado, aumentando la velocidad.

Ford sabía que ya estaban allí. Esa no era la forma en que deseaba salir.

Arthur corría por el sendero y estaba muy cerca de su casa. No se dio cuenta del frío que hacía, de repente, no reparó en el viento, no se percató del súbito e irracional chaparrón. No observó nada aparte de los bulldozers oruga que trepaban por el montón de escombros que había sido su cara.

—¡Bárbaros! —gritó—. ¡Demandaré al ayuntamiento y le sacaré hasta el último céntimo!

¡Haré que os ahorquen, que os ahoguen y que os descuarticen! ¡Y que os flagelen! ¡Y que os sumerjan en agua hirviente... hasta... hasta... hasta que no podáis más!

Ford corría muy de prisa detrás de el. Muy, muy de prisa.

—¡Y luego lo volveré a hacer! —gritó Arthur—. ¡Y cuando haya terminado, recogeré todos vuestros pedacitos y saltaré encima de ellos!

Arthur no se dio cuenta de que los hombres salían corriendo de los bulldozers; no observó que mister Prosser miraba inquieto al cielo. Lo que veía mister Prosser era que unas cosas enormes y de amarillas pasaban estridentemente entre las nubes. Unas cosas amarillas, increíblemente enormes.

—¡Y seguiré saltando sobre ellos —dijo Arthur— hasta que se me levanten ampollas o imagine algo aún más desagradable, y luego...!

Arthur tropezó y cayó de bruces, rodó y acabó tendido de espaldas. Por fin comprendió que pasaba algo. Su dedo índice se disparó hacia lo alto.

—Qué demonios es eso? —gritó.

Fuera lo que fuese, cruzó el espacio a toda velocidad con su monstruoso color amarillo, rompiendo el cielo con un estruendo que paralizaba el ánimo, y se remontó en la lejanía dejando que el aire abierto se cerrara a su paso con un estampido que sepultaba las orejas en lo más profundo del cráneo.

Lo siguió otro que hizo exactamente lo mismo, sólo que con más ruido. Es difícil decir exactamente lo que estaba haciendo en aquellos momentos la gente en la superficie del planeta, porque realmente no lo sabían ellos mismos. Nada tenía mucho sentido: entraban corriendo en las casas, salían aprisa de los edificios, gritaban silenciosamente contra el ruido. En todo el mundo, las calles de las ciudades reventaban de gente y los coches chocaban unos contra otros mientras el ruido caía sobre ellos y luego retumbaba como la marejada por montañas y valles, desiertos y océanos, pareciendo aplastar todo lo que tocaba.

Sólo un hombre quedó en pie contemplando el cielo; permanecía firme, con una expresión de tremenda tristeza en los ojos y tapones de goma en los oídos. Sabía exactamente lo que pasaba, y lo sabía desde que su Subeta Sensomático empezó a parpadear en plena noche junto a su almohada y le despertó sobresaltado. Era lo que había estado esperando durante todos aquellos años, pero cuando se sentó solo y a oscuras en su pequeña habitación a descifrar la señal, le invadió un frío que le estrujó el corazón. Pensó que de todas las razas de la galaxia que podían haber venido a saludar cordialmente al planeta Tierra, tenían que ser precisamente los vogones. Pero sabía lo que tenía que hacer. Cuando la nave vogona pasó rechinando por el cielo, él abrió su bolso. Tiró un ejemplar de Joseph y el maravilloso abrigo de los sueños en tecnicolor, tiró un ejemplar de Godspell: no los necesitaría en el sitio a donde se dirigía. Todo estaba listo, tenía todo preparado.

Sabía dónde estaba su toalla.

Un silencio súbito sacudió la Tierra. Era peor que el ruido. Nada sucedió durante un rato.

Las enormes naves pendían ingrávidas en el espacio, por encima de todas las naciones de la Tierra. Permanecían inmóviles, enormes, pesadas, firmes en el cielo: una blasfemia contra la naturaleza. Mucha gente quedó inmediatamente conmocionada mientras trataban de abarcar todo lo que se ofrecía ante su vista. Las naves colgaban en el aire casi de la misma forma en que los ladrillos no lo harían. Y nada sucedió, todavía.

Entonces hubo un susurro ligero, un murmullo dilatado y súbito que resonó en el espacio abierto. Todos los aparatos de alta fidelidad del mundo, todas las radios, todas las televisiones, todos los magnetófonos de cassette, todos los altavoces de frecuencias bajas, todos los altavoces de frecuencias altas, todos los receptores de alcance medio del mundo quedaron conectados sin más ceremonia.

Todas las latas, todos los cubos de basura, todas las ventanas, todos los coches, todas las copas de vino, todas las láminas de metal oxidado quedaron activados como una perfecta caja de resonancia.

Antes de que la Tierra desapareciera, se la invitaba a conocer lo último en cuanto a reproducción del sonido, el circuito megafónico más grande que jamás se construyera. Pero no había ningún concierto, ni música, ni fanfarria; sólo un simple mensaje.

—Habitantes de la Tierra, atención, por favor —dijo una voz, y era prodigioso. Un maravilloso y perfecto sonido cuadrafónico con tan bajos niveles de distorsión que podría hacer llorar al más pintado.

—Habla Prostetnic Vogon Jeltz, de la junta de Planificación del Hiperespacio Galáctico —siguió anunciando la voz—. Como sin duda sabéis, los planes para el desarrollo de las regiones remotas de la Galaxia exigen la construcción de una ruta directa hiperespacial a través de vuestro sistema estelar, y, lamentablemente, vuestro planeta es uno de los previstos para su demolición. El proceso durará algo menos de dos de vuestros minutos terrestres. Gracias.

El amplificador de potencia se apagó.

La incomprensión y el terror se apoderó de los expectantes moradores de la Tierra. El terror avanzó lentamente entre las apiñadas multitudes, como si fueran limaduras de hierro en una tabla y entre ellas se moviera un imán. Volvió a surgir el pánico y la desesperación por escapar, pero no había sitio a donde huir. Al observarlo, los vogones volvieron a conectar el amplificador de potencia. Y la voz dijo:

—El fingir sorpresa no tiene sentido. Todos los planos y las órdenes de demolición han estado expuestos en vuestro departamento de planificación local, en Alfa Centauro, durante cincuenta de vuestros años terrestres, de modo que habéis tenido tiempo suficiente para presentar cualquier queja formal, y ya es demasiado tarde para armar alboroto.

El amplificador de potencia volvió a quedar en silencio y su eco vagó por toda la tierra. Las enormes naves giraron lentamente en el cielo con moderada potencia. En el costado inferior de cada una se abrió una escotilla: un cuadrado negro y vacío. Para entonces, alguien había manipulado en alguna parte un radiotransmisor, localizado una longitud de onda y emitido un mensaje de contestación a las naves vogonas, para implorar por el planeta. Nadie oyó jamás lo que decía, sólo se escuchó la respuesta. El amplificador de potencia volvió a funcionar. La voz parecía irritada. Dijo:

—Qué queréis decir con que nunca habéis estado en Alfa Centauro? ¡Por amor de Dios, humanidad! ¿Sabéis que sólo está a cuatro años— luz? Lo siento, pero si no os tomáis la molestia de interesaras en los asuntos locales, es cosa vuestra.

—¡Activad los rayos de demolición!

De las escotillas manó luz.

—No sé —dijo la voz por el amplificador de potencia—, es un planeta indolente y molesto; no le tengo ninguna simpatía.

Se apagó la voz.

Hubo un espantoso y horrible silencio.

Hubo un espantoso y horrible ruido.

Hubo un espantoso y horrible silencio.

La Flota Constructora Vogona se deslizó a través del negro vacío estrellado.